Capítulo Trece

“No creo que esto sea buena idea,” dijo Mac a Claire cuando se detuvieron delante de la casa de una sola planta de hormigón grisáceo de Sophy. Había algo en el hecho de que no hubiera ninguna otra vivienda a la vista que le hacía sentir como si hubieran ido a dar con uno de los escondites secretos de Hitler.

Claire apagó el coche. “No imaginé en ningún momento lo contrario.” Abrió la puerta y salió al sol de la tarde.

Mac la siguió, vacilando cuando llegó al parachoques delantero de Mabel. La necesidad de arrastrar a Claire de vuelta al coche y sacar sus culos echando leches de allí lo atravesó de la cabeza a los pies. Mirando a su alrededor hacia las colinas marrones y anaranjadas, moteadas con margaritas que aislaban la casa de Sophy de la carretera por debajo de ellos, Mac se preguntó si se le estaría pegando la salvaje imaginación de Claire.

Mientras que el cálido sol cubría sus hombros, el tintineo de las campanillas de viento se mezcló con el sonido de los pasos de Claire en la entrada de grava. Suaves bocanadas de aire caliente llenas de olor a arcilla chamuscada y restos de suciedad, se elevaban a través del pequeño cañón desde el valle, azotando el pelo de Claire mientras que cruzaba hacia el cobertizo.

El pequeño edificio era un imán infalible para una mujer decidida a probar sus sospechas. Con su techo de acero manchado de óxido en la superficie, y las tablas de cedro desteñidas a la intemperie, era un paraíso lleno de posibilidades.

Mac gruñó y fue tras ella. Mientras que merodear alrededor de la propiedad de Sophy le hizo sentir tan cálido y acogedor como cuando se agachaba para tocarse los dedos de los pies en la oficina del proctólogo, la idea de Claire de investigar el lugar por su cuenta hacía que sus tripas se retorcieran.

Claire frunció el ceño hacia el candado amarillo fijado al pestillo de la puerta cuando él la alcanzó. “Va a hacer falta una bala de una 0.44 para abrir esta puerta,” dijo Mac.

“Maldita sea.”

Miró a Mabel, su dentada y cromada sonrisa brillando a la luz del sol. “¿A qué hora crees que saldrá Sophy del restaurante?” Preguntó.

“¿Te sientes un poco caprichoso?” Preguntó ella mientras sacudía la cerradura, la cual no cedió.

“Soy nuevo en este negocio de allanar de morada.”

“¿Quién dice que estemos haciendo algo así?”

“Esa señal colgando en la puerta al final de la carretera.” No le sorprendería que Sophy llevara un revólver de seis tiros. Casi todo el mundo poseía uno por estos lares.

“¿Qué señal?” Claire le lanzó una pícara sonrisa. “Yo no he visto ninguna señal.” Ella desapareció por un lado de la cabaña.

Mac la siguió, maldiciendo la mitad de su cerebro que hacía que siguiera corriendo tras ella como un monstruo de Gila loco de amor.

“¡Ah, ja!” Ella miró hacia la parte inferior de la pared, donde la arena en el suelo había sido excavada recientemente. “Mira eso.”

“¿Qué? ¿Arena suelta?”

“No, la prueba. Por aquí debe ser por donde escapó Henry.”

Mac se puso en cuclillas, apartando una roca ígnea del tamaño de una patata a un lado. “¿No dijiste que estaba cubierto de barro?”

“Sí.”

Mac tomó un puñado de tierra suelta y dejó que el polvo marrón-rojizo se resbalase entre sus dedos, sin dejar grumos ni manchas a su paso. “Si el terreno había estado mojado, deberíamos ser capaz de ver las huellas de sus patas.” Pero no había ninguna.

“¿Tal vez haya barro en el interior?”

“O tal vez Henry se mojó en Jackrabbit Creek y se restregó en la orilla fangosa antes de saltar en Mabel,” razonó.

“¿Entonces por qué está la puerta cerrada con candado?”

Mac se levantó y se limpió las manos en los pantalones. Miró a su alrededor y vio una cerca de gallinas al otro lado de la casa. “Tal vez guarde aquí sus gallinas durante la noche para que estén a salvo.”

“Es media tarde,” su tono era flagrantemente escéptico.

