Capítulo X
Los días siguientes fueron más tolerables para Sara. Llegaron tres modistas dispuestas a confeccionarle un guardarropa nuevo por completo. Al principio, la joven se mostraba con poco humor y sin cooperación, ningún color ni textura de las telas le llamaba la atención y cualquier estilo de manga o corte del escote le parecía bien, así que las modistas tuvieron que llamar a Inés para que opinara sobre los atuendos. Sin embargo, cuando las laboriosas mujeres comenzaron a diseñar el vestido para la fiesta de la señora Torres, el malhumor de la inglesa se apaciguó y comenzó a cooperar y a participar de manera activa en el diseño y en la elección de las telas y los colores.
Sara se sentía abrumada ante tantas atenciones, sugerencias, texturas y colores. Nunca en su vida había imaginado encontrarse en una situación así y jamás pensó siquiera en poder usar esas hermosas y brillantes cintas para el cabello de colores increíbles. Las modistas también sugirieron que debía comprar zapatos y ropa interior nueva, así sus vestidos lucirían mejor, y eso hasta incluía un corsé. Ante esto, Sara las miró sorprendida, las monjas en el convento estaban en contra de esa prenda, sostenían que solo servía para la vanidad femenina y para tentación de los hombres. ¿Cómo se vería ella con un corsé?
Cuando por fin estuvo sola, luego de tres arduos días de elección de colores, telas, cintas y de mediciones corporales, Sara se recostó boca arriba en la cama y, cerrando los ojos, se imaginó vestida con todas esas hermosas telas, con el cabello arreglado, fina y femenina, y también pensó en el rostro de Salvador al contemplarla. No pudo evitar una sonrisa. Cuando el español la viera con todos esos vestidos, nunca más la dejaría para irse con Danielle.
Se incorporó de golpe en la cama al darse cuenta de lo que estaba fantaseando y una vez más se dijo a sí misma que no pensaría en ese hombre, que jamás volvería a dejarse llevar por las sensaciones que le despertaba. Nunca más. Pero esa vana promesa se mezcló con las manos y los labios del español, recordando cómo la habían acariciado y cuánto había disfrutado ella con eso. Decidió ayudar a María en la cocina, ya que mantenerse ocupada y en buena compañía la distraía de Salvador, como descubrió después de estar rodeada de las modistas y de Inés.
Había pasado más de una semana de aquella noche tan íntima vivida con él, y aunque comenzaron a cruzarse por las mañanas o por las noches en los últimos días, aún no se habían encontrado a solas. Sara así lo quiso y había hecho todo lo posible por evitarlo y por impedir que pudiera acercársele. Estaba furiosa con él y no le dirigía la palabra ni la mirada; en cambio, el hombre parecía estar en su mejor momento.
A pesar de las respuestas secas y cortantes de Sara y de sus miradas asesinas, Salvador mantenía imperturbable su buen humor y su sonrisa. La joven no podía creer que tuviera esa actitud. ¡Era un ser despreciable! Pero cuando María le comentó que la mujer de la discordia no se había quedado esa noche, sino que partió sola y en silencio al rato de llegar, y que le habían llegado rumores de que ahora vivía en la casa de otro hombre en la ciudad, su actitud hacia el español se suavizó, sin embargo, aún sentía su orgullo herido.
El español intentó hablar con ella al día siguiente, pero no la encontró, y cuando llegó a la casa, la joven ya estaba dormida en su habitación. Al intentarlo otra vez en una segunda ocasión, solo recibió una mirada filosa como un cuchillo y una total indiferencia. Atareado con los ingenios, viendo que Sara no aflojaba en su actitud y confiado en que iba a poder resolver la situación, decidió darle espacio y tiempo.
Que se entretuviera con las modistas y se olvidara un poco del incidente.
Pero casi dos semanas sin hablarse era demasiado tiempo para Salvador y, para su pesar, descubrió que la extrañaba. Por más que vivieran bajo el mismo techo, Sara lo esquivaba con eficacia, y él estaba comenzando a cansarse de verla a lo lejos o rodeados de gente. Además, la ausencia de su cuerpo, luego de probarlo, estaba haciendo estragos en su mente. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, Salvador no podía sacar de su cabeza las imágenes de Sara disfrutando de lo que él le hacía, y con cada día que pasaba, la necesidad de ella, de su cuerpo y de su compañía se intensificaba.
