Capítulo III

 

 

 

      Salvador Álvarez Luque aspiró la brisa marina que circulaba entre el velamen del navío. El sol se ocultaba en el horizonte, en la línea infinita del océano, indicando el punto por el cual esa noche comenzarían a navegar rumbo a las tierras fértiles y voluptuosas del Caribe. Todo estaba en orden, así que respiraba tranquilo. Solo debían mantener el ojo despierto y el espíritu diligente por las posibles naves de banderas negras que asolaban los mares expectantes ante la circulación de algún buque mercante entre el Caribe y España para apropiarse de sus tesoros escondidos, como plata, piedras preciosas, comida e inclusive agua.

      Había llegado a Sevilla unos días atrás, para reponer algunas provisiones y traer variadas mercancías de las islas, pero también para acordar algunos puntos que generaban rispidez con la corona. Salvador ya no pertenecía a España, o, por lo menos, a ese territorio pequeño y legendario, cuna de su noble y ancestral familia. Con dieciséis años, y acompañado de su amigo de la infancia, inició una empresa audaz y ambiciosa: viajó al otro lado del océano para continuar con el negocio familiar y hacerse cargo de las tierras que el Estado les entregó varios años atrás. España y las islas caribeñas demandaban el sabor dulce del azúcar, así que con empeño y esfuerzo Salvador se convirtió en uno de los mayores productores de caña de azúcar, empresa que su abuelo inició sesenta años atrás y que él, con gran orgullo, pudo culminar. Nunca había viajado a las islas y cuando pisó por primera vez la arena cálida y suave, supo que jamás se iría del lugar. El Caribe lo cautivó y lo sedujo.

      Desde su nacimiento había escuchado innumerables historias sobre el Nuevo Mundo y sobre la plantación que tenían en la isla de La Española. Siempre soñó con viajar y ver con sus propios ojos todo aquello que su padre y su abuelo le relataban por las noches. De mente inquieta y espíritu aventurero, cuando era niño siempre llevaba una espada de madera atada a su cintura, peleaba con terribles monstruos marinos, con indomables tribus indígenas y capitaneaba desde su imaginario potro salvaje.

      Compañero de juegos y aventuras, juntos desde el amanecer hasta el anochecer, era su incondicional amigo Leonardo Mondragón Esparza, hijo de una familia muy querida por los padres de Salvador y que no pertenecían a la aristocracia de la Corte. Más humildes y menos osados que los Álvarez Luque, los Mondragón se convirtieron en miembros imprescindibles de la ancestral familia, visitándose todos los días, compartiendo cenas y almuerzos, paseos y fiestas. Ambas familias disfrutaban y animaban la amistad entre los dos niños y siempre decían que verlos juntos era como ver a dos hermanos. Ambos crecieron bajo la tutela paterna de las familias y fueron instruidos con el espíritu inquieto y el pensamiento congruente para encarar uno de los mayores y más peligrosos emprendimientos del Caribe.

      Aunque la producción de azúcar no interesara demasiado a los piratas, las flotas que a menudo circulaban por el océano eran un botín muy tentador para dejarlo escapar por solo transportar azúcar. Debido al buen vínculo que la familia de Salvador mantenía con la corona española, muchas veces sus embarcaciones se utilizaban para transportar bienes de otra índole y así poder engañar a los barcos corsarios, pendientes de buques más grandes y exuberantes. Dichos bienes podían constituir desde individuos con altos cargos en la Corte y la milicia, espías capturados, enemigos con información valiosa, cargamento balístico y hasta piedras, minerales, tabaco, cacao y café. Por lo tanto, a medida que los jóvenes crecían, sus intereses y sueños también, enardecido su espíritu de aventuras y rumbos nuevos.

