OBERTURA Y MÚSICA INCIDENTAL PARA SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO
—Llamadme el Hermio Dorado.
Mi madre me dio a luz en las espesuras del sur, pero «mortal al fin, al dar a luz al niño sucumbió», como dice mi tía Titania, aunque llamarme «niño» es un tanto exagerado en este caso, lo que hace es censurarme, eso es, me priva de toda ambigüedad para no meter en líos al encargado del reparto. Porque decir «niño» está bien, por lo que eso significa, pero no es suficiente. Y los dulces campos del sur tampoco son espesuras ni nada que se les parezca. Es una tierra encantadora donde crecen limoneros que se multiplican hasta los límites más remotos de vuestra embrutecida imaginación europocéntrica. Un hijo del sol, eso es lo que soy, y de las brisas, tan fragantes como los mangos, que acarician mitológicamente la costa de Coromandel en las lejanas playas de pórfiro y lapislázuli de la India, donde todo es brillante y terso como la laca.
Mi tía Titania. No se trata, os puedo asegurar, de mi tía carnal, no hay lazo de sangre ni nudo de cordón umbilical que nos una; es la mejor amiga de mi madre, que, antes de morir, me encomendó a ella y, por lo tanto, siempre la llamo «tiíta».
A Titania, esa cosa gorda, ostentosa, rosada y rubia, la Memsahib, en realidad la llamo tía Tetania (porque sus tetas es lo primero que os llama la atención en ella, son como globos de barrera), Tetamania me encerró en un baúl que compró en la tienda de desechos del ejército y la marina, le puso un letrero que decía «Equipaje de mano» (ni más ni menos) y me envió acá.
¡Acá!, ¡achís!, a morirme de frío en esta mierda de bosque húmedo. ¡Lluvia, lluvia, lluvia, lluvia, lluvia!
«El ardiente junio», murmuran las hadas sarcásticas, que lucen tristes, ¿cómo no van a estarlo?, pobrecitas, con las alas diminutas chorreando agua y pegadas a la espalda, tan empapadas que casi no pueden elevarse y apenas logran remontarse se desploman en medio del granizo y se estrellan sobre las suaves hojas de los helechos con chillidos lastimeros. —Nunca estuvo así el tiempo —se lamentan las hadas entre los rosales, de los que asoman, debo admitirlo, valientes flores de tonos pastel en medio de este clima inclemente y los pétalos aplastados de las pálidas rosas silvestres rezuman gotas de lluvia que se han ido acumulando mientras los matorrales se estremecen con el estruendo de decenas y decenas de mínimos estornudos, porque no hay un solo lugar en el minúsculo cuerpo de las hadas para guardar un pañuelo y todas andan con un catarro tan terrible como el mío.
En mi principesca, delicada y colorida tradición no hay nada que me haya preparado para soportar el húmedo y gris verano inglés. Pesadilla de una noche de verano, lo llamo yo. Los vientos huracanados han arrancado hasta las ramas de los robles más fuertes y han tumbado también los olmos más débiles, que yacen desparramados como borrachos y se enredan en los rizos de las hadas desgreñadas. Truenos, relámpagos y, por la noche, enormes estrellas que caen y bombardean el bosque… Este clima templado no tiene nada de templado, querida, le digo irritado a tía Titania, pero ella culpa de todo a tío Oberón, que expresa su cólera con truenos y hace llover cuando se masturba, lo que debe hacer casi siempre, pensando en mí, seguramente. ¡En MÍ!
«…pues Oberón está enfurecido contra ella porque lleva de paje a un hermoso doncel, robado a un monarca de la India. Jamás había poseído ella un objeto sustraído tan encantador; y el celoso Oberón querría hacer al muchacho caballero de su séquito…».
¿Veis?, nuevamente «muchacho»; eso no es ni siquiera la mitad de la verdad. Desinformación. Versión patriarcal. Ningún rey intervino en esto; todo fue un arreglo entre mi madre y mi tiíta, ¿o no?