“Lo que quiero decir es que podría haber una explicación perfectamente lógica por la que está cerrada con candado.”

Claire se apoyó en el cobertizo y lo miró con los ojos entrecerrados. “Si vas a seguirme a todas partes pegado a mí como una sanguijuela, lo menos que puedes hacer es intentar apoyarme en mis sospechas.”

Él puso una mano contra la casa al lado de su cabeza, y se apoyó en ella, respirando el olor de su cabello ardiente por el sol. “Si no recuerdas mal, no estoy aquí por elección propia.”

Ella sonrió y levantó la barbilla, lanzándole una mirada perversa y acogedora.

Mac tragó saliva. “No es momento para esto, Claire.” Él se apartó de la cabaña. “Sophy podría llegar en cualquier momento, y lo que quiero hacer contigo en este instante podría llevarnos varias horas.”

Mac notó cómo ella se quedaba sin aliento y casi la estrelló contra la pared, claro que no tenía ningún deseo de que lo pillaran con los pantalones bajados. Tomó su mano y la apartó de la casa. “Venga, vayamos a recuperar mi camión. La mina Serpiente de Cascabel me está esperando.”

Claire tiró de su mano, deteniéndolo. “No creo que sea buena idea. No después de lo que pasó con los frenos.”

“Ya denuncié el incidente al Sheriff Harrison en Yuccaville esta mañana. No puede detener a nadie hasta que la persona que esté haciendo todo esto sea sorprendida en el acto. ¿Qué más puedo hacer?”

“No ir a esas minas.”

“Claire, no voy a sentarme de brazos cruzados mientras que tú convences a Ruby de que no venda las minas.”

Claire estrechó su mirada, parpadeando con indignación. “No es eso lo que quiero decir, idiota.”

“Entonces, ¿qué quieres decir?”

“Trabajar en esas minas es peligroso.”

El hormigueo caliente bajo su piel no tenía nada que ver con el sol de primavera. Él pasó un brazo sobre sus hombros y la condujo hacia Mabel. “También lo es pasar tiempo contigo, pero creo que no puedo evitarlo.”

Ella le dio un codazo a la ligera, riéndose cuando él gruñó. A mitad de camino hacia el coche, Claire se escabulló por debajo del arco de su brazo y corrió hacia la casa de Sophy.

“¡¿Qué estás haciendo?!” Preguntó él.

“Se llama control de seguridad.” Ella se deslizó hacia la parte trasera, fuera de su vista.

“Maldita sea tu curiosidad, Claire.” Mac la persiguió, preguntándose por qué nunca se sentiría atraído por mujeres sumisas que se asustaban hasta de su propia sombra.

Dobló la esquina justo cuando la puerta de pantalla se cerró de golpe detrás de Claire. Mac se detuvo a los pies de las escaleras traseras de Sophy, frotándose la mandíbula. ¿Por qué iba a cerrar Sophy la puerta principal con candado pero iba a dejar la trasera abierta?

Al abrir la puerta mosquitera, entró en una habitación que claramente era la antigua lavandería de la casa—no había calderos burbujeantes, ni bolas de cristal ni pentagramas dibujados con tiza en el suelo de cemento. El olor a humo de cigarrillo llenaba el denso aire, sin duda tras haber circulado por la casa durante años, obstruyendo cada superficie porosa.

“¿Claire?” Cuando ella no respondió, Mac se deslizó por la puerta entreabierta que conducía a la cocina.

La ventana sobre el fregadero tenía su propio candado amarillo. Una pareja de botecitos de sal y pimienta de Wayne Newton descansaba sobre el alféizar. Recortes de revistas y postales de Las Vegas cubrían los frigoríficos y las puertas de los armarios.

Apartando su mirada de las fotografías de fuentes horteras y llamativos frentes de casinos, Mac atravesó de puntillas el suelo de vinilo, haciendo una mueca con cada crujido.

El comedor estaba al lado.

Con las persianas perfectamente bajadas, unas suaves sombras acechaban en la habitación, especialmente por las esquinas. Mac bordeó la mesa redonda de roble para echarle un vistazo más cerca al reloj. Unos dados rojos sustituían a los números y las dos boquillas alargadas para cigarrillos de Greta Garbo hacían de manijas. Viva Las Vegas estaba pintado en la cara frontal. Una pieza clásica, pensó, sin duda, disponible solo en Tiffany’s.

