26
Antes de Navidad, Cósima se atrevió a preguntarle a su padrino:
—Padrino, ¿usted cree que León y yo estamos bien casados?
—¿Qué quieres decir?
—¿Nos oyó usted decir el «sí, quiero»?
—Claro.
—Con tanto jaleo que hubo, ¿lo escuchó usted netamente? ¿Oyó todas y cada una de las palabras del sacramento?
—Sí. ¿Por qué me lo preguntas?
—No sé, a veces me asalta la duda. No me recuerdo diciéndolo.
Y, a poco, otro tanto hizo con su confesor, con el padre Dosset, que también le preguntó, antes de asegurarle que no se había distraído por el jaleo habiente en la iglesia y antes de darle la absolución:
—¿Sucede alguna cosa entre León y tú?
—No.
Tal le respondió Cósima y no mintió, porque últimamente no ocurría nada entre ellos. Apenas cruzaban algunas frases de mera cortesía porque el capitán ahorraba palabras hasta la codicia, tan decidor que había vuelto de Argentina, y mira. Cierto, también, que a la cama no iban, lo que era bueno para las entrañas de la dama, pero no para su corazón, pues que empezaba a temer que su esposo anduviera con otras mujeres, hecho o posibilidad que le aliviaba en ciertas partes de su cuerpo, pero empezaba a alterarle otras.
Sucedió que una tarde de domingo bajaba Rebeca Melero, muy pintada y aviada, camino de la sociedad de baile La Lata, donde había hecho un par de amigas, dispuesta a encontrar marido y largarse cuanto antes de casa de Maestro. Y fue que se topó en la escalera con León Dulce, que la saludó, pese a que nadie se la había presentado, del modo que los caballeros cumplimentan a las damas, besándole la mano, y, sonriendo de un modo que Cósima llevaba meses sin verle en la boca, le dijo a la moza:
—He visto tu cara en alguna parte.
—¿Dónde, señor?
—No lo sé, pero la he visto, te lo aseguro…
Y no erraba Dulce porque el rostro de Rebeca era, en mujer, el de Luis Arriazu, como sabido es. Y siguió el capitán:
—¿Adónde vas?
—Voy a La Lata a bailar con unas amigas…
—¿A bailar?
Y fue que León perdió el seso o que hizo lo que ya había hecho muchas veces en Cuba, en Argentina, en Alcalá de Henares, donde había estado acuartelado su regimiento, o en la propia Zaragoza, pues que su esposa le negaba la cama, o fue que le salió la vena de húsar, que todos tenían fama de mujeriegos impenitentes, o fue que trató a la criada como los señoritos calaveras suelen tratar a las sirvientas para conquistarlas, el caso es que le pidió:
—Baila conmigo.
Y Rebeca se dejó coger y, en el rellano, entre el principal y el primero, donde había menos luz, los dos dieron unos pasos sin tararear canción alguna, eso sí, cada vez más apretados y con peligro de ser descubiertos, pues en la casa solía haber abundante tránsito. Y fue que el hombre apretó a la moza, le tocó los pechos y quiso meterle mano y que la moza se dejó tocar y besar durante diez minutos o más, tiempo en el que no fueron descubiertos, pues no subió ni bajó persona alguna por la escalera, pero, por prudencia, fue menester terminar con aquel encuentro, con el primero de los encuentros entre León y Rebeca, y el capitán le dijo:
—El día 26 me voy a Caspe, a visitar una torre de mi esposa, ¿quieres acompañarme?
Y Rebeca, que había tenido al capitán en su cabeza desde que se cruzara con él en el zaguán de la casa, y que, en aquel momento, tenía un torbellino en el corazón y un huracán en sus partes de mujer, sin pensarlo dos veces, le respondió:
—Sí, señorito, iré con usted.
Y no añadió que con él iría al fin del mundo porque no se le ocurrió.
—Bueno, pues disponlo todo. Dile a don Jorge que tu madre se ha puesto enferma o cualquier mentira para que puedas venir conmigo…
—No tema el señorito, que yo lo arreglaré.
—Ea, pues, quedamos el 26. Te recogeré con mi automóvil en el Coso, esquina a Santa Catalina, a las ocho de la mañana… Llévate ropa, pues seguramente estaremos unos días… Y chitón… Ahora, dame un beso de despedida.
Y Rebeca le dio un largo beso, de los llamados de tornillo.
Así las cosas, León y Rebeca volvieron a sus casas, para preparar sus equipajes, rebosantes de felicidad.
El de León lo dispuso la propia Cósima y llenó tres maletones y cuatro sombrereras. El de Rebeca lo hizo ella y metió todo lo que tenía en su baúl, todo lo que había traído, dispuesta a despedirse de Maestro, enamorada hasta el tuétano de un apuesto capitán de húsares de Pavía, y ofuscada por la súbita pasión que se había suscitado en su corazón en el rellano de una escalera, pero imprudente, muy imprudente, o tonta hasta decir basta, vaya usted a saber, porque hasta su madre le hubiera dicho, de poder hacerlo, que así no se hacen las cosas.
—¿Te vas? —le preguntaron la Goya y la María en cuanto la vieron trajinar.
—Sí, me voy para no volver a veros, so alcahuetas…
—A freír espárragos te puedes ir.
—Y cuanto más lejos mejor.
—¿Cuándo te vas?
—El 26.
—Pues no creas que te vas a librar de servir la cena de Nochebuena…
—A ver, es el día de más trabajo en la casa.
—¡Haré lo que tenga que hacer, malditas brujas!
—Cósima, ésta es Rebeca, mi ama de llaves —informó Jorge a su ahijada.
—¿Qué tal, Rebeca, cómo estás?
—Es un honor conocerla, señorita Cósima.
Y fue que la señorita Cósima se estuvo preguntando durante toda la cena:
—¿Dónde he visto yo esta cara?
Tanto pensó dónde podía haber visto aquella cara que varias veces lo comentó:
—No sé dónde he visto yo a esta muchacha.
León le contestaba con naturalidad:
—Te habrás cruzado con ella en la escalera o en la calle.
Lo mismo que Jorge:
—Si vive arriba de tu casa, la habrás visto, a la fuerza.
—Pues no sé.
—Me voy a Caspe mañana, don Jorge. A ver cómo anda aquello. Tal vez se puedan mejorar los cultivos o plantar azúcar. ¿Qué se siembra en la zona?
—Creo que trigo, pero no me hagas mucho caso porque, como Olimpia no daba importancia a la torre, ni Luis ni yo nos ocupamos de ella… Olimpia se conformaba con que le enviaran patatas, harina, capones y productos de la matanza por Navidad.
—Lo que han traído también este año.
—Lo mismo, más o menos.
—Tengo oído que las plantaciones de azúcar se extienden por Aragón.
—Sí. En la banca tenemos varios clientes con empresas azucareras.
Y eso, que León y Jorge hablaron de plantaciones largo y tendido para que Cósima no volviera a mentar a Rebeca. El primero, por lo que acaba de saberse y porque se iba en dos días de pendoneo con ella, no fuera a descubrirse, y el segundo, porque bien sabía en qué persona su ahijada había visto el rostro de Rebeca.
El matrimonio Dulce celebró la comida de Navidad en casa de la madre de León. Jorge, aunque también había sido invitado, excusó su asistencia y comió en casa del marqués de Montemuzo, pues que venía pensando negociar con él, ya que León no quería ocuparse y él no tenía otra heredera que Cósima, la venta de la banca, y fue a tantear; y el marqués estuvo entusiasmado, pues no le iba a la zaga en negociante.
Cuando regresó a casa, se encontró con Rebeca en el pasillo y la moza le pidió hablar con él y, fastidiado, la atendió:
—¿Se puede saber qué quieres?
—Don Jorge, me voy de su casa, le estoy muy agradecida pero me voy.
—¿Cómo es eso?
—Me voy a la casa de mi abuela en Montañana. No soporto a sus dos criadas, me han estado haciendo la vida imposible, me han llevado mártir… Me toman por lo que no soy… Me están todo el día diciendo que soy su querida de usted y que me voy a la cama con usted…
—¡Ay, qué puñeta!
