5 de junio de 1939.

Carlo Weisz contemplaba la primavera de París por la ventana de su oficina: los castaños y los tilos con sus hojas de vivos colores retoñando, las mujeres con los vestidos de algodón, el intenso azul del cielo, las nubes coronando la ciudad. Entretanto, según los tristes papeles que se amontonaban en su bandeja de asuntos pendientes, también era primavera para los diplomáticos: los pretendientes franceses y británicos requebraban a la doncella soviética en el bosque encantado, pero ella reía tontamente y salía corriendo. Hacia Alemania.

Y así pasaba la vida —para siempre, se le antojaba a Weisz— hasta que el tedioso redoble de conferencia y tratado se vio interrumpido, de repente, por una verdadera tragedia. Ese día llegó la noticia del SS St. Louis, que había zarpado de Hamburgo con novecientos treinta y seis judíos alemanes que huían del Reich, pero no encontraba puerto. Al prohibírseles desembarcar en Cuba, los refugiados apelaron al presidente Roosevelt, que en un principio dijo sí y después lo siento. En Norteamérica las fuerzas políticas se oponían rotundamente a la inmigración judía, así que, el día anterior, se emitió un comunicado definitivo: St. Louis, que aguardaba en el mar entre Cuba y Florida, no le sería permitido atracar, Tendría que regresar a Alemania.

En la oficina de París habían tratado de conocer la reacción de los franceses, pero el Quai d'Orsay, en seis párrafos, no tenía nada que decir. Lo cual incitó a Weisz a mirar por la ventana, sin ganas de trabajar, con la cabeza en Berlín, el corazón ajeno a aquel hermoso día de junio.

Dos días antes, al volver del bulevar Estrasburgo a la oficina de Reuters, había telefoneado a Salamone sin demora para contarle lo que había hecho.

—Alguien de esa oficina tiene contactos con Croacia —anunció, y pasó a describirle los sobres—. Lo cual sugiere que puede que la OVRA esté utilizando agentes de la Ustasha.

Ambos sabían lo que eso significaba: Italia y Croacia mantenían una relación larga, complicada y a menudo secreta; los croatas buscaban la alianza de los católicos en su eterno conflicto con los serbios ortodoxos. La Ustasha era un grupo terrorista —o nacionalista o guerrillero, en los Balcanes todo dependía de quién hablara— del que se servían los servicios secretos italianos en ocasiones. Juramentada en lograr la independencia de Croacia, era posible que la Ustasha hubiese tomado parte en el asesinato del rey Alejandro, perpetrado en 1934 en Marsella, así como en otras operaciones terroristas, en particular la colocación de bombas en trenes de pasajeros.

—No son buenas noticias —afirmó Salamone con seriedad.

—No, pero al menos son noticias. Noticias para la Sûreté. Y hay motivos para sospechar que podrían estar transfiriendo fondos a través de un banco francés de Marsella, un banco que también opera en Croacia. Seguro que con eso pican.

Salamone se había ofrecido voluntario para acudir a la Sûreté, pero Weisz le dijo que no se preocupara. Puesto que ya se había mezclado con ellos, lo lógico sería que fuera él.

—Pero —dijo—, que quede entre nosotros dos.

Luego le preguntó a Salamone si la vigilancia había dado algún otro fruto. Sergio había visto una vez al de la pluma verde, repuso Salamone. Weisz le aconsejó que diera por terminada la vigilancia. Con lo que tenían bastaba.

—Y la próxima vez que convoquemos una reunión —añadió—, será del comité de redacción, para el siguiente número de Liberazione.

Eso era más que optimista, pensó mientras miraba por la ventana, pero primero tendría que llamar a Pompon. Se planteó hacer la llamada, estuvo a punto de marcar el número, pero, una vez más, lo pospuso. Más tarde, ahora tenía que trabajar. Tomó el primer papel del montón, un comunicado de la embajada soviética en París relativo a las continuas negociaciones con los británicos y los franceses para establecer una alianza en caso de un ataque alemán. Una larga lista de posibles víctimas, a cuya cabeza se situaba Polonia. ¿Una visita al Quai d'Orsay? Quizá, tendría que consultárselo a Delahanty.

Apartó el comunicado. Lo siguiente era un cable de Eric Wolf que había entrado hacía una hora. «Ministerio de Propaganda informa red espionaje desmantelada en Berlín.» Una crónica escueta: un número indeterminado de arrestos, algunos en ministerios, de ciudadanos alemanes que habían pasado información a agentes extranjeros. No se mencionaban nombres, las investigaciones continuaban.

Weisz se quedó helado. ¿Podía llamar? ¿Enviar un cable? No, hasta podía empeorar las cosas. ¿Podía llamar a Alma Bruck? No, tal vez estuviese implicada. Christa sólo había dicho que era una amiga. Pues a Eric Wolf. Quizá. Tenía la sensación de que podía pedirle un favor, pero no más. Wolf ya estaba bastante ocupado, y no le había hecho mucha gracia involucrarse en los líos amorosos de un colega. Además, Weisz no tuvo más remedio que admitirlo, posiblemente Wolf ya hubiese hecho todo lo que había podido. Seguro que había pedido nombres, pero no los habían dado. No, debía mantener a Wolf en la reserva, ya que, si milagrosamente ella sobrevivía, si milagrosamente se trataba de otra red de espionaje, tendría que sacarla de Alemania, lo cual requeriría ponerse en contacto con él al menos una vez.

Pero era incapaz de aparcar el asunto. Con las manos encima del cable, que descansaba en la mesa, su cabeza saltaba de una posibilidad a la siguiente, dándole vueltas a todas, hasta que la secretaria entró con otro cable. «Alemania propone negociaciones para alianza URSS.»

Adiós a Christa. «No puedes hacer nada.» Angustiado, intentó trabajar.

Por la tarde se sentía peor. Las imágenes de Christa en manos de la Gestapo no lo abandonaban. Incapaz de comer, llegó pronto al trabajo de las ocho en el Tournon, pero Ferrara no estaba, la habitación cerrada con llave. Weisz bajó las escaleras y le preguntó al recepcionista si monsieur Kolb se hallaba en su cuarto, pero la respuesta fue que en el hotel no había nadie llamado así. «Típico», pensó Weisz. Kolb surgía de la nada y volvía al mismo sitio. Probablemente se hospedara en el Tournon, pero con un nombre distinto. Weisz salió a la rue de Tournon, cruzó la calle y entró en los jardines de Luxemburgo, se sentó en un banco y fumó un cigarrillo tras otro mientras la cálida tarde primaveral y todas las parejas de enamorados de la ciudad se burlaban de él. A las ocho y veinte regresó al hotel, donde Ferrara lo estaba esperando.

Aquella ciudad, aquel río, el heroico cabo que cogió una granada de mano del fondo de una trinchera y se la devolvió al enemigo. Lo que ayudó a Weisz esa noche fue el automatismo del trabajo, tecleando las palabras de Ferrara, corrigiendo a medida que escribía. Luego, poco después de las diez, apareció Kolb.

—Hoy terminaremos pronto —anunció—. ¿Va todo bien?

—Estamos llegando al final —informó Ferrara—. Queda lo del campo de internamiento y se acabó. Supongo que no querrá que hablemos de mi estancia en París.

Kolb esbozó una sonrisa lobuna.

—No, eso lo dejaremos a la imaginación del lector. —Y a Weisz—: Usted y yo vamos a ir al decimosexto. Hay alguien en la ciudad que quiere conocerlo.

Por la forma de decirlo, Weisz supo que no tenía elección.

El apartamento se encontraba en Passy, el aristocrático corazón del très snob decimosexto distrito. Rojo y dorado, al estilo parisino, pesados cortinajes y tapicerías, boiseries, una pared llena de estanterías. Una habitación a oscuras, iluminada únicamente por una lámpara oriental. La portera había anunciado su llegada por teléfono desde abajo, de modo que, cuando Kolb abrió el ascensor, el señor Brown los estaba esperando a la puerta.

—Hombre, me alegro de que haya venido.

Un recibimiento alegre y un señor Brown bastante distinto. Ya no era el caballero afable y de aspecto desaliñado con la pipa y el chaleco. En su lugar lucía un traje nuevo y caro en un tono azul marino. Cuando Weisz le dio la mano y entró en el apartamento supo por qué.

—Éste es el señor Lane —dijo Kolb.

Un hombre alto y delgado surgió de un sofá bajo, estrechó la mano de Weisz y dijo:

—Señor Weisz, encantado de conocerlo. —Camisa blanca almidonada, corbata sobria, traje de exquisita confección… la resplandeciente clase alta británica, con el cabello del color del acero y una media sonrisa muy profesional. Los ojos, en cambio, hundidos y surcados de profundas líneas, unos ojos preocupados, rayanos en la inquietud, que casi contradecían los demás signos de su estatus—. Venga, siéntese —le sugirió a Weisz, señalando el otro extremo del sofá. Y acto seguido—: ¿Brown? ¿Puede traernos un whisky, tal cual?

Aquello significaba cinco centímetros del líquido ambarino en un vaso de cristal. Lane dijo:

—Hablaremos después, Brown. —Kolb ya se había esfumado, y ahora fue el aludido quien se fue a otra habitación del apartamento—. Así que usted es nuestro escritor —le dijo a Weisz, la voz baja y melosa.

—Sí —afirmó Weisz.

—Muy buen trabajo, señor Weisz. Pensamos que Soldado de la libertad debería venderse bien. Me da la impresión de que ha puesto mucho entusiasmo en el proyecto.

—Es cierto —aseguró Weisz.

—Una lástima lo de su país. No creo que sea feliz con sus nuevos amigos, pero es inevitable, ¿no? Al menos usted lo ha intentado.

—¿Se refiere al Liberazione?

—Así es. He visto los números atrasados y es, con mucho, el mejor de su categoría. Deja a un lado la política, gracias a Dios, y se centra en la vida. Y su dibujante es deliciosamente desagradable. ¿Quién es?

—Un emigrado, trabaja para Le Journal. —Weisz no le dijo el nombre, y Lane tampoco insistió.

—En fin, esperamos ver muchos números más.

—¿Ah, sí?

—Sí. Auguramos un futuro brillante al Liberazione.

La voz de Lane acarició la palabra como si fuera el título de una ópera.

—Tal como andan las cosas en este momento, la verdad es que no existe, ya no.

Si algo hacía bien el rostro de Lane era reflejar «decepción».

—No, no, no; no diga esas cosas, debe continuar.

El debe servía para expresar una idea doble: es necesario y es imprescindible… si no…

—Nos han estado acosando —explicó Weisz—. Creemos que la OVRA, y hemos tenido que suspender su publicación.

Lane dio un sorbo a su whisky.

—Pues tendrán que reanudarla, ahora que Mussolini se ha pasado al otro bando. ¿A qué se refiere con acosando?

—Un asesinato, ataques a miembros del comité, problemas en el trabajo, un incendio posiblemente intencionado, un robo.

—¿Han acudido a la policía?

—Aún no, pero puede que lo hagamos, lo estamos sopesando.

Lane asintió categóricamente: «Buen muchacho.»

—No lo pueden dejar morir sin más, señor Weisz, sencillamente es demasiado bueno. Y tenemos razones para pensar que también es eficaz. En Italia la gente habla de él. Nos consta. Bueno, nosotros podríamos echarles una mano, con la policía, pero deberían intentarlo por su cuenta. A tenor de la experiencia es lo mejor. De hecho, su Liberazione debería ser más amplio y tener más lectores, y a ese respecto sí podemos hacer algo. Dígame, ¿cuáles son sus canales de distribución?

Weisz se paró a pensar un instante en la manera de describirlo.

—Desde 1933, cuando el comité de redacción del Giustizia e Libertà trabajaba en Italia, nunca ha habido una estructura como tal. Es… en fin, creció por sí solo. Primero había un único camionero en Génova, luego otro, un amigo del primero, que iba a Milán. No se trata de una pirámide con un emigrado parisino en el vértice, es sólo gente que se conoce entre sí y desea tomar parte, hacer algo, lo que puede, para enfrentarse al régimen fascista. No somos comunistas, no estamos organizados en células, con disciplina. Contamos con un impresor en Milán que entrega paquetes de periódicos a tres o cuatro amigos, y éstos los distribuyen entre sus amigos. Uno coge diez, otro veinte. Y se va distribuyendo.

Lane estaba encantado y lo demostró:

—¡Bendito caos! —exclamó—. Bendita anarquía italiana. Espero que no le importe que se lo diga.

Weisz se encogió de hombros.

—No me importa, la verdad. En mi país no nos gustan los jefes, es nuestra forma de ser.

—¿Y su tirada…?

—Unos dos mil.

—Los comunistas sacan veinte mil.

—Desconocía la cifra, suponía que era mayor, pero a ellos los arrestan más que a nosotros.

—Comprendo. No podemos dejar que eso pase en exceso. ¿Lectores?

—Quién sabe. A veces uno por periódico, otras veces veinte. Sería imposible hacer una conjetura, pero se comparten, no se tiran: lo pedimos en la misma cabecera.

—¿Podría decirse que veinte mil?

—¿Por qué no? Es posible. El periódico se deja en los bancos de las salas de espera de las estaciones de ferrocarril y en los trenes. En infinidad de lugares públicos.

—¿Y la información? Si me permite la pregunta.

—Del correo, de boca de nuevos emigrados, de chismes y rumores.

—Naturalmente. La información posee vida propia, lo sabemos de sobra, para bien y, en ocasiones, para mal.

Weisz asintió comprensivo.

