14
Después de la pérdida de Cuba y Filipinas, y vendidas las Marianas y otras islas del Pacífico a Alemania —que pretendía hacerse con un imperio colonial similar al británico y al francés—, a Cósima le vino la primera regla en marzo y, claro, se llevó un susto considerable, pese a que de meses antes venía notando ciertos cambios en su cuerpo. Ciertos cambios no, los cambios específicos que sufren todas las niñas al convertirse en mujeres.
Y, a consecuencia de ello —de la regla, que no del susto, pues no se puede evitar—, Olimpia, para alegrarle el trance, le alargó la falda a media pierna, la cosa que su hija más ansiaba. De tal manera que Cósima pasó a ser «tobillera», aunque, en realidad, no lo era, dado que la moda del momento, cien por cien cambiante, mandaba reducir la largura de la falda de las adolescentes hasta media pierna.
Cósima vistió su nueva ropa, igual de blanca que la anterior, con alborozo, pues se sintió mayor, máxime cuando su señora madre dispuso que las criadas dejaran de tutearla y de llamarla Cosimina y, a más de «señorita», la trataran de usted. No fue fácil, pues, consciente o inconscientemente, se resistieron a semejante cambio en razón de que la habían visto nacer como quien dice, aunque, en realidad, la habían recibido recién nacida en casa y siempre la habían tratado de tú y Teolinda incluso le había dado de mamar con sus pechos. Por eso tardaron tiempo en acostumbrarse y erraron a menudo al nombrarla y al hablar con ella, del mismo modo que muchas veces todavía la llamaban Cosima, sin pronunciar el acento, y seguían diciendo platano o medico. Lo que Cósima no llevó con alegría fueron los muchos granos que le salieron en la cara y a los que combatió con ardor y con pepinos, durmiendo por las noches con un parche de rodajas de la hortaliza en la cara.
Lo cierto es que la niña Arriazu pasó a ser una «pollita» y que su vida cambió, pues sus padres la llevaban al teatro, incluso a la sesión de noche donde, además de disfrutar con los dramas de Echegaray, en el entreacto se divertía también yendo por los palcos saludando a unos y a otros. Y, además, los domingos, después de comer, la dejaban ir —siempre acompañada de Teolinda— a casa de tal amiga o de tal otra, todas de familias de viso en la población, con las cuales mantenía conversaciones ya propias de mujeres con la adolescencia superada:
—Para tener un cutis blanco como la leche, debes darte polvos de arroz, pues eres morena, Cósima —le aconsejaban.
O cuando hablaban de una amiga ausente:
—Ésa es una sanguijuela, cuidado con ella…
—Es cargante. Yo no la invitaré a mi cumpleaños.
—Parece una duquesa y su pretendiente es empleado…
—Lo único que tiene es buen palmito…
—¡Qué va!, tiene demasiado pompis.
Claro que aquellas «pollas» de lo que más hablaban era de novios y a Cósima siempre le mentaban —sosteniendo que era su novio— a León Dulce, que, según decires, pronto iba a volver de Cuba:
—Regresará pronto León Dulce y te pedirá en matrimonio, Cósima.
—Estarás contenta de que haya terminado la guerra.
—Quizá al año que viene vayamos a tu boda… Mi mamá se casó a los catorce años.
—Vuelven todos los hombres rotos, muchos cojos y otros desorejados porque los insurrectos manejaban unos cuchillos terroríficos…
—¡Bah, León es mozo fuerte. Volverá sano!
—No obstante, deberás aceptarlo como venga, si enfermo, enfermo, como buena cristiana.
—Como nos acaban de decir en los ejercicios espirituales.
—De otro modo, te condenarás…
—No valdrá que ayunes ni que pases hambre ni que guardes abstinencia, deberás actuar…
—¿No te ha escrito nunca León?
—No. Es que no es mi novio.
—Cuando te escriba, ya sabes que deberás devolverle la primera carta sin abrir.
—¿Qué dices tú, a ver?
—Lo dice mi madre. Dice también que a la segunda carta hay que contestarle brevemente y darle calabazas.
—¡Anda, tú!
—¡Qué cosas!
—Decía yo que León escribe a su madre poco, pero le escribe. Doña Amelia se lo cuenta a la mía asegurando que ha participado en varios combates.
—Si te casas con él, con la fortuna que va a heredar de su tía Miguelina, la que se fugó a Argentina con un indiano, podrás llegar a ser dama de la reina y tener un sueldo de siete mil pesetas al año.
—Yo que tú estaría al tanto, pues no puede tardar.
—¿Es que no te gusta León?
—Pues, hija, para mí lo quisiera.
—Hija, te mira desde que éramos niñas, desde que iba vestido de marinero.
—Cósima, si no te gusta, ya iremos a San Antonio a pedir otro novio, no te preocupes.
—No sé —decía otra—. León heredará, en efecto, pero de momento un sueldo de teniente no da para mucho…
—Cierto, en el futuro será mejor partido de lo que es. No obstante, pregúntale a don Dionisio, tu confesor, sobre el dinero que tiene su madre, los jesuitas saben mucho.
—¿Cuánto gana un teniente?
—No lo sé, pero alquilar un piso bueno vale ciento veinticinco al mes y un traje de caballero otro tanto.
—Los últimos zapatos que me compré me costaron once pesetas.
—¿Once pesetas?
—La cocinera de mi casa se queja de que una docena de huevos vale una cincuenta.
—La caja de bombones que le regalé a Luisa Campos para su cumpleaños me costó treinta.
—Era una caja muy hermosa. Las valía.
—Yo calculo que un teniente ganará unas tres o cuatro mil al año.
