VENUS NEGRA

Tristes; tristísimas, esas tardes de un rosa humo, un malva humo de fines de otoño, tan tristes como para partir el corazón. El sol se va alejando del cielo entre rápidas capas de nubes chillonas; la angustia se adueña de la ciudad, una sensación de amargo dolor, nostalgia por aquello que nunca llegamos a conocer, angustia por el paso del año, época de inútiles anhelos, estación inconsolable. En Estados Unidos la llaman the Fall («la caída»), lo que hace pensar en «la caída del hombre», como si el fatal drama del robo primigenio del fruto debiera repetirse una y otra vez, con la constancia de un ciclo, en la misma época del año en que los escolares salen a robar en los huertos, evocando, en las imágenes más cotidianas, a cualquier niño, a todos los niños que, puestos a optar entre la virtud y el conocimiento, siempre elegirán el conocimiento, el camino más arduo. Aunque no sabe lo que significa esa palabra, «dolor», la mujer suspira, sin causa definida.

Los callejones se van cubriendo con suaves círculos de bruma que se elevan desde el río perezoso, como exhalaciones de un espíritu exhausto, y se escurren a través de las grietas que hay en los marcos de las ventanas, de modo que los contornos de su apartamento alto y solitario oscilan y se diluyen. En tardes como éstas, todo se ve como si los ojos fueran a estallar en lágrimas.

La mujer suspira.

Ella, esta Eva acongojada, mordió la guanábana de su Edén maloliente y de inmediato se vio transportada aquí, como en un sueño; y, sin embargo, es tabula rasa, todavía. Nunca ha vivido sus experiencias como verdaderas experiencias, la vida nunca llegó a sumarse al conjunto de sus conocimientos; por el contrario, les fue restando algo. Si partes sin nada, los demás te irán quitando incluso aquello, eso dice la Biblia.

En realidad, se me ocurre que nunca se tomó el trabajo de morder una manzana. No habría sabido de qué servía el conocimiento, ¿verdad? No vivía ni en un estado de inocencia ni en un estado de gracia. Les contaré cómo era Jeanne.

Era como un piano en un país donde a todos les hubieran cortado las manos.

En esos días tristes, en esas horas melancólicas, cuando el cuarto se hunde en el crepúsculo, él, en lugar de encender la lámpara, de servir un par de copas, de crear un ambiente acogedor, repite divagando: —Pequeña, déjame llevarte de regreso a tu tierra, a tu isla encantadora, indolente, donde el loro enjoyado se mece en el árbol cubierto de esmalte y tú puedes hacer crujir la caña de azúcar entre los dientes fuertes, blancos, como cuando eras niña, mi pequeña. Cuando lleguemos allá, rodeados por el ritmo délas palmeras, bajo las flores púrpuras, te amaré hasta la muerte. Regresemos allá y viviremos juntos en una casa con techumbre de paja y una galería rebosante de enredaderas floridas; y una niñita con un corto vestido blanco y una cinta amarilla de raso en la trenza encrespada, hará ondular un enorme abanico de plumas sobre nuestras cabezas, agitando el aire lánguido mientras nos mecemos en una hamaca, de un lado a otro…, el barco, el barco nos espera en el puerto, mi pequeña. Mi mono, mi gatita, mi mascota…, imagínate lo delicioso que sería vivir allí…

Pero, en días como ése, mordisqueados por la helada y el malhumor, ella no es gatita ni mascota; más bien parece un viejo cuervo de plumas gastadas, hecha un nudo desdichado junto al fuego humeante que atiza con golpes rencorosos. Tose y refunfuña, no deja de sentir frío, siempre hay una corriente de aire que le corroe la nuca o le pellizca los tobillos.

¿Marcharse adónde? ¡No allá! La costa de un amarillo relumbrante y el azul chillón del cielo pintarrajeado con colores brillantes y sin matices sacados directamente del pomo, con perspectivas angulosas como en un dibujo infantil, duelen los ojos al mirar. Ciudades devastadas. Lo único que se puede comer son plátanos verdes y ñames y brochetas de carne dura de cabra. Jeanne tirita con un gesto teatral, tan brusco que el ofendido gato huye de su regazo. De todos modos, odia al gato. No puede mirarlo sin sentir deseos de estrangularlo. Le gustaría beber algo. Un ron estaría bien. Retuerce un manuscrito desechado que saca del canasto de papeles para encender su cigarro de tabaco negro, pequeño y maloliente.

La noche se acerca con pasos apagados y por las ventanas pasan flotando nubes prodigiosas, esas nubes fantasmales que se ven con una nitidez sobrenatural cuando no hay luz. Las ventanas no han escapado a los caprichos del dueño de casa; en todos los rectángulos, excepto los superiores, hizo colocar vidrios empañados para que los reclusos tuvieran una imagen ininterrumpida del cielo, al igual que si vivieran en la barquilla de un globo como aquel en el que su amigo Nadar logró ascensos triunfales.