—¿Qué tal su whisky?

Weisz bajó la mirada y vio que casi se lo había terminado.

—Deje que le ponga otro. —Lane se puso en pie, se dirigió hacia un mueble bar que había junto a la puerta y sirvió otras dos copas. Cuando volvió dijo—: Me alegro de que hayamos tenido oportunidad de charlar. Tenemos planes para usted, en Londres, pero quería ver con quién estábamos trabajando.

—¿Qué clase de planes, señor Lane?

—Bueno, lo que le he comentado. Más amplio, mejor distribución, más lectores, muchos más. Y creo que podríamos ayudarlos, de vez en cuando, con la información. Se nos da bien. Ah, por cierto, ¿qué hay del papel?

—Imprimimos en un diario de Génova y nuestro impresor, ya sabe, más de lo mismo, se las arregla, un amigo en la oficina, o tal vez la cuenta de las resmas de papel no se llevan debidamente.

De nuevo Lane se mostró encantado y rompió a reír:

—Italia fascista —dijo, meneando la cabeza ante lo absurdo de la idea—. ¿Cómo diablos…?

Al igual que el resto del mundo, Weisz tenía sus noches malas: que si un amor frustrado, el estado del mundo, el dinero… pero ésta era, con mucho, la peor: horas lentas, mirando el techo de la habitación de un hotel. El día anterior se habría sentido entusiasmado con aquella reunión con el señor Lane: un giro de la fortuna en la guerra que libraba. ¡Buenas noticias! ¡Un inversor! Su pequeña empresa le interesaba a uno de los grandes. Pero era posible que al final la noticia no fuese tan buena, y Weisz lo sabía. Sin embargo ¿en qué punto se hallaban? No cabía duda de que aquello era un acontecimiento, un repentino golpe de suerte, y Weisz era de los que aceptaban los desafíos, aunque ahora lo único en lo que podía pensar era en Christa. En Berlín. En una celda. Siendo interrogada.

El miedo y la rabia se apoderaron de él, primero el uno y luego la otra. Odiaba a los captores de Christa, se lo haría pagar caro, pero ¿cómo localizarla? ¿Cómo averiguar qué había sido de ella? ¿Qué podía hacer para salvarla? ¿Estaba aún a tiempo? No, era demasiado tarde. ¿Podía ir a Berlín? ¿Podía ayudarlo Delahanty? ¿La dirección de Reuters? Necesitaba desesperadamente echar mano de los poderosos, pero sólo se le ocurría una fuente: el señor Lane. ¿Lo ayudaría? No si se trataba de un favor. Lane venía a ser un alto ejecutivo, y compartía con los de su mundo un tremendo talento para gafarse de los problemas, Weisz lo había notado. Su objetivo en el mar en que nadaba eran los logros, los éxitos. No se le podía rogar, sólo se le podía obligar, obligar a negociar para conseguir lo que quería. ¿Negociaría?

Weisz se planteó tocar el tema, pero se contuvo. Necesitaba tiempo para pensar, para dar con la forma de hacerlo. Sabía perfectamente con quién estaba tratando: un hombre cuyo trabajo era, esa semana, difundir periódicos clandestinos en un país enemigo. ¿Se lo pediría únicamente a Weisz? ¿Sólo al Liberazione? ¿A quién más habría visto esa noche? ¿A qué otros diarios de emigrados se habría dirigido? No, pensó Weisz, mejor dejarlo ganar, dejar que se fuera a casa satisfecho. Y luego atacar. Sabía que sólo podría lanzar una ofensiva, así que tenía que funcionar. Y, como buen ejecutivo, lo cierto es que Lane no le había planteado la pregunta crucial: ¿Querrá usted hacerlo? Evitando así la embarazosa respuesta que no deseaba oír. No, se lo pediría a Brown. Sí, al señor Brown.

Esa noche Weisz no durmió, no se quitó la ropa, tan sólo dio alguna que otra cabezada hacia el amanecer, finalmente exhausto. Luego, otra mañana de junio como llovida del cielo, fue a trabajar temprano y llamó a Pompon, que no estaba, pero le devolvió la llamada una hora más tarde. Quedaron en verse después del trabajo, en el ministerio del Interior.

Aún no había oscurecido del todo cuando Weisz llegó a la rue des Saussaies. El vasto edificio llenaba el cielo, los hombres con maletines entrando y saliendo por su sombra sin parar. Igual que la vez anterior, lo condujeron a la sala 10: una mesa alargada, unas cuantas sillas, una alta ventana tras una reja, el aire viciado, con un fuerte olor a pintura y humo de cigarrillo. El inspector Pompon lo estaba esperando, acompañado de su colega de mayor edad, su superior, el polizonte, como le llamaba Weisz para sus adentros, entrecano y encorvado, que afirmó ser el inspector Guerin. Esa tarde vestían de manera informal: sin chaqueta, la corbata floja. Así que iba a ser una reunión informal. Con todo, Weisz notaba cierta tensión y expectación. «Éste ya es nuestro.» En la mesa que había delante, los expedientes verdes, y de nuevo era Pompon quien tomaba notas.

Weisz no perdió tiempo y fue al grano.

—Tenemos una información que tal vez les interese —espetó.

Pompon dirigía el interrogatorio.

—¿Tenemos? —repitió.

El comité de redacción del periódico de emigrados Liberazione.

—¿Qué es lo que tiene, monsieur Weisz? Y ¿cómo lo ha conseguido?

—Tenemos pruebas de la existencia de una célula del servicio secreto italiano en esta ciudad. Está en marcha ahora mismo, hoy.

Weisz pasó a describir, sin dar nombres, la persecución por parte de Elena del tipo que abordó a su superiora, el interrogatorio de Véronique y la posterior reunión con Elena, su propia llamada telefónica a la agencia Photo-Mondiale y sus dudas acerca de su legitimidad, la tentativa del comité de vigilar el número 62 del bulevar Estrasburgo, y las cartas que encontró en el buzón de la agencia. Luego, de las notas que había traído consigo, leyó en voz alta los nombres del banco francés y la dirección en Zagreb.

—¿Jugando a los detectives? —terció Guerin, más divertido que enojado.

—Supongo que sí. Pero teníamos que hacer algo. Ya mencioné los ataques de que fue objeto el comité.

Pompon le entregó el expediente a su colega, el cual leyó, valiéndose del dedo índice, las notas relativas a una reunión con Weisz en el café de la Ópera.

—No es gran cosa para nosotros, pero la investigación del asesinato de madame LaCroix continúa abierta, y ésa es la razón por la que estamos hablando con usted.

—Y cree que este material guarda alguna relación. Este asunto del espionaje… —dejó caer Pompon.

—Sí, eso pensamos.

—Y el idioma que su colega oyó bajo la escalera ¿era serbocroata?

—No supo qué era.

Tras un momento de silencio los inspectores se miraron.

—Puede que lo investiguemos —aseguró Guerin—. ¿Y el periódico?

—Hemos aplazado su publicación —explicó Weisz.

—Pero si sus, eh, problemas desaparecieran…

—Seguiríamos adelante. Ahora que Italia se ha aliado con Alemania tenemos más que nunca la impresión de que es importante.

Guerin lanzó un suspiro.

—Política, política —dijo—. Te hacen ir de acá para allá.

—Y te hacen ir a la guerra —apuntó Weisz.

—Sí, está al caer —convino Guerin.

—Si abrimos una investigación, es posible que volvamos a ponernos en contacto con usted —aseveró Pompon—. ¿Algún cambio? ¿Empleo? ¿Domicilio?

—No, todo sigue igual.

—Muy bien, si se entera de alguna otra cosa, háganoslo saber.

—Lo haré —prometió Weisz.

—Pero no intente ayudarnos más, ¿de acuerdo? Déjenoslo a nosotros —apuntó Guerin.

Pompon repasó sus notas para cerciorarse de los nombres y las direcciones de Zagreb y, acto seguido, le dijo a Weisz que podía marcharse.

Cuando se iba, Guerin sonrió y dijo:

A bientôt, monsieur Weisz.

Hasta pronto.

De vuelta en la rue des Saussaies, Weisz encontró un café, probablemente el habitual de los funcionarios del ministerio del Interior, pensó, a juzgar por el aspecto de los hombres que cenaban y bebían en el bar y por el tono apagado de las conversaciones. Acuciado por la prisa, engulló el plat du jour, un estofado de ternera, tomó dos copas de vino y llamó a Salamone desde un teléfono público situado al fondo del local.

—Hecho —informó—. Van a abrir una investigación. Pero tengo que verte, y tal vez a Elena.

—¿Qué te han dicho?

—Bueno, que tal vez investiguen. Ya sabes cómo son.

—¿Cuándo quieres que nos veamos?

—Esta noche. ¿Es muy tarde a las once?

Al poco Salamone repuso:

—No, pasaré a recogerte.

—En la rue de Tournon esquina con Médicis.

—Llamaré a Elena —se ofreció Salamone.

Weisz cogió un taxi a la puerta del café y antes de las ocho estaba en el hotel de Ferrara.

Esa noche trabajaron duro, escribiendo más páginas de lo normal. Estaban en la entrada de Ferrara en Francia y su internamiento en el campo próximo a Tarbes, al suroeste del país. Ferrara seguía enfadado, y no escatimó detalles, centrándose en el pecado burocrático de la indiferencia, pero Weisz lo suavizó: una oleada de refugiados de España, los tristes restos de una causa perdida, los franceses hicieron lo que pudieron. Y es que el Pacto de Acero había cambiado el clima político y, después de todo, ese libro era propaganda, propaganda británica, y ahora Francia era, más que nunca, el aliado de Gran Bretaña en una Europa dividida. A las once, Weisz se levantó, dispuesto a irse. ¿Dónde estaba Kolb? Se lo encontró en el pasillo, cuando se dirigía a la habitación.

—Tengo que ver al señor Brown —aseguró—. Lo antes posible.

—¿Ocurre algo?

—No tiene que ver con el libro —contestó Weisz—. Es otra cosa, sobre la reunión de la otra noche.

—Hablaré con él —respondió Kolb— y lo organizaremos.

—Mañana por la mañana —propuso Weisz—. Hay un café llamado Le Repos en la rue Dauphine, más abajo del Hotel Dauphine. A las ocho.

Kolb enarcó una ceja.

—Nosotros no funcionamos así.

—Lo sé, pero se trata de un favor. Por favor, Kolb, el tiempo apremia.

A Kolb no le gustó.

—Lo intentaré, pero si no aparece no se extrañe. Ya conoce la rutina: Brown decide la hora y el sitio. Hemos de ser cuidadosos.

Weisz estaba a punto de suplicar.

—Inténtelo, es todo lo que le pido.

Ya en la calle, Weisz echó a andar a buen paso hacia la esquina. El Renault se hallaba allí, el motor fallaba ya incluso al ralentí. Elena ocupaba el asiento contiguo a Salamone. Weisz se montó en la parte de atrás y se disculpó por el retraso.

—No importa —respondió Salamone al tiempo que accionaba la palanca de cambios para meter primera—. Esta noche eres nuestro héroe.

Weisz relató la reunión en el ministerio del Interior y agregó:

—Ahora lo que tenemos que discutir es otra cosa… algo que pasó la otra noche.

—¿De qué se trata? —quiso saber Salamone.

Weisz le contó a Elena, de forma breve y midiendo las palabras, lo del libro de Ferrara, de que era una operación del SSI británico.

—Y ahora me han hablado del Liberazione. No sólo tienen ganas de que volvamos a editarlo, quieren que crezcamos. Más tirada, más lectores, mayor distribución. Dicen que nos ayudarán a hacerlo y que nos proporcionarán información. Y debo añadir que quiero aprovechar la oportunidad para salvar la vida de una amiga mía que está en Berlín.

Todos guardaron silencio un instante hasta que Salamone dijo:

—Carlo, nos pones difícil decir que no.

—Si es que no, es que no. Ya encontraré otro modo de salvar a mi amiga.

—¿Proporcionarnos información? ¿Qué quiere decir eso? ¿Nos dirán lo que tenemos que escribir?

—Es por el pacto —razonó Elena—. Querían que Italia fuera neutral, pero, hicieran lo que hiciesen, no funcionó, y ahora tienen que apretarle las tuercas.

—Por Dios, Carlo —dijo Salamone mientras giraba el volante y se metía por una bocacalle—. Precisamente tú, se diría que quieres dejar que lo hagan. Pero ya sabes lo que pasará. Primero meten la cabeza y luego un poco más, y en menos que canta un gallo son nuestros dueños. Nosotros, ¿espías? —rió ante la idea—. ¿Sergio? ¿El abogado? ¿Zerba, el historiador del arte? ¿Yo? La OVRA nos hará pedazos, no podemos sobrevivir en ese mundo.

Weisz repuso con voz tensa:

—Tenemos que intentarlo, Arturo. Siempre hemos querido cambiar las cosas en Italia, contraatacar. Ésta es nuestra oportunidad.

El oscuro interior del coche se vio iluminado de repente por los faros de un vehículo que había entrado en la calle detrás de ellos. Salamone miró por el retrovisor cuando Elena dijo:

—Y ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Encontrar a otro impresor? ¿Más mensajeros? ¿Más gente que reparta ejemplares? ¿En más ciudades?

Ellos saben cómo, Elena —contestó Weisz—. Nosotros somos aficionados, ellos profesionales.

Salamone miró de nuevo el retrovisor. El otro coche se les había acercado.