—Me voy, que parece que me está entrando ronquera y creo que tengo algo de fiebre —mentía Cósima para salir de allí, quizá para no oír hablar de León Dulce, aquel novio que le adjudicaban en todas partes.
Y eso, mentía, pero a menudo le venía destemplanza sin causa aparente y permanecía sentada en una butaca de la salita viendo correr el reloj de la repisa de la chimenea o mirando por la ventana, o leyendo a Rubén Darío o alguna de las obras, que no todas, pues más de una no se podía leer sin tener la mente formada, de doña Emilia Pardo Bazán, o la Historia de España, de Modesto Lafuente, editada por Montaner y Simón en 1887, y con el prólogo de don Juan Valera, el gran novelista y embajador: «Si alguna comarca o porción del globo parece hecha o designada por el Grande Autor de la naturaleza…». Pero la interrumpía Teolinda:
—Cósima, ¿quieres que salgamos a ver escaparates o que nos lleguemos al Pilar a dar de comer a las palomas?
—Oye, que yo no doy ya de comer a las palomas, que he crecido.
—Perdona, hija.
—Y llámame de usted, como te ha mandado mamá.
O Úrsula:
—Cosimina, ¿qué quieres para comer? Me voy con Pilara al mercado.
Y también había de regañarla:
—Llámame «señorita Cósima», como te ha ordenado mi madre.
Pero, ay, lo que más le gustaba era hablar con su madre, que la instruía en las cosas de la vida, aunque, por supuesto, sin hablar de las cosas del nacer, por no asustarla, ni de las del morir, por no apenarla. Le gustaba platicar con ella porque lo mismo hablaban de cómo hacer bisqué de gambas, como de la necesidad de practicar la higiene corporal, como de cómo debían extenderse los polvos de arroz por los brazos y el escote para lograr la palidez de la piel requerida en toda mujer elegante o cuánto debía apretarse el corsé para alcanzar la medida de las mannequines de las revistas francesas de moda. Se encerraban madre e hija en la habitación de Cósima y Olimpia le apretaba los cordeles de la prenda en busca de los cincuenta centímetros que recomendaban las publicaciones para alcanzar la belleza ideal y, vaya, que por muy apretada que fuera, la jovencita daba cincuenta y cinco, pero nunca cuarenta y nueve, y eso que tan fajada iba que a menudo le venía mala gana y más de una vez hubo de aspirar sales para recobrarse.
Y más que hablaban:
—¿Soy simpática, mamá?
—Sí.
—Pues, mamá, yo no me veo así… En las reuniones, todas mis amigas hablan y hablan, algunas como loros, y yo sólo digo alguna frase.
—Es por la edad, porque te da vergüenza, pero irás adquiriendo soltura hasta convertirte en una dama.
—¿Como usted?
—Claro, ten en cuenta que tendrás buena maestra.
—¿Qué he de hacer?
—Pues mira, de entrada, no reírte, sonreír… Que vengo observando que en la mesa a veces te ríes a carcajadas, y se te harán arrugas en la cara…
—Úrsula también me dice que no me ría tanto porque puede venir la desgracia.
—¡No hagas caso, son supersticiones!
—También dice que el que no tiene nada malo, que lo espere.
—Úrsula es un cenizo, no hagas caso.
—Oiga, mamá, ¿y cuando la gente me mira como si me quisiera comer, qué hago?
—Todavía nadie te ha mirado queriendo devorarte, eso lo harán los hombres… El hombre o los hombres que se enamoren de ti.
—Oiga, mamá, ¿y ese León Dulce que mis amigas dicen que es mi novio?
—No hagas caso. Tú te casarás con el hombre que quieras, del que te enamores, te lo aseguro yo.
—¿Y qué es el amor?
—Un sentimiento, una angustia, un gozo, a veces todo junto a la vez. Un buen día comienza…
—¿Se termina?
—Sí, hija mía, se termina, pero ni el poeta Bécquer sabe adónde va…
—¿Y usted, mamá?
—Yo amo a papá con un cariño sosegado. Estoy a gusto con él, me trae, me lleva, me regala, me trata bien, me quiere también… Te confieso que me enamoré de él como una tonta…
—¿Cómo fue, mamá?
—Verás, fue en un baile de carnaval, en el casino… Allí había muchachos de casa bien e incluso algunos pisaverdes. Tu padre ya me había llamado la atención porque era un barbilindo, un dandy, que nada tenía que envidiar al mismísimo príncipe de Gales, hoy rey de Inglaterra y el que marcaba la moda en Europa por aquellas fechas… Iba vestido de Napoleón.
—Ay, mamá… ¿Y usted de qué iba disfrazada?
—Yo de María Antonieta, con peluca blanca, larga y rizada…
—Ay, mamá.
—Luego, papá me confesó que se había fijado en mí y, aún más, que bebía los vientos por mí, pero que no me miraba, que no se atrevía a mirarme, porque no se consideraba digno de mí. Además creía que yo era mujer orgullosa y que le daría calabazas a la primera de cambio.
—¿Por qué, mamá, si era un dandy?
—Porque no era de familia rica. Lo tenía visto del Banco de Crédito de Zaragoza, donde trabajaba de cajero, en un puesto de confianza al que no se accede así como así, pues era el que me entregaba el dinero cuando iba a cobrar un cheque… Se veía que era hombre emprendedor y trabajador… Mi propia madre se lo decía a don Juan Bruil, el presidente de la entidad: «Este muchacho vale, don Juan». Cierto que yo tenía varios pretendientes de familias de viso, de mucho viso incluso, pero, mira, hija mía, papá me hizo tilín… Tan alto, tan guapo, tan rubio, tan señor, tan obsequioso, vamos, un galán… Y es que, cómo te lo explicaría yo, el amor se presenta de repente, sin pedir permiso, sin preguntar y todo, todo dentro del enamorado, tanto el cuerpo como el alma del susodicho sufren convulsiones… Quiero decirte que se revuelve tanto el cuerpo como el alma. Y se llora y se ríe, y se pena y se muere y se revive y se vuelve a penar… No sé…
—Ay, continúe usted, mamá —rogaba Cósima, encandilada.