Impulsado por una ráfaga de viento como el que ahora sacude las tejas por sobre sus cabezas, este hermoso apartamento con tapetes persas, una mesa de nogal en la que los Borgia servían veneno, sillones tallados en cuyas patas bulbosas rostros del cinquecento fingen sonreír, la costra de falsos Tintorettos en las paredes (él es un perito infatigable, pero demasiado joven aún para tener ese sexto sentido que permite reconocer un engaño); invitado por las misteriosas corrientes celestes, este camarote bien equipado se soltará de las amarras que lo unen a la calle y se elevará, partirá, para precipitarse veloz por la oscura bóveda nocturna, enredando en sus cuerdas a una luna mínima e incipiente, rozando una estrella al elevarse, y nos depositará…

—¡No! —dice ella—. ¡No en esa maldita selva de los loros! ¡Por amor a Dios, no me lleves de vuelta a las Indias por la ruta de los esclavos! ¡Y echa al maldito gato, antes de que se cague en tu querida Bokhara!

Eso tienen en común: ninguno de los dos tiene patria, aunque a él le gusta fingir que ella es dueña de una mansión extraordinaria en las profundidades de un océano azul, la obliga a tener un hogar lo tenga o no lo tenga, no puede creer que ella esté tan desposeída como él… Sin embargo, nunca se sienten tan bien juntos como cuando piensan en huidlos dos esperan que sople el viento que los ha de llevar a un lugar milagroso, a una tierra feliz, lejana, muy lejana, la tierra del encantador reposo y del placer.

Después de una o dos copas, ella deja de toser, se pone un poco más afable, acepta soltarse los cabellos y le permite jugar con ellos, como a él le gusta. Y, si no la domina su innata indolencia —porque es capaz de arrellanarse en el cuarto oscuro, como en un trance vegetal, durante horas de horas, durante días, junto al fuego humeante—, a veces lanza la colilla del cigarro al fuego y se deja convencer de quitarse la ropa y bailar para papá, que, como ella reconoce de mala gana si se ve obligada a hacerlo, es un buen papá, le compra cosas lindas, le otorga el ocasional puñado de hachís, la mantiene alejada de la mala vida.

Noches de octubre, de lunas nuevas, frágiles, cuando la tierra oculta con su sombra a la resplandeciente cómplice de asesinos, para que todo sea aún más misterioso; en una noche como ésa, se podría haber dicho que la luna era negra.

La danza, que a él le gustaba tanto que bailara y que había creado especialmente para ella, consistía en una serie de poses voluptuosas; era un baile perfecto para un cuarto privado de un burdel, pero elegante, él prefería que ella ondulara rítmicamente en lugar de dar saltos y estirar una pierna. Le gustaba que se pusiera todos sus brazaletes y sus abalorios para bailar, ella se cubría con todas las joyas tintineantes que él le había regalado, vidrios, nada que pudiera vender porque lo hubiese vendido. Al mismo tiempo, iba tarareando una melodía criolla, le gustaban las canciones con letras procaces en las que se hablaba de lo que había hecho la mujer del zapatero para Mardi Gras o del tamaño de la herramienta legendaria de un pescador, pero papá no prestaba atención a lo que cantaba su sirena, clavaba los ojos rápidos, brillantes y oscuros fijos en su piel cubierta de adornos como si el hijo de puta estuviera en un auténtico trance.

—Hijo de puta —le dice casi con ternura, pero él no la escucha.

A la luz del fuego, proyectaba una sombra alargada. Era una mujer inmensamente alta, parecida a esas hermosas mujeres gigantescas que, cien años más tarde, decorarían los escenarios del Crazy Horse o del Casino de París con sus taparrabos brillantes y los pezones cubiertos de lentejuelas, divinamente altas, con el color y la textura de la gamuza. ¡Josephine Baker! Pero Jeanne nunca se caracterizó por la vivacidad y la exuberancia. Su principal característica era un lánguido resentimiento ante todo aquello que no se pudiera comer, beber o fumar, es decir, quemar. El consumo, la impetuosidad, ésa era su vocación.

Jeanne bailó toda la erótica danza de papá con irónico malhumor, observando fascinada, hastiada, cómo los arabescos en que se reflejaban las múltiples ristras de cuentas de vidrio que él le había regalado iban dejando huellas en el techo. Jeanne parecía la fuente de la luz pero ésa era una ilusión; sólo resplandecía porque el fuego moribundo se reflejaba en los regalos que él le había hecho. La mirada de él la iluminaba, pero su sombra la hacía aún más negra de lo que era, su sombra podía eclipsarla por completo. Es imposible saber con certeza si Jeanne tenía o no un buen corazón debajo de la piel; había sido criada en la escuela de la vida dura, y demasiados golpes pueden terminar por arrancarle el corazón a cualquiera.