—Carlo, la verdad, no te entiendo. Cuando decidimos continuar aquí la lucha de los giellisti en Italia nos enfrentamos a esta clase de intromisiones y las combatimos. Somos una organización de la Resistencia, y ello entraña sus riesgos, pero hemos de seguir siendo independientes.

—Va a estallar una guerra —aseguró Elena—. Como en el catorce, pero peor, si es que es posible. Y todas las organizaciones de la Resistencia, todos esos idealistas exquisitos se verán arrastrados a ella. Y no por sus virtuosas ideas.

—¿Estás con Carlo?

—No me hace gracia, pero sí.

Salamone dobló la esquina y aceleró.

—¿Quiénes son esos que van detrás de nosotros? —El Renault se hallaba de nuevo en la calle que discurría paralela a los jardines de Luxemburgo e iba cada vez más deprisa, pero los faros del otro vehículo seguían fijos en el retrovisor. Weisz se volvió para echar un vistazo y vio dos siluetas oscuras en el asiento delantero de un gran Citroën—. Tal vez debamos dejar que nos ayuden —admitió Salamone—. Pero creo que lo lamentaremos. Dime una cosa, Carlo, ¿lo que te ha hecho cambiar de opinión es ese motivo personal, esa amiga tuya, o lo harías de todos modos?

—La guerra no se avecina, ya está aquí. Y si no son los británicos hoy, serán los franceses mañana. La presión acaba de empezar. Elena tiene razón. Sólo es cuestión de tiempo. Todos tendremos que luchar, unos con armas y otros con máquinas de escribir. Y, en cuanto a lo de mi amiga, es una vida que merece ser salvada, independientemente de lo que ella signifique para mí.

—Me da igual el motivo —afirmó Elena—. No podemos continuar solos, la OVRA nos lo ha demostrado. Creo que deberíamos aceptar la oferta, y si los británicos pueden echarle una mano a Carlo para salvar a su amiga, pues estupendo, ¿por qué no? ¿Y si se tratara de ti o de mí, Arturo, si tuviésemos problemas en Berlín o en Roma, qué querrías que hiciera Carlo?

Salamone aminoró la marcha y, sin perder de vista el retrovisor, se detuvo. El Citroën hizo lo mismo y, acto seguido, despacio, esquivó el Renault y se situó a su altura. El tipo que ocupaba el asiento del copiloto volvió la cabeza y los miró un instante, luego le dijo algo al conductor y el coche se alejó.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Elena.

7 de junio, 8:20

El café Le Repos estaba concurrido por las mañanas; los clientes se agolpaban en la barra para ahorrarse unas monedas en el café. En busca de intimidad, Weisz se había sentado a una mesa al fondo, de espaldas a un enorme espejo de pared. Esperó, con Le Journal delante, sin leer, el café una mancha oscura en el fondo de la tacita. Ni rastro del señor Brown. Bueno, Kolb se lo había advertido, esa gente hacía las cosas a su manera. Luego un hombre con una gorra de visera abandonó la barra, se acercó a su mesa y preguntó:

—¿Weisz?

—¿Sí?

—Venga conmigo.

Weisz dejó dinero en la mesa y lo siguió. Ya en la calle, un taxi aguardaba frente al café. El de la gorra se puso al volante, y Weisz se subió atrás, donde se hallaba el señor Brown. El señor Brown de siempre, el olor del humo de la pipa endulzando el aire.

—Buenos días —saludó con aspereza. El taxi arrancó y se fundió con el lento tráfico de la rue Dauphine—. Bonita mañana.

—Gracias por esto —dijo Weisz—. Tenía que hablar con usted, sobre los planes que tienen para el Liberazione.

—Se refiere a la pequeña charla que mantuvo con el señor Lane.

—Eso es. Pensamos que es una buena idea, pero necesito su ayuda. Para salvar una vida.

Brown enarcó las cejas, y la pipa soltó una significativa bocanada de humo blanco.

—¿De qué vida se trata?

—De la de una amiga. Ha formado parte de un grupo de la Resistencia, en Berlín, y puede que se haya metido en un lío; hace dos días vi un cable en Reuters que podría significar que la han arrestado.

Por un momento Brown pareció un médico al que le hubiesen dicho algo terrible: por malo que fuese, él ya lo había oído.

—O sea, necesita un milagro y todo irá sobre ruedas, ¿es eso, señor Weisz?

—Quizá un milagro para mí, pero no para usted.

Brown se sacó la pipa de la boca y miró a Weisz largo y tendido.

—Así que una amiga.

—Más que eso.

—Y ¿de verdad está haciendo cosas en Berlín contra los nazis, aparte de protestar en las cenas que dan sus amigos?

—De verdad —aseveró Weisz—. Con su círculo de amistades. Algunos trabajan en los ministerios, roban papeles.

—Y se los pasan ¿a quién? Si no le importa que se lo pregunte. A nosotros no, eso seguro, no tendrá esa suerte.

—No lo sé. Puede que a los soviéticos o incluso a los americanos. No me lo quiso decir.

—Ni siquiera en la cama.

—No, ni siquiera.

—Bien hecho —aprobó Brown—. ¿Son bolcheviques?

—No lo creo. Al menos no estalinistas. Son personas con conciencia que luchan contra un régimen perverso. Y quien sea que hayan encontrado para sacar del país la información que ellos obtienen, lo más posible es que haya sido por casualidad: alguien, tal vez un diplomático, al que conocían por azar.

—O que se esforzó por darse a conocer, me atrevería a decir.

—Probablemente. Alguien que parecía de fiar.

—Seré franco con usted, Weisz. Si la ha cogido la Gestapo, no podemos hacer gran cosa. No será ciudadana británica, ¿no?

—No, es alemana. Húngara por parte de padre.

—Mmm. —Brown volvió la cabeza y se puso a mirar por la ventanilla. Al poco dijo—: Entendemos que su diario estará dirigido por un comité de algún tipo. ¿Ha hablado con ellos?

—Sí. Están dispuestos a hacer lo que nos piden.

—¿Y usted?

—Estoy a favor.

—¿Se atreverá?

—Sí, me atreveré a volver a sacar el periódico, sí.

—El periódico, dice. No, Weisz, si se atreverá a salir de Francia, si se atreverá a ir a Italia. ¿O es que Lane no le contó esa parte?

«Estás loco.» Pero lo tenían pillado.

—Lo cierto es que no. ¿Forma parte del plan?

—Ése es el maldito plan, muchacho. Lo queremos a usted.

Weisz tomó aire.

—Si me ayudan, haré lo que me digan.

—¿Nos pone condiciones?

Brown, los ojos fríos, dejó la palabra flotando en el aire.

«No te equivoques en la respuesta.» Weisz sintió un tic en la comisura del ojo.

—No es una condición, pero…

—¿Sabe lo que nos pide? Lo que quiere que hagamos es poner en marcha una operación, ¿tiene idea de lo que eso implica? No se trata de: bueno, démonos un salto hasta Berlín para salvar de los nazis a la chica del bueno de Weisz. Será preciso celebrar reuniones para tratar el asunto, en Londres, y si por algún motivo absurdo decidimos intentarlo, usted nos pertenecerá para los restos. ¿Le gusta la expresión? A mí bastante. Dice mucho.

—De acuerdo —accedió Weisz.

Brown musitó entre dientes: «Vaya engorro», y luego le dijo a Weisz:

—Muy bien, anote esto. —Esperó a que Weisz sacara lápiz y papel—. Lo que quiero que haga hoy, de su puño y letra, es que me escriba todo lo que sepa de ella. Su nombre, su apellido de soltera, si ha estado casada. Una descripción física detallada: altura, peso, cómo viste, cómo lleva el pelo. Y todas las fotografías que tenga, y he dicho todas. Sus direcciones, dónde vive, dónde trabaja, y los números de teléfono. Dónde compra, si es que lo sabe, y cuándo compra. Dónde va a cenar o a almorzar, el nombre de los criados y el nombre de cualquier amigo que haya mencionado y su dirección. Sus padres, quiénes son, dónde viven. Y alguna frase íntima que compartan ustedes dos: «mi petisú», o algo por el estilo.

—No tengo ninguna foto.

—No, claro.

—¿Se lo doy a Kolb esta noche?

—No, escriba «Señora Day» en un sobre y déjelo en la recepción del Bristol. Antes de las doce, ¿está claro?

—Allí estará.

Brown, perplejo por las repentinas sorpresas que te da la vida, meneó la cabeza. Luego, con voz resignada, llamó:

—Andrew.

El conductor no necesitó más, se salió del tráfico y paró junto a la acera. Brown se inclinó sobre Weisz y le abrió la puerta.

—Estaremos en contacto —afirmó—. Y mientras tanto será mejor que termine el trabajo con Ferrara.

Weisz se dirigió a su oficina, ansioso por apuntar lo que Brown le había pedido, y no menos ansioso por echar una ojeada a las noticias de la noche anterior. Pero no había nada más sobre la red de espionaje de Berlín. Por un momento se convenció de que aquél era un buen pretexto para llamar a Eric Wolf, luego reconoció que no lo era, a menos que Delahanty se lo pidiese. Delahanty no se lo pidió, a pesar de que Weisz lo sacó a relucir. En lugar de eso le dijo que tenía que subirse al tren de la una a Orléans: el presidente de un banco se había marchado de la ciudad con su novia de diecisiete años y una considerable parte del dinero de sus clientes, rumbo a Tahiti, se rumoreaba, y no, como había anunciado en el banco, a una reunión en Bruselas. Weisz trabajó de firme durante una hora, anotando todo lo que sabía de la vida de Christa y después, de camino al Dauphine para hacer la maleta, se pasó por el Bristol.

Cuando Weisz volvió a París, el mediodía del nueve, en la oficina había jaleo.

—Vaya a ver de inmediato a monsieur Delahanty —le pidió la secretaria, en los ojos un brillo malicioso. Hacía tiempo que sospechaba que Weisz estaba metido en algún tejemaneje, y ahora parecía que tenía razón y que él iba a recibir su merecido.

Pero se equivocaba. Weisz tomó asiento en la silla de las visitas, frente a Delahanty, el cual se puso en pie, cerró la puerta del despacho y luego le guiñó un ojo.

—Tenía algunas dudas sobre ti, muchacho —confesó mientras volvía a su mesa—, pero ahora todo se ha aclarado.

Weisz estaba perplejo.

—No, no, no digas nada, no es preciso. No puedes culparme, ¿no? Todo este ir de acá para allá, me preguntaba ¿qué demonios le pasa? Los emigrados siempre parecen tramar algo, es la opinión común, pero el trabajo ha de ser lo primero. Y no estoy diciendo que no lo haya sido, casi siempre, desde que empezaste aquí. Has sido fiel y leal, puntual con las noticias, y no has hecho tonterías con los gastos. Pero, en fin, no sabía qué pasaba.

—¿Y ahora lo sabe?

—Por las alturas, muchacho, de lo más alto. Sir Roderick y los suyos, en fin, si valoran algo es el patriotismo, el viejo rugido del viejo león británico. Sé que no te aprovecharás de esta situación, porque te necesito, necesito las noticias todos los días o nos quedamos sin delegación, pero si tienes que, bueno, desaparecer, de vez en cuando, sólo házmelo saber. Por amor de Dios, no te esfumes sin más, bastará una palabra. Estamos orgullosos de ti, Carlo. Y ahora sal de aquí y amplíame la noticia de Orléans, lo del banquero travieso y su traviesa novia. Tenemos su fotografía, del periodicucho local, está en tu mesa. Una lolita con el vestido de la confirmación, ni más ni menos, y un puto ramo de flores en su lujuriosa manita. Ponte a ello, muchacho. Ya sabes, Tahiti, Gauguin, sarongs

Weisz se levantó para irse, pero cuando abría la puerta Delahanty añadió:

—Y en cuanto al otro asunto, no volveré a mencionarlo, salvo para decir buena suerte y ten cuidado.

En algún lugar entre los bastidores de su vida, pensó Weisz, alguien había accionado un resorte.

10 de junio, 21:50. Hotel Tournon.

Es algo por lo que no querría volver a pasar, pero me hermanó con todas las almas de Europa que miran el mundo a través de una alambrada, y hay miles de ellas, por mucho que sus gobiernos traten de negarlo. Tuve la buena suerte de contar con amigos que se encargaron de liberarme y después me ayudaron a comenzar una vida nueva en la ciudad donde estoy escribiendo estas líneas. Es una buena ciudad, una ciudad libre en la que la gente valora su libertad, y lo único que deseo es que las gentes de Europa entera, del mundo entero, puedan, algún día, compartir esta preciada libertad.

No será fácil. Los tiranos son fuertes, más fuertes cada día. Pero sucederá, creedme, será así. Y hagáis lo que hagáis, sea cual fuere vuestro devenir, yo estaré a vuestro lado. O alguien como yo. Hay más de los nuestros de los que pensáis, en la calle, en la ciudad de al lado, dispuestos a luchar por aquello en lo que creemos. Luchamos por España, y ya sabéis lo que pasó, perdimos la guerra. Pero no hemos perdido la esperanza, y cuando llegue la próxima lucha estaremos allí. En cuanto a mí, personalmente, no me rendiré. Seguiré siendo, al igual que todos estos años, un soldado de la libertad.

Weisz encendió un cigarrillo y se retrepó en la silla. Ferrara se situó a su espalda y leyó el texto.

—Me gusta —aseguró—. Entonces ¿hemos terminado?

—Querrán hacer cambios —respondió Weisz—. Pero han estado leyendo las páginas regularmente, así que yo diría que es más o menos lo que quieren.

Ferrara le dio unas palmaditas en el hombro.

