9 - BAJO TIERRA

 

 

 

 

 

Aeropuerto J.F.K.

New York, Estados Unidos.

 

 

 

Las dos mujeres se encaminaban con paso ligero hacia el aparcamiento del aeropuerto. El trasiego de pasajeros a esa hora de la tarde era muy intenso, y había tanto ruido que el repiqueteo de los tacones de Sarah pasaba desapercibido.

Le dolían los pies y estaba incómoda con el vestido de fiesta que aún llevaba puesto.

—Me gustaría cambiarme. Deme mi maleta, voy a un baño —dijo Sarah de pronto, parándose en seco.

—Tenemos prisa, podrá hacerlo cuando lleguemos.

—Annika. Eso es todo lo que me ha dicho desde que estamos juntas, ¡su nombre! No sé adónde voy, ni de qué se trata todo este asunto. He dejado mi fiesta de compromiso por venir. Creo que merezco algo más que el silencio. Necesito... hablar.

Sarah rompió a llorar con un llanto contenido. Se abrazaba nerviosa y experimentaba una tiritona que sacudía todo su cuerpo. Annika la miró, y su instinto de mujer supo que detrás de esas palabras había algo muy distinto que pugnaba por salir. Conocía a las personas y lo que vio en los ojos de Sarah no fue rabia ni enfado, sino conflicto. Intuyó que lo que necesitaba esa mujer era un abrazo, un hombro sobre el que llorar, un confidente en definitiva. Algo que ella no podía ser. Transcurrieron los segundos con las dos mujeres frente a frente, en mitad de un pasillo del aeropuerto, con pasajeros cargados de maletas pasando a su lado, sin que ninguna dijera nada. Hasta que por fin, Annika, rompiendo un código de soldado bien entrenado que le había acompañado toda la vida, relajó sus anchos hombros y soltó el aire de sus pulmones.

—Soy ex K.S.K., Fuerzas Especiales Alemanas. Trabajo para Fox Corporation desde hace dos años. Tengo instrucciones de llevarla con su padre sana y salva, y lo más rápidamente posible. Lo siento, eso es todo lo que puedo decirle.

La robusta alemana había dulcificado su gesto, y su mirada suplicaba comprensión.

—¿Está usted casada? —preguntó Sarah.

—No.

—¿Nunca lo estuvo?

—No, y no creo que lo haga nunca, al menos con un hombre.

—Vaya, entiendo.

Sarah miró por primera vez a la alemana de manera subjetiva y vio a una mujer de metro ochenta y cinco, corpulenta pero bien formada, atractiva sin ser guapa, con pelo corto y moreno, y con ademanes elegantes aunque algo hombrunos. Detrás de su aspecto intimidatorio le tranquilizó vislumbrar una persona de carne y hueso con sentimientos, y no un guardaespaldas descerebrado. Todo ello pareció calmarla, relajó los brazos y se alisó el vestido. De pronto entornó los ojos y, sin mirar a nada en concreto, dijo:

—El amor es una mierda.

—...

—Está sobrevalorado. Un invento de poetas. Una... putada.

Annika continuaba sin decir una palabra. Sarah prosiguió.

—No es racional. Nos distrae del trabajo. Nos hace cometer errores continuamente, y las satisfacciones que da no compensan los sinsabores que produce. Cuando crees que lo tienes, desaparece. Es un puto espejismo. Estamos mejor solas, sin duda —concluyó, abriendo mucho sus azules ojos y esbozando una sonrisa.

Sin previo aviso abrazó a Annika. Las manos de la alemana dudaron, aunque finalmente respondieron apoyándose en su espalda. Cuando se separaron, la cara de Sarah era otra. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se giró diciendo.

—Bueno, en marcha. Tengo ganas de ver a mi padre.

 

Dejar el  aeropuerto atrás no fue fácil. Los taxis y coches ocupaban todas las salidas en  interminables atascos. El Chevrolet Suburban tomó el puente de Brooklyn y se mezcló con el tráfico de los que volvían a sus casas.

—Todavía nos queda un largo viaje —dijo Annika en tono neutro, sin que la hubiera preguntado.

—¿Por qué no vamos en helicóptero?

—Está restringido el tráfico aéreo. Un fastidio.

Sarah recostó un poco el asiento y cruzó las piernas.

—¿Podemos oír música?

—Claro, ¿qué le gusta? —respondió la alemana de inmediato.

—Cualquier cosa menos country.

Annika encendió la radio y giró el dial.