Además, ¿cómo se puede robar un muchacho? ¿O darlo? ¿O tomado? ¿O venderlo como esclavo, maldición? ¿Acaso estas hadas son agentes del protocolonialismo?
Para proteger mi compleja integridad, respondo a todo esto aparentando una resistencia pasiva. Aquí estoy. Soy.
Soy Hermio, el diminutivo de auténtico hermafrodita, un testículo, un ovario, medio hombre y medio mujer pero entero y mucho, mucho más, que la suma de mis partes. Este apéndice elegante y retráctil, esto que está aquí…, no es el clítoris bien desarrollado de una lesbiana sino el auténtico órgano reproductor eréctil, en tanto que la abertura de labios aterciopelados capaz de contraerse exquisitamente que hay más abajo, os puedo asegurar, es una senda viable del otro sexo. Así es.
Mirad. No soy tímido. Impresionante, ¿verdad?
Y me llaman el Hermio Dorado, porque toda mi piel es dorada; cuando nací, pequeños, diminutos querubines se llenaron de aire la boca y los pulmones y soplaron y soplaron sobre mis miembros infantiles capas de oro batido que se adhirieron a ellos. ¡Mirad cómo brillo!
Y heme aquí, bajo los árboles rezumantes de gotas, en medio de la hierba alta, frondosa y empapada y margaritas desaliñadas y los candelabros extendidos de los ranúnculos a los que la tempestuosa lluvia ha arrancado todos los pétalos, dejándoles las verrugosas testas verdes al desnudo. Y los malditos geranios sangrientos. Y las ortigas punzantes, esas medusas de los bosques que me pincharon tanto y con tanta alevosía la primera vez que las rocé. Y los brotes de guisantes y las semillas de mostaza y las innumerables hierbas que desconozco, con sus rosados, amarillos y verdiazules espantosos y paliduchos. Me aburren. Al pie de los árboles empapados y cubiertos de flores como un papel de pared diseñado por William Morris en una casa abandonada, para conservar mi equilibrio y mi salud mental, medito en la posición yoga conocida como «El Árbol», es decir, parado en un solo pie.
Uniendo en mí la flecha y el blanco, la herida y el arco, la cuchara y la escudilla, sostengo en la mano izquierda una flor de loto que luce ya un tanto ajada. Mi serpiente se enrosca en el otro brazo.
Estoy absolutamente desnudo, y soy dorado y bipartido.
En mi rostro dorado, un gesto inmutable, arcaico. Excepto cuando…
¡ACHÍS!
Maldito virus occidental del catarro común…
¡ACHÍS!
El Hermio Dorado permanecía de pie en el verde bosque.
Evidentemente, este bosque está muy lejos de Atenas; la obra es un verdadero laberinto de pistas falsas. En realidad, el bosque se encuentra en alguna parte de la zona central de Inglaterra, posiblemente cerca de Bletchley, donde instalaron la enorme máquina descifradora. Corrección: este bosque se encontraba en alguna parte de la zona central de Inglaterra, hasta que arrasaron con los robles, los fresnos y los espinos hace algunos años para construir una carretera. Sin embargo, como, para empezar, el bosque era sólo un objeto imaginario, seguirá siendo ese espacio en blanco de la eternidad, verde y decorativo, que ti poeta se prometió a sí mismo. El poeta inglés; su bosque es, en esencia, un bosque inglés. El bosque inglés.
El bosque inglés no se parece en absoluto a la selva sombría, nigromántica, la única que conoce la imaginación de los europeos del norte, donde viven sus muertos y las brujas y donde Baba-yaga acecha desde su casa con patas de pollo buscando niños para devorárselos. No. La diferencia que hay entre este bosque y la selva no es cuantitativa, sino cualitativa. No son diferentes simplemente porque en el bosque hay menos árboles que en la selva y porque el bosque es menos extenso. Ésta es sólo una de las causas de la diferencia y no explica los efectos de esa diferencia.