—Eso, que se presenta el amor de súbito… Y que estábamos los dos en el baile de carnaval, él hablando con sus jefes y yo bailando, un vals, una polca, una mazurca, con un pollo, con otro, con el carnet lleno, además, y fue que nuestras miradas se cruzaron por un instante y nos reconocimos, pese a los disfraces… Y mi corazón se puso a latir desesperadamente y, te lo confieso, lo conquisté como han hecho y hacen muchas otras mujeres: con el lenguaje del abanico…
—Explíquemelo, mamá…
—Atiende. Estaba descansando, sentada en una silla con varias amigas, agotada después de dos polcas, y llevaba en la mano un abanico chino de plumas, una preciosidad. Y vi que tu padre dejaba a sus jefes, se ponía a bailar con una amiga mía y no paraba de mirarme. Entonces me di aire muy despacio, lo que quiere decir: «Me eres indiferente», aunque era falso por lo que te he dicho antes. Y entonces él me miró con ojos suplicantes y yo me abaniqué con la mano izquierda, que quiere decir: «No coquetees, pues, con ésa», y él continuó mirándome, pero yo le avisé llevándome el abanico a los labios: «No me fío de ti», y, mira, él vino a pedirme un baile y, aunque yo tenía el carnet lleno, como a mi próxima pareja le había dado un ataque de tos, aproveché la circunstancia y dancé con él y luego salimos juntos al balcón… Puedes imaginar que en el salón había múltiples conversaciones mudas, con el abanico… Habrás de aprender.
—¿Quiere que vaya a buscar dos abanicos y ensayamos?
—Sí, sí.
Y ensayaban:
—Hay cuatro orientaciones distintas y cinco posiciones diferentes, con lo que se obtienen veinte signos, suficientes para todo el alfabeto.
—Las letras del alfabeto son veintinueve.
—No hay ni jota ni ge ni y griega ni i latina ni…
—¿Se habla, pues, con faltas de ortografía?
—Al hablar no hay faltas de ortografía.
—Oh, sí.
—Claro, los acentos, pero es igual. Venga, tú haz lo mismo que yo.
Y entonces salía Cósima de su aburrimiento imitando a la dama y aprendiendo el lenguaje del abanico u oyendo del enamoramiento de su madre:
—Y ya empezamos a coincidir en el teatro y en otros bailes y nuestro amor cuajó y se acrecentó ante las dificultades que se nos presentaron. Pues yo hablé con mi madre de que me había enamorado de Luis Arriazu y le expliqué quién era y ella, al caer en la cuenta de quién se trataba, torció el gesto e, hija mía, lo mantuvo torcido durante varios meses. El caso es que enseguida me apercibí de que mamá no estaba por aquel matrimonio porque consideraba a tu padre poca cosa, pues no era hombre de renta propia, como ya sabes, y aspiraba a más para mí… Un hombre rico, de familia de solera y, a ser posible, con título nobiliario… Y las dos iniciamos una guerra, lo que llamamos la «guerra de la boda»… Y no valía que yo le dijera a tu abuela Constanza que Luis sería un buen administrador de los bienes que había heredado de mi padre y de los que heredaría de ella, ni que yo no sabía contar más que hasta cien, ni que más vale un hombre trabajador que un haragán de familia de postín, ni que podía caer en brazos de un bandarra, de un borracho, de un mujeriego, de un cazadotes, en manos, en fin, de todo lo malo que haber pudiere; ni que llorara en silencio o a lágrima viva, no valía porque mi madre continuaba en sus trece… Pero sucedió que tu abuela tuvo un problema con los arrendatarios de una finca de muchas hectáreas que tenemos en Caspe, en la torre de Caspe, de donde nos traen tantas cosas de comer para Navidad…
—Sí, sí.
—Que no pagaban las rentas los muy tunantes, aprovechando que mi madre era viuda… Y le pidió ayuda a don Juan Bruil, que le envió a su hombre de confianza, a tu padre, que volvió con los dineros adeudados, pues exigió el pago a los deudores en dinero contante y sonante y a los que no lo tenían les cobró en especie, en gallinas, patos, cerdos, etcétera, que luego vendió a un carnicero y, en resumidas cuentas, trayendo a mi madre más dinero del que le debían… Y, a partir de aquel día, mamá cambió de talante; aunque se ocupó de que mi dinero fuera mío y nos hizo firmar capitulaciones matrimoniales…
—¿Qué es eso?
—Es complicado, ya lo sabrás cuando seas mayor.
—¿Entonces, en su vida, como en muchas obras literarias, triunfó el amor?
—Sí, pero, aunque estuve entontecida, no creas que fui tonta, pues ahora tengo más dinero de consorciales que propio, pues tu padre ha hecho gran fortuna. Fortuna que, a más de la mía, heredarás tú… ¡Ah, y la de Jorge también…! Ya ha dicho varias veces que piensa dejarte heredera universal…
—¿Así que seré rica?
—Muy rica… Y también deseo y espero que seas feliz con el hombre que elijas… Yo no me opondré a ninguno a no ser que sea un depravado incorregible… ¡Ah, quiero advertirte que los vicios de un hombre no se corrigen al casarse, al revés, se acrecientan…!