Aunque Jeanne no tenía ninguna tendencia a la introspección, a veces, mientras serpenteaba por la habitación oscura y ligera que tironeaba de sus amarras, ansiosa por lanzarle a los aires en búsqueda de esa Citerea adorada por los poetas, se preguntaba qué diferencia había entre bailar desnuda ante un solo hombre que le pagara y bailar desnuda ante un grupo de hombres que pagaran. Tenía la impresión de que, de alguna manera, en esa diferencia residía la moral. Sus maestras en la escuela de la vida dura, es decir, las otras chicas que bailaban en el cabaret, donde, en su decimosexta primavera, había gruñido con voz desentonada las mismas obscenidades criollas que ahora tarareaba, le explicaron que las dos cosas eran absolutamente diferentes y, a los dieciséis años, su mayor anhelo era ser mantenida; es decir, que alguien la mantuviera alejada de la mala vida. La prostitución era un mero problema de cantidad; de que pagara más de uno a la vez. La prostitución era mala. Ella no era una chica mala. Cuando se acostaba con cualquier otro hombre que no fuera papá, no permitía jamás que le pagara. Era una cuestión de honor. De fidelidad. (En esas conjeturas éticas se ocultaba un brote de ironía, aunque su amante suponía que era promiscua simplemente porque era promiscua).

Sin embargo, después de vivir con él varias temporadas de locura en las nubes, a veces se preguntaba si había hecho lo que tenía que hacer. Si de todas maneras iba a tener que bailar desnuda para ganarse la vida, ¿por qué no hacerlo por dinero contante y sonante y ganar lo suficiente para mantenerse a sí misma? ¿Ah? ¿Ah?

Pero la sola idea de emprender una nueva carrera la hacía bostezar. Dar vueltas y vueltas alrededor de las madames y los teatros de variedades y todo eso; demasiado esfuerzo. ¿Y cuánto podía cobrar? Sólo tenía una muy vaga noción de su valor de uso.

Bailó desnuda. Los collares y los pendientes tintineaban. Como siempre, una vez que levantaba el culo y comenzaba a bailar, se divirtió bastante con el baile. Casi sentía afecto por él; tema suerte de qué fuera joven y guapo. Lo malo era que su situación económica fuera inestable, que fumara opio, que garabateara papeles, que… En ese «que» dejó de preocuparse.

Pensando con resolución en su buena suerte, extendió las manos, hacia su amante, le enseñó en un gesto rápido los dientes brillantes —los molares ya no eran más que unos restos negruzcos, pero los caninos afilados seguían siendo tan blancos como los de un vampiro— y lo invitó a bailar con ella. Pero él nunca lo hacía, nunca. Tenía cierto temor a arrugarse la camisa o resquebrajar el cuello o algo por el estilo, aunque a veces, cuando estaba drogado, llevaba el ritmo con las palmas. A Jeanne le gustaba que lo hiciera. Lo sentía como un reconocimiento. Después de algunas copas, se olvidó por completo de lo otro, aunque algo suponía, por supuesto. Las chicas solían recitar la horrible letanía de los síntomas cuando estaban juntas en el camarín, con voz apagada y temerosa, y miraban de reojo el espejo que les revelaría su futuro, en el que no veían sus caras rubicundas sino sus calaveras pintarrajeadas.

Cuando estaba sola, bebiendo algunas copas frente al fuego, pensando en eso, esa idea la hacía lanzar una horrorosa carcajada de bruja, como si ya fuera la bruja en la que se iba a convertir divirtiéndose con una broma siniestra a expensas de esa cosa hermosa y con pústulas secretas que aún era. En Walpurgisnacht, la joven bruja se jactaba ante la vieja: —Montando desnuda un macho cabrío, muestro mi cuerpo joven y hermoso. —¡Cómo se reía la bruja vieja!

—¡Ya te vas a pudrir! —Me voy a pudrir, pensaba Jeanne, y se reía. En esa risa de malévolo cinismo senil se había convertido Jeanne, esa criatura hecha para el placer, pero ¿no era acaso la sífilis el destino emblemático de una criatura hecha para el placer y el precio que había que pagar por la abominable mezcla de corrupción e inocencia que esa hija del sol había traído consigo desde las Antillas?

Jeanne había logrado librarse de todos los males y llegar a París sin nada peor que costras, desnutrición y tiña. Por eso, era un chiste de mal gusto que, varios siglos antes de su nacimiento, la diosa azteca Nanahuatzin hubiera derramado un cuerno de la abundancia repleto de sillas de ruedas, gafas oscuras, muletas y píldoras de mercurio en los barcos de los conquistadores que transportaban su botín desde el Nuevo Mundo al Viejo; era la venganza del continente violado, que se perpetraba en los lechos de Europa. Con toda inocencia, Jeanne había seguido el rastro de Nanahuatzin a través del Atlántico, pero no llevaba consigo una venganza erótica: quien la contagió fue el primerísimo de todos sus protectores. El hombre en el que había confiado para que la sacara de allí; hubiera bastado con eso para hacer reír a un caballo, pero Jeanne era fatalista, indiferente.

Se echó hacia atrás hasta que la enorme melena de oveja negra, su pelo suelto, se desparramó sobre el tapete. Era una acróbata ágil, capaz de convertir su espalda en un arco iris de caoba. (Fíjense en los pies grandes, las manos anchas y fuertes, que bien podrían haber sido manos de enfermera). Si él era un experto en la belleza, ella era una experta en las más intensas humillaciones, pero siempre había sido demasiado pobre cómo para darse el lujo de reconocer una humillación como tal. Tenía que aceptar lo que le dieran. La curva de la espalda era tan pronunciada que un niño pequeño podría haber pasado por debajo. La sangre le retumbó en los oídos.