Por ejemplo, un bosque inglés, por prodigioso que sea, por metamórfico que sea, no puede, por definición, dejar de tener senderos, aunque bien puede ser un extraordinario laberinto. No obstante, siempre hay un camino que conduce fuera de ese laberinto e, incluso si tardáis en encontrarlo, siempre sabéis que existe. Un laberinto es un producto de la mente humana y se le parece mucho; cuando uno está perdido en el bosque, esta analogía siempre sirve de consuelo. Pero extraviarse en la selva es lo mismo que apartarse de este mundo, que ser abandonado por la luz, que perderse del todo sin ninguna certeza de llegar a encontrarse ni de que os encuentren, es ser condenados contra nuestra voluntad —o, aún peor, por propia decisión— a un aislamiento perpetuo de la humanidad, a una catástrofe existencial, porque la selva es tan infinitamente extensa como el alma humana.
Pero el bosque es finito, tiene límites; en el bosque os podéis perder a propósito, por el placer de vagabundear, porque la pérdida pasajera de la orientación es como una vacación de la que se regresa reanimado, con los bolsillos llenos de bayas, las manos llenas de flores silvestres y la pluma de un pájaro ensartada en el sombrero. Esa selva es un lugar embrujado; este bosque es un lugar embrujado.
Los mismos peligros que acechan en el bosque, todos esos medios audiovisuales, contribuyen al placentero cosquilleo de un leve temor; el repentino chasquido de un faisán que levanta vuelo, el choque aterciopelado de un búho, las rojizas pisadas de un zorro, todo esto os puede dar un susto, pero aquí ni los diablillos ni los pérfidos espíritus pueden intimidaros porque los bobos y los duendes ingleses no son más que un reflejo de la fe secular en la bondad inherente de la naturaleza, una de las ventajas de un clima templado. (¿Oíste eso, Hermio? Aquí no hay tigres relucientes, ni pitones escamadas ni escorpiones con coraza). Desde que mataron al último lobo inglés, ya no merodea entre los árboles ningún animal salvaje que pueda aterrorizarte. Todo es dulce bajo esta luz que se filtra, donde Robín Wood, el espíritu de la fertilidad, acecha en la sombra verdosa; éste es un bosque cordial con los amantes.
En realidad, se podría decir que el bosque es el jardín comunal de un pueblo, un jardín casi tan intencionalmente silvestre como la «selva natural» de Bacon, en la que todos los sapos lucen una joya en la cabeza y todas las flores tienen nombre, nada es desconocido; esta selva no es ajena.
¡Y siempre hay algo para comer! Ésta es la verdulería de la Madre Naturaleza; vinagrera para la sopa, setas, dientes de león y álsine para la ensalada, menta y tomillo para sazonar, fresas y moras silvestres y, en el otoño, bayas en abundancia. En un bosque inglés Nabucodonosor no habría tenido que conformarse con pasto.
El bosque inglés nos ofrece una imagen fugaz de un mundo verde, anterior al pecado, un poco más cercano al Paraíso que el nuestro.
Éste es el bosque inglés donde nos encontramos con las conocidas hadas, los torpes novios, los toscos artificios. Éste es el auténtico bosque de Shakespeare…, pero no es el bosque de su época, que no sabía que era su época y, por lo tanto, no se veía obligada a guardar las apariencias. No. El bosque que acabamos de describiros el que nace de la nostalgia del siglo XIX, que desinfectó el bosque, que lo depuró de todos los seres sombríos, repugnantes y primitivos con que lo había poblado la superstición de antaño. O, más bien, que desnaturalizo y castró a esos seres hasta hacerlos lucir exactamente como los que aparecen en las fotografías de personajes imaginarios que tanto fascinaban a Conan Doyle. Es el bosque de Mendelssohn.