O, cuando se ponía unos zapatos de tacón de Olimpia y paseaba por su gabinete, oyéndose:
—La espalda recta, la mirada al frente… Evitarás las calles empedradas y caminarás por las asfaltadas…
O aprendiendo a bailar la mazurca y el vals. O recibiendo todo tipo de instrucciones:
—En los conciertos es de muy mala educación toser, si estás resfriada, no vayas.
—No cruces nunca las piernas.
—En la silla siempre con la espalda recta.
—Lo más importante en una mujer es la honra.
Pero en el espinoso asunto de la honra, Olimpia no ahondaba, a lo más le decía:
—Para evitar que hablen mal de ti deberás llevar siempre puestos los guantes y, cuando seas mayor, el vestido largo, que nunca deje ver los tobillos.
Y para no hablar más, pues consideraba que era pronto para instruir a su hija en los negocios de la vida conyugal, la invitaba a tocar el piano a dos manos, pero se levantaba dolida, porque Cósima tenía oído de artillero y nunca había pasado de la escala del do, cuando ella tocaba de maravilla el fragmento Gran Dio, morir si giovine de La Traviata, por ejemplo.
En mayo, después de veinte años de ausencia de la Península y con el grado de sargento, regresó el hijo de Úrsula, el único que tenía, el que había sido maestro herrador de la Brigada de Transporte en Cuba y, al contrario que la mayoría de los soldados que volvían de la isla, tornó con buen color y magnífico aspecto para su edad. En la recepción y saludos, pese a que hubo un momento de pena, en el que Úrsula le comunicó a su hijo el fallecimiento del siempre bien recordado Bartolo, que ya conocía, pues que había recibido la carta que llevó a la isla el teniente León Dulce, de inmediato hubo alegría y en ella participaron señores y criadas.
A ver, que el buen Juan contaba y no paraba y, según Jorge, más parecía la máquina parlante recién inventada por Tomás Alva Edison, el padre de tantas cosas y tan útiles, según él. El caso es que hablaba de hechos o sucesos de enorme trascendencia: del cerco de La Habana, de la estrategia de Martínez Campos, de la de Weyler; del gobierno autónomo que hubo en la isla; un fracaso completo; de los insultos que los diarios locales se permitían contra los oficiales españoles; de la llegada del general Blanco; de la destitución del embajador español en los Estados Unidos de América por haber publicado una carta que había escrito a Canalejas, emitiendo juicios contra Mac-Kinley, el presidente de aquel país; de la voladura del Maine en la bahía de La Habana, una desgracia fortuita que los americanos atribuyeron a manejos españoles y, lo peor de todo, de que la compañía de telégrafos de la isla era de titularidad americana y, a través de ella, se comunicaban los diferentes cuerpos del ejército español, dejando tan importante negocio en manos del enemigo. También de asuntos más menudos: de que los caballos cubanos eran más chicos que los españoles; de cómo múltiples partidas de mambises habían atravesado la isla de este a oeste en una marcha imparable, aunque las más de las veces sin presentar batalla; de la espesa flora del territorio, que impedía el paso de hombres y animales, del maldito clima, de las muchas moscas, de las muchas enfermedades que contenían las ciénagas, del hambre que había sufrido el ejército español al carecer de avituallamiento, etcétera.
Pues fue que los señores, que le habían dado casa y posada, le llamaban a la salita para que les contara lo más sobresaliente de su larga estancia en Cuba y él platicaba como una auténtica máquina parlante, como decía Jorge. Y mejor que lo hiciera en la salita porque, como decía su madre, si hacían sobremesa en la cocina bebía demasiado vino y, si salía de farra o se juntaba con viejos amigos en alguna taberna, volvía a casa borracho, y eso no era, pues que habría de acabar alcoholizado, y no. Mejor que estuviera con los señores, que sólo le daban una copa, a lo sumo dos, de cognac, y amén. Porque el buen color que trajo, el colorado de la cara, no se debía al sol del trópico, quiá, que bien lo supo Úrsula enseguida en virtud de que las madres saben más de sus hijos que sus propios vástagos, sino al vino que ingería como si de agua se tratare. Y eso, que, viéndolo Úrsula por mal camino, a más que estaba gastando sus ahorros sin pensar que tenía la vejez a la vuelta de la esquina y, como, además, no quería escucharle, habló con la señora, temerosa de que pudiera meterse a bellaquerías:
—Señora…
—¿Dime, Úrsula?
—Señora, quisiera pedirle que le pidiera al señor que le buscara un trabajo a mi Juan…
—¿No va a continuar en el ejército?
—No; ha pasado a la reserva.
—Pues que descanse de tantas penalidades que habrá padecido… Yo no tengo prisa en que se vaya de casa. Lo mejor será que se busque una guapa moza y que se case…
—Es lo que le digo yo, pero me dice que no. Dice que no se volverá a casar, que estuvo casado con una mulata que murió de fiebres…
—¡Ah!
—Y que no volverá a hacerlo.
—¿Qué quiere, pues?
—Ir de tabernas…
—Algo más esperará de la vida, mujer.
—No sé, no sé.
—¿Y su empleo en el ejército?
—Ya le dije. Ha pasado a la reserva, dice que ya ha servido bastante.
—Entonces, ¿tú quieres que el señor le busque un trabajo?
—Sí, señora, sí.
—Se lo diré en cuanto venga… Como madre que soy, te entiendo muy bien. Déjalo en mis manos.
—Gracias, señora. Sabía que podía contar con usted.
Y sí, sí, Juan entró de cochero en la Banca Arriazu y Maestro y, aunque bebió vino en las comidas, dejó de beber a troche y moche.