En esa posición alcanzaba a ver en el rectángulo superior de la ventana, que él había dejado con el vidrio al descubierto, la hoz de la luna, de contornos tan claros como si estuviese pegada en el cielo. Era una luna del tamaño del recorte de una uña; se alcanzaba a divisar el borde impreciso del resto de su superficie, oculta por la sombra de la Tierra como si ésta hubiese estado atrapada entre los dos extremos de las garras brillantes de la luna, de modo que se podría haber dicho que la luna sostenía al mundo en sus brazos. Una estrella de un fulgor excepcional colgaba de su gancho inferior, sujeta por un lazo tenso e invisible.

Después de terminar su paseo excretor por el muelle, el gato de basalto, el orgullo del hogar, gemía desde el otro lado de la puerta para que lo dejaran entrar nuevamente. El poeta dejó entrar a Minino. El gato saltó a los brazos que lo esperaban e inundó el apartamento con un ronroneo de felicidad. La muchacha pensó en estrangular al gato con los dedos de los pies largos y ágiles pero, con la benevolencia que le daba el ejercicio de su sensualidad, pronto empezó a reír al verlo acariciar al gato con los mismos gestos, las mismas caricias que solía hacerle a ella. Perdonó al gato por estar vivo; tenían mucho en común. Se enderezó con un sonido nasal y se desplomó en el tapete, frotándose los tendones acalambrados.

Él le dijo que bailaba como una serpiente y ella respondió que las serpientes no podían bailar: no tenían piernas, y él dijo con ternura: eres una idiota, Jeanne; pero ella sabía que él nunca había llegado a ver una serpiente, nadie que hubiera visto moverse a una serpiente —a ese sistema rápido de golpes transversales que coletea como un látigo, dejando una onda serpenteante sobre la arena, con terrible rapidez—; si él hubiera visto moverse a una serpiente, nunca habría dicho algo parecido. Dejó escapar un bufido y se contempló los pechos sudorosos; le hubiera gustado darse un baño de todos modos, le preocupaba un poco la constante secreción vaginal que olía a ratón, algo nuevo, algo de mal agüero, algo espantoso. Pero no había agua caliente, no a esa hora. —Pueden subir agua caliente si la pagas. Era su turno de mostrarse malhumorado. Siguió limpiándose las uñas.

—Crees que no necesito lavarme, porque no se me ve la mugre.

Pero apenas empezó a lanzar los primeros dardos de un ataque de arpía que podría haber prolongado durante una hora tensa, estridente, o más, si hubiese querido, perdió el interés por hacerlo. La invadió una súbita indiferencia. ¿Qué más da?, todos nos vamos a morir, bien podríamos estar muertos ya. Acercó las rodillas al mentón y se encogió frente al fuego, mirando fijamente las cenizas. Su rostro se inmovilizó en un hosco resentimiento. El gato se le acercó silencioso, como a propósito, añadiendo un toque de satánica fascinación, de modo que se podría haber imaginado que los dos sostenían un mudo diálogo con los espíritus malignos de las llamas. Mientras el gato la dejara en paz, ella también lo dejaría en paz. Estaban solos. El ensimismamiento de cada cual, del gato y de la mujer, era algo tan íntimo que el poeta se sintió derrotado y se retiró a curiosear en sus estantes esos volúmenes excepcionales, preciosos, los misales decorados, esos incunables, esos libros comprados en tiendas especiales, libros que condenaban sólo por abrirlos. Se dedicó a alimentar su sexualidad despertada con tanta dificultad hasta que ella estuviera dispuesta a reconocerla nuevamente.

Él piensa que ella es una copa llena de oscuridad; si la inclina, dejará escapar una luz negra. No es Eva, sino la fruta prohibida, ¡y él se la ha devorado!

Extraña diosa, oscura como las noches,

de perfume mezclado de tabaco y benjuí,

artificio de un obi, el Fausto de la selva,

maga de flancos de ébano, niña de negras medianoches.

En realidad, el Fausto que la invitó a elevarse desde el abismo cuyo recuerdo abrumador aún conserva en los ojos debe de haber trocado la presencia de ella por el alma de él; negros labios de Helena succionan la médula del espíritu del poeta, aunque ella no quiere hacerlo. Fuera de la comida y de unas cuantas copas, tiene apenas unos pocos deseos conscientes. Si fuera budista, estaría ya en camino de la santidad porque es muy poco lo que desea, aunque, lamentablemente, aún la aguijonea la necesidad.

El gato bostezó y se desperezó. Jeanne salió de su trance. Luego de enrollar otro soneto abandonado para encender un nuevo cigarro, acompañada por di tintineo de su pechera de cuentas de vidrio, se dio vuelta hacia el poeta para pedirle, en su voz inimitable, semiáspera, semiacariciante, la voz de un cuervo alimentado con miel, con el acento haragán de las Antillas, que le diera un poco de dinero.