«Entrad a estos bosques encantados…», ¿quién podría resistirse ante una invitación tan fascinante?
Sin embargo, lo que ocurre es que quienes vivieron en la época victoriana no dejaron los bosques precisamente en el mismo estado en que hubieran querido encontrarlos.
*
Puck estaba fascinado hasta la obsesión con este exótico visitante. En cierto sentido, se trataba de la atracción de los opuestos, porque, mientras el Hermio Dorado era taaaaan suave, Puck era peludo. En esas frías noches de junio, Puck, cubierto con su abundante pelambre, era el único que no pasaba frío. Velludo. Peludo. Sobre todo en los muslos. (Y, mmmmm, en la palma de las manos).
Cuando está desnudo, es tan peludo como un caballo de Shetland y a veces camina en cuatro patas. En esos casos, gimotea; o, si no, ladra.
Es un patán, el malévolo patán, y a veces finge ser el duende pardo del hogar al que se le deja una escudilla de leche junto a la puerta, aunque, si os queréis librar de él, hay que dejarle un par de pantalones; él considera que regalarle un par de pantalones es un oprobio a su sexo, del que está muy orgulloso. Cubiertos por los frondosos rizos del pubis, que tienen ese brillo de cosa frita de las tallas en madera de Grinling Gibbons, podéis ver sus testículos, arrugados y maduros como nísperos.
A Puck le fascina jugar a la prestidigitación y al escondite. Tiene parientes en todo el mundo: el puki de Islandia, el pixy de Devonshire, el fantasma de los Países Bajos, todos son parientes de Puck y ninguno de ellos hace nada bueno. ¡Ese Puck!
A las tiernas y diminutas criaturas que rondan alrededor de la Reina de las Hadas no les gusta jugar con Puck porque es muy brusco y les rasga las alas pintadas cuando juega a perseguirlas y les arranca las patas fantasmales a los mosquitos grises que arrastran el minúsculo carruaje de Titania por los aires, besa a las chicas y las hace llorar, se trepa a las obscenas espirales de dedalera rojo oscuro que coronan el lecho de Titania y se balancea en ellas, agitando las gotas de lluvia y esparciéndolas en un verdadero chaparrón que la hace despertar. ¡Malvado!
Puck no es más polimorfamente perverso que todas las demás partículas submicroscópicas, sus compañeros, pero su sodomía y sus aires de ninfa y su afán de restregarse y su tubofilia son particularmente repugnantes y odiosos y, en realidad, hasta este papel se sonrojaría, se pondría tan rosado como una factura, si escribiera en él alguna de las cosas que hace Puck en los cañaverales del río, porque, por ser pariente lejano de Pan, ese dios perverso, cuando está de humor, se comporta de una manera muy poco común en el bosque inglés, aunque bastante habitual en las escuelas públicas de Inglaterra.
Por la orientación fálica de Puck, se reconoce que pertenece al séquito del rey Oberón.
El velludo Puck se enamoró del Hermio Dorado y solía ir a juguetear alrededor de la hermosa estatua de carne a la luz de la luna, aunque, por suerte para el Hermio, no podía ni acercarse a tocarlo porque Titania había colocado premeditadamente un cordón sanitaire mágico en torno a su criatura adoptiva, de tal modo que él (o ella) estaba, por decirlo así, en una vitrina invisible como la que podría ocupar, siglos más tarde, en el Museo Victoria y Alberto. Puck se aplastó más de una vez su ya chata nariz contra esta barrera transparente e intangible.
El Hermio retiró el pie izquierdo del abrigado nido de la entrepierna y lo apoyó en el suelo. Con un solo movimiento, ligero y grácil, se apoyó en la otra pierna. Ni el loto ni la serpiente que sostenía en los brazos cambiaron de posición.
Puck, aplastado contra el invento mágico de Titania, suspiró profundamente, retrocedió un par de pasos y comenzó a masturbarse con gran brío.