      Un hecho aciago marcó la vida y el ánimo de Salvador, que motivó la posterior decisión que cambió su vida. Una noche, cuando él y sus padres volvían de un festejo, se desató una terrible tormenta sobre ellos, la misma que estuvo anunciándose durante todo el día, pero que el matrimonio ignoró. El viento y la lluvia impedían la visión clara del cochero e inquietaban a los caballos. Un relámpago intenso y cercano cortó la oscuridad de la noche por un instante, y los animales se desbocaron. El carro volcó y se estrelló contra unos árboles. Salvador despertó a los días con el pecho dolorido y el rostro cortado. Su padre falleció esa misma noche, y su madre, con una fuerte contusión en la cabeza, luchó por su vida un par de días, pero no sobrevivió. La tragedia cayó como una sombra pesada y asfixiante sobre el joven, quien, con apenas catorce años, se encontró solo en el mundo. Su abuelo había muerto años atrás por vías naturales y solo su abuela, enferma pero firme, se sentó junto a él cuando finalizaron las exequias.

      Gracias a esa mujer débil de cuerpo pero no de espíritu y a su condicional e inseparable amigo, Salvador continuó de pie, y dos años más tarde se embarcó lleno de bríos a un destino incierto y apremiante.

      Doce años pasaron desde que pisó suelo caribeño y su querida anciana seguía presente en su vida, no de forma corpórea como en ese entonces, pero su alma cálida y fuerte aún lo acompañaba en los momentos más difíciles. También Leonardo continuaba junto a él, siempre leal, como su entusiasmo, sus sueños y toda la experiencia adquirida desde entonces navegando aquellos mares indómitos y negociando con sujetos nobles, humildes, oportunistas y hasta pendencieros.

      Por consiguiente, cuando le llegó la misiva de su presentación en persona frente al rey Felipe II, no se preocupó en preguntar qué asunto necesitaba tratar el mismísimo monarca. Estaba al tanto de los rumores.

      Nunca regresó a la Corte desde que se instaló en La Española, siempre colaboró con la corona y su reputación era impecable, a excepción de ciertos comentarios con ínfimas posibilidades de confirmación.

      No deseaba viajar a España ni tampoco abandonar su plantación, pero las aguas estaban agitadas y debía zarpar para calmarlas. Dejó a Leonardo a cargo de todo y marchó. Apenas la isla comenzó a empequeñecerse, la angustia punzó en su pecho. Extrañaría aquella lujuriosa tierra.

      Navegaron tranquilos y sin exabruptos durante todo el viaje. Cuando llegaron a la costa española y comenzaron a surcar el río para llegar a Sevilla, Salvador se sintió ajeno. No reconocía aquella tierra y tuvo la imperiosa necesidad de volver a su hogar. En poco tiempo estuvieron al tanto de las ideas políticas y militares del monarca, y Salvador intuyó que algo de todo eso lo traía allí. Llegaron a la ciudad y un emisario real estaba esperándolo, sin dudas, no había tiempo que perder. Dejó al mando de su embarcación a su contramaestre, José Rodríguez, y partió.

      Antes de su encuentro con el rey, lo proveyeron de alimento y vestiduras. Era verdad que luego de dos meses en el mar no tenía el mejor aspecto para presentarse ante su eminencia, sin embargo, el español no dejaba de preguntarse el motivo de tantas atenciones. Luego de un baño reparador y de un buen plato de caldo espeso, los clarinetes retumbaron en el salón y el rey Felipe II hizo su entrada al comedor y se acercó hasta él. Salvador se inclinó, saludando al monarca con ceremonia, y luego este despidió a todo el personal que se encontraba allí, a excepción del Capitán General de Mar, Álvaro de Bazán, quien acompañaba al rey y, además, era miembro del Consejo de su Majestad. Los tres se sentaron a la mesa, y los dos recién llegados se unieron al almuerzo de Salvador.