—Don Jorge, no se sulfure usted… Me voy y no volveré más… Entienda usted que no puedo tolerar que me tomen por lo que no soy…
—Bueno, pues vete en paz de Dios.
—Si me diera usted alguna perra…
—Oye, te acabo de dar la gratificación de Navidad y te abonaré la mensualidad completa.
—Sí, señor, pero la casa de mi abuela estará en ruinas y necesitará arreglos…
—Bueno, espera.
Fue a su gabinete, sacó una pequeña caja de caudales, contó diez mil pesetas y se las entregó, advirtiéndole:
—Mira, moza, esto es lo último que te doy. Vete y no vuelvas más.
—Me iré, mañana a la mañana, si usted me lo permite.
—Ea, sí, pero que yo no te vea esta tarde rondar por aquí.
Y lo que se adujo el banquero cuando la moza se echó a sus pies y le besó la mano:
—Que se vaya en paz de Dios.
Aunque ya se había apercibido de la animosidad que le tenían a Rebeca sus viejas criadas, pero, lo que se dijo, más vale malo conocido que bueno por conocer.
León Dulce se acomodó, a media mañana y con un frío del demonio, en su lujoso automóvil en la puerta de su casa, en el asiento de atrás. Cósima bajó a la plaza a despedirlo. Él excusó la prisa que llevaba:
—A Caspe hay cien kilómetros, nos vamos ya porque quiero llegar pronto, no vaya a hacerse hielo en la carretera cuando se vaya el sol.
Y sí, sí.
—Vamos, Juan, adelante.
Y sí, sí, lo mejor era que salieran cuanto antes. Pero no había recorrido el auto quinientos metros, cuando León le ordenó al chauffeur:
—Para, Juan, en la esquina con Santa Catalina.
Y Juan se detuvo y se quedó atónito porque estaba esperándolos la Rebeca, el ama de llaves de don Jorge, y, claro, se quedó pasmado, tan atónito que el señor le tuvo que mandar:
—¿Quieres subir el baúl de la señorita?
Y Juan lo entró en el asiento de al lado del conductor, porque la trasera del auto iba llena con las maletas de don León. Y ya se quitó la gorra y abrió las puertas a los viajeros y, volviendo a ponerse la gorra, enfiló la carretera de Barcelona. Y, durante el viaje, se guardó muy mucho de mirar por el espejo retrovisor y, pese al grueso cristal que lo separaba de los pasajeros, fue oyendo lo que nunca hubiera pensado oír.
Tras parar en un par de ventas de la carretera a echar un trago, porque hacía un frío de mil diablos, como va dicho, llegaron a la finca de las Botijas, donde, tras espantar a perros y gallinas, fueron recibidos por el José y la Amada, los guardeses, que, tras recuperarse de la sorpresa, besaron las manos de los señores, pues que a Rebeca la tomaron por la señorita Cósima, hecho que al momento se malició León, pero se guardó muy mucho de desdecirlo.
—Está esto muy sucio, Amada —regañó León—. ¿Hay fonda en el pueblo?
—Sí, señor.
—¡Pues nos vamos a la fonda y que mañana esté la casa limpia como los chorros del oro! Juan, tú nos llevas, te vuelves aquí y mañana a las doce vienes a buscarnos.
Y, al oído, le dijo:
—He venido con mi mujer, con doña Cósima, ¿entiendes?
—Lo que mande el señor.
A los tres días de estancia en la casa principal de las Botijas, se comentaba en la ciudad de Caspe que don León y doña Cósima pasaban todo el tiempo en cama y que no salían de su habitación para comer ni cenar. Al cuarto día, se decía de ellos más de una grosería, pero, al quinto, don León era considerado un superhombre y envidiado por buena parte de la población masculina.
El caso es que el José y la Amada apenas habían cruzado palabra con ellos, porque estaban día y noche en la cama y ni siquiera habían recibido al cura, al alcalde y al médico, que fueron a cumplimentarlos. Con todo, la población estaba más que amoscada, los hombres preguntándose cómo, rediez, podía yacer tanto tiempo hombre con mujer, y las mujeres cómo, rediez, podía aguantar tanto tiempo mujer con hombre. Pero, para cuando las gentes se hacían tales preguntas, Rebeca se había divertido, y mucho, de hacerse pasar por la señorita Cósima, y de que, pese a que habían conocido a su hermanastra de niña, según le había informado León, nadie hubiera reparado en que se había ido morena y vuelto rubia; había platicado de amor con León a toda hora, le había entregado su virginidad y ya empezaba a insinuarle que le pusiera piso, y eso que ignoraba si era persona espléndida o cicatera, pues, todavía, su amante no le había dado un duro ni le había regalado una chuchería.
Y es que Rebeca, mismamente como le sucediera a su progenitora en un momento de su vida, dado que no quería ser criada de nadie —ella con mayor motivo, pues no en vano era hija de quien era y había estado un año interna en las Francesas—, como, además, se había percatado enseguida de que satisfacía plenamente a León en el tálamo y como prejuicios morales tenía pocos, en virtud de que su madre había sido lo que había sido y ella había visto y vivido lo que había visto y vivido, y como, además, amaba a León como nunca había amado a nadie y estaba enamorada como una boba, aunque era consciente de que sus sentimientos hacia León no eran los mismos que los que tuvo su madre hacia Luis, pues que en los suyos había amor, en un momento de su vida se dijo lo mismo que Flora, o parecido:
—Ésta es la mía.
Y empezó con lo del piso. Y León le dijo que sí, que se lo pondría.
En Zaragoza, Cósima iba a misa los domingos, a confesarse con el padre Dosset, a pasear o a comprarse unas pastillas de malvavisco a la botica con Teolinda, o a tal o cual tienda o a tal otra, a donde le permitía el luto, en fin. Y, de tanto en tanto, a telégrafos a poner un telegrama de respuesta al de León, que continuaba comunicándose con ella de aquel extraño modo, como si tuviera tirria a la pluma y a las letras. Pero, también, lo que nunca imaginó que haría y a espaldas de Jorge, visitó a un abogado, a un dicho Ortega, hombre de fama, que no era amigo de la familia. Fue a consultarle los aspectos civiles de su matrimonio y, permaneciendo durante toda la conversación sin enseñar el rostro y bien tapada con su negro velo, le explicó someramente su situación, no lo de su vaginitis, que no era de contar a un hombre, sino sus dudas sobre si estaba o no estaba bien casada, dado el jaleo que hubo en la iglesia por el atentado de los reyes, y si su matrimonio podría considerarse nulo por alguna circunstancia.
A los pocos días, Ortega le dio una larga lección, pues había entendido más de lo que la dama le había querido explicar:
—Mire usted, señora mía, si duda de estar bien casada, deberá presentar testigos… El celebrante y los padrinos podrían serlo, los invitados supongo que no, pues, si había voces en la iglesia, no oirían las palabras rituales del acto… En caso de que los testigos afirmaran que en la ceremonia hubo falta o fallo, sería motivo de nulidad. Otras causas serían que los contrayentes, o uno de ellos, hubieran ido forzados al matrimonio o que fueran parientes hasta el tercer grado y no hubieran pedido la dispensa papal oportuna… O que no hubiera sido consumado el matrimonio… O que su marido, usted no, porque la veo persona con buena salud, estuviera enfermo de raquitismo, escrófula, epilepsia o tisis y le hubiera ocultado la enfermedad, o que fuera loco o imbécil y no se encontrara en condiciones mentales para dar el consentimiento en aquel momento… O que fuera un criminal o que haya resultado impotente para la reproducción… ¿Estamos en alguno de estos supuestos?
—No, señor. Mi marido padeció tisis, pero estaba curado en el momento del matrimonio, y no me engañó.
—Bueno, pues pasemos a otro punto. Si usted quiere separarse de su esposo por las razones que pueda tener, le comunico que el Código Civil admite divorcio por las siguientes causas…
—Diga usted.