Nadie parece saber en qué año nació Jeanne Duval, aunque el año en que conoció a Charles Baudelaire (1842) está registrado con precisión, como también están bien documentadas las biografías de sus otras amantes, Aglaé-Josephine Sabatier y Marie Daubrun. Además de Duval, Jeanne usó también los apellidos Prosper y Lemer, como si su nombre no hubiera tenido ninguna importancia. Lo que sí se desconoce es su origen; en diferentes libros se habla de Mauricio, en el océano Índico, o de Santo Domingo, en el Caribe; pueden elegir entre esos dos extremos del mundo. (Su pays d’origine es menos importante que el de un vino). Mauricio parece ser una posibilidad elegida al azar, basándose en el hecho de que Baudelaire vivió algún tiempo en esa isla durante su frustrado viaje a la India en 1841. Santo Domingo, llamado «La Española» por Colón, y que hoy se conoce como República Dominicana (país de agitada historia), limita con Haití. Allí, Toussaint l’Ouverture encabezó una exitosa revuelta de esclavos contra los franceses dueños de plantaciones en la época de la Revolución Francesa.

Aunque en 1794 la Asamblea Nacional abolió por unanimidad la esclavitud en todas las colonias francesas, Napoleón volvió a implantarla en la Martinica y Guadalupe, pero no en Haití. Los esclavos de esas islas no se emanciparon definitivamente hasta 1848. Sin embargo, se solía conceder la libertad a las amantes africanas de los residentes franceses y a sus hijos, y los matrimonios entre personas de distintas razas eran bastante comunes. Así surgió una población criolla de clase media; a esa clase pertenecía Josefina, que se convirtió en emperatriz de Francia al casarse con el mismo Napoleón.

Es poco probable que Jeanne Duval perteneciera a esa clase si provenía efectivamente de la Martinica, lo que, como al parecer era francófona, no deja de ser una posibilidad.

Él escribió un comentario en Mon Coeur Mis à Nu: «Del odio que siente la gente por la belleza. Ejemplos: Jeanne y la señora Muller». (¿Quién era la señora Muller?).

En la calle, los niños le lanzaban piedras a esa mujer tan alta y hechicera que, cuando estaba borracha, se tambaleaba con esa dignidad vulnerable y tímida del borracho que siempre invita a la burla y que siempre mantenía erguida la azorada cabeza con su enorme cascada de cabellos sueltos con tanto orgullo como si apoyara en ella un gran tiesto que contuviera todas las aguas del Leteo. Probablemente él la haya conocido cuando lloraba porque los chicos de la calle le estaban lanzando piedras y le gritaban «negra puta» o algo aún peor y le salpicaban los hermosos volantes blancos de su crinolina con puñados de barro sacados de las acequias, donde pensaban que debía estar por ser una puta que tenía la osadía de aventurarse hasta la tienda de la esquina para comprar cigarros o un ordinaire o ron, con aire orgulloso, como si fuera la emperatriz de todas las Áfricas.

Pero Jeanne era una emperatriz destronada, un miembro de la realeza en el exilio, porque ¿no la habían privado acaso de las múltiples riquezas de todas esas tierras?

Le habían robado las puertas de bronce de Benin; los pechos de hierro de las amazonas de la corte del rey de Dahomey; la esotérica sabiduría de la gran universidad de Tombuctú; la urbanidad de las encantadoras ciudades del desierto ante cuyas murallas revoloteaban los jinetes que recibían la noche con trompetas del doble de largo de sus cuerpos. La Abisinia de santos negros y leones sagrados no alcanzaba a ser una leyenda para ella. No sabía ni un ápice de aquellas sabanas en que los hombres luchaban con los leopardos. Habían extirpado de sus recuerdos el magnífico continente del que provenía su piel. La habían privado de su historia, era una auténtica hija de la colonia. Esa colonia —blanca, arrogante— la había engendrado. Su madre se había marchado con los marineros y su abuela la crió en un solo cuarto con una cama cubierta de andrajos.

Su abuela le había contado: —Nací en el barco en el que murió mi madre y la echaron al mar. Se la comieron los tiburones. Me amamantó una mujer de otra tierra que había tenido un hijo que nació muerto. Y no sé nada de mi padre ni sé dónde me concibieron, ni en que costa ni en qué circunstancias. Mi madre adoptiva murió poco después de una fiebre que le dio en la plantación. Dejaron de amamantarme. Fui creciendo.

Sin embargo, Jeanne conservaba una herencia negativa; si alguien trataba de obligarla a hacer lo que no quería, si alguien trataba de destruir esa pepita acerada de libre albedrío que se manifestaba en letargo, podría comprobar cómo había agotado la paciencia de los misioneros y, de esa manera, había llegado a heredar ni tan siquiera la autocompasión, sólo los veintinueve latigazos autorizados por la ley.