Pensando en alguna estrategia para poder acercarse a la joven, apareció en la cocina buscando algo para comer; había estado casi todo el día en los ingenios y luego tuvo que recibir a unos comerciantes de la ciudad. El rumor de un ataque pirata inminente, comandado por el Draque, estaba adquiriendo magnitud en Santo Domingo, y algunos comerciantes y poderosos intentaban reclutar gente para armar un contra frente y poder salir airosos del ataque, sobre todo para que sus negocios no resultaran perjudicados. Pero Salvador sabía que algo más despertaba el interés de los ciudadanos de Santo Domingo en él y en su plantación, y era la joven inglesa que tenía bajo su protección. El hecho de que hubiera desplazado a Danielle, una de las mujeres más codiciadas por los caballeros debido a su innegable belleza, y que él aún no la presentara en sociedad, despertaba la curiosidad de todos los habitantes, y algunos se sentían en la obligación de descartar la sospecha de que la joven fuera una espía.
Por lo tanto, absorto en esos pensamientos, no se percató de la presencia pequeña y de largo cabello oscuro que se encontraba en cuclillas detrás de una mesada buscando unos utensilios que María le había encargado.
Sara escuchó los inconfundibles pasos del español al entrar en la cocina y recordando que se encontraban solos por primera vez después de mucho tiempo, contuvo el aliento y un cosquilleo ansioso le recorrió todo el cuerpo, lo que provocó que una pequeña olla que tenía en sus manos cayera al suelo.
Salvador se detuvo alarmado porque el abrupto sonido retumbó en la silenciosa cocina y lo sobresaltó.
Caminó despacio hacia la mesa de trabajo y vio que Sara aparecía de repente. Su cabello enmarcaba su rostro como una estola, y aquellos ojos ambarinos, infernales, estaban abiertos de par en par y brillaban intensos. Ante la imagen repentina, Salvador sintió una mezcla de júbilo y pena; júbilo porque por fin la encontraba a solas, y pena porque había pasado mucho tiempo desde la última vez que habían estado juntos y la situación era mucho más difícil de remontar de lo que había imaginado.
—Hola, Sara.
La joven parpadeó un par de veces, irguió la espalda y, acercándose al mueble opuesto a la mesa, respondió al saludo de la misma manera. Luego continuó buscando.
Salvador, antes de volver a hablar, echó una mirada rápida a ese cuerpito encantador, deteniéndose apenas en la espalda, la cintura estrecha, la insinuación de la cadera bajo la falda… Respiró profundo al sentir la pulsión acelerada del deseo en la sangre.
—He querido saber de ti hace bastante, la verdad me alegro de encontrarte a solas.
—¿Para qué quieres saber de mí, Salvador? O mejor dicho, ¿qué quieres saber de mí? —preguntó, tajante, Sara, dándose vuelta con una sartén en la mano. Los ojos fulguraban encendidos, las mejillas comenzaban a enrojecer y parecía muy dispuesta a una guerra. Su voz sonaba contenida, se notaba que estaba esforzándose en mantenerse calmada—. ¿Quieres saber cómo estoy? ¿Cómo he pasado estos días?
La verdad muy bien, gracias. Las modistas están haciendo su trabajo, y yo estoy muy ocupada con tu casa, así que estoy bien. Necesito alcanzarle a María unas cosas.
Levantó la olla que se le había caído y se dirigió a la puerta que salía al patio, dispuesta a terminar la conversación ahí mismo. Pero esa no era la intención de Salvador y se interpuso entre ella y la puerta, diciendo:
—Necesitamos hablar.
Sara lo miró furiosa, pero su voz sonó muy tranquila:
—No ahora, Salvador. Estoy ocupada.
—Esta noche cenamos juntos, dile a María que prepare la cena en la biblioteca… Ella sabe cómo.
Sara no respondió. Sus cejas se arquearon sorprendidas al escuchar aquello y sus ojos se suavizaron un poco, no así el gesto adusto de su rostro. Lo miró un momento, directo a los ojos, buscando en esas profundidades negras, que jamás revelarían un sentimiento, algún pensamiento revelador de aquel impenetrable hombre. Movió la cabeza con lentitud, afirmando lo que él le había dicho, y se retiró.