¿Habéis visto alguna vez el semen de los duendes? Nosotros, los mortales, lo llamamos baba de cuclillo.
Y así como ningún mortal efímero y de barro que vague por los bosques con pies grandes y pesados, desparramando duendes que chillen como murciélagos aterrorizados, podría escucharlos jamás, tampoco alcanzaría a ver al Hermio perfectamente sereno, una estaca clavada e inmóvil como en un trance.
Y si llegarais a espiarlo, probablemente creeríais que el pequeño ídolo amarillo es un talismán que se ha caído del bolsillo de un gitano o un amuleto que se ha desprendido del brazalete de una muchacha, o un regalo salido de un bombón sorpresa muy caro.
Sin embargo, si cogierais el hermoso objeto y lo sostuvierais en la palma de la mano, sentiríais su tibieza, como si alguien lo hubiera estado abrazando antes de que llegarais y acabase de soltarlo.
Y si lo observarais por un largo rato, veríais que las lentejuelas doradas de los párpados se mueven.
En ese preciso instante, empezaría a soplar un viento extraño que arrasaría con el bosque y todo lo que hay en él.
*
Lo mismo que ocurre con vuestras sombras, que pueden agrandarse y luego contraerse hasta casi desaparecer para volver a henchirse, sucede con estas sombras, estas burbujas etéreas que surgen de la tierra, estos «seres» a los que no se les puede aplicar con toda propiedad el verbo «ser», porque, de acuerdo con el sentido que le damos al término, en realidad no son. No pueden existir; no pueden proyectar una sombra, porque ¿quién ha visto jamás la sombra de una sombra? Su existencia es obligatoriamente dudosa, ¿creéis acaso en la existencia de los duendes? Su presencia surge siempre, como jugando, del rabillo del ojo de quien los observa, de modo que tal vez nunca dejen de ser sino una imagen creada por la luz… El vivir así, a medias, tan lejos del reconocimiento público, no contribuye en nada a que tengan cierta consistencia visual. Por eso, pueden adquirir la forma que se les antoje.
Puck puede convertirse en lo que desee: en una banqueta de tres patas que le permite hacer su famoso truco («resbalo por entre su nalgatorio, ella da bruces…»), tan admirado en los primeros cursos de las escuelas primarias, cuando leen la obra en voz alta porque es adecuada para los niños por tratarse de hadas; en un Fiat minúsculo; en un piano de cola; ¡en cualquier cosa!
Salvo en el amante del Hermio Dorado.
En sus ratos de ocio, cuando no andaba ocupándose de los variados asuntos de su amo, Puck se paseaba, con más deseos que esperanzas, en torno al círculo mágico del Hermio, como un niño frente a una confitería, y llegó a la conclusión de que, para aprovechar al máximo las posibilidades sexuales que le ofrecía, en caso de que alguna vez desapareciera la barrera que los separaba —y, por poco posible que esto fuese, el lema de Puck es «¡Siempre listo!»—, en caso de que llegara a producirse la cópula entre él y el Hermio Dorado, la pareja del Hermio debería tener un equipo similar al suyo para lograr una unión lo más satisfactoria posible.
Entonces Puck dedujo también que los atributos de la hipotética pareja del Hermio tendrían que estar colocados en orden inverso a los del Hermio, para que encajaran perfectamente y no hubiera que andar tanteando a ciegas; Puck, constante espía inquisidor de las parejas de mortales que venían a jugar al animal con dos espaldas en sitios que erróneamente suponían que eran lugares íntimos, se dio cuenta de que las caricias planteaban irritantes complicaciones con las manos y que, por lo tanto, todos los amantes que usan la diestra en realidad deberían tener amantes zurdos para las escaramuzas iniciales, y que, cuando hizo el molde del ser humano, la Madre Naturaleza no pensó en absoluto en las caricias, que son lo único que nos distingue de los animales cuando nos comportamos como tales. Puck se esforzaba todo lo que podía, se esforzaba una y otra vez, pero le era imposible conseguir lo que pretendía aunque, después de tanto esfuerzo, por fin logró convertirse en una imitación perfecta del Hermio y, de vez en cuando, solía adoptar la forma y la postura del Hermio y se instalaba frente a él en el bosque, como un espejo viviente de la estatua viviente, excepto por la impetuosa erección que el satiromaníaco de Puck era incapaz de controlar cuando estaba ante su amado.