Una pila de periódicos que le llegaba hasta el pecho descansaba sobre la mesa. Mac levantó el primero—Las Vegas Sun, con fecha de hacía tres meses. ¿A qué venía la obsesión de Sophy con Las Vegas?

Un ruido sordo vino de la habitación de al lado, seguido de un “¡Ay!”

Mac dejó caer de nuevo el periódico sobre la pila. “¿Claire?” Susurró y dio un paso a través del pasaje abovedado que conducía a la sala de estar.

Unos tonos beige propagaban la luz del sol que se abría paso a través de dos grandes ventanales y echaban un resplandor alrededor de la habitación de color dorado. El olor a humo mezclado con perfume llenaba la sala. Una mesa de café de cristal torcida—con la que Claire debía haberse tropezado—separaba un sofá marrón con sus brazos desgastados de la enorme televisión con consola que databa en 1970. Por encima de la televisión, una de esas fotos luminosas colgaba de la pared.

Mac miró más de cerca, moviendo la cabeza al reconocer el Strip de Las Vegas. Quizás Sophy era un ex-cabaretera.

Una exclamación de sorpresa resonó desde un pasillo bordeado por cuatro puertas, todas cerradas salvo la segunda del final.

“¿Claire?” Mac se dirigió por el pasillo, deteniéndose bruscamente en la puerta abierta. Pilas de muebles embalados descansaban al estilo de sardinas en lata. Unas cortinas verdes aislaban la sala de la luz del sol.

“Mira todo esto,” dijo Claire mientras que se ponía de puntillas para pasar entre un enorme guardarropa y un gran secreter de cajones—dos incuestionables antigüedades.

La habitación olía a barniz viejo y tapizado rancio. La oscuridad y el calor se sentían casi tangibles, claustrofóbicos.

Varios aparadores más antiguos se apiñaban en el centro de la estrecha habitación, junto a un lujoso sofá de borlas. Tres sillas de colores chirriantes, un estante para libros con puerta de cristal, un amplio escritorio, un aparador de color oscuro, y dos mesitas de noche idénticas apiladas sobre una mesa de madera redonda y patas de garra, descansaban en un extremo de la habitación.

“¿Por qué tendrá todo esto aquí guardado?” Preguntó Mac.

Dejando escapar un silbido, Claire se inclinó sobre el escritorio. Tiró de uno de los cajones y lo cerró, haciendo que la madera se deslizara suavemente sobre sus raíles. “Estos no son solo viejos muebles antiguos.” Miró cada una de las piezas, frotándose las manos. “Estos muebles valen un dineral.”

“Déjame adivinar, Antigüedades 101, ¿verdad?”

“No, listillo. Mi madre graba todos los episodios de Antiques Roadshow. Está enganchada las veinticuatro horas del día a ese programa.”

“Entonces, ¿de cuántos años de antigüedad estamos hablando?”

Claire señaló hacia el enorme guardarropa. “Ese es un armario de nogal de Luis XV, probablemente de finales de 1700. Apuesto a que valdrá unos 17,000 dólares en Sotheby’s. Este otro armario es un secreter de Jorge III, fabricado alrededor de 1800. Yo le pondría unos 15.000 dólares.”

Mac no puso en duda las estimaciones de Claire, pero ¿por qué estarían esas antigüedades tan caras en la habitación de invitados de la dueña de un restaurante de un pequeño pueblo? ¿Había estado Sophy metida en negocios con Joe de los que Ruby no sabía nada?

Entonces, vio cómo la mirada de Claire vagaba por toda la habitación. “¿Quieres fijarte en eso…” dijo, con sus ojos fijos en las mesitas de noche apiladas sobre la mesa de patas de garra. Con el ceño fruncido grabado en su frente, trepó sobre el escritorio hacia ellas.

“¿Qué?” Aparte de que el primer cajón no tuviera mango, no había nada llamativo. “Oye, ¿qué estás haciendo?” Preguntó mientras que Claire desenroscaba la perilla del cajón inferior.

“Nada.” Ella se guardó el pomo en el bolsillo de su pantalón y se arrastró hacia él.

El sonido de unos neumáticos crujiendo en la grava del camino de entrada los congeló a ambos.