Salvador cerró los ojos, aspiró hondo el aire, y ese aroma, dulce, picante, penetró en su interior. Una punzada en el pecho hizo que abriera de golpe los ojos y se dio cuenta de cuánto la había extrañado; frunció el ceño preocupado. Había llegado el momento de dejar los juegos y ponerse a escuchar con atención lo que su corazón le decía, a pensar en todas las señales perturbadoras que habían invadido su vida desde que esa mujer había aparecido.
Sara se había vuelto un ser muy peligroso desde que regresó de la cocina. Intentando ayudar a María en la elaboración de un plato complicado, se lastimó un dedo, quemó una olla y casi se clava un cuchillo en el pie; María, exasperada ya que la joven le resultó de muy poca ayuda, la envió a su habitación.
—Vete a tu dormitorio y comienza a vestirte para esta noche, ese hombre te ha dejado inutilizada, niña.
—¡María! ¿De qué estás hablando? —replicó Sara, alarmada porque a ella solo le comentó de manera textual lo que Salvador dijo y temió haber sido tan evidente con sus emociones.
—No me hagas enojar, niña. Vete —dijo María mirándola seria.
Sara no dijo nada y obedeció. Al llegar a su habitación, la ansiedad se apoderó de su cuerpo e invadió su estómago. Miles de situaciones hipotéticas se cruzaban por su cabeza, ¿qué quería el español de ella?
El hecho de que eligiera la biblioteca para cenar y conversar, ¿era un indicio de algo? ¿Le mostraría parte de su vida? ¿Abriría su corazón, su alma a ella? ¿Podría por fin identificar algo en aquellos ojos negros? Mientras se vestía para la ocasión, Sara trataba de repetir una y otra vez que no se ilusionara, que mantuviera la cabeza (y el corazón) fría. Recordó con amargura el dolor ocasionado en el último encuentro con él… No, no debía confiar en Salvador. Tampoco debía ilusionarse como una niña. Pensó en sus padres. Sí, debía controlar sus sentimientos, no dejarse llevar por ellos ni por la tonta ilusión, la ingenua esperanza de que las cosas fueran diferentes, de que podrían llegar a cambiar. El amor estaba negado para las personas en su posición y el placer físico era libertinaje, estaba doblemente condenada.
Esa era la realidad.
Ya casi era la hora de bajar. Se miró una vez más en el espejo y estuvo satisfecha. Por primera vez se vio como mujer, la expresión de su rostro y de sus ojos no mostraban una niña frágil e insegura, sino una mujer que ganaba fortaleza y seguridad.
Cuando llegó a la puerta de la biblioteca, sintió la ansiedad aleteando en su interior. Más allá de todo lo que sucedía entre Salvador y ella, más allá de todas sus especulaciones sobre posibles escenarios, había una certeza: estaba por ingresar al sitio más reservado, protegido y sagrado de Salvador Álvarez Luque. Respiró profundo y entró. El olor a libros viejos y a cuero penetró en su nariz, desplazando todo otro posible aroma; el sol recién comenzaba ocultarse en el horizonte, atravesando con sus últimos rayos los enormes ventanales y tiñendo de un dorado cálido todo el lugar. Desde allí, la vista era maravillosa, podía ver los campos de azúcar en toda su extensión. Era un sitio hermoso. Se dirigió al centro de la habitación mirando los dos pisos repletos de estantes con libros, la tapicería de los sillones, los candelabros prendidos a la espera de que la oscuridad se cerniera sobre ellos, los ventanales bellísimos, enmarcados por un cortinado pesado y oscuro, y la acogedora luz del atardecer. Sí, era un lugar eterno y un refugio del mundo exterior, sin dudas, el corazón de la casa… y del español. En una pared lateral, como único cuadro colgante, se encontraba el retrato de una mujer bellísima, de brillantes ojos oscuros y abundante cabello negro. Sara se detuvo en su mirada y reconoció las profundidades negras de Salvador.
—Es mi madre.
Sara se sobresaltó, por primera vez no advirtió la presencia del hombre a sus espaldas. Se dio vuelta y lo miró.
—Tus ojos… son los mismos.
Salvador bajó la vista al pequeño rostro de la joven. Se encontró con los suyos, tan distintos a los de él, tan líquidos, ambarinos, transparentes y volátiles. Sonrió y acarició su mejilla con suavidad.