—Por adulterio, por sevicia, por cambiar a la esposa de religión y por prostituir a mujer o hijos…
—¿Qué es sevicia?
—Crueldad… ¿Alguno de los supuestos es su caso?
—Adulterio, aunque no sé.
—El adulterio se admite como causa de divorcio cuando produce escándalo público… ¿Se le conocen a su esposo hijos bastardos o naturales?
—No.
—¿Quiere usted divorciarse?
—No.
—Si no se encuentra a gusto bajo la autoridad marital por alguna razón, le informaré que es buena per se, pues con ella se evita la anarquía en la familia. Por otra parte, la mujer apenas nota el cambio de la autoridad paterna a la del marido…
—¿La cópula es obligatoria? —demandó Cósima poniéndose roja, roja, aunque no se le notó, por el velo.
—Por supuesto, cada uno de los esposos debe prestar el débito al otro, pues es fundamental para cumplir el fin de la procreación. Del mismo modo que los esposos deben prestarse auxilio y fidelidad… Si usted me hablara más claro…
—No deseo hablarle más claro, señor mío.
—Cierto que usted puede negarse a acudir a la llamada de su esposo, si se encuentra embarazada, y teme por su propia salud o por la de su hijo…
—Bueno, terminemos…
—Si intenta usted divorciarse, yo podría llevarle el caso con sumo gusto, pero le advierto que el escándalo sería mayúsculo… Hemos llegado a un punto de inmoralidad en el que el adulterio ha dejado de ser delito… ¿Firmó usted con su marido separación de bienes?
—Sí.
—Piénselo usted, el matrimonio no se puede disolver, salvo por las causas que le he explicado o por mors omnia solvit…
—Excepto por la muerte…
—Sí, señora mía.
—Bien, dígame usted cuánto le debo, señor Ortega.
—Veinte pesetas.
—Le encarezco la máxima discreción.
—Descuide, señora mía.
Así las cosas, y para aclarar las cuestiones canónicas de su matrimonio tratando de encontrar un posible resquicio para su liberación, volvió a consultar con su director espiritual, el padre Dosset, que, en el confesonario, le contestó taxativamente a su pregunta de:
—¿Está usted seguro, padre, de que, pese a la bulla que hubo en la iglesia el día de mi boda, estoy bien casada?
—Cósima, hija, tú y tu marido cruzasteis anillos, te dio las arras… Yo te pregunté: «Cósima Arriazu de Castresana, ¿quieres a León Dulce López-Tass por legítimo marido?», y tú me respondiste: «Sí, quiero», y otro tanto hice con León, que contestó lo mismo, y ya terminé: Iuxta ritum sancta matris Ecclesiae… y os bendije y terminé la misa… ¿Qué pasa, pues, hija mía?
—Verá, padre, es que no sé, no sé, me corroe la duda… Dígame usted cuáles son los requisitos para que el matrimonio sea válido, por favor.
—Es menester cumplir una serie de ordenanzas. Unas anteriores al sacramento, a saber: consentimiento paterno, leer las amonestaciones y tener licencia del ordinario; otras simultáneas, a saber: edad suficiente, inexistencia de impedimentos, estado de gracia, consentimiento y asistencia de testigos, y otra posterior, a saber: inscribir el matrimonio en los libros de registro…
—¿Y todo eso se hizo conmigo y con León?
—Todo. Y, ahora, o me cuentas qué te sucede o te buscas otro director espiritual.
—No se enoje usted, don Pedro. Sucederme no me sucede nada. Sencillamente tenía duda, cierto que usted me ha aclarado las cosas y ya no la tengo…
—¿Te trata mal León?
—No… —dudó Cósima.
—Te veo vacilar… Piensa, hija mía, que esta vida es un camino de sufrimiento, que este mundo es el camino para otro, que es morada sin pesar…
—Deje los versos, mosén.
—¿Sufres, Cósima?
—Sufro, padre, desde el día en que me casé.
—Si tu sufrimiento te lleva a la muerte, serás bienaventurada, pues, con tanto anuncio, tendrás tiempo de prepararte para morir en gracia de Dios.
—¿Todo estuvo, pues, bien hecho?
—Sí. Y contra los malos pensamientos que puedas tener o haber tenido, ten en cuenta que el matrimonio es un sacramento, por eso indisoluble, y que, además, es un contrato, siendo, por otra parte, sacramento y contrato inseparables.
—Déme la absolución, padre.
—No. Ven la próxima semana y, mientras tanto, reza cada día un rosario completo para que tu mente se aclare y tu corazón acepte lo que es menester que acepte.
—¿Qué ha de aceptar mi corazón?
—¡Que te has casado!
Consultados peritos eclesiásticos y civiles, Cósima entendió que nada podía hacer, salvo conformarse con su dolor y ofrecérselo a Dios.
Jorge andaba muy ocupado hablando con varios banqueros, tratando de la posible venta de la Banca Arriazu y Maestro, y a unos y a otros les repetía en las largas conversaciones que mantenía:
—Don León no quiere ocuparse de ella y Cósima es mujer… Yo cualquier día me moriré, pues soy viejo ya.
Y les enseñaba los balances, asegurándoles:
—El negocio es próspero como pocos, pero yo preferiría que Cósima fuera accionista de una entidad y no la propietaria única de una entidad. ¿Lo entiende usted?
Y, fuere quien fuere, el interpelado le contestaba más o menos:
—Lo entiendo, pero con semejante capital habría que ir a una fusión… Por otra parte, dejar entrar a un accionista mayoritario en mi banco, tal vez fuera meterme un enemigo en casa… ¿Lo entiende usted?
Y, sí, sí, claro que se entendían el uno al otro, perfectamente.
El caso es que Jorge empezaba el día con números y lo terminaba del mismo modo, pues daba instrucciones a Latorre, a Gómez y a Pérez para cuando faltara él o les comentaba que estaba en tratos con banqueros, añadiendo, para que no le pusieran la proa, que contaba con ellos para llevar a feliz término una posible operación de venta y para que fueran los administradores de doña Cósima Arriazu de Castresana. Y les aumentaba el sueldo para tenerlos contentos, y ellos estaban encantados, pues los tres habían empezado de chupatintas con manguitos y, de tiempo atrás, vestían levita y, de poco tiempo acá, chistera, pero los cuatro pasaban muchas horas en la banca.
Por eso Jorge llegaba tarde a cenar a casa de Cósima, eso sí, siempre hablador, siempre decidor, siempre con las últimas noticias, y padrino y ahijada conversaban que si tal, que si cual, que si Fulano y Mengano, que doña Tal, que doña Cual, hasta que la noche del 10 de marzo se presentó el banquero sin gana de cenar y con poca gana de hablar, y se subió a su casa sin fumarse el cigarro de después de cenar con su ahijada, que, aprovechando la ausencia de su marido, también fumaba.
Y, oh, sucedió que, a la hora escasa de marcharse su padrino, llamaron a la puerta de Cósima con insistencia y fue que ella acudió antes que Úrsula, pues todavía estaba leyendo en la cama, y salió a abrir en négligé y zapatillas para encontrarse con la Goya, que llorando le explicaba algo de don Jorge, nada bueno, por supuesto, como enseguida entendió la dama, pues no eran horas.
Y Arriazu, que ya iba prevenida para la mayor tragedia, tras subir las escaleras de dos en dos, se encontró a su padrino tendido en el suelo de la biblioteca con un libro al lado, con los ojos cerrados, pero no muerto, pues mantenía un hilo de respiración y le latía levemente el corazón. Y, al momento, reaccionó:
—Que vayan María y Teolinda, las dos, que no son horas de que ande una mujer sola por la calle, a llamar al doctor López y que venga enseguida. Las demás vamos a llevar a don Jorge a la cama.
E hizo traer a la Goya una manta, ponerlo encima y, entre todas, lo tendieron en su lecho. López-Tass, tras examinarlo, diagnosticó apoplejía, hemorragia cerebral, vaya, y moviendo la cabeza, y después de escribir unas recetas para la botica, le explicó a Cósima:
—Si no fallece en cuarenta y ocho horas, se quedará paralítico…
—¡Dios mío…!