—Jamás pensé que escribiría un libro.

—Pues ya lo has hecho.

—Deberíamos tomar una copa para celebrarlo.

—Tal vez lo hagamos, cuando aparezca Kolb.

Ferrara consultó el reloj, nuevo, de oro y muy lujoso.

—Suele venir a las once.

Bajaron al café, situado por debajo del nivel de la calle, en su día el sótano del Tournon. Estaba oscuro y casi vacío, tan sólo un cliente con media copa de vino junto al codo que escribía en unas hojas de papel amarillo.

—Siempre está aquí —comentó Ferrara.

Pidieron dos coñacs en la barra y se sentaron a una de las maltrechas mesas, la madera manchada y marcada por quemaduras de cigarrillo.

—¿Qué harás ahora que el libro está terminado? —se interesó Weisz.

—Quién sabe. Quieren que vaya por ahí a dar charlas, después de que se publique el libro. A Inglaterra, quizá a América.

—Es algo habitual para un libro como éste.

—¿Quieres que te diga la verdad, Carlo? ¿Guardarás el secreto?

—Adelante. No se lo cuento todo.

—No voy a hacerlo.

—¿No?

—No quiero ser… su soldadito de juguete. No va conmigo.

—No, pero se trata de una buena causa.

—Lo es, pero no para mí. No me veo dando un discurso ante algún grupo religioso…

—¿Entonces?

—Irina y yo nos vamos. Sus padres son emigrados, viven en Belgrado, ella dice que podemos ir allí.

—A Brown no le cae bien, supongo que lo sabes.

—Ella es mi vida. Hacemos el amor toda la noche.

—Bueno, no les gustará.

—Nos vamos a escabullir sin más. No voy a ir a Inglaterra. Si estalla la guerra, iré a Italia, lucharé allí, en las montañas.

Weisz le prometió no contárselo a Kolb ni a Brown, y cuando le deseó buena suerte lo dijo de corazón. Estuvieron bebiendo un rato y luego, justo antes de las once, volvieron a la habitación que aún seguía llena de humo. Esa noche Kolb fue puntual. Tras releer el final, comentó:

—Bonitas palabras. Muy inspiradoras.

—Hágame saber si va a haber algún cambio —comentó Weisz.

—La verdad es que tienen mucha prisa, no sé qué les pasa, pero dudo que vayan a robarle mucho más tiempo. —Luego su voz se tornó confidencial y agregó—: ¿Le importaría salir un momento?

En el pasillo, Kolb dijo:

—El señor Brown me ha pedido que le cuente que tenemos noticias sobre su amiga, de nuestra gente en Berlín. No ha sido detenida, aún. Por el momento la están vigilando. Estrechamente. Me da la impresión de que los nuestros han mantenido las distancias, pero la están vigilando, los nuestros saben cómo va. Así que manténgase alejado de ella y no intente usar el teléfono. —Hizo una pausa y continuó, la voz teñida de preocupación—: Espero que la chica sepa lo que hace.

Por un instante Weisz se quedó sin habla. Por fin logró contestar:

—Gracias.

—Se encuentra en peligro, Weisz, es mejor que lo sepa. Y no estará a salvo hasta que salga de allí.

Durante los días siguientes, silencio. Fue hasta Le Havre para ocuparse de un trabajo de Reuters, hizo lo que tenía que hacer y regresó. Cada vez que sonaba el teléfono de la oficina, cada tarde que se pasaba por la recepción del Dauphine, concebía unas esperanzas que no tardaban en esfumarse. Lo único que podía hacer era esperar, y hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mal que se le daba. Pasaba los días, y sobre todo las noches, preocupado por Christa, por Brown, por su viaje a Italia… y sin poder hacer nada al respecto.

Luego, a última hora de la mañana del día catorce, Pompon llamó. Weisz tenía que acudir a la Sûreté a las tres y media de esa tarde. Así que de nuevo en la sala 10. Pero esa vez no estaba Pompon, sólo Guerin.

—El inspector Pompon ha ido por los expedientes —explicó éste—. Pero mientras esperamos hay algo que me gustaría dejar claro. Usted no mencionó los nombres de su comité de redacción, y lo respetamos, muy noble por su parte, pero si queremos seguir con la investigación, tendremos que entrevistarlos para que nos ayuden con las identificaciones. Es por su propio bien, monsieur Weisz, por la seguridad de todos ellos, al igual que por la suya propia. —Le pasó a Weisz un bloc y un lápiz—. Por favor —añadió.

Weisz anotó los nombres de Véronique y Elena, y agregó las direcciones de la galería y de la casa de esta última.

—Es con ellas con quienes han establecido contacto —observó Weisz, que además precisó que Véronique no tenía nada que ver con el Liberazione.

Pompon apareció a los pocos minutos con unos expedientes y un abultado sobre de papel manila.

—No lo entretendremos demasiado hoy, sólo queremos que eche un vistazo a unas fotografías. Tómese su tiempo, mire bien los rostros y díganos si reconoce a alguno.

Sacó del sobre una fotografía de veinte por veinticinco y se la entregó a Weisz. No lo conocía. Un tipo pálido, de unos cuarenta años, complexión robusta, cabello rapado, fotografiado de perfil cuando bajaba por una calle, la instantánea tomada desde cierta distancia. Mientras analizaba la foto vio, en el extremo izquierdo, el portal 62, bulevar Estrasburgo.

—¿Lo reconoce? —preguntó Pompon.

—No, no lo he visto nunca.

—Tal vez de pasada —apuntó Guerin—. Por la calle, en alguna parte. ¿En el metro?

Weisz se esforzó, pero no recordaba haberlo visto. ¿Sería el hombre en el que estaban especialmente interesados?

—Creo que no lo he visto en mi vida —se reafirmó Weisz.

—¿Y a ésta?

Una mujer atractiva que pasaba por un puesto en un mercado callejero. Llevaba un traje elegante y un sombrero con ala que ocultaba un lado de su rostro. La habían cogido caminando, probablemente a buen paso, su expresión absorta y resuelta. En la mano izquierda una alianza. El rostro del enemigo. Pero parecía normal y corriente, inmersa en la vida que llevara, la cual, daba la casualidad, incluía trabajar para la policía secreta italiana, cuyo cometido era acabar con determinadas personas.

—No la reconozco —aseguró Weisz.

—¿Y a este tipo?

Esa vez no se trataba de ninguna fotografía clandestina, sino de una foto de archivo: de frente y de perfil, con un número de identificación en el pecho, debajo el nombre, «Jozef Vadic». «Joven y brutal», pensó Weisz. Un asesino. En sus ojos un gesto desafiante: los policías podían sacarle todas las fotos que quisieran, él haría lo que le diera la gana, lo que tenía que hacer.

—Nunca lo he visto —contestó Weisz—. Y diría que me alegro.

—Cierto —convino Guerin.

A la espera de la siguiente instantánea, Weisz pensó: «¿Dónde está el tipo que intentó entrar en mi habitación del Dauphine?»

—¿Éste? —le preguntó Pompon.

Ése sí sabía quién era. Cara picada, bigote a lo Errol Flynn, si bien desde ese ángulo no se veía la pluma en la cinta del sombrero. Lo habían fotografiado sentado en una silla en un parque, las piernas cruzadas, perfectamente tranquilo, las manos unidas en el regazo. Esperando, pensó Weisz, a que alguien saliera de un edificio o un restaurante. Se le daba bien lo de esperar, soñando despierto, tal vez, con algo de su agrado. Y —recordó las palabras de Véronique— había algo extraño en su rostro, que bien podía describirse como «petulante y ladino».

—Creo que es el hombre que interrogó a mi amiga, la de la galería de arte —respondió Weisz.

—Tendrá ocasión de identificarlo —aseguró Guerin.

Weisz también conocía al siguiente. De nuevo, en la foto aparecía el 62 del bulevar Estrasburgo. Era Zerba, el historiador del arte de Siena. Cabello rubio, bastante apuesto, seguro de sí, no excesivamente preocupado por el mundo. Weisz se aseguró. No, no se había equivocado.

—Este hombre es Michele Zerba —contó Weisz—. Era profesor de Historia del Arte en la Universidad de Siena y emigró a París hace unos años. Forma parte del comité de redacción del Liberazione. —Weisz le pasó la foto por la mesa.

A Guerin aquello le divertía.

—Debería ver la cara que ha puesto —comentó.

Weisz encendió un cigarrillo y se acercó un cenicero. Era el de un café, probablemente del que había al lado.

—Un espía de la OVRA —apuntó Pompon, la voz saboreando la victoria—. ¿Cómo dicen ustedes? ¿Un confidente?

Ajá.

—«Jamás habría sospechado…» —empezó a decir Guerin como si fuese Weisz.

—No.

—Así es la vida. —Guerin se encogió de hombros—. Cree que no tiene la pinta.

—¿Es que hay una pinta concreta?

—Para mí, sí: con el tiempo uno acaba desarrollando un sexto sentido. Pero, dada su experiencia, para usted diría que no.

—¿Qué será de él?

Guerin se paró a pensar la pregunta.

—Si lo único que ha hecho es informar sobre los pasos del comité, no gran cosa. La ley que ha infringido, no traicionar a los amigos, no aparece en el código penal. No ha hecho más que ayudar al gobierno de su país. Tal vez hacerlo en Francia no sea técnicamente legal, pero no se puede relacionar con el asesinato de madame LaCroix, a menos que alguien hable. Y, créame, esa gente no hablará. En el peor de los casos, lo mandaremos de vuelta a Italia. Con sus amigos. Y ellos le darán una medalla.

—¿Es zeta, e, erre, be, a? —quiso saber Pompon.

—Sí.

—¿Siena lleva dos enes? Nunca me acuerdo.

—Una —corrigió Weisz.

Había otras tres fotografías: una mujer robusta con trenzas rubias a ambos lados de la cabeza, y dos hombres, uno de ellos de aspecto eslavo, el otro mayor, con un bigote blanco y gacho. Weisz no los conocía. Cuando Pompon devolvió las fotografías al sobre, Weisz preguntó:

—¿Qué les van a hacer?

—Vigilarlos —aclaró Guerin—. Registrar la oficina de noche. Si los pillamos con documentos, si están espiando a Francia, irán a la cárcel. Pero enviarán a otros, con otra tapadera, en otro distrito. El que se hizo pasar por inspector de la Sûreté acabará yendo a la cárcel, le caerán un año o dos.

—¿Y Zerba? ¿Qué hacemos con él?

—¡Nada! —respondió Guerin—. No le digan nada. Acudirá a sus reuniones y elaborará sus informes hasta que hayamos terminado con la investigación. Y, Weisz, hágame un favor: no le peguen un tiro, ¿de acuerdo?

—No vamos a pegarle un tiro.

—¿De veras? —se sorprendió Guerin—. Yo lo haría.

Ese mismo día quedó con Salamone en los jardines del Palais Royal. Era una tarde cálida y nublada que amenazaba lluvia. Se encontraban solos, recorriendo los senderos festoneados de parterres y arriates de flores. A Weisz, Salamone se le antojó viejo y cansado. El cuello de la camisa le venía demasiado grande, tenía ojeras y al caminar hundía la punta del paraguas en la gravilla.

Weisz le contó que ese día le habían pedido que fuera a la Sûreté.

—Han estado sacando fotos —comentó—. Disimuladamente. De la gente que está relacionada con la Agence Photo-Mondiale. Unas en distintas partes de la ciudad, otras de gente entrando o saliendo del edificio.

—¿Pudiste identificar a alguno?

—Sí, a uno. A Zerba.

Salamone se detuvo y se volvió para mirar a Weisz, su expresión una mezcla de asco e incredulidad.

—¿Estás seguro?

—Sí, por desgracia.

Salamone se pasó una mano por la cara, y Weisz pensó que iba a llorar. Luego respiró hondo y espetó:

—Lo sabía.

Weisz no se lo creyó.

—Lo sabía pero no lo sabía. Cuando empezamos a quedar con Elena y con nadie más fue porque empecé a sospechar que uno de nosotros trabajaba para la OVRA. Ocurre en todos los grupos de emigrados.

—No podemos hacer nada —advirtió Weisz—. Eso me han dicho. No podemos decir que lo sabemos. Quizá lo envíen de vuelta a Italia.

Reanudaron la marcha, Salamone clavando el paraguas en el sendero.

—Debería aparecer flotando en el Sena.

—¿Estás dispuesto a hacer eso, Arturo?

—Puede. No sé. Probablemente no.

—Si esto termina algún día y los fascistas se largan, nos ocuparemos de él, en Italia. De todas formas deberíamos celebrarlo, porque esto significa que el Liberazione vuelve a la vida. Dentro de una semana, un mes, la Sûreté habrá hecho su trabajo y ésos no volverán a molestarnos, al menos ésos no.

—Tal vez otros.

—Es muy probable. No van a rendirse, pero nosotros tampoco, y ahora nuestras tiradas serán mayores, y la distribución más amplia. Tal vez no lo parezca, pero esto es una victoria.

—Conseguida con dinero británico y sujeta a su presunta ayuda.

Weisz asintió.

—Era inevitable. Somos apátridas, Arturo, eso es lo que pasa. —Durante un rato estuvieron andando en silencio, luego Weisz dijo—: Y me han pedido que vaya a Italia, a organizar la expansión.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace unos días.

—Y dijiste que sí.

—Sí. Tú no puedes ir, así que tendré que ser yo, y necesitaré todo lo que tengas: nombres, direcciones.