—Sí, mi padre siempre lo decía. Pura cepa española según ella.
Sara sonrió. Salvador estaba orgulloso de su sangre española, de sus raíces ancestrales y bien ancladas en aquella tierra. Era algo que ella estaba muy lejos de comprender. Sus padres intentaron inculcarle ese amor por la tierra, por la corona inglesa cuando era pequeña, pero al ser internada en un convento de claustro por diez años, solo podía sentir cierta empatía por esa monarquía. Aspecto que los ciudadanos de La Española poco iban a considerar si caía en manos de ellos.
—Te quedaste pensativa —observó Salvador—. ¿En qué piensas?
—En lo que está por venir. —Salvador la miró sin comprender. Sara suspiró con sonoridad y volvió su mirada al retrato—. Los rumores de un ataque inglés a cargo de Francis Drake son cada vez más fuertes, ¿tú qué crees?
Salvador frunció el ceño. Era un tema muy delicado el que planteaba Sara. Nadie sabía con certeza cuándo iba a suceder ese ataque ni tampoco si lo comandaría el Draque, pero las cosas con Inglaterra estaban cada vez más ásperas, y la única certeza que tenían los ciudadanos de La Española era aquel rumor. Salvador, que enviaba sus barcos con azúcar a las islas de otras banderas, sabía que aumentaron los avistajes del barco del Draque y que sus tripulaciones comentaban que en el mar había mucho movimiento de corsarios ingleses. Sí, conocía la respuesta a la pregunta de Sara.
—Eso no debería preocuparte, Sara. Estás en el mejor lugar que puedes estar: la casa de un ciudadano español, en el interior de la isla. Recuerda que eres mi protegida.
Sara lo miró con una especie de sonrisa.
—Salvador… sabes que soy inglesa, no hay lugar en esta isla que me salve de tus compatriotas si Francis Drake ataca. ¡Creo que debo ser la única inglesa en este lugar!
Salvador la miró fijo por un momento. La joven tenía razón, pero por el momento nada de eso estaba sucediendo.
—No te preocupes, Sara. Lo resolveremos.
Sara lo miró con el ceño fruncido.
—¿Lo resolveremos? Tú eres español, Salvador, acabas de decirme lo que decía tu madre y lo dijiste con todo el orgullo del mundo. ¿Te enfrentarás a tus amigos y conocidos por una protegida? ¿Por una inglesa que solo pone al día tu casa?
—¡Tú eres mitad española!
—Nadie va a creerte eso. Escucha mi acento, mira mi aspecto. Cuando me viste por primera vez, ¿pensaste que era española? ¿Qué es lo que te hace creer que tengo sangre de tu tierra?
Salvador sonrió para sí al recordar la primera vez que la vio. La verdad no había pensado en monarquías ni linajes, solo en la atractiva mujer que tenía ante sus ojos. Se acercó a ella, que lo miraba con la respiración un poco agitada, estaba asustada, y la entendía. La ciudad estaba llena de rumores sobre ella y Francis Drake y, a la vez, se encontraba en la casa de un español que solo deseaba poseerla en todos los aspectos de su vida.
—Me preguntas en qué me baso para creer que eres mitad española… ¿Esto responde tu pregunta? — dijo a la vez que tomaba un mechón de su cabello y descendía la mano despacio, acariciando su pelo, hasta el final. Sara no podía apartar su mirada ni su cuerpo de él, los ojos negros del hombre resplandecían intensos y tenía su rostro tan cerca que podía sentir su perfume y su aliento. Respirando hondo, logró apartarse de él.
—No entiendo qué quieres decir, de todas maneras, no importa… no sé por qué te pregunté eso —dijo Sara, le dio la espalda y miró por la ventana el cielo gris. El sol se había escondido y la noche avanzaba definitiva sobre el firmamento. Salvador se acercó de nuevo y rozó el oído de la joven con sus labios.
—Es tu pelo lo que me hace creer en lo que dices, es tu aroma perturbador, exquisito, y es el fuego de tus ojos lo que me hace creer que eres mucho más española de lo que piensas.