La abuela de Jeanne hablaba el dialecto criollo, patois, ninguna otra lengua, lo hablaba mal y se lo enseñó mal a Jeanne, que hizo todo lo posible por transformarlo en un buen francés cuando llegó a París y empezó a combinarlo con palabras grandilocuentes, pero lo convertía en un revoltijo, no ponía ningún empeño en ello, por supuesto. Era como si le hubiesen cortado la lengua y le hubieran cosido otra que no correspondía a la boca. Por lo tanto, se podría decir no que Jeanne no comprendiera la lapidaria y convulsa serenidad de los poemas de su amante, sino que para ella era un constante insulto. Se los recitaba por horas de horas y ella sufría, se enfurecía y se irritaba al escucharlos, porque la elocuencia de él negaba su propio idioma. La aturdía, y su aturdimiento era más profundo aún porque se manifestaba en un parloteo violento, repleto de recriminaciones y reclamos llenos de errores gramaticales que no iban dirigidos tanto a su amante —porque sentía bastante cariño por él— como a su propia situación, a esa chica negra ignorante y terriblemente boba, buena para nada; corrección: buena para una sola cosa, aunque las espiroquetas ya fueran abriéndose paso aceleradamente a lo largo de su médula mientras acarreaba todo el peso del olvido en su testa de amazona.

El más notable poeta de la alienación se encontró por casualidad con la perfecta extraña; su unión era perfecta. En el fondo del corazón, él debe de haberlo sabido.

La diosa de su corazón, el ideal del poeta, yacía resplandeciente sobre el lecho de un cuarto displicentemente empapelado en rojo y negro, a él le gustaba que ella se convirtiera en un espectáculo, que ofreciera un espléndido festín a sus ojos vivaces e insaciables.

La Venus yace en el lecho, esperando que empiece a soplar el viento: el albatros cubierto de hollín anhela una tormenta. ¡Un torbellino!

*

Jeanne conocía bien al albatros. Una valva de concha la había transportado totalmente desnuda a través del Atlántico; apretaba un enorme puñado de rizos contra el pubis. Los albatros ataban a los ventarrones mecedoras que los pequeños querubines negros empujaban para que ella se hamacara.

Un albatros puede dar la vuelta al mundo en ocho días, si no se aleja de las tempestades. Los marineros insultan a los pájaros; les dicen todo tipo de epítetos por lo torpes que son en tierra, pero el viento, ¡ah!, el viento es su elemento; su dominio del viento es absoluto.

Allá abajo, allá lejos, donde las nalgas del mundo vuelven a perder su redondez, si se sigue bajando hacia el sur se llega al reino de los fríos eternos que es el comienzo y el fin de nuestra vida en esta tierra, a esas cadenas de montañas de hielo donde los vientos aúllan y rugen con un bramido de toro y donde no vive nadie, sólo el augusto pingüino con su levita parecida a la tuya, papá, el pingüino sumiso y digno de cariño, que no se parece a ti, y que equilibra un precioso huevo entre las patas mientras su querida esposa sale a pasear y se divierte todo lo que alguien puede divertirse en la Antártida.

Si papá fuera como un pingüino, seríamos tanto más felices; no hay espacio para dos albatros en esta casa.

El viento es el elemento del albatros, así como la domesticidad es el del pingüino. En el tormentoso paralelo cuarenta y en el furibundo paralelo cincuenta, donde los fuertes vientos soplan sin cesar de oeste a este entre las cimas más remotas de los continentes habitados y la pesadilla azul de los hielos inhospitalarios, esos enormes pájaros se deslizan encantados hacia el sur, muy al sur, tan al sur como para poner de cabeza al irreal sur del poeta, con selvas plagadas de loros y playas deslumbrantes; allá abajo, en el sur; la monocromía flemática y los pájaros que jamás levantan vuelo son el único público de los prodigiosos aérielistes que viven en el ojo de la tormenta, como los burgueses, papá, sentados muy modosos y tranquilos con los huevos junto a las patas mientras observan a artistas como nosotros que desafían a la muerte en el trapecio.

La mujer y su amante esperan que empiece a soplar el viento con el que abandonarán este lúgubre apartamento. Creen que pueden elevarse y remontarse con él. Será como un viento que sople desde un nuevo planeta.

El joven aspira el aroma del aceite de coco que ella se frota en los cabellos para darles brillo. Su atormentado romanticismo transforma este sencillo olor de las cocinas caribeñas en el perfume del aire de esas islas tropicales que a veces llega a creer que son las tierras felices a las que anhela llegar. Su fecunda imaginación logra una transformación alquímica del saludable y penetrante olor a sudor despertado por la danza. El piensa que su sudor huele a canela porque ella tiene especias en los poros. Él piensa que la carne de ella es diferente de la suya.

Para su unión es fundamental que, si ella se cubre con los privados ropajes de la desnudez, el mínimo atavío de joyas y colorete, él conserve las trabas públicas de un varón del siglo XIX, la levita (primorosamente cortada), la camisa blanca (de seda pura, hecha por un sastre londinense), la corbata granate e impecables pantalones. La escena se parece más a Le déjeuner sur l’herbe que lo que aparenta. (Manet, otro de sus amigos). El hombre actúa y se viste para actuar; su piel es algo privado. Es artificioso, un producto de la cultura. La mujer simplemente existe; y, por lo tanto, está vestida de pies a cabeza cuando no lleva nada encima, su piel es una propiedad pública, es un ser que se funde con la naturaleza en una simplicidad carnal que, como él insiste, es el más detestable de todos los artificios.