Los ojos de Claire se abrieron como platos cuando le devolvió la mirada. “Uh-oh,” susurró.

“No te muevas.” Mac fue de nuevo a la sala de estar y miró afuera. Un Chevy blanco S-10 con una calcomanía de Tucson Electric Power en su puerta acababa de aparcar justo detrás de Mabel.

Él se apartó de la ventana ante el sonido de unos pasos cruzando el porche de madera.

Alguien llamó a la puerta principal. Mac se quedó inmóvil, conteniendo la respiración.

La puerta mosquitera se abrió, seguida de un profundo “¿Hola?”

Si él y Claire lograban salir de esta sin ser descubiertos, pensaba enterrarla hasta el cuello en la arena y no sacarla de allí hasta que hubiera terminado su trabajo en las minas.

La puerta de pantalla se cerró de golpe. Los pasos volvieron a resonar a través del porche. Segundos después, la camioneta rugió a la vida y despareció por la carretera.

Con su corazón latiendo todavía desbocado, Mac volvió a la habitación. “Nos vamos, Claire,” dijo en un tono que no daba cabida a las discusiones.

“No puedo.”

“¿Por qué no?”

“Estoy atascada y creo que me he roto los pantalones.”

“¿En qué te has quedado atascada?” Mac se estrujó entre el lujoso guardarropa y el secreter de cajones, con cuidado de no rayarlos con los remaches de sus pantalones vaqueros.

“En una lámpara italiana de tres brazos.”

“¿No puedes tirar y tratar de soltarte?”

“¿Y romperla? Esta cosa se hizo a finales de 1800.”

Mac se acercó más. “¿Te has quedado enganchada del bolsillo?”

“No, del pelo.”

“Entonces, ¿cómo es que se te han roto los pantalones?”

“Porque me comí una lata entera de helado de brownie con sirope de chocolate ayer por la noche después de volver a la Winnebago.”

Mac se rio entre dientes.

“No tiene gracia, Mac.”

“Lo siento,” dijo, sin dejar de reír. Entonces, se subió sobre el escritorio.

Claire se aferró a sus costillas mientras que él desenredaba su pelo de maíz y su suavidad sedosa se filtraba entre sus dedos. Finalmente, la sentó sobre el escritorio. Mientras que ella se bajaba de él por su cuenta, algo cayó al suelo con un ruido sordo.

“Mierda,” murmuró.

“Yo me encargo,” dijo Mac, arrastrándose sobre el escritorio.

Tomó lo que parecía un libro con una cuerda rota sujetándolo. La desató y lo abrió—solo que no era un libro. En lugar de páginas encuadernadas, había agujeros para colocar monedas. Las etiquetas debajo de cada uno señalaban el tipo y el año.

“¿Qué es?” Preguntó Claire.

“Una colección de monedas.”

Mac miró los agujeros. Había uno vacío. La etiqueta debajo de él decía, Doble Águila, $20 Libertad (oro) d.1879.

Frunció el ceño. “No puede ser verdad.”

* * *

Sophy se asomó a través de la barra del restaurante mientras que Dory Hamilton se sentaba en su reservado de costumbre, el que daba a las vistas de Jackrabbit Creek.

Tucson Electric Power había funcionado de maravilla para el hombre, lo cual era evidente en su enorme barriga, su grueso reloj de oro y las múltiples cadenas que llevaba colgadas al cuello.

Ella tomó su bloc de pedidos y se acercó al hombre. “¿Qué va a ser, Dory?” Preguntó mientras daba golpecitos en el cuaderno con el bolígrafo.

Dory se volvió hacia ella con una sonrisa de sorpresa que aumentó el grosor de sus mejillas. “¿Qué estás haciendo aquí?”

Sophy enarcó las cejas. Había pasado casi todos los días en este restaurante de mala muerte durante más de tres décadas. ¿Qué pensaba que estaba haciendo allí? ¿Dar clases de baile?

“¿Por qué no iba a estar aquí?”

“Pensé que estabas en casa con compañía. Pasé por allí para leer el contador cuando vi un precioso bólido, cromado y con unas llamas pintadas.”

El miedo y la rabia se agolparon en su estómago.