—Lo que tengo es un puñado de personas en Génova, gente a la que conocía cuando vivía allí, dos o tres consignatarios de buques, trabajábamos en lo mismo, el número de teléfono de Matteo, en el departamento de Impresión de Il Secolo, y algunos contactos en Roma y Milán que sobrevivieron a las detenciones de los giellisti hace unos años. En suma, no mucho; ya sabes cómo funciona: amigos y amigos de amigos.

—Lo sé. Sólo tendré que hacerlo lo mejor que pueda. Y los británicos cuentan con sus propios recursos.

—¿Te fías de ellos, Carlo?

—En absoluto.

—Y sin embargo te vas a meter en esto, en un asunto tan peligroso.

—Sí.

—Hay confidentes por todas partes, Carlo. Por todas partes.

—Lo sé.

—En tu fuero interno, ¿crees que vas a volver?

—Lo intentaré, pero si no vuelvo, pues no vuelvo.

Salamone fue a responder, pero no lo hizo. Como de costumbre, su rostro era un espeja de lo que sentía: perder a un amigo era la cosa más triste del mundo. Al poco, preguntó con un suspiro:

—¿Cuándo te vas?

—No me dirán ni cuándo ni cómo, pero necesitaré tu información lo antes posible. En el hotel. Hoy, si puedes.

Continuaron hasta la galería que rodeaba el jardín y se metieron por otro camino. Estuvieron un rato sin decir nada, el silencio interrumpido únicamente por los gorriones y por el sonido de los pasos en la gravilla. Salamone parecía sumido en sus pensamientos, pero, al final, se limitó a menear la cabeza muy despacio y musitar, más para sí y para el mundo que para Weisz:

—Esto es una mierda —repuso Weisz—. Será un buen epitafio.

Se estrecharon la mano y se despidieron. Salamone le deseó buena suerte y echó a andar hacia el metro. Weisz se quedó mirándolo hasta que desapareció bajo el arco que asomaba a la calle. Tal vez no volviera a ver a Salamone, pensó. Permaneció en el jardín un rato, recorriendo los senderos, las manos en los bolsillos de la gabardina. Cuando oyó el golpeteo de las primeras gotas de lluvia pensó: «Ya está», y se resguardó bajo los soportales, ante el escaparate de una sombrerería. Docenas de modelos de lo más curioso trepando por los percheros: plumas de pavos reales y lentejuelas rojas, lazos de raso, medallones dorados. Las nubes cubrieron el jardín y se fueron dispersando, pero no llovió más. Y le sorprendió, le sucedía a menudo, lo mucho que le gustaba esa ciudad.

17 de junio, 10:40

Una última reunión con el señor Brown, en el bar de un callejón perdido de Le Marais.

—Se acerca el momento —anunció Brown—, así que necesitaremos algunas fotografías de carnet. Déjelas en el Hotel Bristol, mañana. —A continuación le leyó una lista de nombres, números y direcciones que Weisz apuntó en una libreta. Cuando hubo terminado, le recordó—: Se aprenderá todo esto de memoria, naturalmente, y destruirá las notas.

Weisz le aseguró que lo haría.

—No llevará encima nada personal, y si tiene ropa comprada en Italia, póngasela. De lo contrario, corte las etiquetas francesas.

Weisz se mostró conforme.

—Lo importante es que lo vean allí, que esté en escena en todo momento. Significará mucho para quienes han de realizar el trabajo, poniéndose en peligro, que usted tenga el coraje de volver a Italia. En las mismísimas narices del viejo Mussolini, esa clase de cosas. ¿Alguna pregunta?

—¿Ha sabido algo más sobre mi amiga en Berlín?

Ésa no era la pregunta que Brown tenía en mente, y se lo dio a entender.

—No se preocupe por eso, se están ocupando de ello, sólo concéntrese en lo que tiene que hacer ahora.

—Lo haré.

—La concentración es importante. Si no es consciente en todo momento de dónde está y con quién, algo podría salir mal. Y no queremos que eso pase, ¿verdad?

20 de junio. Hotel Dauphine.

Al amanecer llamaron a la puerta. Weisz gritó:

—¡Un minuto!

Se puso unos calzoncillos. Al abrir vio la sonrisa de S. Kolb, que se llevó la mano al sombrero y dijo:

—Bonita mañana. Un día perfecto para viajar.

¿Cómo demonios había subido?

—Pase —lo invitó Weisz, frotándose los ojos.

Kolb depositó un maletín en la cama, soltó las hebillas y desplegó la parte de arriba. Luego echó un vistazo al interior y comentó:

—¿Qué tenemos aquí? ¡Una persona nueva! Veamos, ¿quién puede ser? Aquí está el pasaporte, un pasaporte italiano. Por cierto, tiene que saberse su nombre. Resulta bastante embarazoso en los puestos fronterizos no saberse el propio nombre. Puede despertar sospechas, aunque debo decir que hay quien ha sobrevivido. Anda, mira, si son papeles. De toda clase, hasta —Kolb sostuvo el documento a cierta distancia, el gesto típico de los hipermétropes— libretto di lavoro, un permiso de trabajo. Y ¿dónde trabaja esta persona? Es funcionario del Istituto per la Ricostruzione Industriale, el IRI. Pero, bueno, ¿qué demonios hace ese instituto? Negocia con banqueros, compra acciones, transfiere dinero del gobierno al sector privado, un organismo fundamental para la planificación de la economía fascista. Y, lo que es más importante, contrata a este caballero, a este recién nacido como burócrata arrogante, cuyo poder es desconocido y, por tanto, aterrador. No habrá un solo policía italiano que no palidezca en presencia de un cargo tan importante, y nuestro caballero cruzará los controles callejeros a toda mecha. Vaya, nuestro muchacho no sólo tiene papeles, también están debidamente sellados y ajados. Doblados una y otra vez. Weisz, debo admitir que he pasado algún tiempo pensando en este trabajo. Es decir, ellos nunca te dicen quién lo hace, lo de doblar una y otra vez, pero alguien ha de hacerlo. ¿Qué más? Anda, mira, ¡dinero! Montones, miles y miles de liras. Nuestro caballero es rico, está forrado. ¿Alguna cosa más? Mmm, supongo que eso es todo. No, un momento, hay algo más. Casi se me pasa: ¡un billete en primera a Marsella! Para hoy. A las 10:30. Vaya, resulta que sólo es de ida, pero no deje que ese detalle le ponga nervioso. Es decir, no sería buena idea que nuestro hombre llevara en el bolsillo un billete de vuelta; uno nunca sabe, se mete la mano para sacar el pañuelo y ¡zas! Así que primero volverá a Marsella y luego sacará un billete para París, y todos celebraremos un trabajo bien hecho. ¿Algún comentario? ¿Alguna pregunta? ¿Algún insulto?

—Ninguna pregunta. —Weisz se alisó el cabello hacia atrás con la mano y se puso a buscar las gafas—. Usted ya ha hecho esto antes, ¿no?

Kolb esbozó una sonrisa melancólica.

—Muchas veces. Muchas, muchas veces.

—Le agradezco que le haya quitado hierro.

Kolb hizo una mueca. «Es lo que hay que hacer.»

22 de junio. Porto Vecchio, Génova.

El carguero griego Hydraios, de pabellón panameño, atracó en el puerto de Génova justo antes de medianoche. El barco, que zarpó de Marsella en lastre, ya que debía recoger un cargamento de lino, vino y mármol, contaba con un miembro de más entre su tripulación. Mientras los marineros bajaban a toda prisa por la plancha, riendo y bromeando, Weisz permanecía junto al segundo maquinista, que lo había recogido en el puerto de Marsella. La mayoría de la tripulación era griega, pero algunos chapurreaban algo de italiano, y uno le gritó al adormilado agente encargado del control de pasaportes que se hallaba a la puerta de un tinglado.

Eh, Nunzio! Hai cuccato? —«¿Ya has follado?»

Nunzio hizo un gesto señalando la zona de la entrepierna, lo que significaba que sí.

Tutti avanti! —voceó mientras les indicaba que pasaran, sellando los pasaportes sin tan siquiera mirar al dueño.

El segundo maquinista podía haber nacido en cualquier parte, pero hablaba un inglés de marino mercante, lo bastante para decir:

—Nosotros nos ocupamos de Nunzio. No tendremos problemas en el puerto.

Luego Weisz se quedó allí plantado, solo en el muelle, mientras la tripulación desaparecía por un tramo de escalones de piedra. Cuando se hubieron ido reinó el silencio, tan sólo se oía el zumbido de una farola, una nube de polillas revoloteando alrededor de la cabeza metálica y el batir del mar en el muelle. El aire nocturno era cálido, de una calidez familiar, una caricia para la piel, y exhalaba aromas decadentes: piedras húmedas y sumideros, lodazales en marea baja.

Weisz no había estado allí antes, pero se sentía en casa.

Creía estar solo, a excepción de unos cuantos gatos callejeros, pero se dio cuenta de que no era así: había un Fiat aparcado delante de un escaparate con la persiana echada, y una joven que ocupaba el asiento del pasajero lo observaba. Cuando sus miradas se cruzaron, ella le hizo una señal. Acto seguido el coche se alejó lentamente, pegando sacudidas por el adoquinado muelle. Al poco las campanas de las iglesias empezaron a sonar, unas cerca, otras más lejos. Era medianoche, y Weisz salió en busca de la via Corvino.

Los vicoli, así era como llamaban los genoveses al barrio que quedaba tras el muelle, los callejones. Todos ellos vetustos —los comerciantes aventureros llevaban haciéndose a la mar desde allí desde el siglo XIII—, estrechos y empinados. Subían colina arriba, se tornaban caminos rodeados de altos muros cubiertos de hiedra, se convertían en puentes, en calles cinceladas de escalones, de cuando en cuando una pequeña estatua de un santo en una hornacina para que los que se habían perdido pudiesen rezar pidiendo orientación. Y Carlo Weisz completamente perdido. Llegado a un punto en que se sentía profundamente desanimado, se limitó a sentarse en un portal y encender un Nazionale, gracias a Kolb, que había metido en la maleta unos cuantos paquetes de aquellos cigarrillos italianos. Apoyado en la puerta, levantó la vista. Bajo un cielo sin estrellas, un edificio de apartamentos se cernía sobre la calle, las ventanas abiertas a la noche de jimio. De una de ellas escapaba el monótono soniquete de unos ronquidos largos y lúgubres. Cuando se terminó el pitillo y se levantó, se echó la chaqueta al hombro y emprendió de nuevo la búsqueda. Seguiría hasta que amaneciera, decidió, y luego desistiría y volvería a Francia, un episodio marginal en la historia del espionaje.

Cuando subía penosamente una calleja, sudando por el cálido aire nocturno, oyó unos pasos que se aproximaban, que doblaban la esquina frente a él. Dos policías. No había dónde esconderse, así que se obligó a recordar que ahora se llamaba Carlo Marino mientras sus dedos se cercioraban sin querer de la presencia del pasaporte en el bolsillo de atrás.

—Buenas tardes —saludó uno—. ¿Está perdido?

Weisz admitió estarlo.

—¿Adónde va?

—A la via Corvino.

—Uf, es complicado, pero baje esta calle, tuerza a la izquierda, suba la pendiente, cruce el puente y gire de nuevo a la izquierda. Siga la curva en todo momento y llegará, busque el letrero, unas letras esculpidas en la piedra en lo alto, en la esquina.

Grazie.

Prego.

Justo entonces, cuando el policía hacía ademán de marcharse, algo llamó su atención: Weisz lo vio en sus ojos. ¿Quién es usted? Vaciló, se llevó la mano a la visera de la gorra, el saludo de cortesía, y, seguido de su compañero, se alejó calle abajo.

Obedeciendo sus indicaciones —mucho mejores que las que él había memorizado o creía haber memorizado—, Weisz dio con la calle y el bloque de apartamentos. Y la gran llave, como le prometieron, se hallaba en un recoveco de la entrada. Subió tres tramos de escalera de mármol, los pasos resonando en la oscuridad, y sobre la tercera puerta de la derecha encontró la llave del apartamento. La introdujo en la cerradura, entró y esperó. Un profundo silencio. Prendió el mechero, vio una lámpara en la mesa del recibidor y la encendió. La lámpara tenía una pantalla anticuada, de satén, con borlas, un estilo que encajaba con el resto del apartamento: muebles aparatosos tapizados de terciopelo desvaído, colgaduras de color crema amarilleadas por los años, grietas repintadas en las paredes. ¿Quién vivía allí? ¿Quién había vivido allí? Brown dijo que el piso estaba «vacío», pero era más que eso. En el aire estancado del lugar flotaba una quietud incómoda, una ausencia. En una alta estantería, tres huecos: así que se habían llevado los libros. Y marcas pálidas en las paredes, en su día ocupadas por cuadros. ¿Vendidos? ¿Serían fuorusciti, gente que había huido? ¿A Francia? ¿A Brasil? ¿A Norteamérica? ¿O habrían ido a la cárcel? ¿O al cementerio?

Tenía sed. En una de las paredes de la cocina, un teléfono antiguo. Levantó el auricular, pero sólo oyó silencio. Cogió una taza de un armario atestado de porcelana de buena calidad y abrió el grifo. Nada. Esperó, y cuando iba a cerrarlo oyó un siseo, un traqueteo y, a los pocos segundos, un chorrito de agua herrumbrosa salpicó el fregadero. Llenó la taza, dejó que las impurezas se asentaran en el fondo y bebió un sorbo. El agua tenía un sabor metálico, pero se la bebió de todas formas. Sin soltar la taza, se dirigió a la parte posterior del apartamento, al dormitorio más amplio, donde, sobre un colchón de plumas, habían extendido con sumo cuidado un cubrecama de felpa. Se quitó la ropa, se metió bajo el cubrecama y, exhausto por la tensión, por el viaje, por el regreso del exilio, se quedó dormido.