Tal exclamó la joven llevándose las manos a la cabeza.
—Son los años, hija, que no perdonan. Yo me moriré cualquier día también.
—¡Ay, don Fernando, no diga usted eso!
—¿Dónde está León?
—En la finca de Caspe, está organizando nuevos cultivos, pues sería bueno sacarle más partido a la heredad…
—Que vuelva cuanto antes para ayudarte y que vaya alguna criada a la farmacia a que preparen esta receta…
—Ve tú, Goya.
—Sí, señorita.
—Que te acompañe Teolinda.
—Sí, señorita.
—Yo me quedaré aquí contigo, hija mía, si me traspongo y don Jorge empeora, si empieza con estertores, me despiertas, y cuando llegue la medicina también.
—¿Y nosotras qué hacemos, señorita? —demandó Úrsula.
—Rezar… Pero, antes, que vayan María y Pilara a telégrafos a poner un telegrama al señor…
—¡No sabemos leer ni escribir, señorita…! —respondieron las dos a la vez, muy apuradas.
—No hace falta. Vais a la oficina, le dais un real de propina al telegrafista y le decís: queremos poner un telegrama… ¿A quién?, os preguntará. A don León Dulce. ¿En qué dirección? En la torre de las Botijas, en Caspe, ¿te acuerdas, Pilara, que estuvimos allí con mamá?
—Sí, señorita.
—¿Qué texto?, seguirá el telegrafista.
—¿Qué es eso, señora?
—El mensaje… Entonces le decís: «Enfermo Jorge, ven urgente. Cósima.» ¿Lo habéis entendido?
—Sí. «Enfermo Jorge, ven urgente. Cósima».
—Perfecto, dales dinero, Úrsula.
—Sí, señorita. ¿Y yo qué hago?
—Tú y yo rezaremos el rosario… Don Fernando, ¿desea tomar alguna cosa, un café, un vaso de leche, una copa de…?
—No, hija, no.
En el camino en busca de una farmacia de guardia, la Goya le dijo a su acompañante:
—Desde que se largó la Rebeca, don Jorge no ha levantado cabeza, para mí y aunque te dije que era hija suya, ahora creo que no lo era y que se entendía con ella. Nosotras nos quedamos más anchas que largas, pero él andaba todo el día suspirando y más de una vez lo sorprendí rascándose sus partes, como si tuviera picazón. A ver si la tipa esa le contagió algo malo.
Y, ante semejante aserto, Teolinda, que tenía lengua suelta, como sabido es, se quedó muda y nada preguntó.
María también fue de palique con Pilara:
—Desde que se murió doña Olimpia, descanse en paz, don Jorge era otra persona, siempre triste, siempre metido en sus libros… Además, con la Rebeca más de un disgusto se llevó, y mira.
—¿Qué quieres decir de doña Olimpia?
—Tengo para mí, pero no se lo digas a nadie, que estaba enamorado de ella.
—Doña Olimpia debió de tener muchos enamorados, pues era muy bella…
—Sí, pero como don Jorge ninguno, que yo le veía llorar, que se encerraba en su despacho a llorar cuando subía de tu casa…
—¡Jesús, de qué cosas se entera una!
—La medicina la traerán, señorita. Hemos tenido que ir a la botica del Coso Bajo.
—Nosotras hemos puesto el telegrama.
—Bueno, pues ahora recemos todas el rosario en voz baja para que no se despierte el doctor… Misterios Dolorosos, primer misterio, la oración de Jesús en el Huerto… Pater noster qui es in coelis…
Al alba, López-Tass recetó a don Jorge, que no se había canteado, friegas de alcohol de romero en la espalda y caldo de presa para comer, lo que pudieran darle abriéndole la boca, y fuese a su casa a asearse un poco, momento que aprovechó Cósima para hacer lo mismo y vestirse.
A media mañana, avisado por Cósima, se presentó mosén Pedro Dosset a sacramentarlo.
A mediodía, León, todavía desayunando, recibía el telegrama de Cósima, y exclamaba a la par que tosía fuerte, pues que llevaba unos días expectorando:
—¡Vaya por Dios!
—¿Qué pasa? —le preguntó Rebeca.
—Don Jorge está enfermo, supongo que es grave, de otro modo mi mujer no me hubiera avisado…
—¿Hemos de volver?
—Sí.
—¿Nos vamos, pues?
—Sí, claro.
—¡Ah, León, qué pena, estaba tan bien aquí contigo…!
—No te preocupes, que antes de que mi mujer se quite el luto, tú y yo nos iremos a Londres, quiero comprarme ropa… Y a ti te compraré también…
Y sin hacer caso a lo de la ropa, como tenía otra preocupación en la mente, Rebeca le respondió:
—No, no me preocupo. Además, así buscaré piso en Zaragoza. ¿Tú estás todavía por ponerme piso, no?
—Sí, claro. ¡Ah, maldita tos!
—Oye, León, cuídate el resfriado…
—Cuando llegue a casa, me tomaré una copa de cognac con azúcar y me meteré en la cama. Vamos, ayúdame a hacer las maletas —y abriendo la puerta de habitación, gritó—: ¡Amada, dile a Juan que prepare el coche…!
—¿Se van los señoritos?
—Sí, nos vamos.
A media tarde, León y Juan, después de dejar a Rebeca en la posada de las Almas, en la calle de San Blas, se presentaron en el piso primero de la plaza de la Constitución, los dos compungidos. León porque apreciaba a don Jorge, Juan por lo mismo, cierto que el chauffeur estuvo nervioso, dudando sobre si contarle o no contarle a su madre el feo asunto entre la Rebeca y el señor, pese a las órdenes expresas que había recibido de don León. Pero, como Úrsula no pudo atenderlo por el mucho jaleo que había en la casa del enfermo, no lo hizo, y mejor, pues el buen criado lo que debe hacer es ver, oír y callar.
A ver, que, desde que corrió la noticia de la enfermedad del banquero, el teléfono no había parado de sonar, lo mismo que en el piso de abajo; habían llegado un sinnúmero de telegramas y billetes con estampas, escapularios y buenos deseos de recuperación para don Jorge; se habían presentado multitud de amigos, conocidos y curiosos, los más sin anunciar su visita, entre ellos, la familia Dulce al completo, y Cósima no daba abasto. Que, o atendía a las visitas o atendía a su padrino y además tenía que atender a su suegra, a Latorre, a Gómez, a Pérez, que, ora uno, ora otro, venían con noticias de la banca, nada buenas por cierto.
A ver, que, al punto de la mañana, se había presentado Gómez extrañado por la ausencia de don Jorge, al cuarto de hora, Pérez y, a la hora escasa, Latorre pretendiendo hablar con la señorita:
—¿La señorita Cósima?
Y la Goya le informaba:
—La señorita no puede atenderle, está con el señor. No hay variaciones sobre la salud del señor.
—Tengo que hablar con la señorita. Es urgente.
—No puede ser, señor Latorre.
—¡Dígaselo ahora mismo, Goya!
—No insista… Me ha prohibido que le pase visitas… A su suegra y a sus cuñadas las ha atendido cinco minutos…
—Insisto, Goya…
—¿Qué pasa, señor Latorre, se está hundiendo el mundo?
—¡El mundo no lo sé, pero la banca sí!
—¡Carajo, señor Latorre, espere usted…!
—Señorita.
—¿Qué pasa, Goya?
—Latorre, el de la banca, quiere hablar con usted…
—No puedo en este momento…
—Verá, dice que se está hundiendo la banca…
—¿Que se está hundiendo la Banca Arriazu?
—Sí.
—Que pase, pues.
—Buenos días, señorita, por decir algo…
—¿Qué sucede, Latorre?
—Verá, doña Cósima, varios impositores están retirando todo el dinero de sus cartillas y cuentas…
—¿Cómo es eso?