Una vez, antes de que ella se convirtiera en su concubina, a él y a un grupo de bohemios se les ocurrió la idea de arrebatársela a los clientes del cabaret, y ella, tan fogosa, protestando primero, riéndose después, se fue con ellos, que vagaban por las calles de madrugada, buscando algún lugar donde pudieran llevar a su trofeo a beber otra copa y ella se puso a orinar en la calle, allí mismo, sin avisarles; no se escondió en un callejón para hacerlo a solas; ni siquiera se soltó de su brazo, sino que se puso a horcajadas sobre la acequia, con las piernas abiertas, y meó como si fuera lo más natural del mundo. ¡Ah, las sorprendentes campanas chinas de esa cascada!

(En ese momento, su Lázaro se levantó y chocó con toda espontaneidad contra los pantalones del poeta forrados como la tapa de un ataúd).

Jeanne se acomodó la falda con la mano que le quedaba libre mientras saltaba sobre el charco que acababa de dejar, y él alcanzó a ver que se había manchado las medias blancas en el tobillo. Su aterrorizada y exacerbada sensibilidad le hacía sentir que el líquido era una especie de ácido orgánico que iba carcomiendo el tejido de algodón, disolviendo las enaguas, el corsé, la camisa, el vestido que llevaba, la chaqueta, de modo que ahora caminaba a su lado como un fetiche ambulante, salvaje, obsceno, aterrador.

Él siempre usaba guantes de cabritilla rosa claro que le calzaban tan a la perfección como los guantes de goma que usarían los ginecólogos años más tarde. Al verlo juguetear con sus cabellos, ella se acordó serenamente de una amiga pelirroja del cabaret que había hecho un corto noviciado en un burdel pero que abandonó la prostitución al descubrir que gran parte de sus clientes sólo aspiraban a que les permitiera eyacular en su espléndida melena digna de Ticiano. (¡Cómo se reían las chicas con eso!). La pelirroja pensaba que, en general, esa porquería era menos desagradable y más higiénica que el coito común y corriente, pero habría tenido que lavarse los cabellos tan seguido que su corona, en realidad —era una pequeña criatura de ojos estrábicos— su única gloria, iba a perder sus aceites esenciales y naturales. Vendedora y artículo a la vez, la prostituta es su única inversión en el mundo y tiene que cuidarse; la pelirroja bizca decidió no arriesgarse a malgastar su capital con tanta imprudencia, pero Jeanne nunca tuvo ese carácter de comerciante, no creía pertenecerse y se entregaba a todos salvo al poeta, al que respetaba demasiado para ofrecerle un obsequio tan ambivalente a cambio de nada.

—Levántamela —dijo el poeta.

Los albatros son famosos por las travesuras con que se cortejan en la época de celo. Se trata de bailes grotescos y torpes, acompañados de grandes ceremonias, reverencias, picoteos y largos gruñidos nasales».

Los pájaros del mundo, Oliver L. Austin Jr.

Los albatros no son buenos constructores de nidos. Les basta con una leve hendidura en la tierra. O pueden ahuecar un pequeño montículo de barro. Sólo le hacen las más mínimas concesiones a la tierra. El poeta imaginaba el lecho de los dos, el nido del albatros, como una residencia tan pasajera como ésa, en que la Suerte, la más renombrada madame, hubiera encerrado juntos a esos dos extraños pájaros. En este exilio pasajero todo es posible.

—Jeanne, levántamela.

¡Nada es fácil para este individuo! Convierte el coito en una representación digna de la Comedie Française; lograr que eyacule es un drama en cinco actos con entreactos de sainete y otros intermedios capaces de hacer llorar, y ¡cómo llora después!, se siente avergonzado habla de su madre, pero Jeanne no puede recordar a la suya y su abuela la regaló a un compañero de a bordo a cambio de un par de botellas y 9 decía que estaba satisfecha con el negocio porque Jeanne ya estaba empezando a meterse en líos y la ropa le iba quedando estrecha y comía demasiado.

Mientras desenmarañaban juntos la historia del pecado, el fuego se extinguió; también la luna invernal, pequeña, blanca, brillante, que había en el rincón superior izquierdo del rectángulo más alto de la izquierda, uno de los pocos sin empañar, acompañada por su estrella satélite, recorrió el último tramo de su baja órbita en el cielo oscuro. Mientras se esforzaba estoicamente por dar placer a su amante, como si hubiera sido su campo de labranza, agotada por un esfuerzo que no recibiría reconocimiento en este mundo, la luna y la estrella llegaron juntas al rectángulo inferior de la derecha.

Si pudiesen verla, si no estuviera tan oscuro, les parecería la víctima de un robo; sus ojos desolados son como abismos pero lo acuna en su regazo y lo consuela por haberle revelado en su autodesprecio esos vestigios de naturaleza humana que le ha dejado a ella en el cuerpo, por lo que la culpa amargamente, por lo que la exalta, otorgándole la eternidad prometida por el poeta.