Sara casi no pudo resistirse a la seducción de esas palabras, al sonido suave y grave que salía de aquellos labios. Giró su cabeza apenas, sintiendo en su mejilla el aliento del hombre. Su respiración se agitó y los latidos de su corazón se aceleraron. Cómo ansiaba creerle, cómo deseaba besarlo, abrazarlo, amarlo, pero la última lección fue dura, la última vez, Salvador logró lastimarla. Dirigió su mirada a los libros y se alejó de él.
—Háblame de los libros, ¿qué tienes? ¿Has leído todos?
Salvador percibió la reacción de su cuerpo, escuchó la respiración entrecortada y profunda y vio el rubor que tiñó las mejillas de la joven. En un primer momento, no comprendió el cambio de actitud en ella, por qué se alejaba, pero también recordó la última noche que estuvieron juntos. Sara había cambiado, ya no confiaba en él y había aprendido a controlar sus impulsos. Salvador miró sus manos con cierta tristeza, comprendió que había lastimado a la joven; aunque había actuado para protegerla, Sara no lo veía de ese modo. Volvió su mirada a ella, el cabello negro, brillante, cayéndole por la espalda, el perfil perfecto de su rostro recortando el fondo de la biblioteca, la espalda arqueada, orgullosa, y sus manos de dedos largos y finos moviéndose imperceptibles, nerviosos, sobre su falda. Esa noche curaría ese corazón lastimado.
—Casi todos. Hay muchos de ciencias y matemáticas que su contenido en verdad es indescifrable. — Ambos rieron—. Pero he leído la mayoría de las novelas. Mi madre empezaba a leérmelas y después yo las seguía, pasábamos bastante tiempo en este lugar.
—Es un lugar hermoso, muy cálido. Lo has conservado bien, Salvador. Si tuviera algo así, también estaría todo el día aquí.
—Ya tienes un lugar así —dijo Salvador con ansiedad.
Sara lo miró, sus ojos brillaban inquietos, pero cuando habló, su voz sonó firme.
—No, Salvador. Esto es solo tuyo. Yo soy una habitante eventual.
—¿Eventual? —Salvador casi se atraganta al hablar. Jamás pensó que la joven tuviera planes de irse de allí—. ¿Acaso piensas irte?
—No puedo quedarme toda la vida en tu casa, Salvador. Tengo cosas que resolver en mi lugar.
También tengo que hacer mi camino.
Salvador entendía todo ese asunto, pero no podía comprender que ella no lo incluyera en sus planes. Él podía ayudarla, protegerla, acompañarla.
—¿Y acaso piensas hacerlo sola? ¿Sin el cuidado de un hombre, alguien quien te proteja? No puedes andar sola por el mundo, recuerda lo que te dije en el barco.
Sara sonrió apenas.
—Supongo que tendré que buscar marido y casarme en algún momento. Supongo que alguien me querrá como esposa… cuando sepa que casada me espera una gran herencia.
—¿Buscar marido? ¡Eso ni Dios ni yo lo permitiremos! —Salvador bramó al decir esto y sobresaltó a Sara que lo miró atónita. Respiró profundo, obligándose a calmar sus emociones—. Sara… ¿no entiendes que quiero que te quedes aquí… conmigo?
La joven no reaccionó, solo lo miró con los ojos abiertos y encendidos. Eso era muy distinto a todas las palabras endulzadas que había escuchado hasta entonces y pudo lograr comprender algo de lo que escondían aquellas profundidades negras. Un anhelo, eso veía en los ojos oscuros y hondos de Salvador.
Pero fue solo unos segundos, el español parpadeó y dirigió su mirada hacia otro lugar al ver que Sara no respondía. Los ojos de ella echaban chispas, pero por primera vez él no pudo descifrar lo que veía, había un torbellino de emociones irreconocibles allí.
En ese momento entró una de las sirvientas con una fuente humeante y un aroma exquisito. Se dirigió a uno de los ventanales, corrió las cortinas, y allí Sara pudo ver una mesa redonda, dispuesta con sumo cuidado y delicadeza, rodeada de candelabros y flores olorosas. Salvador se acercó a ella y ciñó su brazo alrededor del suyo, acompañándola a la mesa.