—Dicen que, si se muere don Jorge, la banca quebrará y no quieren exponerse…
—Dígales que es falso. Usted, que es el vicepresidente, dígales que es falso y que la banca, pase lo que pase, mantendrá su estructura y su solvencia…
—Ya lo he dicho, pero no me creen y se llevan el dinero… El dinero es muy sensible…
—Pues cierre por defunción y mañana será otro día.
—¿Por defunción, señorita?
—Por defunción, no, ay, que no sé lo que me digo… Cierre sin más y esta noche venga a hablar con mi marido y conmigo, que ya habrá vuelto de viaje, supongo.
—Sí, señorita, lo que usted me mande.
Y a las ocho de la noche se personó Latorre en casa de Arriazu y repitió ante León y Cósima lo que ya había dicho a la señora. Dulce encontró la solución:
—Diga usted que yo, el capitán don León Dulce, no voy a retirar los depósitos que tengo en la Banca Arriazu y Maestro y que soy el mayor depositario. Yo anunciaré lo mismo en la tertulia de Gambrinus y la noticia correrá como el viento… Por cierto, Cósima, me bajo a Gambrinus. ¡Ah, maldita tos…!
—¡Ah, no, métete en la cama ahora mismo, te has resfriado y debes cuidar el catarro…!
—Antes es la obligación que la devoción, ¿o no?
Y sí, sí, la banca no quebró.
Jorge Maestro, que había permanecido vivo, aunque más parecía muerto, abrió los ojos al tercer día del inicio de su grave enfermedad. Abrió los ojos y emitió un quejido y, al decimosexto, se le compuso un poquico la boca.
Cósima y León abrigaron esperanza, pero el médico rechazó cualquier posibilidad de recuperación del banquero y, en efecto, lo más que consiguió con él fue que estuviera sentado en una silla, que las sirvientas lo trasladaran de la silla a la cama, y viceversa, que comiera alimento líquido con una picoleta, que mantuviera los ojos abiertos, aunque sin moverlos un ápice para expresar un sentimiento o decir con ellos alguna cosa.
A Cósima, contemplando a Jorge en su lecho de muerte o en su silla de muerte, pues que estaba muerto en vida por mucho que tuviera los ojos abiertos, se le agolpaban los recuerdos. Y se contemplaba niña, mocita, joven y a punto de casarse, hablando con su madre duran te la agonía de la misma, querida por su progenitora y queriéndola, afortunadas las dos de ser madre e hija. Y, aunque Jorge estaba atendido por ella como lo hubiera estado por una hija de su sangre o mejor incluso, porque en toda la tierra de Dios hay hijas e hijas, le venía a las mientes el sentimiento de maternidad que guardan en su corazón todas las mujeres, acaso por los dictados de la ley natural. Y, pese a lo que le esperaba si yacía con su esposo, pese a que había deseado que se buscara una querida y hasta que se muriera, Dios la perdone, estaba dispuesta a hacer el acto con él, lo que nunca hubiera imaginado, e incluso temía que León hubiera venido de Caspe sexualmente inapetente por la tos, por la maldita tos, que se oía a toda hora en casa de Arriazu, todo fuera por quedarse embarazada.
Al día siguiente, López-Tass, tras visitar a Jorge, le dijo a su sobrino:
—León, hijo, vamos a ver esa tos…
Lo auscultó y, tras el acto médico, movió la cabeza a la par que le preguntaba:
—¿Manchas?
—No.
—¿Manchas? —demandó Cósima, expectante, pues estaba presente.
—No.
—Pues no vas a salir de casa hasta que se te cure el catarro. No es menester que te diga lo importante que es que vigiles la tos. Te vas a ir a la cama de inmediato y tú, Cósima, de inmediato también, le vas a poner un sinapismo de mostaza en el pecho, y que no se levante ni menos salga de casa.
—Lo que usted diga, tío.
Y eso, que León se metió en la cama y Cósima le puso la cataplasma, y repartió el día entre Jorge y su esposo. A la noche, se quedó con su marido hasta tarde, leyéndole la prensa, cambiándole el pañuelo que él se llevaba a la boca para sujetar la tos, dándole cucharadas de agua azucarada para paliársela, sonriéndole cada vez que le ponía un paño de agua fría en la frente para aliviarle la fiebre, una fiebrecilla que le había venido al caer la tarde y, en una de ésas, León le tomó la mano y la acercó hacia sí y fue que ella, que no deseaba otra cosa, se dejó llevar. Y, después de echar la llave a la puerta de la habitación y apagar la luz, yacieron los dos, el marido sin poder contener su tos convulsiva, hecho que no pasó desapercibido a Úrsula, que comentó con sus compañeras:
—Tate, tate, mal día han elegido los señores, con esa tos que tiene el señor…
—No hace un año que están casados, es natural.
—No sé, a mí esa tos me da mala espina.
—Tú siempre tan gafe.
—¡Teolinda, te llama la señorita, la campanilla es para ti!
—¿Mande la señorita? —preguntó la criada al encontrarse con Cósima en el pasillo.
—¡Trae agua caliente, que voy a tomar un baño, deprisa!
—Sí, señorita —y en la cocina informó—: La señorita está que echa las muelas… ¡Agua caliente, deprisa…!
Y es que Cósima estaba escocida, dolida en sus partes y tan perturbada de mente como en los primeros días de su matrimonio. No obstante, consciente de que se había acostado con su esposo para quedarse encinta, dispuesta a arramblar con los peligros consiguientes y, aunque se bañó, esta vez no se puso la irrigación que le había mandado la comadrona para evitar el embarazo. Eso sí, estuvo largo rato a remojo, tanto que tuvo tiempo de pensar en llegarse a visitar a la famosa bruja de Concilio, un pueblo de Huesca, para que le hiciera conjuro y le quitara el maleficio que tuviere en sus entrañas, pues otra cosa no era.
Rebeca Melero, tantos días sin noticias de León, se sintió desamparada en la posada de las Almas. A ver, una mujer sola en un lugar de trasiego masculino. De hombres que, hablando entre ellos, la miraron, le sonrieron lujuriosos y le hicieron gestos impúdicos el único día en que se presentó en el comedor a cenar, que después se hizo servir la comida en la habitación. Se estaba gastando sus dineros, cuatro pesetas diarias por la pensión y no es que no tuviera fondos, no, que con lo que le había dado don Jorge tenía para vivir allí tres o cuatro años, y apurando cinco, que no. Era que estaba abonando los gastos ella, cuando, hasta encontrar y amueblar un piso, se lo debería estar sufragando León. Aquel León, ay, aquel maldito, aquel bendito León, que había tomado posesión de su corazón y de su cuerpo y al que llevaba esperando casi un mes con un regalo, con una cajita de ámbar para rapé que le había costado diez pesetas, nada menos.
El primer día de estancia en la posada, Rebeca salió a recorrer el barrio, el que había sido su barrio. Se llegó al Mercado Central y se admiró de aquel enorme edificio, aunque le resultó demasiado grande para el entorno. Y, en la puerta de la Tripería, se llevó un chasco, pues que la habían derribado, a más que echó de menos a la chiquillería que pescaba barbos en el sumidero que había habido de tiempo inmemorial en aquel lugar. Luego anduvo por la calle de las Armas, donde contempló su vieja casa, más vieja que antes, y adquirió unas alpargatas en la fábrica de Callizo, pero no saludó a la dueña; siguió por la calle de San Blas, donde se permitió el lujo de comprarse una pastilla de jabón de aceite de oliva en la fábrica de jabones de Antonio Sanz, y guardó cola con un par de mujeres que le resultaron conocidas y, discurriendo, mientras caminaba hacia el Pilar, recordó que habían sido sus compañeras de escuela y hasta les puso nombre: la Doloricas y la Pilarín. En el santo templo visitó a la Virgen, echó una peseta en el cepillo de «obras del Pilar», y se llegó a la esquina con Alfonso I para escuchar al ciego Antonio, que ya más parecía un cadáver que un hombre, tantos años debía tener y, vaya, que con su ña, ña, ña, le oyó cantar la historia de Cosma. De una niña recién nacida que había sido abandonada en el templo del Pilar por una mala madre y que un perro había cogido un cesto con los dientes, que contenía una niña, y se la había llevado para que él la llevara al hospicio. Pero él, quiá, se la había regalado a la reina Olimpia, soberana del lejano país «denosesabeelnombre», para que la criara y mimara como hija propia. Y, de haber atendido al cuento del ciego Antonio con sus cinco sentidos, de no haberse distraído con el maldito León, con el bendito León, de no haber bullido de amor su corazón al pensar en su amante, pese a que no lo había visto en cuatro semanas, tal vez hubiera descubierto que la historia de aquella Cosma era la de Cósima, su hermana o hermanastra, lo que fuere y, en consecuencia, parte de su propia historia. Pero no, no, que se le fue el santo al cielo y oyó a retazos, aunque echó una perrica cuando el lazarillo pasó la escudilla.