La regordeta frente de Dory se surcó en unas arrugas profundas. “¿Qué te ha pasado en la cara? Tienes un moretón horrible.”

Sophy ignoró su pregunta. “¿De qué color era el bólido?”

“Azul con llamas amarillas y rojas por uno de sus lados. Me recordó al coche que solía tener mi viejo cuando—”

“¿Qué tipo de coche era?” Ella se hizo la tonta. Solo había un coche en ese rincón del estado que se ajustara a esa descripción, y Sophy estaba al noventa y nueve por ciento segura de que Harley Ford no estaría hoy al volante.

El moretón en su mejilla empezó a palpitar.

Dory se encogió de hombros; sus carrillos rebotando en sus hombros. “Es un Mercurio de los años cuarenta o principios de los cincuenta. ¿Sabes quién es el dueño?”

Ella se tragó el nudo de furia en su garganta y forzó una sonrisa en sus labios. “Claro que sí. ¿Qué puedo ofrecerte?”

Sophy anotó su pedido y lo pegó a la barra de la cocina. Tomó un cuchillo y, mientras que descuartizaba un limón, respiró hondo varias veces. El fuerte olor a cítrico cortó el aire lleno de grasa. Iba a tener que enseñarle a esa perra entrometida lo que la curiosidad le hizo al gato.

“Oye, Sophy,” dijo Dory desde la zona del restaurante. “¿Qué hay de todas esas cajas de periódicos? ¿Es que algún chico estúpido está tirando donuts en tu estacionamiento de nuevo?”

No. “Probablemente.”

Había visto el camión del sobrino de Ruby estacionado en su parking cuando salió de The Shaft anoche. No tenía ninguna duda sobre quién habría aplastado las cajas. Ni por qué.

“El pedido está listo,” dijo el cocinero.

La próxima vez se aseguraría de entregar algo más que una simple advertencia.

Sophy apuñaló el soporte de cuchillos con el arma.

* * *

“Tienes un aspecto horrible,” dijo Abuelo mientras que miraba a Claire con el ceño fruncido a través de una nube de humo.

“Yo también me alegro de verte, viejo apestoso.” Claire se dejó caer en la silla de jardín junto a Manny.

El cielo estaba lleno de unas tonalidades rosas oscuras y púrpuras suaves mientras que el sol desaparecía en el horizonte. La dulce voz de Patsy Cline resonaba desde el interior de la Winnebago de Abuelo, cantando sobre dar un paseo después de la medianoche.

“¿Qué te ha pasado en la mejilla, bonita?” Preguntó Manny.

La puerta mosquitera se cerró de golpe. “Mamá ha dicho que se enredó en una verja de púas de alambre anoche,” dijo Jess, saliendo de la Winnebago con una bolsa de chicharrones fritos y dos Budweisers. “Pero creo que se parece más bien a Tammy Marshal después de que Jane Miller le arañase con sus uñas.”

Abuelo miró a Claire con los ojos entornados, al estilo de Harry el Sucio. “¿Te has metido en alguna pelea?”

“No, por supuesto que no.” Claire estaba agradecido de que los restos de sus quemaduras ocultasen su rubor.

Si el abuelo se enterara de la verdad, probablemente se lo diría a su madre y entonces se desataría un infierno. Se volvió hacia Jess. “Tu madre te está buscando.”

Jess le entregó a Abuelo y a Manny las cervezas, y luego se dejó caer en el suelo a sus pies y comenzó a engullir cortezas.

Cuando su estómago rugió, Claire tragó la saliva que su estómago vacío había llevado hasta su boca. Tenía que dejar de comer tantos fritos. Su ropa estaba a punto de reventar. Preferiría tener que andar por ahí todo el día con su ropa interior de lunares antes que tener que encasquetarse un muumuu durante el resto de su viaje.

“Mamá está tratando de enviarme a algún internado en Tucson.” Jess levantó la barbilla. “No pienso ir.”

Manny negó con la cabeza y esbozó su habitual sonrisa ausente.

Abuelo le dio otra calada a su cigarrillo y miró hacia el sol poniente como si fuera su última oportunidad de verlo esta noche.

Claire se inclinó hacia delante, con sus brazos colgando sobre sus rodillas. “¿Qué tal si te acompaño a casa?” Alguien tenía que ayudar a la niña a aprender a diferenciar la realidad de la ficción.