Por la mañana salió a buscar un teléfono. El sol se abría paso por las callejas, en los alféizares de las ventanas se veían canarios enjaulados, sonaban las radios y en las placitas la gente era como él la recordaba. La sombra de Berlín no había llegado allí. Aún. Tal vez hubiese algún cartel más pegado en las paredes, burlándose de los franceses y los británicos. En uno de ellos, el ufano John Bull y la altanera Marianne avanzaban juntos en un carro cuyas ruedas aplastaban a los pobres italianos. Y cuando se detuvo para echar un vistazo al escaparate de una librería, se descubrió contemplando el desconcertante calendario fascista, revisado por Mussolini para que diera comienzo con su ascensión al poder en 1922, de forma que estaban a 23 de giugno, anno XVII. Pero luego se percató de que el dueño de la librería había decidido exhibir aquella memez en el escaparate al lado de la autobiografía de Mussolini, un indicativo, a ojos de Weisz, de la tenacidad del carácter nacional. Recordó al señor Lane, divertido y perplejo, a su manera aristocrática, ante la idea de que en Italia pudiera reinar el fascismo.

Weisz encontró una cafetería concurrida. Tomó café, leyó el periódico —casi todo deportes, actrices, una ceremonia de inauguración de una nueva planta depuradora— y usó el teléfono público que había junto al servicio. El número de Matteo en Il Secolo estuvo sonando mucho tiempo. Cuando por fin lo cogieron, Weisz oyó de fondo un ruido de maquinaria, de prensas funcionando, y el hombre al otro lado de la línea se vio obligado a gritar.

Pronto?

—¿Está Matteo?

—¿Qué?

Weisz probó de nuevo, esta vez más alto. En el café, un camarero lo miró.

—Un minuto. No cuelgue.

Al cabo una voz:

—¿Sí? ¿Quién es?

—Un amigo de París. Del periódico.

—¿Qué? ¿De dónde?

—Soy amigo de Arturo Salamone.

—Ah. No debería llamar aquí, ¿sabe? ¿Dónde está?

—En Génova. ¿Dónde podemos vernos?

—Tendrá que ser por la tarde.

—He dicho dónde.

Matteo se paró a pensar un momento.

—En la via Caffaro hay un bar, se llama Enoteca Carenna. Está… está abarrotado.

—¿A las siete?

—Mejor más tarde. Usted espéreme. Leyendo una revista, la Illustrazione, así lo reconoceré. —Se refería a la Illustrazione Italiana, la versión italiana de la revista Life.

—Hasta luego entonces.

Weisz colgó, pero no volvió a su mesa. Desde París no podía llamar a su familia, pues era sabido que las líneas internacionales estaban pinchadas, y la regla para los emigrados era: «No lo intentes, meterás a tu familia en un lío.» Pero ahora sí que podía. Para efectuar una llamada fuera de Génova había que recurrir a una operadora, y cuando ésta respondió, Weisz le dio el número de Trieste. Oyó el teléfono sonar una y otra vez. Finalmente la operadora le dijo:

—Lo siento, signore, no lo cogen.

23 de junio, 18:50

El bar de la via Caffaro era muy popular: había clientes en las mesas y en la barra, el resto ocupaban todos los huecos disponibles, y un puñado estaba fuera, en la calle. Sin embargo, al poco a Weisz se le presentó la oportunidad y tomó una mesa vacía, pidió una botella de Chianti y dos copas y se instaló con su revista. La leyó dos veces, e iba por la tercera cuando apareció Matteo diciendo:

—¿Es usted el que llamó?

Cuarentón, alto y huesudo, cabello rubio y orejas de soplillo.

Weisz repuso que sí. Matteo asintió, echó una ojeada al lugar y se sentó. Mientras le servía un poco de Chianti, Weisz se presentó:

—Me llamo Carlo, y llevo dirigiendo el Liberazione desde que asesinaron a Bottini.

Matteo lo observaba.

—Escribo con el seudónimo de Palestrina.

—¿Es usted Palestrina?

—Sí.

—Me gusta lo que escribe. —Matteo encendió un cigarrillo y sacudió la cerilla hasta apagarla—. Algunos de los otros…

Salute.

Salute.

—Le agradecemos mucho lo que está haciendo por el periódico —dijo Weisz—, en primer lugar. El comité quería que le diera las gracias.

Matteo se encogió de hombros, la gratitud le daba igual.

—Debo hacer algo —aseguró. Y al punto añadió—: ¿Qué es lo que le pasa? Es decir, si es quien dice ser, ¿qué demonios está haciendo aquí?

—He venido en secreto y no me quedaré mucho, pero tenía que hablar con usted en persona, y también con algunos otros.

Matteo no se fiaba y se lo dio a entender.

—Estamos cambiando. Queremos imprimir más ejemplares, ahora que Mussolini se acuesta con sus amigos nazis…

—Eso no es cosa de ayer, ¿sabe? Hay un sitio en el que solemos almorzar, cerca de Il Secolo, subiendo por esta misma calle. Hace unos meses se presentaron tres alemanes de repente. Con el uniforme de las SS, la calavera y todo. Unos arrogantes hijos de puta, parecían los dueños de todo.

—Así podría ser en un futuro, Matteo.

—Supongo que sí. Los cazzi de aquí ya son lo bastante malos, pero esto…

Siguiendo la mirada de Matteo, Weisz reparó en dos hombres vestidos de negro que se encontraban no muy lejos de ellos, con insignias fascistas en la solapa, y que reían. Había algo veladamente agresivo en su forma de ocupar el espacio, en su forma de moverse, en su voz. Aquél era un bar mayoritariamente de obreros, pero les daba igual, beberían donde les placiera.

—¿Cree que es posible sacar una tirada mayor? —preguntó Weisz.

—Mayor. ¿De cuántos?

—Unos veinte mil.

Porca miseria! —Lo que quería decir que eran demasiados ejemplares—. En Il Secolo, no. Tengo un amigo arriba que no lleva debidamente la cuenta del papel de periódico, pero semejante cifra…

—¿Y si nosotros nos encargáramos del papel?

Matteo meneó la cabeza.

—Demasiado tiempo, demasiada tinta. Imposible.

—¿Tiene algún otro amigo? ¿Otros tipógrafos?

—Naturalmente conozco a algunos muchachos. Del sindicato. De lo que era el sindicato. —Mussolini había acabado con los sindicatos, y Weisz vio que Matteo lo odiaba por ello. A sus ojos y a los de casi todo el mundo, los impresores eran la elite de los oficios, y no les gustaba que los mangonearan—. Pero no sé, veinte mil…

—¿Podría hacerse en otras imprentas?

—Quizá en Roma o Milán, pero aquí no. Tengo un colega en el Giornale di Genova, el diario del Partido Fascista, que podría ocuparse de otros dos mil, y créame que lo haría, pero eso es todo lo que podríamos hacer en Génova.

—Tendremos que encontrar otra forma —razonó Weisz.

—Siempre la hay. —Matteo dejó de hablar cuando uno de los hombres con insignias en la solapa pasó rozándolos para ir por más bebida a la barra—. Siempre hay manera de hacer cualquier cosa. Mire los rojos, están en los muelles y en los astilleros. La Questura, la policía local, no se mete con ellos: alguien podría acabar con la cabeza abierta. Su periódico está por todas partes, reparten panfletos, pegan carteles. Y todo el mundo sabe quiénes son. Por supuesto que cuando entre en acción la policía secreta, la OVRA, se terminó, pero al mes siguiente lo tendrán todo en marcha otra vez.

—¿No podríamos montar nuestro propio taller?

Matteo se quedó impresionado.

—¿Se refiere a prensas, papel, todo?

—¿Por qué no?

—No abiertamente.

—No.

—Tendría que andarse con ojo. No podría tener los camiones a la puerta.

—Tal vez uno, de noche, de vez en cuando. El periódico sale cada dos semanas aproximadamente: un camión se detiene, recoge dos mil ejemplares, los lleva a Roma. Luego, dos noches después, a Milán o Venecia o donde sea. Imprimimos de noche: usted podría hacer parte del trabajo y sus amigos, los compañeros del sindicato, podrían encargarse del resto.

—Así se hacía en el treinta y cinco. Pero ahora todos están en la cárcel o los han enviado a los campos de las islas.

—Piénselo —pidió Weisz—. Cómo hacerlo, cómo evitar que nos pillen. Le llamaré dentro de uno o dos días. ¿Podemos volver a vernos aquí?

Matteo repuso que sí.

24 de junio, 22:15

Había que ver a Grassone en sus horas de oficina. Por la noche. Y las oscuras calles que salían de la Piazza Caricamento hacían que el décimo distrito pareciera un colegio de monjas. Al pasar por delante de los hampones que se amparaban en los portales, Weisz deseó, lo deseó con todas sus fuerzas, llevar un arma en el bolsillo. Desde la piazza había alcanzado a ver los barcos del puerto, incluido el Hydraios, iluminado por focos mientras subían la carga. Tenía previsto zarpar a Marsella dentro de cuatro noches, con Weisz a bordo. Eso si conseguía llegar hasta la oficina de Grassone y volver.

La oficina de Grassone era una habitación de tres por tres. Spedzionare Genovese —Transportes genoveses— en la puerta, un calendario subido de tono en la pared, una ventana con barrotes que daba a un respiradero, dos teléfonos en una mesa y Grassone en una silla giratoria. Grassone era un apodo, significaba «gordo», y ciertamente le hacía justicia: cuando cerró la puerta y volvió a su mesa, Weisz recordó la vieja frase: «Caminaba como dos cerdos que estuvieran follando debajo de una manta.» Más joven de lo que éste esperaba, tenía cara de angelito malévolo, con unos ojos brillantes y vivaces que miraban un mundo al que él nunca había agradado. Tras fijarse con más detenimiento vio que era ancho además de gordo, ancho de espaldas y grueso de brazos. Un luchador, pensó Weisz. Y si alguien lo dudaba, no tardaría en percatarse, bajo la papada, de la cicatriz blanca que le cruzaba el cuello de parte a parte. Al parecer alguien le había rajado la garganta, pero ahí seguía. En palabras del señor Brown, «nuestro hombre en el mercado negro de Génova».

—Y bien ¿qué va a ser? —preguntó, las rosadas manos sobre la mesa.

—¿Puede conseguir papel? ¿Papel de periódico, en grandes rollos?

Aquello le resultó divertido.

—Le sorprendería la cantidad de cosas que puedo conseguir. —Y acto seguido—: ¿Papel de periódico? Claro, ¿por qué no? —«¿Es todo?»

—Querríamos un suministro constante.

—No será ningún problema. Siempre que paguen. ¿Van a sacar un periódico?

—Podemos pagar. ¿Cuánto costaría?

—No sabría decirle, pero mañana por la noche lo sabré. —Se echó hacia atrás en la silla, que no se lo tomó muy bien y gimió—. ¿Ha probado esto alguna vez? —Metió la mano en un cajón e hizo rodar por la mesa una bola negra—. Opio. Recién llegado de China.

Weisz le dio vueltas entre los dedos a aquella pelotilla pegajosa y se la devolvió, aunque siempre había sentido curiosidad.

—No, gracias, hoy no.

—¿No quiere tener dulces sueños? —repuso Grassone, devolviendo la bola al cajón—. Entonces ¿qué?

—Papel, un suministro fiable.

—Ah, yo soy fiable, señor X. Pregunte por ahí. Todos le dirán que se puede contar con Grassone. La regla aquí, en los muelles, es que lo que sube a un camión baja. Sólo pensaba que, ya que había hecho el viaje, tal vez quisiera algo más. ¿Jamones de Parma? ¿Lucky Strike? ¿No? ¿Qué le parece un arma? Corren tiempos difíciles, todo el mundo está nervioso. Usted está un poco nervioso, señor X, si me permite que se lo diga. Quizá lo que necesita sea una automática, una Beretta, le cabrá en el bolsillo, y el precio es bueno, el mejor de toda Génova.

—Dice que mañana por la noche sabrá el precio del papel, ¿no es eso?

Grassone asintió.

—Venga a verme. Si quiere los rollos grandes, tal vez necesite un camión.

—Tal vez —replicó Weisz, poniéndose en pie para irse—. Le veré mañana por la noche.

—Aquí estaré —prometió Grassone.

De vuelta en la via Corvino, Weisz tuvo demasiado tiempo para pensar, atormentado por los fantasmas del piso, inquieto al imaginar a Christa en Berlín. E inquieto, además, por una llamada telefónica que tendría que hacer por la mañana. Pero si querían que el Liberazione tuviera su propia imprenta, debía ponerse en contacto con alguien antes de marcharse, alguien contra quien le habían prevenido. «No lo haga a menos que resulte imprescindible», le advirtió Brown. Se trataba de un hombre conocido como Emil, que, según Brown, podía «ocuparse de cualquier cosa que requiera absoluta discreción». Después de su charla con Matteo, era imprescindible, y tendría que utilizar el número que había memorizado. Emil no era un nombre italiano, podía ser de cualquier parte. O tal vez fuera un alias o un nombre en clave.