      En principio, conversaron sobre temas irrelevantes, concernientes al clima, la navegación, las islas, el mar, pero pronto la conversación se tornó más seria y el rey cambió su actitud y su tono. Los rumores de que Álvarez Luque estaba comerciando con islas que no pertenecían a España llegaron a oídos del rey y del capitán, y cada vez se acentuaban más. Salvador estaba tranquilo porque los canales de contrabando estaban muy bien encubiertos, por lo cual era muy difícil incriminarlo de forma directa; sin embargo, estar en presencia del rey y de la mayor jerarquía marina, solos, en un salón minúsculo y en un territorio que había olvidado, lo inquietaba. A pesar de ello, sorteó de manera exitosa el sutil y breve interrogatorio, con la promesa de tener un mayor control sobre sus embarcaciones para que no cayeran en la terrible falta del contrabando y, además, prometió aumentar un diez por ciento su contribución a la corona. El rey se mostró conforme y pasó al tema que en verdad le interesaba.

      A cargo del capitán Álvaro de Bazán, Felipe II estaba organizando una escuadra para proteger las costas españolas de los inagotables ataques piratas en manos de los ingleses. Necesitaba toda la flota posible y los mejores hombres. Entre ellos, se encontraban los buques de Salvador y su propia persona.

      El español intuyó que sobrevendría una guerra, pronto llegarían a oídos de Inglaterra los preparativos de España e Isabel I reaccionaría de inmediato. Ahora comprendía la cita directa con el rey a solas y la rapidez con que cerraron el tema de su supuesto contrabando. Salvador nada quería saber de guerras ni de volver a España, atrás había dejado el ferviente y ortodoxo patriotismo que su familia le había inculcado cuando era niño. No traicionaría a su rey, pero en las islas la realidad era otra; la política, la economía y la religión se regían por otras reglas que tanto España como Inglaterra no se imaginaban. La discusión sobre ese asunto fue más exhaustiva y persistente, el rey no podía entender que uno de sus mejores nobles se negara a participar en la lucha por España, que se hubiese convertido en un afanado comerciante azucarero. Tampoco comprendía el atractivo de vivir en esas islas indómitas, con un clima sofocante, rodeados de esclavos, indígenas y piratas. De las promesas de aumentar sus tierras, títulos y monedas, el rey y el capitán pasaron a las amenazas de quitarle lo mismo que minutos antes le prometían, sin embargo, Salvador se mantuvo imperturbable. Sabía los riesgos que corría al mantener una actitud tan osada frente al rey, negarse a su eminencia podía costarle la vida, pero el español era consciente de que también lo necesitaban en otros aspectos. Su contribución a la corona, gracias al éxito de la plantación, y su influencia entre los colonos de Santo Domingo eran fundamentos que el rey Felipe II no podía desestimar.

      Luego de una larga discusión y de aumentar a un quince por ciento el tributo real, y de donar algunas de sus mejores embarcaciones, Salvador pudo retirarse al fin y volver con su tripulación. Aunque su partida no fue grata, ya que tuvo que sacrificar bastante para mantenerse lejos de semejante idea, por lo menos salió airoso en su cometido: las sospechas de sus negocios turbios se aplacaron, la relación con la corona se mantuvo y en pocos días retornaría a su único hogar, La Española.

      Cuando por fin se encontró rodeado de agua, sin presencia de aquella irreconocible tierra, cuna de su nombre, Salvador se sintió en paz. Las cosas seguían su curso normal, nada las había interrumpido, por lo tanto, consideró que no estaba errado en sus acciones e intereses. Muy pocas veces sentía esa tranquilidad.

      La tripulación percibió el carácter pensativo, casi nostálgico, del capitán y lo dejaron en paz.

      Reconocían a un hombre atribulado a pesar de su armadura. Por lo cual, esa noche no lo invitaron a los juegos de cartas ni a las rondas de aguardiente, cosa de la cual el español ni se percató. Sumido en esa especie de sosiego, se encerró temprano en su camarote y para distender los músculos y el humor después de unos días tensos en Sevilla, destapó su mejor ron y se recostó sobre la cama. Cuando aún la bebida no lo había emborrachado, pero sí había logrado descartar de sus recuerdos el tiempo pasado en la Corte, Salvador se sintió afligido. ¿Dónde estaban la tranquilidad y la felicidad que había sentido antes? No era nueva esa sensación que se apoderaba de su estómago y que subía amarga por el pecho hasta quedarse allí, atravesada en la garganta, oprimiéndolo. Ella y una serie de pensamientos eran recurrentes en el último tiempo, si no lo fueron siempre.