El Hermio mantenía su sonrisa inescrutable, excepto cuando estornudaba.
Pero todos ellos pueden hacerse muy grandes y luego encogerse hasta convertirse nuevamente… en un punto, o en menos que un punto. Hasta el último de ellos está hecho de esa sustancia elástica que es así por ser incorpórea. Pensad en la Reina de las Hadas.
Su mismo nombre, Titania, demuestra que desciende de los titanes, esa raza de gigantes; y decir «desciende» puede ser, en un comienzo, un término bastante adecuado para describir su decadencia cuando se manifiesta bajo algunos de sus apodos: Mab o, en gales, Mabh, que gobierna a los demás seres diminutos, aunque sea del tamaño de un solitario de un anillo de compromiso, tan infinitamente pequeña como eran infinitamente grandes sus antepasados.
—Ahora llamo a mi encornado amo, el Cuerno de la Abundancia, pero mi ama… —dice Puck en Stt inimitable acento de Worcestershire.
Como un loto japonés inmerso en un vaso de agua, Titania empieza a crecer…
En el bosque cubierto de rocío que la prodigiosa luz de la luna cubre de oropeles, los bebés torpes y saltarines que hay en el jardín de infancia de las hadas tropiezan en el dobladillo de su vestido, que es ni más ni menos que el límite del bosque; dan traspiés en la enmarañada hierba mientras juegan con los conejos, los ágiles zorritos de color castaño, los bermejos ratones de campo y los retoños de ratones de agua, ciegos topos aterciopelados y tejones rayados de hocicos curiosos; todos los habitantes del bosque son sus bordados, y los pájaros le revolotean alrededor de la cabeza, descansan en sus hombros y hacen nidos en la espesura de sus desordenados cabellos, en los que se entretejen amapolas y espigas de trigo.
La llegada de la reina no se anuncia con toques de trompeta sino con un dulcísimo arrullo de palomas del bosque y con la líquida coloratura del mirlo. La luz de la luna se derrama como leche sobre sus pechos desnudos.
La reina parece una cama ancha; o una mesa dispuesta para una boda; o una clínica de fertilidad.
Tiene criaturas en los ojos. Cuando te mira, te duplicas sin poder evitarlo. Procrea con los ojos.
Corrección: solía procrear.
Pero este año no ocurre lo mismo. La helada ha destruido los capullos, la lluvia ha podrido todo el maíz y su corona ya no es dorada, porque está tan llena de plagas que se ha vuelto verdosa y fosforescente. El cornezuelo ha invadido los campos de centeno y sí comierais pan este año os volveríais locos. Las inundaciones destruyeron el puente de Ware. Los animales se niegan a copular; la vaca rechaza al toro y el toro se las arregla como puede. Hasta las cabras, que hasta ahora han sido sinónimo de lascivia, prefieren acurrucarse con un buen libro. Ni siquiera los gusanos alborotan el humus con ondulantes e intrincados abrazos. En el bosque reina una paz casta y conventual, como sí el mal tiempo los hubiera dejado a todos desganados.
La extraordinaria giganta se presentó con un búho en el hombro y un delantal lleno de rosas y de bebés ruborosos que apenas se distinguían de las flores. Cogió al Hermio, al hijo de su difunta amiga de la niñez. El Hermio se equilibraba en una pierna sobre la palma de titania mientras sonreía con ese gesto inescrutable, aunque demencial, de las esculturas eróticas hindúes.