Intranquilo, Weisz iba de habitación en habitación: armarios llenos de ropa, cajones vacíos en el escritorio. Ni fotos ni nada personal en ningún sitio. No podía leer, no podía dormir; lo que quería era salir fuera, alejarse del apartamento, aunque fuera pasada la medianoche. Al menos en la calle había vida, una vida que, se le antojó a Weisz, seguía más o menos como siempre. El fascismo era poderoso, y estaba por doquier, pero la gente aguantaba, se acomodaba al viento, improvisaba, se defendía y esperaba a que llegaran tiempos mejores. Bah, otro gobierno corrupto, y qué. No todos eran así: Matteo no lo era, las chicas que repartían los periódicos no lo eran, y tampoco lo era Weisz. Pero tenía la impresión de que nada había cambiado realmente en la ciudad. El lema nacional seguía rezando: «Haz lo que tengas que hacer, mantén la boca cerrada, guarda tus secretos.» Así era la vida allí, gobernara quien gobernase. La gente hablaba con los ojos, con pequeños gestos. Dos amigos coinciden con un tercero, y uno de ellos le hace una seña al otro: los ojos cerrados, un rápido y sutil meneo de cabeza. «No te fíes de él.»

Weisz fue a la cocina, al despacho y, por último, al dormitorio. Apagó la luz, se tumbó encima del cubrecama y esperó a que pasara la noche.

A mediodía llamó de nuevo a su casa, y esa vez lo cogió su madre.

—Soy yo —dijo, y ella soltó un grito ahogado.

Pero no preguntó dónde estaba y tampoco utilizó su nombre. Una conversación breve, tensa: su padre se había jubilado, sin hacer ruido, sin prestarse a firmar el juramento de lealtad del profesorado, pero sin poner mucho empeño en oponerse. Ahora vivían de su pensión y del dinero de la familia de su madre, gracias a Dios.

—Últimamente no hablamos por teléfono —le dijo su madre, una advertencia. Y al minuto añadió que lo echaba mucho de menos y se despidió.

En el café tomó un Strega y luego otro. Quizá no debiera haber llamado, pensó, pero probablemente no pasara nada. Creía que no, esperaba que no. Una vez terminado el segundo Strega, recordó el número de Emil y volvió al teléfono. Una mujer joven, extranjera, pero que hablaba con fluidez el italiano de Génova, descolgó en el acto y le preguntó quién era.

—Un amigo de Cesare —contestó, tal y como le había indicado el señor Brown.

—Un momento —dijo ella.

Según el reloj de Weisz tardó más de tres minutos en volver al teléfono. Se reuniría con el signor Emil en la estación de ferrocarril Brignole, en el andén de la vía doce, a las cinco y diez de esa tarde.

—Lleve un libro —le dijo—. ¿Qué corbata se pondrá?

Weisz bajó la vista.

—Una azul con listas plateadas —repuso. Y ella colgó.

A las cinco, la Stazione Brignole estaba atestada de viajeros: toda Roma había acudido a Génova, donde empujaban y propinaban codazos a los genoveses que intentaban subirse al tren de las 17:10 con destino a Roma. Weisz, con un ejemplar de L'Imbroglio, una colección de relatos de Moravia, era arrastrado por la multitud hasta que un viajero que venía de frente lo saludó. Luego sonrió, cómo se alegraba de verlo, y lo cogió por el codo.

—¿Cómo está Cesare? —se interesó Emil—. ¿Lo ha visto últimamente?

—No lo he visto en mi vida.

—Ah —respondió Emil—. Vamos a dar un paseo.

De modales muy suaves, Weisz no sabría decir qué edad tenía. Lucía el rostro rubicundo del recién afeitado —era de los que siempre parecen recién afeitados, pensó Weisz—, un rostro sin expresión bajo un cabello castaño claro que llevaba peinado hacia atrás desde una frente ancha. ¿Sería checo? ¿Serbio? ¿Ruso? Hacía tiempo que hablaba en italiano y le resultaba natural, pero no era su lengua materna, un leve acento extranjero teñía sus palabras, de algún lugar al este del Oder, pero Weisz no sabía decir más. Y había algo en él —sus modales suaves y su rostro inexpresivo, con la eterna sonrisa— que le recordó a S. Kolb. Weisz sospechaba que eran del mismo gremio.

—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó Emil.

Se detuvieron delante de una enorme pizarra donde un ferroviario uniformado, subido a una escalera, escribía horarios y destinos con una tiza.

—Necesito un lugar tranquilo para instalar maquinaria.

—Comprendo. ¿Para una noche? ¿Una semana?

—Para el mayor tiempo posible.

En una mesa próxima a la escalera sonó un teléfono, y el empleado anotó la hora de salida de un tren que se dirigía a Pavía, lo cual arrancó un quedo murmullo de aprobación, una ovación casi, entre los que esperaban.

—En el campo, quizá —contestó Emil—. Una granja, recogida, aislada. O un cobertizo en alguna parte, en algún barrio periférico, ni en la ciudad ni en el campo. Porque estamos hablando de Génova, ¿no?

—Sí.

—¿A qué se refiere con maquinaria?

—Prensas.

—Ahh. —La voz de Emil se volvió cálida, el tono afectuoso y nostálgico. Conservaba recuerdos agradables de las prensas—. Grandecitas, y no precisamente silenciosas.

—No, hacen mucho ruido —coincidió Weisz.

Emil apretó los labios, intentando pensar. A su alrededor docenas de conversaciones, un altavoz dando avisos que hacían que todos se volvieran hacia el de al lado: «¿Qué ha dicho?» Y los propios trenes, el traqueteo de las locomotoras resonando en la estación abovedada.

—Esta clase de operación debería realizarse en una ciudad —aseguró Emil—. Si tuviera en mente una insurrección armada, sería distinto, pero no es el caso. Entonces tendría que ser en el campo.

—Sería mejor en la ciudad. Los que van a encargarse de las máquinas viven aquí, no pueden ir a las montañas y volver todos los días.

—Cierto, no. Allí tendrían que tratar con los campesinos. —Para Emil la palabra lo decía todo.

—Mejor en Génova.

—Sí. Sé de una opción muy buena, es probable que se me ocurra alguna más. ¿Puede darme un día para que lo piense?

—No mucho más.

—Con uno bastará. —Aún no quería marcharse—. Prensas —repitió, como si dijera amor o mañanas de verano. A todas luces era un hombre de su tiempo, más acostumbrado a suministrar armas o bombas—. Llame al número que tiene. Mañana, más o menos a esta misma hora. Le darán instrucciones. —Se volvió y se situó frente a Weisz—. Encantado de conocerlo —dijo—. Y, por favor, tenga cuidado. A los de la Sicurezza empieza a preocuparles Génova. Como les pasa a todos los perros, ellos también tienen pulgas, pero últimamente la pulga genovesa está empezando a fastidiarlos más de la cuenta. —Se aseguró de que Weisz entendía lo que quería decir, dio media vuelta y, a los pocos pasos, desapareció entre la multitud.

25 de junio.

Weisz recorrió las callejuelas de la zona portuaria y a las nueve y media estaba en la oficina de Grassone.

—¡Signor X! —saludó Grassone al abrir la puerta, contento de verlo—. ¿Ha tenido un buen día?

—Más o menos —le contestó Weisz.

—Pues la racha continúa —repuso Grassone mientras se instalaba en la silla giratoria—. Le he conseguido el papel. Viene en vagones de mercancías desde Alemania, que es donde están los árboles.

—¿Y el precio?

—Le tomé a usted la palabra, en lo de los rollos grandes. El precio se fija por tonelada métrica, y para usted se situará en torno a las mil cuatrocientas liras por tonelada. No sé cuántos rollos son, pero debería ser suficiente, ¿no? Y sale más barato que aquí… o dondequiera que estén imprimiendo.

Weisz se paró a pensar. Un traje de caballero costaba unas cuatrocientas liras, alquilar un piso barato salía por trescientas al mes. Supuso que estarían comprando a precio de mercancía robada, con lo que, incluyendo las pingües comisiones que se llevarían Grassone y sus cómplices, seguían consiguiendo el papel por debajo del precio de mercado.

—Es aceptable —replicó.

Pasó las liras a dólares contando con los dedos, veinte por uno, y luego a libras esterlinas, a cinco dólares la libra. Seguro que el señor Brown lo pagaría, pensó.

Grassone observaba el proceso.

—¿Le salen las cuentas?

—Sí, perfectamente. Y, claro está, es secreto.

Grassone negó con un dedo porretón.

—No se preocupe por eso, signor X. Por supuesto necesitaré una paga y señal.

Weisz se metió la mano en el bolsillo y sacó setecientas liras. Grassone sostuvo uno de los billetes al trasluz de la lámpara de la mesa.

—Así es el mundo en que vivimos últimamente. La gente imprime su dinero en el sótano.

—Éste es de verdad.

—Lo es —corroboró Grassone, metiendo el dinero en el cajón.

—Aún no sé cuándo ni dónde, podría ser dentro de unas semanas, pero también voy a necesitar una prensa y una linotipia.

—¿Tiene una lista? ¿Y el tamaño? ¿La marca y el modelo?

—No.

—Ya sabe dónde encontrarme.

—Lo tendré dentro de un día o dos.

—Tiene prisa, signor X, ¿no? —Grassone se inclinó hacia delante y apoyó las manos en la mesa. Weisz se percató de que llevaba un anillo de oro con un rubí en el meñique—. Aquí viene media Génova, y la otra media acude a la competencia. No hay problema, nos encargamos de la policía, y sólo son negocios. Y aquí está usted, poniendo en marcha un periódico. Estupendo. No me chupo el dedo, y me importa un pimiento lo que haga usted, pero, sea lo que fuere, puede que cabree a quien no debe, y no quiero que me salpique. Pero eso no va a suceder, ¿verdad?

—Nadie lo quiere.

—¿Me da su palabra?

—Se la doy —respondió Weisz.

Hasta la via Corvino había una buena caminata, con los truenos retumbando a lo lejos y el resplandor de los relámpagos en el horizonte, sobre el mar de Liguria. Una chica envuelta en un abrigo de cuero se puso a su altura cuando atravesaba una plaza. Con voz cálida y susurrona le preguntó si le gustaba esto o aquello. ¿Quería pasar la noche solo? Luego, en el edificio de apartamentos, se cruzó con una pareja de ancianos que bajaba cuando él subía. El hombre le dio las buenas noches y la mujer lo miró de arriba abajo: «¿Quién era ése?» Conocían a todo el mundo, pero a él no. De vuelta en el piso, dormitó un rato y luego despertó de repente, el corazón a mil por hora. Una pesadilla.

Por la mañana el sol había salido y, en las calles, la vida latía de nuevo con fuerza. El camarero del café ya lo conocía y lo saludó como a un cliente habitual. En su periódico, La Spezia había ganado al Génova 2 a 1, con un gol marcado en el último minuto. El camarero, que echó un vistazo por encima de Weisz mientras le servía el café, afirmó que deberían haberlo anulado —había sido mano—, pero el árbitro estaba comprado, toda la ciudad lo sabía.

Weisz llamó a Matteo a Il Secolo y quedó con él una hora después, en un bar que había frente al periódico, donde se les unieron el amigo de Matteo del Giornale y otro tipógrafo. Weisz pidió café, bollos y coñac, en plan generoso, seguro de sí y divertido. «Tres monos van a un burdel, y el primero dice…» Todo fue muy relajado y afable: Weisz los llamó por sus nombres, les preguntó por su trabajo.

—Tendremos nuestra propia imprenta —aseguró—. Y un buen equipo. Y si de cuando en cuando necesitan algunas liras a final de mes, no tienen más que pedirlas.

Querían saber si era seguro. Últimamente, repuso Weisz, nada era seguro, pero él y sus amigos tendrían mucho cuidado, no querían meter a nadie en un lío.

—Pregunten a Matteo —añadió—. Nos gusta ser discretos, pero los italianos deben saber lo que está pasando.

De lo contrario los fascisti se saldrían con la suya y contarían todas las mentiras que quisiesen, y ellos no deseaban que ocurriera eso, ¿no? No. Weisz pensó que de verdad no lo deseaban.

Después de que los amigos de Matteo se fueran, Weisz elaboró una lista de lo que tendrían que comprarle a Grassone y luego dijo que le gustaría conocer al camionero, Antonio.

—Transporta carbón en invierno y productos agrícolas en verano —contó Matteo—. Recorre la costa temprano y regresa a la ciudad a eso de mediodía. Podríamos verlo mañana.

Weisz repuso que a mediodía estaba bien, que decidiera dónde, él se pondría en contacto con Matteo más tarde. Luego, después de que éste volviera al trabajo, Weisz marcó el número de Emil.

La joven respondió de inmediato.

—Esperábamos su llamada —le dijo—. Se reunirá con él mañana por la mañana. En un bar llamado La Lanterna, en el vico San Giraldo, una de las callejuelas que salen de la Piazza dello Scalo, donde los muelles. A las cinco y media. ¿Podrá?

Weisz respondió afirmativamente.

—¿Por qué tan pronto? —quiso saber.

Ella tardó en contestar.

—Emil no acostumbra a hacer esto, es cosa del hombre al que conocerá en La Lanterna, es el dueño del bar, el dueño de muchas cosas en Génova, pero tiene cuidado con los sitios a los que va. Y con la hora. ¿Entendido?

—Sí, las cinco y media pues.

Weisz llamó a Matteo después de las tres y supo que quedarían con el camionero a mediodía del día siguiente, en un garaje del extremo norte de la ciudad. Matteo le dio la dirección y agregó:

—Les causó una buena impresión a mis amigos. Están dispuestos a colaborar.