      Tenía todo lo que siempre había querido, con lo que soñó desde su niñez, y eso le había permitido vivir sin prisa ni preocupaciones durante toda su juventud. Pero ahora, el trabajo, las comodidades y las mujeres no eran suficientes. Descubrió un nuevo anhelo creciendo en su interior. La memoria de sus padres comenzaba a desdibujarse y algunas veces no estaba seguro de que si lo que recordaba era real o producto de su imaginación; tampoco era suficiente la sonrisa amplia de María, la cocinera, o la calidez de su voz cuando le hablaba como una madre; no le bastaba comportarse como niño con los hijos de los sirvientes ni lo colmaba una salida de cacería con Leonardo. Se había establecido en la isla, había construido un hogar rústico pero grande y fuerte, había acumulado suficiente riqueza como para poder mantener a la corona y a los piratas lejos de sus negocios y de su círculo íntimo sin que ello menoscabara su economía, tenía una amante dispuesta y sensata, ¿qué más quería? ¿Formar una familia, echar raíces?

      En medio de la noche, y de la borrachera, Salvador sonrió. Siempre su cabeza giraba en torno a la misma idea, volvía siempre al mismo punto. ¿A su edad, casarse y traer niños al mundo? Se sentía viejo.

      No en edad quizás, pero el temple que había adquirido dirigiendo una plantación y negociando con el enemigo opacaron ciertos arrebatos juveniles. Sus preocupaciones siempre fueron diferentes al del resto de muchachos que conoció en la isla y con los cuales compartía ciertas fiestas y reuniones. La producción, el negocio y la casa le insumieron todos sus años, sus energías y sus pensamientos. ¿Por qué ahora tenía que aparecer ese deseo? Cerró los ojos, despreocupado. El alcohol lo hacía pensar demasiado y lo volvía muy sentimental. Al amanecer, la sensación iba a desvanecerse, y junto con ella, todas aquellas inquietas reflexiones.

      La noche que la tormenta azotó la embarcación, Salvador y toda su tripulación creyeron que no sobrevivirían. Navegaron casi un mes sin sobresaltos hasta que una mañana el cielo amaneció cubierto y la brisa fue incrementando su velocidad durante el día. No vieron el sol cuando se ocultó detrás del horizonte por la abundante lluvia que caía del cielo gris. Cuando la noche y la tormenta rodearon al barco como un monstruo voraz y amenazante, las olas golpearon incansables haciendo rechinar sus maderas en giros violentos. Los navegantes hicieron todo lo que pudieron para poder mantener la embarcación a flote, pero la tempestad era implacable, y cuando una de las vergas cayó al agua llevándose a dos hombres, Salvador dictó la orden de abandonar cubierta y todos se zambulleron en el interior del barco, esperando la muerte.

      El español no retornó a la seguridad de su cabina porque consideraba que su deber era proteger a esos hombres que tanto confiaban en él y que estaban a su servicio hacía tiempo. Por lo tanto, permaneció junto a ellos, con el rostro imperturbable, los oídos atentos y el cuerpo predispuesto a actuar con rapidez ante cualquier imprevisto. En esta ocasión se ganó el apodo de Capitán sin miedo.

      Fue una noche larga y difícil. Nadie durmió. Muchos se enfermaron mientras que los más jóvenes lloraban y otros rezaban, algunos por primera vez en sus vidas. Sin embargo, a pesar de los giros y balanceos bruscos, de los utensilios que caían estrepitosos y rodaban poseídos por el suelo, de los atronadores estallidos que se escuchaban sobre ellos y a su alrededor, del silbido permanente y aterrador del viento, la lluvia cesó, el viento mermó y el amanecer los recibió con un mar calmo, con un navío firme sobre el agua y con un sol que se abría paso entre las nubes siniestras. El español y su contramaestre, Rodríguez, con urgencia, salieron a ver los daños. Nada que lamentar en demasía, alguna vela rota, algún cabo suelto, alguna verga por reponer. En el interior, solo un desorden catastrófico y algún que otro recipiente roto. El casco estaba intacto. Sin embargo, los dos hombres sabían que la embarcación no soportaría una tormenta más de esa magnitud. La peor desgracia había sido la pérdida de dos tripulantes. Sin duda, la supervivencia del resto había sido un milagro.