Y, tanto hablar de Cuba y de la guerra en aquella casa, fue que Cósima le preguntó a su madre:
—¿Volverá León Dulce?
Y que ella le respondió:
—Sí.
A primeros de junio falleció el famoso músico Johann Strauss en Viena y la alta sociedad zaragozana, que había bailado muchos de sus valses, Danubio azul sobre todo, lo sintió profundamente, y eso que había otras cosas más cercanas que sentir. A ver, que a Arriazu y Maestro se los llevaban los diablos, otro tanto que a los muchos comerciantes, artesanos y profesionales libres de la ciudad y de otras ciudades de España, en razón de que el ministro de Hacienda, Villaverde, había subido los impuestos. Y no, que no, que ya pagaban bastante y no pagarían más lo mandara Villaverde, el presidente Silvela o el sursuncorda. Por eso, convocados por la Cámara de Comercio, decidieron cerrar las tiendas el próximo día 26, fecha en la que Olimpia tenía previsto viajar a Alhama para iniciar su veraneo —el último del siglo— y que fue menester posponer. E hizo bien porque hubo mucho jaleo.
Sucedió que las tiendas, talleres y fábricas cerraron a las once de la mañana y que, pese a que no debía haber gente en la calle porque no había dónde trabajar ni qué comprar, hubo multitud… Fue que grandes masas de gente obrera se manifestaron ante el Gobierno Civil, gritando mueras al rey y otras barbaridades, y hasta quisieron asaltarlo y, cuando cerraron las puertas de la representación del gobierno, arrojaron una lluvia de piedras destrozando cristales y ventanas. En la plaza de la Constitución también hubo revuelta, pues los insurrectos entraron en el palacio de la Diputación Provincial —edificio en parte parejo a la casa de Arriazu—, y claro, las moradoras del principal oyeron los gritos del gentío y tuvieron miedo, no fueran a entrar en la casa, como estaban haciendo en la Diputación Provincial, donde rompieron muebles y se llevaron objetos de valor.
El caso es que el gobernador salió con sus hombres a reprimir la revolución, el levantamiento, la revuelta, la algarada, lo que aquello fuere, y resultó que la chusma le apedreó y que uno de los asaltantes le disparó un tiro, aunque, a Dios gracias, erró y otro le fue a pegar una cuchillada, pero se interpuso un policía que fue herido leve. Y, ante semejante jaleo y peligro, el gobernador cedió el mando de la plaza a la autoridad militar, a Ahumada, el capitán general, que declaró el estado de guerra y el ejército ocupó la ciudad.
Tal se supo después, a media tarde, cuando llegaron los dos banqueros, custodiados por un piquete de soldados y enojados de lo más, echando pestes por la boca, vamos. Además, sin haber probado bocado, pues que no habían podido salir en todo el día de la banca, donde les habían roto todos los cristales y acometido a pedradas. Y fueron a contar lo sucedido, a narrar por lo menudo el miedo que habían pasado cuando en el comedor de diario, donde comían, donde merendaban los señores, dicho con exactitud, se presentó don Dionisio, el director espiritual de toda la familia, arrebatado y vestido de seglar con ropa mala y, sin dejarles hablar, les contó, sin apenas saludar y sentándose a la mesa y pidiendo plato, lo que había sucedido en su convento, en el colegio del Salvador, sito en la entrada del paseo de las Damas:
—Ha rodeado la chusma el colegio gritando «mueran los jesuitas», enviados por la hermana portera del colegio del Sagrado Corazón, situado frente por frente, en Sagasta, pues que nos buscaban allí… Eran las doce y estábamos comiendo en el refectorio, contentos porque el rector, aliviado de su reuma, se había presentado a almorzar por primera vez en muchos días, cuando un criado vino a avisarnos de la presencia de la chusma y de que los asaltantes habían conseguido echar abajo el pasador de la puerta del jardín…
—Y, claro, se les atragantó la comida…
—Tú verás, amigo Luis. Los amotinados habían derribado un poste de telégrafo y llenaban el jardín acopiando leña en las puertas y quemándolas al momento… Nosotros recibimos la absolución sacramental y nos dispusimos a morir a manos de aquellos ateos, pues se presentó un criadico en el refectorio y nos informó de que los sublevados ocupaban las cocheras, las cuadras, las fregaderas, los porches y la huerta, a más de haber forzado las entradas de la casa y roto la verja y un sinnúmero de cristales…
—Coma usted, don Dionisio, y beba un poco de vino, que le hará bien —sugería Olimpia.
—Olimpia, hija mía, qué disgusto… Menos mal que entre nosotros, pese a que no somos hombres de armas, surgió un valiente, el padre Galiana, y, no me pregunten cómo, consiguió salir del colegio y pedir socorro en Capitanía General y ya llegó el ejército y, cuando se despejó aquello, empezaron a llegar nuestros feligreses, hombres y mujeres, a ofrecernos su casa, dispuestos a llevarse lo bueno que tenemos en la capilla para custodiarlo en sus hogares, no fueran las turbas a volver…
—En Zaragoza hay más de cinco mil obreros —apuntó Luis.
—¿Han hecho mucho destrozo? —preguntó Jorge.
—Mucho. Los arreglos nos van a costar varios miles de duros…
—A nosotros también nos han apedreado… Parece que, pese a ser una huelga de patronos, los que han hecho cerrar las pocas tiendas que estaban abiertas han sido los obreros. No lo entiendo…
—Le ayudaremos económicamente, don Dionisio. Y será un honor para nosotros que se quede a dormir aquí —anunció Luis.
—No, hijos, me voy con los míos. Sólo he venido por si me necesitabais.
—En casa hemos oído gran vocerío, pero no nos hemos acercado a las ventanas por si acaso, y en la banca ya lo sabe usted —informó Olimpia.