La luna y la estrella desaparecen…

Nadar dice que la vio alrededor de un año después de que Baudelaire muriera, sordo, mudo y paralítico. El poeta, tan alejado de sí mismo al final que, en los últimos meses antes de que el mal lo abatiera, cuando se vio reflejado en un espejo, hizo una cortés reverencia, como si se tratase de un extraño. Le pidió a su madre que se ocupara de Jeanne pero ella no le dio nada. Nadar dice que la vio renqueando por la calle, con muletas, en dirección a una taberna; había perdido los dientes y, aunque llevaba un trapo atado en la cabeza, alcanzó a darse cuenta de que su hermosa melena había desaparecido. Su expresión habría aterrorizado a los niños. No se detuvo a hablarle.

El barco partió rumbo a la Martinica.

Todos Sabemos que se pueden comprar dientes, que se pueden comprar cabellos. Las mejores pelucas son las que se fabrican con el pelo que le cortan a las novicias en los conventos.

El hombre se presentaba como su hermano, tal vez eran realmente hijos de la misma madre, ¿por qué no? Ella no tenía la menor idea de lo que había ocurrido con su madre, y este hermanastro hipotético, un mestizo de piel clara, apareció inesperadamente en el momento preciso para hacerse cargo de sus caóticas finanzas con la habilidad de un empresario nato, aunque a ella le hubiera dado lo mismo que fuera Mefistófeles. Su hermano. Guardaron celosamente lo que el poeta había alcanzado a darle a hurtadillas mientras agonizaba, cuando su madre no estaba prestando atención. Cincuenta francos para Jeanne por aquí; treinta francos para Jeanne por allá. El dinero se fue sumando.

Ella se sorprendió al descubrir cuánto valía.

A eso hay que añadirle la venta de un par de manuscritos, los que no había usado para encender cigarros. Unos cuantos libros, sobre todo los que tenían floridas dedicatorias. La venta de los gemelos y de cajones llenos de guantes de cabritilla color rosa, casi sin usar. Su hermano sabía dónde deshacerse de ellos. Tiempo después, cualquier recuerdo valioso del poeta, incluso sus torpes dibujos, se podían vender por sumas increíbles. Le dejaron un portapliegos a un agente emprendedor.

Luciendo un vestido de tusor negro, con el rostro semiestragado pero compuesto con esmero y oculto a medias por un velo favorecedor, Jeanne abandonó Europa resoplando, en un barco de vapor que se dirigía al Caribe, como una respetable viuda y, después de todo, no tenía siquiera cincuenta años. Podría haber sido la esposa criolla de un funcionario público poco importante que regresaba a su patria después de su muerte. Su hermano se le adelantó, para buscar el terreno que iban a comprar.

Ningún albatros interrumpió su viaje. Nunca pensó en la ruta de los esclavos, salvo para comparar el cruce del Atlántico de su abuela con su agradable travesía. Se podría decir que Jeanne se había encontrado a sí misma; había bajado de las nubes y, con la ayuda de un bastón de marfil, caminaba perfectamente. El aire marino le sentó bien. Decidió dejar de beber ron, excepto una copita antes de ir a acostarse, después de hacer las cuentas.

Mírenla ahora, en los últimos años de su vida, vestida día a día de un negro severo, apoyándose un poco en su bastón pero con la dignidad que sólo puede tener alguien que ha logrado escapar de las garras de un león. Sale de la hermosa casa con su galería cubierta de enredaderas.

—Buenos días, madame Duval —entona con zalamería el jardinero. ¡Qué dulce sonido! Lleva al banco las ganancias de la noche anterior.

—Muchas gracias, madame Duval. —Apenas las saboreó por primera vez, se convirtió en una glotona ávida de deferencias.

Hasta el final, cuando ya muy anciana sucumbe al dolor en los huesos y un cortejo de chicas desoladas la acompaña al cementerio, seguirá dispensando a los miembros más privilegiados del gobierno colonial, a un precio razonable, la verdadera, la auténtica, la genuina sífilis baudeleriana.

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La estrofa que aparece en la página es una traducción del siguiente poema:

SED NON SATIATA

Bizarre déité, brune comme les nuits,

Au parfum mélangé de musc et de havane,

Oeuvre de quelque obi, le Faust de la savane,

Sorcière au flanc d’ébène, enfant des noirs minuits.

Je préfère au constance, à l’opium, au nuits,

L’élixir de ta bouche où l’amour se pavane;

Quands vers toi mes désirs partent en caravane,

Tes yeux sont la citeme où boivent mes ennuis.

Par ces deux grands yeux noirs, soupiraux de ton âme,

Ô démon sans pitié! verse-moi moins de flamme;

Je ne suis pas le Styx pour t’embrasser neuf fois,

Hélas! et je ne puis, Mégère libertine,

Pour briser ton courage et te mettre aux abois,

Dans l’enfer de ton lit devenir Proserpine!

Les Fleurs du Mal, Charles Baudelaire

Los demás poemas de Les Fleurs du Mal que, según se supone, se refieren a Jeanne Duval, se conocen como El ciclo de la Venus negra y entre ellos figuran «Las joyas», «La cabellera», «La serpiente que danza», «Perfume exótico», «El gato», «Te adoro como adoro la bóveda nocturna», etc.