      Las nubes desaparecieron, la brisa volvió a soplar suave y constante, por lo que Salvador estableció el arreglo de todos los daños y el orden en el interior. Su cabina y la cocina fueron los primeros lugares en acondicionar, así que pronto se encontraba reposando en su camastro, respirando con tranquilidad y aflojando los músculos tensos de la noche anterior, sólo que esta vez sin el enviciado ron.

      «Capitán sin miedo» , pensó. Qué ocurrencias tenía su tripulación .

      —Oiga, capitán, nadie se le niega al rey y usted lo hizo. Y anoche, solo su rostro se mostraba firme y decidido, todos los demás, hasta me incluyo, nos creíamos muertos. Bien ganado tiene ese nombre, deje la humildad y siéntase orgulloso. Se ha ganado para siempre a esta tripulación que lo acompañará hasta el fin del mundo si es necesario —le dijo el contramaestre esa tarde—. ¡Nadie puede creer que no esté colgado de la horca! Se le negó al rey, es insólito.

      Salvador sonrió al recordar la conversación con Rodríguez. Que lo creyeran como quisieran, su tripulación lo admiraba y respetaba, eso era invaluable en aquellos tiempos. Además, tampoco venía mal construirse una reputación valiente, temeraria e indómita en aquellos mares, renombre que con seguridad lo salvaría en más de una ocasión.

      Pasaron tres días hasta que descubrieron los dos pequeños barcos, amarrados entre sí y con siete personas en su interior. De inmediato los identificaron, eran ingleses y, debido a sus ropas, no eran oficiales. La tripulación quería ignorarlos, nada tenían que hacer ellos con piratas ingleses, hasta temían que fuese una trampa, pero luego de un prudente tiempo mirando atentos el horizonte, ningún buque de guerra apareció. Los hombres se encontraban casi inconscientes, seis estaban en un bote y uno solo en el otro. Salvador, quien hablaba bastante bien el idioma sajón por sus vínculos comerciales, se acercó a ellos y desde cubierta preguntó:

      —¿Qué les ha sucedido?

      Los piratas lo miraron sorprendidos. Cuando identificaron la embarcación española, perdieron toda esperanza de rescate. Por eso titubearon cuando vieron que el navío se acercó hasta ellos y que un corpulento hombre de tez morena y cabello oscuro les hablara en su idioma. Uno de ellos relató lo sucedido y coincidió con lo que Salvador había supuesto. La tormenta también los había azotado, solo que no tuvieron la suerte del Tres Marías. El buque se rajó como un papel y se hundió en el mar. Ni siquiera el capitán sobrevivió, solo ellos, integrantes de la tripulación, y la mujer.

      —¿Mujer? —inquirió Salvador, entrecerrando los ojos para observar con más detalle los rostros de los ingleses. Uno de ellos señaló el bote amarrado, y el español solo divisó un bulto de ropa. Ordenó a su tripulación que acercaran aquel navío y él mismo bajó, asegurándose de tener su daga en mano y a los piratas vigilados. Removió un poco todo aquel montón de telas y en un extremo divisó los pies. Sí, había alguien allí. ¿En verdad era una mujer? Se acercó al otro extremo del bote y, despacio, comenzó a levantar la tela que allí estaba enrollada. Entre medio de ellas, apareció el rostro pálido y pequeño de una niña. El sol no había lastimado su piel, protegida como estaba por los paños, pero sus labios se encontraban agrietados y tenía el rostro magullado. De inmediato, ordenó la pronta disposición de su cabina para llevarla y solicitó la presencia del doctor para atenderla. Su tripulación, muy atenta a cada movimiento del capitán y expectante ante la posibilidad de que hubiese una mujer allí, reaccionó veloz pero con risas y miradas pícaras. «¡Qué suerte la del capitán!».