—Mi señor no te poseerá jamás —gritó Titania—. ¡Jamás! ¡Te quedarás conmigo!
En ese momento, estallaron los truenos; los cielos, que por un breve instante se habían sellado, volvieron a abrirse con redoblada furia y todas las criaturas empapadas que tenía Titania en el delantal tosían y estornudaban. En los capullos de rosa, los gusanos despertaron con el estruendo y comenzaron a mordisquear.
Pero la reina ocultó al diminuto Hermio entre sus pechos como si fuese un relicario y se fue empequeñeciendo hasta quedar del tamaño apropiado para deleitarse con su sobrino o sobrina, como gustéis, en la penumbra de un cáliz de bellota.
—Pero no le puede poner los cuernos a su esposo, porque ya tiene cornamenta —opinó Puck, adquiriendo nuevamente su forma original y brincando a través del claro hasta los pies de su amo. Porque no es un corzo el que asoma la cabeza por entre las ramas de los tojos para observar lo que sucede; Oberón tiene tantos cuernos como un ciervo con diez puntas.
En la lista de objetos de utilería del Globe, junto con la máquina para hacer truenos y las pieles de oso, figura un «manto para hacerse invisible». Eso nos permite pensar que Oberón no debe ser visto mientras cavila, autoritario pero impotente, por encima de la agitación apenas perceptible entre las hojas de roble del año anterior que ocultan a su mujer y al dorado hueso de la discordia que se interpone entre los primitivos amantes.
Oculta en lo alto de un seto de madreselvas empapado por la lluvia, una minúscula criatura arrancaba una melodía tritónica, numinosa, profusamente perfumada, de las flautas de Pan de la planta. La melodía se truncó cuando una terrible tos estremeció al músico. Escupió la flema, que voló por los aires hasta que su trayectoria se vio interrumpida por una prímula, en cuyo pétalo moteado se adhirió la transparente pústula. Entonces, el ser infinitesimal siguió tocándola melodía.
La dorada piel del Hermio está hecha de oro batido pero la carne que hay debajo de ella ha sido escabechada con pimienta negra, ají rojo, cúrcuma amarilla, clavo, cilantro, comino, fenegreco, jengibre, macia» nuez moscada, pimienta inglesa, cuscús, ajo, tamarindo, coco, semillas de tártago, hierba luisa, juncia y, por aquí y por allá —¡puf!—, una pizca de asafétida. ¡Potente combinación! Si colocasen al Hermio en una gran bandeja, aderezado con trozos de su propia piel, luciría como ese suntuoso plato, el moglai biriani, que se decora con capas; de oro comestible, según dicen, para facilitar la digestión. Nunca se había olido nada tan deliciosamente aromático como el Hermio en la verde y afable tierra inglesa, que aún sigue soportando las monótonas coles hervidas de fines del medioevo. El Hermio es picante y dulce como si lo hubieran remojado en sol y miel, pero Oberón ésta de color ceniza.
Puck, atormentado por no poseer al Hermio, arrancó una mandrágora y enterró su prodigiosa herramienta en la hendidura de la reacia raíz, que daba inútiles alaridos de pesar, pero el famoso bruto se salió con la suya.
¡Qué clima demencial! Llueve, diluvia; la tierra está malquistada consigo misma, los brotes marchitos se desprenden del delantal de la reina y se pudren en el limo, porque Oberón ha puesto fin a la reproducción. Pero Titania sigue apretando al Hermio entre los senos que se le van marchitando y no va permitir que su señor se lleve a la criatura ni tan sólo por un instante. ¿No le hizo acaso una promesa sagrada a una amiga?
¿Qué quiere el Hermio?
El Hermio quiere saber qué significa «querer».