Yo escucho esta emisora cuando necesito desconectar.

El equipo de alta fidelidad del Suburban de lujo reprodujo fielmente el sonido, y una potente música heavy metal salió por cada uno de los diez altavoces.

¡Iron Maiden, perfecto! —exclamó Sarah entusiasmada, simulando que tocaba una guitarra.

Con música de rock duro cruzaron el puente de Brooklyn, atravesaron Manhattan y salieron por el puente George Washington para tomar la Interestatal 95. El tráfico había sido infernal y llegar hasta allí les llevó más de una hora. Luego cogieron la Interestatal 80 y atravesaron múltiples urbanizaciones de casas bajas con jardín. Sarah no pudo evitar verse en una de ellas, rodeada de niños y con un perro canela que corría tras una pelota; no imaginó a ningún hombre junto a ella, o tal vez sí, pero no quiso ponerle cara.

La tarde caía y la luz anaranjada entraba por el parabrisas casi paralela. Annika bajó el parasol y Sarah cerró los ojos. En la radio comenzó a sonar la balada de los Scorpions: Still Loving You. A mitad de la canción, Annika, dijo:

—Bonita, ¿verdad?

Pero Sarah no contestó, se había dormido.  Entonces bajó un poco el volumen y procuró conducir suavemente. Cuando se acabó el apartado de baladas y comenzaron de nuevo los temas duros, Annika apagó la radio.

Al despertar, Sarah solo distinguió luces lejanas y dispersas. Era de noche.

—¿Cuánto he dormido?

—Ya queda poco.

—Lo siento, no sé cómo...

—No importa.

Sarah miró por la ventanilla intentando adivinar dónde se encontraban, sin atreverse a preguntar. Hasta que distinguió una señal que decía: Lago Ontario 10 Km.

—Pues sí que he dormido.

Annika se volvió y esbozó una especie de sonrisa, pero no dijo nada.

—Los nervios. Agotan más que un día picando piedras.

—No tiene de qué preocuparse, todo irá bien.

—No me refería a Fox Corporation.

—Yo tampoco —concluyó Annika sin cambiar el gesto, atenta a la carretera.

Sarah se quedó callada, con una frase a medio salir de su boca. Annika retiró la vista un momento de la carretera para mirarla.

—Mi hermana... Bueno, no tiene mucha suerte con los hombres. Yo soy su paño de lágrimas. He aprendido a saber cuándo le va bien y cuándo no. Solo eso.

—¿Y crees que a mí ahora me va mal?

Annika calló. Estaba arrepintiéndose de haber dicho nada cuando Sarah exclamó:

—Pues tienes razón, me va de puto culo —y arrellanándose en el asiento encendió la radio y subió el volumen hasta que la música de Metallica resonó en todo el habitáculo.

Media hora más tarde, el Suburban, abandonó la carretera y se adentró en un camino de tierra. Los faros alumbraron un serpenteante trayecto flanqueado de árboles y espesa vegetación. A Sarah se le hizo interminable el continuo sucederse de curvas y más curvas, y comenzó a marearse. Justo en el momento en el que iba a decirle a Annika que parara porque estaba a punto de devolver, salieron a un claro. El camino entonces desapareció y circularon sobre una hierba salvaje hasta llegar a una valla alta y robusta cuyo perímetro no fue capaz de determinar, ya que se perdía en la oscuridad de la noche. El coche se detuvo frente a una puerta, junto a un panel digital incrustado en un pilar de cemento de la altura de un hombre. Annika sacó la mano por la ventanilla y tecleó un código en él.  Esperó hasta que una luz verde se encendió y pulsó un botón rojo que activó los engranajes que descorrían la puerta. Recorrieron unos doscientos metros y llegaron a otra valla idéntica a la anterior. Annika repitió el proceso en la puerta y el coche continuó.

—Madre mía, ¿pero esto qué es?

—Anillos de seguridad —respondió Annika.

Por la ventanilla bajada entraba un aire fresco que transportaba olor a hierba y a resina de pino. De pronto los faros alumbraron una construcción cuadrada, una especie de cubo de tres metros de lado. Era completamente de hormigón y en una de las paredes había una puerta de acero sin cerradura. El coche dejó de pisar hierba y se adentró en una zona lisa, de cemento: un círculo que rodeaba la estructura con un diámetro de unos treinta metros. Annika condujo despacio hasta que se detuvo frente al cubo. Paró el motor y se dispuso a salir.