—Gracias por todo, hijos.
El hecho de la algarada coleó en Zaragoza y en varias tertulias se comentó que los alborotadores, a más de quemar y destrozar inmuebles, habían arrancado el collar a doña Fulana y a doña Mengana y que a doña Zutana, aprovechando el jaleo, le habían tocado los pechos en plena calle. Y también se supuso que se callaban muchas cosas, por vergüenza.
León Dulce llegó a Zaragoza pocos días antes de que regresaran a España los últimos de Filipinas —unos pocos soldados que habían resistido unos meses en la aldea de Baler, situada en la isla de Luzón—. Volvió con mucha gloria, varias medallas y habilitado con el grado de capitán, pero enfermo de malaria, muy enfermo, aunque tuvo suerte de regresar vivo —pues los soldados muertos en Cuba fueron cien mil de enfermedad y seis mil en combate—, tanto que fue del tren a la cama con gran pesadumbre de su madre y sus hermanas, que apenas lo pudieron abrazar. Porque, ay, Dios, el buen mozo, que se había ido a hacer la guerra gozando de excelente salud y con uniforme nuevo, había vuelto con harapos, con los harapos llenos de lamparones y, lo peor, enfermo y hecho un guiñapo: pálido, demacrado, con la nariz afilada, los pómulos salientes y las orejas casi transparentes, es decir, chupado de rostro y muy delgado de cuerpo.
López-Tass le diagnosticó lo mismo que los médicos militares que le habían asistido en Cuba: malaria. Pero como la calentura sube a la noche en esta enfermedad, y de noche era, el pobre León no se enteró del diagnóstico ni de la prescripción de su tío carnal. Cierto que no opuso resistencia cuando, por la mañana, algo mejor de fiebre, tomó un tazón de caldo de presa, cucharada a cucharada, y se dejó limpiar el cuerpo con una toalla y tomar la temperatura por su propia madre, que, aunque apurada, hizo lo que tenía hacer: ser madre, y cuidarlo como lo debía cuidar, lo mismo de día que de noche.
Cósima supo de la llegada de León por sus amigas. Su madre envió a Juan, el cochero, a dejar su tarjeta, y ambas se presentaron de visita en casa de Amelia —la joven con expectación— para interesarse por el estado de salud del joven. Pero no lo vieron, pues estaba en la cama con cuarenta de fiebre, delirando. Y claro, para no ser importunas, no se quedaron a merendar, porque la dueña de la casa no las podía atender y estuvieron todo el rato con Alejandrina, la hermana mayor del enfermo.
—Mala cosa, la enfermedad de este muchacho —comentó Olimpia al salir.
Y Cósima asintió, pero nada dijo. Y, como se encontraba en un momento piadoso, en uno de esos momentos en que le daba por decir que quería irse misionera a China o a África o entrar monja en la Consolación, al volver a casa, encerrada en su cuarto, rezó un rosario completo por la curación del teniente. No porque el joven representara algo para ella, pese a lo que venía oyendo a muchas gentes desde su más tierna infancia, no, sino porque, como buena adolescente, a veces le daba mística y rezaba por cualquiera o lloraba por nada, incluso hasta leyendo cualquier relato que no fuera de lágrimas, precisamente. O hacía sacrificios y le pedía a Úrsula que le pusiera pan duro en la mesa o hacía propósito de comerse el hígado, el día que hubiere, pero no podía con él y acababa en la repisa que había debajo de la mesa. O pensaba en ayunar para el triduo de la Inmaculada, tan lejos que quedaba todavía, y hasta en ponerse un cilicio mañana mismo. Pasaba buen rato delante del espejo mirándose los granos y quitándose las espinillas. O se aburría mortalmente:
—Me aburro, mamá.
—Pues haz vainica, calceta o ganchillo… O borda, o haz pajaritas o flores de papel… O toca el piano, lee los periódicos, mira tu álbum de calcomanías… Fíjate cuántas cosas puedes hacer…
—No.
—Pues escribe un diario o una carta a tu mejor amiga. Te vendrá bien, pues a tu edad se tiene la cabeza llena de viento.
—No. Hábleme usted, cuénteme cosas.
—Con mil amores, ¿qué quieres saber?
—Hábleme de su primer beso…
—¡Ah, no, hija mía, mi primer beso es mío y sólo mío…!
En la casa de la Cava Baja, que era mucho peor, más pequeña, menos luminosa y no tenía luz eléctrica ni menos cuarto de baño, Flora fue consciente de que socialmente había empeorado, pero no le importó porque se encontró a gusto con la gente, pues don Jorge había elegido una casa para él, en un barrio para él, y no para ella. Pronto trabó amistad con algunas mujeres de la farándula, las más figurantes, que no estrellas, y mujeres de vida fácil y, como pagaba mucho menos de alquiler, tuvo más dinero para concurrir a sitios donde acudían empresarios y autores de comedias, para invertir en su arte, pues, pese a su fracaso como cantante, continuaba buscando fama y por eso no había cambiado sus adornos de plumas de marabú por la manteleta.
Rebeca tampoco mejoró, pues continuó más sola que la una cada vez que su madre se iba de casa. Lo único que, desde el balcón, veía jugar a los chicos y a las niñas en la calle a churro va, al taco, al corro o la comba y, aunque estaba lejos, le parecía que no estaba tan sola.
Se iba Flora de casa a buscar trabajo, decía, y volvía de madrugada con un hombre, con otro, y siempre con unas galletas o un bocadillo para Rebeca, que había estado todo el día sin comer o con un mendrugo de pan viejo. Y lo que le decía la niña al desayuno:
—Esto no es plan, mamá, estoy todo el día sola… Búsqueme un oficio, al menos saldré de casa y conoceré gente…
—Mejor que no conozcas gente. La gente es mala.