«Desconozco el concepto de deseo. Soy el hermafrodita único y perfecto, paradigmático, que despierta deseo en hombres y mujeres pero que trasciende, el objeto de emoción que permanece indiferente, la calma en el centro de la tormenta, ejemplar y autosuficiente, comienzo y fin».
Titania, desalentada por el aspecto masculino del Hermio, introdujo un índice vacilante en su orificio femenino. Esto lo aburre.
Oberón observaba cómo se estremecían las hojas de roble sin decir nada, porque estaba atragantado de deseo reprimido por esa cosa dorada, indefinida y con un perfume que le hacía agua la boca. Se quitó el disfraz invisible y se convirtió en un gigante y comenzó a crecer hasta llegar al cielo oscuro que cubría el bosque, con los brazos en jarras, ocultando la luna, cubierto solamente con sus botas altas y su enorme taparrabo. La cornamenta musgosa no es ni siquiera la mitad de lo que lleva en la cabeza, luce una corona de vértebras amarillentas de inmencionables mamíferos, de la que se escapan sus negros cabellos lacios como la luz. Como ha adquirido su aspecto maligno, lleva, además, un collar de calaveras sugerentemente pequeñas, que podrían ser las calaveras de los niños que ha arrancado de cunas humanas; no olvidéis que en alemán lo llaman «el rey de los elfos».
Se ha embadurnado la cara, el pecho y los muslos con carbón; Oberón, señor de la noche y del silencio, del solemne silencio de la noche interminable, señor de las sombras plutónicas. Sus largos cabellos nunca han conocido las tijeras; pero tiene esta peculiaridad: ni un solo vello en las costillas ni el mentón, tampoco en las canillas, y su cara es como un huevo con la excepción de las cejas, que se unen en el medio.
Francamente, ¿quién en su sano juicio confiaría un niño a este hombre?
Cuando Oberón se reanima un poco, deja que salga el sol y se cuelga del taparrabo campanitas de plata que van haciendo ding dong cuando camina por aquí y por allá y por todas partes, acompañado por esos hermosos tintineos que quedan suspendidos, agitándose en el aire como figuritas por doquiera que pase.
Y si éste no es un personaje de sueños, entonces os habéis olvidado de vuestros sueños.
También Puck, aunque anhelante y contrariado, descubrió de pronto que se iba convirtiendo sin poder evitarlo en el objeto que ansiaba tener y, bajo las hojas de roble que se estremecían levemente, se transformó en un ser amarillo, metálico, bisexual y extravagantemente hermoso. Allí se quedó, parado en un solo pie, la viva imagen del Hermio, lanzando destellos.
Oberón lo vio.
Se inclinó y recogió a Puck y lo depositó en la palma de la mano en una pose que imitaba al árbol yoga. Algo velaba la mirada de Oberón. Se dio cuenta de que no tenía salida y que debía someterse.
¡ACHÍS!
Titania le limpió tiernamente la nariz al Hermio con el borde de su enagua, de la que se desprenden las flores soltando las puntadas de los bordados y en la que las frutas se pudren y se llenan de manchas y terminan por desintegrarse; si Oberón es el Cuerno de la Abundancia, Titania es la Caldera de la Procreación y, a menos que él la agite de vez en cuando con su larga varilla, la caldera deja de hervir.
Quédate cerca de mí y duerme, le dice Titania al Hermio. Mis hadas te cantarán una canción de cuna mientras nos acurrucamos en mi colchón de hojas de amargón.
Las hadas cubiertas de barro empezaron a cantar obedientemente, a coro, «Manchadas sierpes de doble lengua», pero se sentían tan débiles por la tos y los estornudos y el dolor de garganta y los ojos llorosos y por la falta de aire y por todos los demás síntomas de una feroz gripe que sus voces roncas se fueron apagando poco a poco antes de llegar al verso sobre los orvetos y ya no quedó en todo el bosque otro sonido que el golpeteo de las gotas sobre las hojas.
Los músicos han dejado de tocar. Se levanta el telón. Empieza la obra.