Después, no fuera a presentarse León, a lo más, se encaminó a la plaza de la Constitución, dio vueltas y más vueltas, siempre con los ojos bien abiertos, y oteó por los cristales el interior de Gambrinus y del Suizo. Alguna vez, rara vez, se llegaba a Ambos Mundos a hacer lo mismo, pero de su amante ni señal. A más, que su automóvil siempre estaba encerrado en la fonda de Cuatro Naciones, como comprobaba al regresar, después de comprarse el Heraldo con novela para pasar el día leyendo. Y sí que veía a Cósima alguna vez, o dicho con exactitud, la adivinaba, pues que la dama se cubría la cara con un velo negro, y muchas veces a las sirvientas y a Juan, el chauffeur, entrando y saliendo de casa. Entonces, le venía gana de detener a alguno de ellos y preguntarle por la salud de don Jorge, para liar al que fuere y sonsacarle el paradero de su amante. De aquel amante que la había amado, al menos de boquilla y sexualmente, hasta la extenuación durante poco más de dos meses, el tiempo que permanecieron en Caspe, pero que, Dios no lo quiera, ya no la amaba, o acaso, Dios no lo quiera, estaba enfermo, pues que salió de aquella ciudad con mucha tos, y la tos es mala. De aquel amante que mucho te quiero perrito, pero darte pan poquito, que ni un céntimo ni una joyita le había regalado hasta la fecha, y del piso nada, mucho «sí», pero nada más.
Visto lo que había, tras mucho pensarlo, una buena mañana detuvo a Juan, pues que el cochero la había mirado abundantemente, como no se mira a mujer honrada, durante la estancia en la torre:
—¡Ah, Juan, cuánto bueno de verte…!
—Señorita Rebeca —saludó el hombre haciendo una inclinación de cabeza.
—¿Qué tal don Jorge?
—Mal. Se ha quedado inválido, postrado en una cama.
—¡Qué lástima, era un buen hombre! ¿Y el señorito León?
Ante la duda del cochero, Rebeca le invitó:
—Ven, vamos a entrar en Gambrinus a tomar un chocolate. Te invito.
Y fueron.
—Oye, Juan, ¿prefieres una copa de anís?
—No debo, señorita, pero, ea, un día es un día, me la beberé a su salud…
Cuando el hombre llevaba tres copas en el coleto, empezó a «cantar»:
—El señorito León está enfermo, no se le cura la tos. Tiene prohibido salir a la calle y hasta levantarse de la cama.
—Vuestra casa parece un hospital, vaya. Tómate otra copa… ¡Camarero, otro anís para el señor!
—Sí, señorita.
—Bebe, Juan, bebe.
—El tío de don León, el doctor, dice que debe volver al sanatorio…
—¿Mancha?
—No lo sé.
—¡Ay, qué Dios!
—Pero la tos la oímos continuamente, estemos donde estemos en la casa.
—¿A ti no te ha dicho nada de mí desde que volvimos de Caspe?
—Ni una palabra, señorita Rebeca.
—Mira, le dirás de mi parte que estoy deseando verlo y que me escriba o me mande recado contigo para ver qué hago y que estoy pendiente de sus noticias, hospedada en la posada de las Almas, donde él me pidió que le esperara.
—Se lo diré, señorita.
—Adiós, pues. ¿Podrás llegar solo a casa?
—¡Oh, sí!
El caso es que Juan no le dijo nada a su señor. Quizá porque lo olvidó, dada la borrachera con que terminó su encuentro con Rebeca, quizá porque no pudo burlar la vigilancia de su madre, que, al enterarse de que a don León le había vuelto la dolencia —que ya padeciera— y que tornaba a sangrar por la boca, tal cual había expresado el doctor López-Tass a doña Cósima, prohibió la entrada en su habitación a todas y a Juan, excepto a su señora, que no le podía prohibir nada, diciendo:
—La tisis se contagia mucho; yo, que soy vieja, atenderé al señor.
—¿Te quieres morir o qué? —le preguntó Teolinda.
—Tú calla y obedece, majadera.
—Lo justo sería —intervino Pilara— que entremos en el cuarto una vez cada una…
—Tú calla y obedece, majadera.
—Es la primera vez que me insultas, Úrsula.
—Ya te acostumbrarás, a mí me insulta todos los días.
—Perdona, Pilara, es que estoy nerviosa.
—Todos estamos muy nerviosos…
—Además, don León empeora, cada día respira con más fatiga.
—Y la señora pasa el día con él.
—Menos mal que no la llama a…
—No obstante, acabará contagiándola.
—Debe estar ya contagiada, pues está muy triste y tengo oído que el primer aviso de la tisis es la tristeza.
—No, el primer aviso es la tos y luego la sangre.
Cósima, con un enfermo en el piso primero y otro en el principal, estaba triste, muy triste, por lo ajeno y por lo propio. Que ambos dolientes le producían mucha pena, inmensa pena, pero ella, en cuanto a ella, también por sí misma sentía pena, no por tener que atender a los dos, que lo hacía de buena gana, sino por ella misma, que, ahora que deseaba quedarse encinta y pese a la fiebre que sufría su esposo y a que arrojaba sangre en los esputos, apagaba la luz y cerraba la puerta y se acercaba a la cama de León, dispuesta a yacer, y él como si nada, en razón de que su enfermedad le había anulado en mal momento todo el ardor de sus partes de varón. En mal momento o en buen momento, porque, aparte de lo que le sucedía a ella, cuando sus partes de mujer entraban en contacto con varón podía contagiarle la tisis o hacerle un hijo que naciera enfermo o canijo, y eso tampoco. Y de querer un hijo, nada, nada… Debía olvidarse de ello y no desear ninguno, tal se dijo cuando le vino la regla.
Y a poco, López-Tass, después de visitar a su sobrino y a la vista de que los remedios que le había venido prescribiendo: aspirina, leche de burra y abundante proteína en la alimentación, no le hacían favor, propuso a Cósima que León fuera ingresado en el sanatorio de Guadarrama, puesto que con anterioridad le había ido bien para su salud. Y explicó palmariamente que, auscultando el pecho del enfermo, a la percusión continuaba observando opacidad en ambos pulmones, que las cavernas habían aumentado de tamaño, pese a la buena manutención que recibía, que se le había incrementado el dolor de costado y la tos, que sangraba más, que podía quedarse muerto en un ataque de tos, que apenas tenía fuerza para hablar, que, aparte de los cuidados que recibía, necesitaba baños de sol, aire libre y vivir en una atmósfera creosotada, lo que no se podía conseguir en una casa, por el mucho tufo que expele la creosota, al parecer.
—Lo estamos cuidando muy bien, tío Fernando.
—Lo sé.
—Si ingresa en un sanatorio, dirá la gente que no lo quiero atender.
—Muchas personas entran en sanatorios y nadie se lleva las manos a la cabeza. Las familias que pueden pagarlo llevan a sus seres queridos a tales centros para que sanen. Te recuerdo que tu marido ya se curó una vez…
—¿Tan mal lo ve usted? ¿Está peor…?
—Está peor, está muy mal.
—Mire, hablaremos mañana, hoy estoy muy confusa… No duermo, no descanso… Es como si, desde la muerte de mamá, hubiera caído sobre mí una maldición, como si alguien me hubiera echado mal de ojo…
—¿No creerás, hija, en supersticiones?