      Salvador aseguró el cuerpo inerte de la joven con un brazo, mientras con el otro ascendía de prisa por la misma cuerda que descendió. No era una niña, era liviana y menuda, pero sus facciones eran maduras y, por las ropas que llevaba, se trataba de una dama. ¿Qué hacía en un barco pirata? Quizás secuestrada, llevada como botín. No parecía inglesa, su cabello negro y abundante caía como un manto cubriéndole la espalda y parte del rostro. Una urgencia incipiente palpitaba en las venas de Salvador. Llegó a su cabina, la depositó en la cama y pidió agua y paños húmedos.

      —Señor, ¿qué hacemos con los ingleses? —preguntó Rodríguez.

      —Súbanlos y llévenlos al pañol del agua. Enciérrenlos allí. Que coman algo. Ya volveré a hablar con ellos.

      —Sí, señor.

      El español quedó a solas con la mujer. Limpió su rostro, su cuello y sus manos, y, levantándola con suavidad, humedeció sus labios. Estaba demasiado pálida y delgada. Llevaba una cruz enorme colgada de su cuello, sus manos estaban cubiertas de pequeños cortes, y su cabello se encontraba opaco y desprolijo. Ese día, la joven no despertó. El doctor dijo que estaba muy deshidratada y que debían tener cuidado cuando despertara porque podía reaccionar de manera violenta y muy desfavorable para su salud al encontrarse en un lugar extraño y rodeada de desconocidos; por lo tanto, Salvador mandó a acondicionar uno de los pañoles próximos a su cabina, al cual solo él y el doctor podían acceder.

      Varios días pasaron hasta que la joven despertó, y muchos más hasta que se permitió confiar en aquellos dos hombres que la visitaban. Aun así, no hablaba y siempre los miraba con recelo. Dudaba de ellos, aunque aceptara los cuidados del doctor y los alimentos que le traía Salvador. Ambos quisieron averiguar qué había sucedido, pero la joven no respondía, sus extraños ojos avellanas estaban cargados de terror y amargura, pero sus labios fruncidos y su mentón orgulloso demostraban valor y firmeza. El español supo que nada conseguiría de ella por el momento. Se dirigió hacia los piratas ingleses, quienes lo miraron molestos y con risas descaradas.

      —¿Le gusta, capitán?

      —Cállate, lacra. Respóndeme lo que te pregunto. ¿En qué buque iba esa joven?

      —¡Español!

      —¡Inglés!

      —¡Francés!

      —No me hagan perder el tiempo, puedo tirarlos por la borda, que se los coman los tiburones.

      —Capitán, no se enoje. La mujercita no lo vale. ¿Le gusta? Tómela. Ya era del capitán de su barco.

      —¡Es verdad! Yo la encontré en la cama de ese traidor.

      —Imagínese que nos pidió hablar con nuestro capitán, y no el del barco, ¿eh? Con ese acordó de otra manera. Por eso viajaba con nosotros, no es botín.

      Salvador los miraba con el ceño fruncido. ¿Qué creerles a esos miserables? Era verdad que muchas mujeres se convertían en amantes de jefes piratas, a veces por voluntad propia, con tal de salvar su pellejo en los asaltos que estos arremetían. Algunas tenían suerte, otras no y terminaban violadas por toda la tripulación y arrojadas al mar. Pero esa joven, con ropa tan señorial, con la cruz colgada del cuello, con esos ojos dorados tan observadores y con sus labios negados al diálogo, la convertían en un misterioso y cautivante botín.

      —¿Es española o inglesa?

      Los piratas se miraban, reían, se guiñaban el ojo. Salvador estaba perdiendo la paciencia; con un movimiento de cabeza, le indicó al suboficial que actuara con lo acordado. José Rodríguez y uno de los miembros más robustos de la tripulación arremetieron contra los piratas con varas de maderas, dándoles fuertes golpes en la cara, los brazos y el estómago. Uno de ellos, viejo, maltrecho y cobarde, pidió clemencia y respondió la pregunta del español. Este movió la cabeza de nuevo, y el viejo fue llevado a la rastra hacia otro rincón, donde sus compañeros no pudieran verlo ni escucharlo.