—Espere dentro del coche, ahora vuelvo.

Sarah no pudo articular palabra, estaba alucinada.

Se encaminó hasta el cubo de hormigón, abrió un panel que había junto a la puerta y tecleó un código. De inmediato se encendió una pantalla en la que apareció la silueta de una mano con un punto negro arriba.

"Coloque la mano y miré fijamente el punto sin parpadear"—dijo una voz metálica.

Una luz escaneó la mano de Annika mientras un láser hacía lo mismo con su retina. Duró unos segundos, luego la imagen de la pantalla se puso momentáneamente en blanco hasta que aparecieron unas palabras.

 

A — Acceso a pie

B — Acceso en vehículo

 

Pulse la opción A o B

 

Annika pulsó B. Las palabras fueron sustituidas por otras, esta vez acompañadas por la voz metálica.

 

"Coloque su vehículo dentro del rectángulo y permanezca en su interior. No salga hasta que se le indique, puede ser peligroso".

 

Sarah, con la cara pegada al parabrisas, observaba todo lo que hacía la alemana sin perder detalle. Entonces oyó un ruido, como un zumbido de motores hidráulicos, y vio encenderse una línea de luz verde en el suelo, de forma rectangular, que rodeaba el Suburban. Annika abrió la puerta, subió al coche, elevó los cristales y trabó las puertas con el seguro. Sarah observó confusa, y algo asustada, cómo el vehículo comenzaba a descender lentamente.

Unas pequeñas luces azules, incrustadas en las paredes de cemento, se encendían y apagaban en una secuencia continua a lo largo del profundo túnel rectangular de más de veinte metros. La plataforma/ascensor por fin se detuvo con suavidad, produciendo un leve sonido. Sarah miró alrededor y solo vio paredes metálicas perfectamente pulidas. Annika esperó hasta que las luces azules se apagaran y se encendiera una verde en la pared de enfrente, entonces arrancó el motor.   

—¿Qué cojones es todo esto? —logró articular Sarah.

Annika no contestó. Cuando la puerta se abrió, engranó una marcha y salió a una gran sala gris con el suelo y las paredes de piedra pulida. Sarah observó los coches aparcados a ambos lados de las paredes, casi todos todoterrenos —algunos relucientes y otros manchados de barro—, aunque también reconoció Ferraris, Lamborghinis, y hasta un Bugatti Veyron. Asimismo identificó algún clásico, como un Aston Martin DB5 de un color guinda precioso y un Ford Cobra azul y blanco. Le encantaban los coches, y allí había auténticas maravillas. La inmensa colección se completaba con varias motos de gran cilindrada y un par de quads.

Annika condujo hasta el fondo del aparcamiento de lujo y estacionó al lado de una pared de cristal translúcido.

—Me quiere decir de una jodida vez, ¿dónde cojones estamos?

—Un momento —contestó Annika.

A pesar de su tamaño y de sus hombrunos ademanes, el traje de chaqueta con falda ajustada le sentaba muy bien, y caminaba con soltura subida a unos tacones de más de diez centímetros. Además, su pelo negro muy corto completaba un conjunto tan elegante como contradictorio. Sarah observó a la alemana dirigirse al cristal y poner una mano en él. De inmediato este se volvió transparente del todo y pudo ver lo que había detrás.

—¡Joder! —exclamó Sarah.

A través de la cristalera, Sarah se maravilló de la inmensa sala que se presentaba ante sus ojos. Era semiesférica, con un diámetro que estimó en más de veinticinco metros. Parecía tallada en roca, granito principalmente. La iluminación provenía del perímetro. Empotrada en el suelo, una luminaria contigua proyectaba una luz indirecta que subía por las paredes, y cuya intensidad disminuía hasta que, justo en el centro del techo, se formaba un circulo oscuro. De él colgaba una lámpara imposible, formada por infinitos tubos que se entrecruzaban, y de cuyos extremos salían pequeñas luces muy brillantes. El mobiliario era escaso pero de excelente gusto: sillones de cuero, alfombras bellamente tejidas, vitrinas y mesas de maderas nobles... y lámparas de pantalla, infinidad de lámparas de pantalla de todos los tipos y por todas partes. Las paredes curvas estaban desnudas, a excepción de un gran cuadro de tres por dos metros que representaba un paisaje del desierto.

—¿Le gusta el santuario del Sr. Dawson Fox? —preguntó Annika, mientras descorría un panel de cristal para entrar.

Expedición Atticus
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