—No, pero no sé, ya no sé…
—Estás llevando mala racha… La felicidad te ha durado poco, en efecto… Pero, si sigues mis consejos, con la ayuda de Dios, León se repondrá y podrás volver a ser feliz.
—Es que estoy sola… Yo sola he de tomar todas las decisiones…
—Consulta con mi hermana, con Amelia, ella te quiere bien y tus cuñadas también.
—El caso es que me voy a volver loca.
—Si te llama a la cama, no vayas… No te vaya a contagiar, la tisis es muy contagiosa, como bien sabes. Y, en vez de beber agua de la tinaja, bebe agua de azahar para combatir la ansiedad, y ahora que te prepare Úrsula un cocimiento de melisa y valeriana, con un buen puñado de ambas plantas.
—¿Me puedo contagiar?
—Tú y cualquiera, porque lo único que se conoce es que la enfermedad la transmite un bacilo, que hace poco tiempo fue descubierto por el doctor Koch… ¿Vamos a ver a don Jorge?
Con tantas preocupaciones, la cabeza de Cósima era un hervidero, su padrino continuaba igual y sin esperanza de recuperación. León iba a peor, aunque con esperanza de recuperación en un sanatorio, por supuesto. Pero ¿qué dirían las gentes, tan maldicientes como son, si lo ingresaba antes de que se cumpliera el año de casados? Lo hablaría con él y hablaría con su suegra, en fin.
Cósima convocó una reunión familiar. En ella López-Tass informó a su hermana y a sus sobrinas de la situación de León y todas convinieron en que el enfermo ingresara en el sanatorio de Guadarrama cuanto antes, todo fuera por su bien, porque sanara pronto y volviera. Después, todos entraron en el dormitorio y constataron que, ay, Dios, el enfermo no paraba de toser, con una tos honda que más parecía habría de partirle el pecho y hacerle arrojar el alma por la boca. Y, a poco, salió el médico de la habitación por si su hermana y sus sobrinas querían tener hablas con él en privado, por su herencia, y lo mismo hizo Cósima, pues, según sus capitulaciones matrimoniales, no tenía nada que heredarle, y las dejó solas. Cierto que, a poco, se presentaron las hermanas, pues que si León fallecía sin hijos su heredera legal era su madre.
En el segundo salón, las tres hermanas Dulce, sin recatarse delante de Arriazu ni del doctor, comentaron entre ellas que mejor León, en caso de muerte, Dios no lo quiera y le permita vivir muchos años, les dejara, a falta de hijos y una vez partidas las consorciales, su fortuna a ellas, dividida por terceras e iguales partes. En razón de que su madre, anciana ya, el día menos pensado se iría de este mundo, del mismo modo que Olimpia, que Luis y otros muchos más, porque la edad no perdona, o lo peor, se quedara paralítica como el pobre Jorge, que estaba más muerto que vivo. Lo decían porque de ese modo no pagarían al fisco dos veces por lo mismo y echaron cuentas y hasta se permitieron preguntarle a su cuñada para hacerse o no hacerse ilusiones:
—Cósima, ¿estás embarazada?
—No, al menos que yo sepa.
Y las tres respiraron hondo. Y para quitar importancia a pregunta tan grosera, pasaron a decirle que habían dejado en casa a sus maridos, porque lo que habían venido a tratar no era negocio de las familias políticas, que no harían más que opinar sin tener derecho a hacerlo.
Arriazu nada dijo. Claro que, como eran meticonas y parloteras, continuaron:
—¿Crees que se curará?
—Yo deseo, y le pido a Dios, que mi marido mejore cuanto antes.
Y cuando Amelia volvió al salón, después de platicar con León lo que hablare, si acaso consiguió sacarle dos palabras inteligibles seguidas, pues el joven arrojaba el alma por la boca a causa de su mucha tos, que no remediaba ni con el jarabe de doral, que, por otra parte, le quitaba el apetito y le producía dolor de cabeza, ni con grageas de opio, que le causaban, además de somnolencia, estreñimiento —las últimas recetas de López-Tass—, se la llevó a un aparte y le preguntó:
—Cósima, hija, ¿estás encinta?
Y la joven contestó lo mismo que a sus cuñadas:
—Que yo sepa, no.
Pero Amelia fue más allá en la impertinencia:
—Hija, ¿cuándo tuviste la última regla?
—Hace días…
—¿En el entretanto has yacido con tu esposo?
—Sí —mintió Cósima para vengar tanto descaro.
Amelia levantó los ojos al cielo al oír la respuesta de su nuera, que, quizá por tanta cosa que llevaba en la cabeza o porque andaba más que ofuscada, le contestó lo que nunca debió decirle, pues su cama era sólo suya y de su marido.
Y la otra no se llevó las manos a la cabeza porque no pudo hacerlo, que hubiera sido ya demasiado, pero, contrariada, apuró el té, hizo que sus hijas se tomaran el chocolate a toda prisa y, tras plantarle dos besos en las mejillas a su nuera, fuese con las otras. Entonces, Cósima interrogó a López-Tass:
—¿Quién hereda a León si fallece, doña Amelia o sus hijas?
—A falta de hijos, Amelia.
Para entonces, en la cocina, las criadas, tras las informaciones de Teolinda, que había servido la merienda, largaban:
—No parece que las Dulce hayan sentido mucho la enfermedad del señorito.
—Al revés, ya se están disputando la herencia.
—Ya están paseando el cadáver…
—Don León es hombre fuerte, se recuperará…
—¡Quiá, ya no es tan fuerte, vino de Caspe muy desmejorado…!
—¿Dices que la madre quiere la herencia para ella y las hermanas para ellas, sin esperar a que se muera la madre?
—Sí. Además, han estado incorrectas con la señorita, le han pregúntelo si estaba preñá.
—La señorita hace varios días que tuvo la regla y, últimamente, no ha ido a la cama del señor…
—Desde que se casó, no ha querido ir a la cama del señor, Pilara, está más que demostrado, y ahora menos, por la enfermedad de don León…
—¿No te habías enterao?
—Yo no soy fisgona como vosotras, además, soy mejor persona…
—El caso es que las hermanas quieren que don León haga testamento.
—¿Y la señorita qué ha dicho?
—No ha dicho nada, ella no hereda a su marido, por las capitulaciones esas.
—Cósima, estoy enfermo…
—Precisamente, quería hablar contigo de ello. Tu tío Fernando insiste en que es necesario que ingreses otra vez en el sanatorio de Guadarrama.
—Me iré al sanatorio, será lo mejor.
—Será lo mejor para ti.
—¿Cósima?
—¿Qué?
—¿Me quieres?
—Sí.
Y fue que estaba Cósima cerrando los cuatro baúles del equipaje de su marido, que el automóvil había sido revisado por Juan, el chauffeur, que se había convertido en un experto mecánico, y que ya estaba todo dispuesto para la marcha del señorito y, en éstas, León dijo de demorar el viaje:
—Me encuentro mejor, Cósima, será que me han hecho efecto las medicinas que me ha mandado mi tío…
—Tu tío dice que vayas al sanatorio cuanto antes… Además, te va a acompañar él…
—Voy a esperar unos días. He de resolver ciertos negocios y despedirme de mis amigos de tertulia…
—¿Cuántos días?
—No sé, dos, tres…
—¿Te vas a levantar, además?
—Sí.
—No debes hacerlo.
—¡Calla, maldita sea! ¡Llama a Juan para que me prepare la ropa…!
—¡No debes! Es mejor que te marches cuanto antes, aprovechando la mejoría. El viaje es muy largo…
—¡Calla y obedece, rediez!
—Lo que mande, usía…
—Oye, ¡no me hagas rechifla…!
—No, no.
Pasado un mes del día en que emborrachó al Juan en Gambrinus, Rebeca se descubrió embarazada y se llevó un susto de muerte. A la primera falta se había dicho que sufría un retraso, pero, a la segunda, no pudo decirse lo mismo aunque le hubiera gustado, ya que le habían crecido los pechos y devolvía a menudo. No es que hubiera recibido lecciones de su difunta madre o de cualquiera otra mujer sobre los síntomas de la gestación, que no, pero, como mujer que era, lo supo, y creyó morir en sus soledades de la posada de las Almas.