Jess suspiró. “'Está bien, pero, ¿podemos esperar un poco más?”

“Claro.” Claire se puso de pie. “Voy a darme una ducha primero.”

“¿Estás pensando en quedarte aquí durante el resto de la noche?” Preguntó el abuelo mientras que Claire pasaba por delante.

Ella asintió. Como se atreviera a decirle que tenía que marcharse, le daría un batacazo en toda la cabeza. El respeto hacia los ancianos era una cosa, pero este en particular no necesitaba tanto sexo. Si ella no lo necesitaba, él aún menos.

“Bien. No me gustaría que te despistaras por ahí y te volvieras a chocar contra otro alambre de púas.” La sonrisa en su rostro era de lo más prepotente.

“¿Quieres decir que hoy no tienes ninguna cita?” Preguntó Claire.

Abuelo no respondió.

Manny se rio entre dientes. “Oh, por supuesto que tiene una cita. Va a salir con Rosy Linstad de nuevo.”

“Cállate, Carrera.”

“¿Otra vez? ¿Cuántas veces van ya?” Preguntó Claire.

“No es asunto tuyo.”

“Tres,” ofreció Manny sin vacilar.

¿Tres? Claire sintió una punzada en el corazón al pensar en una cierta pelirroja de la que había llegado a encariñarse.

“Así se hace, tío,” dijo Jess, sin dejar de masticar.

Claire cruzó los brazos sobre su pecho. “De acuerdo con las reglas, solo una cita más y podré conocerla en persona.”

“No cuentes los pollos antes de que hayan salido del cascarón,” dijo el abuelo.

Manny aulló como un lobo, fuerte y claro.

Claire se volvió y se quedó impávida cuando una belleza morena de largas piernas pasó por delante de ellos contoneándose con su blusa de sirsaca, una falda corta y botas negras que se ceñían a sus muslos. Con un movimiento de su cabello que le llegaba hasta la cintura, la doble de Cher le disparó una sonrisa pícara a Manny antes de guiñarle el ojo.

Ay, ay, ay,” dijo Manny por lo bajini.

Claire observó cómo la mujer se pavoneaba por delante de ellos, meneando sus caderas hasta que prácticamente las ventanas de la caravana de Chester traquetearon. “¿Quién es esa?”

“Kat Jones,” respondió Abuelo. “Ex-bailarina y una excelente profesora de Pilates.”

“Con ese pelo,” dijo Claire, “parece que tiene algo de latina dentro de ella.”

Manny se rio entre dientes. “Como pudiera vérmelas con ella, acabaría con un poco más de latino dentro de ella al final de la noche.”

Claire negó con la cabeza. Tendría que haberlo visto venir.

Con un gruñido, Manny se levantó de su silla; sus articulaciones chasqueando como un arma automática, y salió corriendo tras la señora Jones—bueno, todo lo rápido que podía correr un hombre de sesenta y nueve años.

Claire miró a Jess. “Vuelvo en un santiamén.” Entonces, le lanzó a Abuelo una mirada de advertencia. “Pórtate bien.”

“¿Qué? Yo siempre me porto bien.”

“Te está creciendo la nariz.” Claire entró en la Winnebago.

Quince minutos más tarde, salió con una toalla atada a la cabeza y se detuvo cuando vio a Abuelo tomar la correa de Henry de la pared.

Él la miró. “Voy a llevar a la chica a su casa.”

“¿Por qué?”

“Me pilla de paso.”

“¿De paso a casa de Rosy?”

“Como he dicho antes, no te metas donde no te incumbe.” Sin decir una palabra más, se fue.

Claire volteó los ojos y siguió escurriéndose el cabello con la toalla. Si no se hubiera metido donde nadie le había llamado durante este viaje, no habría encontrado esa habitación llena de antigüedades en casa de Sophy.

Hablando de antigüedades… recuperando el pomo de bronce del bolsillo de su pantalón, el cual lucía ahora un descosido de unos siete centímetros a lo largo de su entrepierna, Claire lo dejó sobre el mostrador. Luego rebuscó en su mochila hasta que sacó el otro.

Sostuvo ambos bajo la luz fluorescente del fregadero de la cocina.

“Bueno, bueno. Parece que coinciden.”