Y una noche, Rebeca, al oír el llavín de la puerta, corrió en busca de su madre y lloriqueando le informó:
—Mamá, me ha venido una sangre por donde se orina, ¿me voy a morir?
Y fue que, extrañamente, Flora, que no era madre cariñosa, se la comió a besos y, llevándola a las sillas de la cocina y teniéndole las manos, le explicó:
—Ya eres mujer, te ha venido la regla… A partir de ahora eres una pollita y puedes tener hijos… Claro que no deberás tenerlos hasta que te cases… Te buscaré un novio, un buen hombre con ahorros… Cuando desarrolles serás muy bella y los mozos te pretenderán… Este año, iremos a la verbena de San Isidro a ver qué hay por allá… En el barrio, no hay gran cosa… No creas, que he estado informándome, mirando por ti…
—Mamá, no entiendo nada. Yo quiero que me hable de la sangre, pues me da mucho miedo.
—Vete acostumbrando, hija, te vendrá una vez al mes, por eso se llama el «mes», «me ha venido el mes», se dice, y la mayoría de las mujeres nos morimos antes de que se nos vaya para siempre.
—¿Llevaré los vestidos al tobillo?
—Sí, iremos a la modista a que te arregle uno mío… Y, ahora, vamos a dormir que hace un frío del demonio, ¿por qué no has encendido la cocinilla?
—No hay carbón.
Durante su veraneo en Alhama de Aragón, la señora y la señorita de Arriazu, aparte de gozar aquel año, extrañamente, de un benigno clima en la dicha localidad, participaron en múltiples conversaciones en las que se hablaba de la guerra de los bóers en el Transvaal; de la reciente muerte de Castelar, que fuera presidente de la República; de un italiano llamado Marconi, que había conseguido establecer una comunicación inalámbrica, algo diferente al telégrafo y al teléfono que, a mayor abundamiento, hacía circular la voz humana por los aires, pero nadie era capaz de explicar cómo ni para qué ni el porqué del invento, y eso que allí había caballeros muy sabidos y leídos, pero en la charla que más a gusto intervenían era en la que se platicaba del fin del siglo y de los fastos que habían de celebrarse en todas las ciudades del mundo regidas por el calendario gregoriano.
Y, la verdad, se mostraron contentas de poder participar en el cambio de siglo, en un cambio de siglo, pues que pocos nacidos lo conseguían. Además, que entrar en el siglo XX era alejarse cada vez más de la época de las cavernas, y tiempo era y falta hacía porque en África los negros se morían de hambre, otro tanto que los asiáticos en Asia y los indios de América, por no hablar de millares, o cientos de miles, de hombres y mujeres que habían sido muertos por el avance imparable de las potencias occidentales en los cuatro continentes o en los cinco continentes, pues que en Europa también los lapones llevaban camino de ser exterminados. Y, con otra mucha gente de buena voluntad, tenían esperanza de que cambiaran las costumbres, se frenaran las ansias de conquista, se terminara la colonización y todos los habitantes del mundo pudieran comer y vivir en paz y armonía. Y, por supuesto, a las dos les daba un ardite el problema de la data, aquello de que no había existido el año cero y de que del año menos uno se había pasado al uno, obviando el cero, y que por eso no estaban en el 1899 sino en el 1898, y lo que se decían que mejor estar en el 99 para no volver al 98, para no recordar el desastre de Cuba y lo que trajo parejo: el fin del imperio español, pues que a España le habían quedado cuatro cosas, cuatro arenales, en África.
El caso es que Olimpia, pese a que se había resistido a que Cósima asistiera al baile de gala de Fin de Año —en esta ocasión de Fin de Siglo—, del casino Mercantil, en razón de que hubiera sido deseable que cuando menos hubiera cumplido los catorce años, cedió por las presiones de Luis y Jorge, que no supieron negarse, por el empeño de la cría y por lo del siglo XX, que no volvería a repetirse, y la muchacha no cabía en sí de gozo, pues había de ser la primera vez que vestiría de largo. Por eso, por tanta emoción y jaleo, no echaba en falta haber dejado de ir al colegio por haber terminado sus estudios, pues que le faltaba tiempo para llegar a tantas cosas que madre e hija habían de preparar para asistir al baile, que sería como la presentación en sociedad de Cósima. A ver, que acompañaron a Luis a la sombrerería y al sastre, pues que quisieron que estrenara sombrero de copa, jaquette y chaleco y se ocuparon de que esta prenda le quedara muy justa al cuerpo y terminara en pico, a más de que la tela de seda fuera bordada, igual que la camisa, aunque ésta sin bordar, salvo las iniciales y, en vez de aconsejarle pajarita, le recomendaron una gran corbata, que se acomodaba dentro del chaleco un poco a bullón. Amén de que luego le compraron un bastón con puño de oro y le buscaron su mejor botonadura: la de brillantes engastados en platino, y le mandaron hacer un gabán mackintosk de la mejor lana inglesa. Así, vestido el marido y padre, siguieron con ellas.
Y bromearon, mejor dicho, bromeó Olimpia con su hija sobre si vestirla con un traje Bloomer o con el de miss Walker y, cuando le explicó cómo eran, Cósima, sin el menor sentido del humor, como es propio en las muchachas de trece años, casi se echó a llorar. Y es que Olimpia le dijo muy seria:
—No sé qué te sentará mejor, si un traje Bloomer, que causó furor en Estados Unidos a mediados de siglo…
—¿En qué consiste, mamá?