La pregunta que Salvador formuló con anterioridad quedó sin respuesta por esa noche, ya que la cena fue, para ambos, perfecta y conmovedora. La comida estuvo exquisita, nadie volvió a interrumpirlos en toda la noche, Salvador se había encargado de servir los platos y el vino; la conversación giró en torno a los libros, la infancia de Salvador y su madre, María Luque Serrano. Sara comprendió el silencio del hombre respecto a ella y a su vida pasada, él también la perdió siendo niño y quedó solo, al cuidado de su padre y de las niñeras, con la diferencia de que Salvador podía mantener un recuerdo cálido sobre su madre. En cambio, Sara se encontraba dividida entre sus recuerdos y la realidad.
Durante toda la noche, Salvador estuvo atento y cortés en el trato hacia ella. La joven se sentía abrumada, desconcertada; estaba acostumbrada a un Salvador de palabras dulces, graves, de respiraciones cálidas y muy cercanas. El español mantenía sus ojos inquietos sobre ella y algunas veces percibió que bajaron a su cuello y escote y se encendieron ardorosos, pero en ningún momento se acercó de manera lujuriosa.
Finalizando la noche, Sara tenía sueño y, llevándose un par de libros recomendados por Salvador, se dirigió a su alcoba acompañada del hombre. Al llegar a la puerta de su habitación, notó que el español estaba inquieto, advirtió el deseo en sus ojos, pero también descubrió que intentaba no sobrepasarse con ella, haciendo un enorme esfuerzo por controlar sus impulsos. Un poco relajada por el vino, por las atenciones amorosas y corteses del hombre, por el contrariado amor que sentía hacia él, por el tiempo que había pasado sin sentirlo ni tocarlo, por la sensación de cuidado, respeto y protección que esa noche Salvador le había prodigado, Sara miró aquel rostro moreno y de facciones duras, y sin pensarlo, impulsada por todo lo que sentía hacia él, se elevó en puntillas de pie y, tomándolo del cuello, lo acercó a ella para besarlo. Salvador no esperaba esa reacción de la joven, estaba intentando distraerse mirando un tapiz que Sara había mandado a remendar, cuando sintió su mano cálida rodearle el cuello y sus labios dulces posados sobre los suyos.
Durante unos segundos, el hombre no reaccionó, pero la sangre le hervía por el deseo y pronto tomó posesión de la situación. Abrazó a Sara más fuerte y hundió su lengua en la boca de ella, saboreando la humedad dulce y cálida de su interior. Un gemido gutural escapó de su garganta y apoyó todo su peso sobre ella, empujándola hacia la pared. La besó con ferocidad, pero sin dañarla, hambriento de ella. Con sus manos, tomó el rostro de la joven y hundió la nariz en el hueco del cuello, sintiendo la piel palpitante y caliente contra su mejilla y aspirando el aroma de su cabello. Volvió su rostro hacia el de ella y miró sus ojos de fuego encendidos por el deseo, pero cálidos, llenos de sentimientos tiernos hacia él, las mejillas arreboladas y los labios entreabiertos y un poco hinchados por sus besos.
— Oshun… Oshun… —murmuraba Salvador contra su mejilla a la vez que le prodigaba besos suaves y fugaces. Luego, se detuvo y, suspirando hondo, se apartó de ella—. Vete, antes de que haga algo indebido.
Sara lo miró entre provocativa y divertida.
—No me mires así. No sabes en lo que te meterías. Vete, Sara, vete ahora mismo —dijo el español, liberándola de sus manos y recuperando con lentitud el ritmo normal de su respiración. Sara lo miró una vez más, intrigada, pero el hombre le dirigió una mirada severa, y se metió de prisa dentro de su recámara.
Sola en su habitación, Sara no paraba de sonreír. Esa noche había sido distinta a todas. Salvador había cambiado su actitud hacia ella, se había mostrado caballero y amable, la había invitado al lugar más íntimo de su hogar y le había mostrado su interior hablándole de su madre y de su infancia. ¿Eso significaba algo para él como para ella o solo era otra estrategia para recuperarla y poder llevarla a su cama? ¿En verdad un hombre haría todo aquello por poseer a una mujer? Y una mujer como ella que, al lado de Danielle, poco podía ofrecer para esos placeres. Aunque la experiencia y la razón la hacían pensar y moverse con cautela, su corazón latía acelerado ante la perspectiva de que Salvador sintiera algo más que deseo por ella. Se durmió con infinidad de sueños girando en su cabeza.