Por eso, cada vez que oía llamar a la puerta de su habitación, torcía el gesto porque a ver quién, rediez, era y qué quería el que fuese. ¿Quién osaba llamar, si, como todos los sábados, había pagado su cuenta? ¿Quién se atrevía a importunarla en su desgracia? ¿Era la camarera a traerle malas proposiciones de algún hombre, porque una mujer no podía vivir sola en una fonda…? ¿Por qué no la dejaban en paz con su dolor y con lo que le causaba su dolor? ¿Es que no la dejaban estar con lo que se criaba en su vientre…? ¡Ah, maldita sea…!
—¡Ya voy!
Pero no, no, esta vez su rostro se transfiguró de alegría en razón de que llamaba a su puerta precisamente el causante de su pena… ¡Era León Dulce con un ramo de violetas en la mano!
—¡Oh! —exclamó y se le echó a los brazos.
—¡Soy yo!
—¡Oh!
—Por fin he podido venir… He estado en cama con un catarro muy malo, pero ya estoy mejor… ¡Desnúdate!
—¡León!
—¡Vamos, que tengo prisa…!
—Oye, aguarda… Te he estado esperando… Incluso te he comprado un regalo… Toma, es una cajita de ámbar para tu rapé…
—Muy bonita, gracias. ¡Vamos!
—Oye, oye… He de contarte algo…
—Luego.
—No, ahora.
—¿Dime?
—¿Qué harías si yo te dijera que estoy…? ¿Qué te parecería que yo estuviera embarazada…? ¿Te alegrarías? ¿Sería tu primer hijo o tienes alguno ya por ahí? Pues, mira, creo que estoy embarazada de ti…
—Sí. Pero, venga, desnúdate.
Rebeca se desnudó y se fue a la cama con él. Pero, de tanto en tanto, volvía al tema del hijo que llevaba en sus entrañas:
—Quiero, León, que me pongas piso de inmediato.
—Te he traído dinero: cuatro mil duros. Con eso tienes para muebles y para vivir varios años.
—¡Oh, mi dulce León!
—¡No me llames «dulce León», durante toda mi vida he tenido que aguantar esa gracia de mis compañeros de colegio y de milicia…!
—¡Ah, perdona! Dame el dinero, pues.
—Toma, guárdalo.
—Veinte mil pesetas, gracias. Eres muy generoso.
—¿Estás segura de que el niño es mío?
—¿Quieres ofenderme?
—No, sólo lo pregunto.
—Oye, en el tiempo en que no te he visto, no he salido de esta habitación… En Caspe te di mi virginidad, ¿se te ha olvidado?
—Lo recuerdo. Pasamos buenos días…
—Te debiste constipar por andar tanto desnudo, hacía frío…
—Voy a pedir la comida.
—¿Reconocerás al niño?
—Ahora, vamos a comer.
Y sí, sí. Rebeca consiguió que León le prometiera reconocer al hijo que había de tener y, amén de la enorme suma que recibió, se dejó regalar con ricas viandas: langosta, ostras, salmón, vino de Rioja y champagne. Pues fue que el señor llamaba a la camarera y le pedía trae tal, trae cual, y la otra se iba en busca de tal o cual. Cierto que espantada, entre otras razones porque la posada de las Almas no era una casa de putas, contaba en la cocina que el hombre que estaba con la Rebeca le abría la puerta desnudo, como vino al mundo, y que la Rebeca andaba del mismo modo por la habitación y que desnudos comían y desnudos cenaban.
El caso es que el capitán volvió a su casa entrada la madrugada y que a la pregunta de su esposa:
—¿Dónde has estado tanto tiempo?
Él respondió:
—De despedidas, hablando con mis abogados de Madrid y ocupado en cosas de dinero.
Cósima, que lo había estado esperando, comiéndose los puños y haciendo cábalas sobre su paradero, supo que era falso, por esas cosas que las mujeres saben sin que nadie les diga nada y sin comprobarlo, no obstante, se guardó muy mucho de decir palabra.
León Dulce demoró tres días su viaje.
Dos jornadas las pasó con Rebeca, sin el menor pudor, sin el menor recato, pidiendo champagne para lavar los pies de su entretenida, que tal era ya. Desayunando y durmiendo en casa, pero comiendo y cenando en la posada de las Almas, riendo además, gozando como un pecador irredimible, cierto que, al segundo día de holganza, volvió a toser más que el primero, seguramente por andar otra vez tanto rato desnudo.
En aquellas horas, Rebeca se dejó lavar los pies en champagne y no cesó de preguntarle:
—¿Cuándo iremos al notario?
—Cuando regrese del sanatorio…
—¿Por qué?
—Porque, para reconocer a un hijo, es menester que antes nazca…
—¿No me estarás engañando?
—No.
—¿Entonces yo me alquilo un piso?
—Sí.
—¿Me llegará con las veinte mil?
—Te sobrará…
—¿Tú cuándo volverás?
—En unos meses.
—¿Cuántos?
—No lo sé.
—Oye, León, déjame un legado…
—¿Un legado?
—Sí, para tu hijo.
—Cuando regrese hablaremos.
—¿Y si no vuelves?
—¿Qué pretendes?
—Yo quiero que vuelvas cuanto antes… Rezaré por ti todos los días… Pero procura regresar antes del nacimiento de tu hijo…
—¿De cuántos meses estás?
—De dos.
—A lo mejor no es un embarazo.
—Bien sé lo que es… Toma, bebe agua para la tos, y vístete, no andes desnudo…
—No debí salir de casa, debí hacer caso a mi mujer…
—¿Qué dice tu mujer de que te vayas?
—Cósima quiere lo mejor para mí.
—Bebe un poco más.
—Conste que he venido a verte por traerte el dinero, pero no debí venir. Me voy, que me encuentro mucho peor… Estoy temblando de fiebre…
—Vete, pues. Pero no me olvides…
—No te olvidaré… Con lo que te he dado puedes vivir cuatro años a lo gran Dumont…
—¿Qué es eso?
—Es vivir muy bien. ¡Bésame…!
—Bueno, adiós… Y no me olvides…
—En cuanto mejore un poco, te llamaré para que vengas conmigo al sanatorio.
—¿Van mujeres?
—Por supuesto. Allí volverás a ser mi esposa, como en Caspe, ¿recuerdas? Te haré pasar otra vez por mi mujer.
—Lo recuerdo con mucho agrado, ¿entonces alquilo el piso?
—Sí.
—Bueno, pues llámame lo antes posible… Me pones un aviso de conferencia…
—Ya sabrás de mí.
—De acuerdo, y cuídate.
—Lo haré, en un sanatorio no hay otra cosa que hacer. Adiós.
—¿Me quieres?
—Te quiero.
—Adiós, pues.
—¿Dónde has estado? —volvió a preguntar Cósima a su marido a las tantas de la madrugada.
—De despedidas, y hablando con mis abogados y Latorre de cosas de dinero… Cada mes te ingresaré en tu cuenta quinientas pesetas para los gastos de la casa.
—No es necesario.
—Quiero pagar lo que me corresponde. Me voy a la cama, me encuentro…
—¿Te encuentras mal?
—Sí, pero no empieces con que ya me lo advertiste… Me iré mañana; disponlo todo, y llama a mi madre y a mis hermanas para que me despida de ellas.
—Lo haré.
—La señorita le ha preguntado al señor que dónde ha estado —informó Pilara en la cocina.
—De picos pardos, hija, no hay que discurrir mucho para saberlo —sentenció Úrsula.
Lo mismo que se decía Cósima, dolida, muy dolida, de la infidelidad de su marido, pese a que, mientras lo había estado soportando sexualmente, más de una vez había pensado lo bueno que sería para ella que León se ajustara con una entretenida o se fuera de burdeles:
—Con abogados y con Latorre… ¡Qué canalla…!