      Salvador miró a cada uno de los cinco piratas que quedaron, él no era quien debía ajusticiarlos ni decidir por sus vidas. Que la Audiencia Real se hiciera cargo de ellos en Santo Domingo. Salió del lugar sin decir palabra, pero sus pasos resonaron en el pañol.

      El pirata que le había dado la información que quería era un viejo casi ciego, sin dientes y de manos temblorosas que alguna vez ayudó en la cocina, otras en la limpieza, pero la mayor parte del tiempo solo andaba por ahí, siempre con el oído atento, escuchando conversaciones ajenas para luego informarle al capitán de lo que sucedía dentro de la tripulación. Y lo mismo buscaba con Salvador. Sin que este hiciera pregunta alguna, contó todo lo referente al atraco que hicieron al barco Brisas del Sur. Los asaltos de corsarios ingleses a embarcaciones de su misma monarquía eran poco frecuentes, sobre todo en aguas tan cercanas a Inglaterra, pero lo que estos buscaban no era comida ni agua ni esclavos ni piedras, sino al poco recordado marqués Chalmers. William Chalmers, noble, rico, impertinente y traidor, se proclamaba inglés, pero obtenía grandes beneficios en oro, plata y piedras preciosas de la corona española, quien lo remuneraba a cambio de información sobre Inglaterra y su reina. Hacía tiempo que Isabel I y su Consejo sospechaban de él y esperaron el momento preciso para acorralarlo de improviso y cobrarle todos sus agravios. Eso implicaba sacrificar algunas personas, por tanto, ni el capitán del Brisas del Sur ni su tripulación, tan poco leal en esos tiempos, y ni el séquito de monjas de dudosa fe protestante valían más que la cabeza del marqués. La idea era llevar al traidor frente al mismísimo Francis Drake, pero cuando los piratas se encontraron con tan numeroso grupo de jóvenes, todas temerosas, la tentación fue más fuerte. Ya vería el capitán pirata qué haría con todas ellas, pero, en principio, eligió a la inglesa de cabello oscuro para calentar su lecho.

      —Y la muchacha no se negó, capitán. Muy altanera y callada lo siguió. Tienen razón, capitán, esa mujer no es decente. No teme. Sabe lo que le espera bajo las sábanas.

      Salvador escuchó en silencio al viejo. Sabía de quién le hablaba. El marqués Chalmers no era el único que sacaba beneficio de aquella guerra falsa, larga y sanguinaria, él también lo hacía comerciando con gente que no debía. Aun así, lo suyo eran las frutas, los licores, las telas y el tabaco. Muy diferente era el negocio de la información. Inglaterra no tenía reparos en utilizar cualquier medio para destruir a personas o hechos que amenazaran el objetivo final de su batalla. Por la cabeza de un espía, de un traidor, caían un centenar más, los cuales poca relación mantenían con los sucesos desatados desde la ruptura de Inglaterra con Roma. ¿Estaría España actuando de la misma manera?

      El español cerró los ojos y respiró profundo. No debía pensar así, debía confiar en su tierra, aunque ya no perteneciera a ella, y en su monarca, aunque no compartiera sus planes. Sin embargo, la creencia ferviente e irracional en algo cambiaba a las personas y las incitaba a cometer atrocidades impensadas.

      ¿Eso tendría relación con la inglesa de cabello oscuro? Salvador debía andar con cuidado, todo aquello podía ser una trampa. La joven quizás era una espía, una prostituta devenida en buena actriz. Pero recordó los golpes en su rostro, las heridas en sus manos, los labios cuarteados, las mejillas hundidas y esos ojos de fuego que lo miraban atentos, midiendo cada movimiento, y la duda abrumaba a su espíritu.

      ¿Quién era esa inquietante mujer?