—La Bloomer fue una dama que, sobre la ropa interior, se calzó, un pantalón muy ajustado al tobillo con un elástico y sobre él una falda a media pierna…
—¿Algo parecido a un traje de baño?
—Algo así… Pero no, no, creo que estarás mejor con el traje de miss Walker… Miss Walker fue una mujer famosa, que incluso sale en alguna de las novelas del padre Coloma… Una médico que se fue a ejercer su ciencia al harén del sultán de Turquía… Y, antes o después, más o menos terciado el siglo, se paseó por París con pantalón de zuavo, paleto gris con pasamanería negra y un enorme sombrero chambergo, causando expectación…
—¡Mamá!
—¿No irás a llorar, hija mía?
—No, mamá, pero le ruego que se tome con seriedad mi primer baile…
—Ea, pues, irás de blanco… Yo te haría un vestido de «princesa»…
—¡Oh, mamá…!
—Un vestido con el cuerpo ablusado y el escote alto, una falda de seis volantes, con cinturón faja de color rosa a juego con las flores que lleves en el cabello y un pendentif al cuello… Podría ser el traje de encaje de Manila o de Bruselas… Y, en cuanto al corsé, habrá que decirle a la lencera que te haga un mannequin a medida para que lo pruebe bien, no vaya a molestarte luego…
—¡Oh, mamá…!
—¿Tus amigas cómo van a ir?
—No sé.
—Para mí, no sé si elegir tul, gasa, raso, surah o satén de color verde «Nilo» o azul «Rey»…
—Con cualquiera de los dos estará preciosa…
—Quizá me haga el vestido de cuerpo y cola de una pieza, una larga cola de cuatro metros, sin cortes en la cintura… Un modelo del modista Worth para una noche de gala… Con un gran escote, tanto que me deje los hombros al aire, la tela ornada de perlas finas y algún pinjante al cuello… Y un châle de Cachemira drapeado para taparme del frío… También me haré una crinolina almidonada que aguante el peso de la falda y de la cola del vestido…
—¡Oh, mamá!
—¿Te parece bien?
—De perlas.
—Decir «de perlas», hija mía, es vulgar.
—¿Cómo se dice, mamá?
—C’est magnifique o voilà… Además, así se ejercita el francés y el interlocutor sabe de tus prendas… Habrás de ensayar con los tacones, pues es menester andar sin hacer ruido, como si pasara un viento.
—También he de repasar los bailes…
—Eso con papá, que es muy buen bailarín.
Y era que tarareaban Olimpia y Jorge un vals, por ejemplo, y que padre e hija bailaban después de cenar, los dos encantados, y, durante el día, Cósima bailaba con Teolinda piezas menos exquisitas, polcas, por ejemplo, pues que quería hacer buen papel también cuando el baile se tornara chabacano, hecho que, según Olimpia, sucedía a menudo.
El 22 de noviembre, los Arriazu dejaron los ensayos por una noche y ocuparon su palco del teatro Principal para ver nada menos que a Sarah Bernhardt interpretando Tosca. Fueron dudando, en razón de que el empresario ya había anunciado con anterioridad la presencia de la diva y ésta había brillado por su ausencia. Pero esta vez sí se apeó la estrella, ya vestida para la representación, del tren mixto de Madrid. Se presentó en el camerino y salió a escena para cantar como los ángeles y recibir un aplauso tras otro, un viva tras otro, pues fue delirio en el teatro, donde muchas mujeres, entre ellas Olimpia y Cósima, lloraron de emoción.
Para Nochebuena, ya sabían las criadas que Olimpia iría al baile vestida de color verde «Nilo» y que el señor se dejaría sin abrochar el último botón del chaleco, prenda que, además, terminaría en pico. Y todo era alegría en la casa… La más contenta Pilara, que llevaba una participación de una peseta en el número 6.532 de la lotería de Navidad, agraciado con el tercer premio y, mira, le habían tocado mil novecientas setenta y seis, y estaba como unas castañuelas diciendo, ya antes de cobrar, de invitar a una merienda a sus compañeras al café Ambos Mundos, a tomar chocolate con esponjado o café con leche, lo que quisiere cada una, y a dar un paseo en góndola por el canal cuando llegara el buen tiempo.
Y Cósima, pendiente de su primer baile, no dormía, no comía, no se acercaba a una ventana no fuera a darle una corriente de aire y cogiera la gripe o se resfriara y no pudiera asistir a la fiesta. Y, cuando recibía un billete de un Baselga, de un Urriés, de un Cistué, de un Escoriaza, de un Castán, de un… de un… pidiéndole un baile, le venía un escalofrío y anotaba el nombre en su carnet con pulso tembloroso.
Y como, si Dios quiere y no zurce el demonio, todo lo que se espera llega, pues fue hora de aviarse para la cena, de subir a casa de Jorge, de que Olimpia y Cósima apenas probaran bocado, porque la madre estaba nerviosa por la hija y la hija por ella misma; de darse el último toque, cada una delante del espejo de su tocador, de que las criadas vieran salir a dos princesas, una vestida de blanco y otra de color verde «Nilo» y con brillantes de mil duros en las orejas; de que los señores acompañaran a dos reinas y de que cuatro personas subieran en el coche que los dejó a la puerta del casino Mercantil, que está a un paso, para ser mirados y admirados por millares de ojos en la entrada y por cuatrocientos o quinientos pares de ojos en el salón. Y fue que, tras saludar a unos y otros, Cósima bailó el primer vals con su padre entre otras muchas parejas, lo que le vino bien, pues, de haberlo hecho en su casa para el baile de «San Luis Gonzaga», ella sola con Arriazu, se hubiera muerto de vergüenza.