—Me alegro —contestó Weisz—. Si trabajamos todos juntos, nos libraremos de esos cabrones.

«Tal vez, algún día», pensó al colgar. Pero lo más probable era que todos ellos, Grassone, Matteo, sus amigos y los demás, acabaran en la cárcel. Y sería culpa de Weisz. La alternativa era sentarse tranquilamente a esperar a que llegaran tiempos mejores, pero desde 1922 no había habido tiempos mejores. Y, pensó Weisz, si a la OVRA no le gustaba el Liberazione en el pasado, ahora le gustaría menos. Así que, a fin de cuentas, cuando la operación se descubriera o fracasara como fracasase, de un modo u otro, Weisz ocuparía la celda contigua.

Esa noche llevó la lista del equipo que había elaborado Matteo a la oficina de Grassone y después inició la subida a la via Corvino. Dos días más, pensó, y volvería a París después de representar el papel que el señor Brown había escrito para él: una aparición audaz y unos primeros pasos hacia la expansión del Liberazione. Luego había más cosas que hacer: alguien tendría que volver allí. ¿Significaba eso que Brown podía servirse de otros, o tendría que ser él? Ni lo sabía ni le importaba, porque lo que de verdad le importaba en ese momento era la esperanza —y era algo más que una esperanza— de que una vez hubiera hecho lo que el señor Brown quería, el señor Brown haría lo que él quería en Berlín.

27 de junio, 5:20

En la Piazza dello Scalo, un amanecer gris y con llovizna, un nubarrón oceánico cubriendo la plaza. Y un mercado callejero. Cuando Weisz cruzaba la plaza, los comerciantes, que descargaban una exótica colección de coches y camiones antiguos, montaban sus puestos; el pescadero bromeaba con sus vecinos, dos mujeres apilaban alcachofas, niños con cajas a cuestas, mozos con carretillas al descubierto gritando a la gente que se quitara de en medio, bandadas de palomas y gorriones en los árboles, a la espera de obtener su parte del botín.

Weisz bajó por el vico San Giraldo y, tras pasárselo la primera vez, dio con La Lanterna. Fuera no había ningún nombre, pero un letrero que colgaba de una cadena herrumbrosa lucía una desvaída linterna pintada. Debajo, una puerta baja daba a un túnel que desembocaba en una habitación larga y estrecha, el piso negro de una mugre secular, las paredes marrones por el humo de los cigarrillos. Weisz se abrió paso entre los primeros parroquianos —vendedores del mercado y estibadores con mandiles de cuero— hasta que divisó a Emil, el cual le indicó que se acercara, la permanente sonrisa un tanto más amplia en su rostro recién afeitado. El hombre que estaba a su lado no sonreía. Era alto y sombrío, y muy moreno, con un bigote poblado y ojos despiertos. Llevaba un traje de seda, sin corbata, la camisa color chocolate abotonada hasta el cuello.

—Bien, llega usted puntual —aprobó Emil—. Y éste es su nuevo casero.

El tipo alto lo escudriñó, le hizo una breve señal de asentimiento y, acto seguido, consultó un lujoso reloj y dijo:

—¡A trabajar! —Se sacó del bolsillo un gran aro con llaves y fue pasando con el pulgar una por una hasta dar con la que quería—: Por aquí —pidió mientras se dirigía al otro extremo de la taberna.

—Es un buen lugar para usted —le explicó Emil a Weisz—: siempre hay gente entrando y saliendo, de día y de noche. Lleva aquí desde… ¿cuándo?

El dueño se encogió de hombros.

—Dicen que esto lleva siendo una taberna desde mil cuatrocientos noventa.

Al fondo de la habitación, una puerta baja hecha de gruesos tablones. El dueño la abrió, agachó la cabeza al entrar y esperó a Emil y Weisz. Una vez cruzada la puerta, echó la llave. De pronto a Weisz le costaba respirar, el aire era una neblina ácida de vino picado.

—Antes era un almacén —dijo Emil.

El dueño cogió una lámpara de queroseno de un gancho de la pared, la encendió y bajó un largo tramo de escalones de piedra. Las paredes relucían por la humedad, y Weisz oía las ratas escabullándose. Al pie de la escalera salía un pasillo —tardaron un minuto en recorrerlo— que llevaba hasta una enorme bóveda; el techo era una serie de arcos, cuyas paredes estaban llenas de toneles de madera. El aire estaba tan cargado de olor a vino que a Weisz le lloraban los ojos. En el arco central había una bombilla colgando de un cable. El dueño alzó la mano y encendió la luz, que arrojó sombras sobre los húmedos sillares de piedra.

—¿Lo ve? Nada de antorchas —bromeó Emil, guiñándole un ojo a Weisz.

—Necesitamos electricidad —repuso éste.

—La pusieron en los años veinte —explicó el dueño.

En algún lugar tras los muros Weisz percibía el rítmico goteo del agua.

—¿Aún se utiliza esto? —quiso saber—. ¿Baja la gente aquí?

El dueño hizo un ruido seco que podría pasar por una risa.

—Haya lo que haya ahí —señaló las cubas con la cabeza—, no se puede beber.

—Existe otra salida —observó Emil—. Por el pasillo.

El dueño miró a Weisz y preguntó:

—¿Y bien?

—¿Cuánto quiere por esto?

—Seiscientas liras al mes. Dos meses por adelantado. Y podrá hacer lo que quiera.

Weisz se lo pensó y luego metió la mano en el bolsillo y se puso a contar billetes de cien liras. El dueño se lamió el pulgar y comprobó la cantidad mientras Emil permanecía allí plantado, risueño, con las manos en los bolsillos. A continuación el dueño abrió el llavero y le dio a Weisz dos llaves.

—La taberna y la otra entrada —aclaró—. Si necesita verme, póngase en contacto con su amigo, él se encargará. —Apagó la luz, agarró la lámpara de queroseno y añadió—: Saldremos por el otro lado.

Al otro lado de la bóveda, el pasillo giraba bruscamente y se convertía en un túnel que moría en una escalera que subía hasta el nivel de la calle. El dueño apagó la lámpara, la colgó en la pared y abrió un par de pesadas puertas de hierro. Aplicó el hombro a una de ellas, que chirrió al ceder y dio paso al patio de un taller lleno de periódicos viejos y piezas de máquinas. Al otro extremo, una puerta en una pared de ladrillo daba a la Piazza dello Scalo, donde los primeros clientes del mercado, mujeres con bolsas de red, curioseaban por los puestos.

El dueño alzó la vista al cielo y miró ceñudo la llovizna.

—Te veré la semana que viene —le dijo a Emil, y luego saludó con la cabeza a Weisz.

Cuando se volvía para irse, un hombre salió de un portal y lo cogió por el brazo. Por un instante Weisz se quedó paralizado. «Corre.» Pero una mano lo apresó por el cuello de la camisa y la chaqueta y una voz dijo:

—Venga conmigo.

Weisz giró en redondo y apartó la mano del hombre con el antebrazo. Por el rabillo del ojo vio a Emil corriendo a toda velocidad entre los puestos y al dueño forcejeando con un tipo la mitad de grande que él que intentaba inmovilizarle el brazo tras la espalda.

El que Weisz tenía enfrente era corpulento, el rostro y los ojos duros, un poli de algún tipo, con el cinto de una pistolera al lado de una corbata de flores, cruzándole el pecho. Sacó una pequeña cartera y la abrió para mostrarle una placa al tiempo que decía:

—¿Entendido?

Hizo ademán de coger a Weisz por el brazo, pero éste se zafó, recibiendo a cambio una bofetada. La segunda fue tan fuerte que Weisz se tambaleó hacia atrás y se quedó sentado en el suelo.

—Así que complicándome la vida… —comentó el policía.

Weisz dio dos vueltas y se levantó con dificultad. Pero el policía fue más rápido, le puso la zancadilla e hizo caer a Weisz, que se dio un buen golpe. Consciente de que aquello iba a continuar, trató de arrastrase bajo un puesto. La gente de alrededor empezó a murmurar, sonidos sordos de ira o solidaridad al ver que golpeaban a un hombre.

El rostro del poli se volvió rojo. Quitó de en medio a una anciana, estiró el brazo, cogió a Weisz por el tobillo y comenzó a tirar de él.

—Sal de ahí —dijo entre dientes.

Cuando sacaba a Weisz a rastras de debajo del puesto, una alcachofa se estrelló en la frente del policía. Éste, sorprendido, soltó a Weisz y dio un paso atrás. Una zanahoria le rozó la oreja, y levantó la mano para parar una fresa mientras otra alcachofa le acertaba en el hombro. Por detrás de Weisz se oyó la voz de una mujer:

—Déjalo en paz, Pazzo, hijo de puta.

Era evidente que conocían al policía y no les caía bien. Éste sacó un revólver y apuntó a izquierda y luego a derecha, haciendo que alguien gritara:

—¡Venga, vamos, péganos un tiro, pedazo de capullo!

El ataque fue a más: tres o cuatro huevos, un puñado de sardinas, más alcachofas —de temporada, baratas ese día—, una lechuga y unas cuantas cebollas. El poli apuntó al cielo e hizo dos disparos.

Los del mercado no se dejaron intimidar. En el puesto del charcutero, Weisz vio cómo una mujer con un delantal manchado de sangre metía un gran tenedor en un cubo y pinchaba una oreja de cerdo, y utilizando el cubierto a modo de catapulta, la lanzó al policía. Éste retrocedió unos pasos y acabó en el límite de la plaza, bajo una vieja casa torcida. Se metió dos dedos en la boca y soltó un silbido estridente, pero su compañero estaba ocupado con el dueño. Nadie se presentó, y cuando la primera palangana de agua salió volando de una ventana y fue a parar a sus pies, dio media vuelta y, fulminándolos con la mirada —«Esto no va a quedar así»—, abandonó la plaza.

Weisz, el rostro encendido, seguía debajo del puesto. Cuando se disponía a salir, una mujer enorme con una redecilla en el pelo y un delantal se le acercó corriendo; las gafas, que llevaba colgadas de una cadena al cuello, pegaban botes con cada paso que daba. Le tendió la mano, Weisz la agarró, y ella lo levantó sin ningún esfuerzo.

—Será mejor que se vaya de aquí —sugirió, la voz casi un susurro—. Volverán. ¿Tiene adónde ir?

Weisz repuso que no. La idea de regresar a la via Corvino se le antojó peligrosa.

—Entonces venga conmigo. —Corrieron entre una fila de puestos y salieron de la plaza a los vicoli—. Ese cabrón arrestaría a su madre —aseguró.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verá. —Se paró en seco, lo agarró por los hombros y le dio la vuelta para poder verle el rostro—: ¿Qué es lo que ha hecho? No tiene pinta de delincuente. ¿Es usted un delincuente?

—No, no soy ningún delincuente.

—Ya decía yo. —Acto seguido lo cogió por el hombro y le dijo—: Avanti! —Y echó a andar lo más deprisa posible, respirando con dificultad mientras subían colina arriba.

La iglesia de Santa Brigida no era ni magnífica ni antigua, la habían construido de estuco, en un barrio pobre, hacía un siglo. En el interior, la mujer del mercado hincó una rodilla, se santiguó, cruzó el pasillo y desapareció por una puerta que había junto al altar. Weisz se sentó al fondo. Hacía mucho que no entraba en una iglesia, pero se sentía a salvo, por el momento, en la agradable penumbra perfumada de incienso. Luego la mujer apareció seguida de un sacerdote joven. Ella se inclinó sobre Weisz y le dijo:

—El padre Marco cuidará de usted —y le apretó la mano, «sea fuerte», y se fue.

Cuando se hubo marchado, el cura llevó a Weisz a la sacristía y después a un despachito.

—Angelina es una buena persona —aseguró—. ¿Está usted en apuros?

Weisz no estaba muy seguro de cómo responder a eso. El padre Marco era paciente y esperó.

—Sí, en algún apuro, padre. —Weisz se arriesgó—: Apuros políticos.

El sacerdote asintió, no era ninguna novedad.

—¿Necesita un sitio donde quedarse?

—Hasta mañana por la noche. Luego saldré de la ciudad.

—Hasta mañana por la noche nos las podemos arreglar. —Se sintió aliviado—. Puede dormir en ese sofá.

—Gracias —replicó Weisz.

—¿Qué clase de política?

Por su modo de hablar y de escuchar, a Weisz le dio la impresión de que aquél era un párroco atípico: un intelectual destinado a ascender en la iglesia o a sufrir el destierro en alguna zona apartada, cualquiera de las dos cosas.

—Política democrática —contestó—. Antifascista.

Los ojos del cura reflejaron aprobación y una pizca de envidia. «Si la vida hubiera sido distinta…»

—Lo ayudaré en lo que pueda —afirmó—. Y usted puede hacerme compañía en la cena.

—Estaré encantado, padre.

—No es el primero que me traen. Se trata de una vieja costumbre, acogerse a sagrado. —Se puso en pie, miró un reloj que había en la mesa y anunció—: He de decir misa. Si lo desea, puede participar, si es su costumbre.

—Llevo mucho tiempo sin hacerlo —admitió Weisz.

El sacerdote sonrió.

—Eso es algo que oigo muy a menudo, como desee.

Esa tarde, Weisz salió una vez. Fue hasta una estafeta de Correos donde utilizó el teléfono para marcar el número de Emil. Estuvo sonando mucho tiempo, pero la mujer no lo cogió. No tenía idea de lo que eso significaba, ni tampoco de lo que había ocurrido en la plaza. Sospechaba que podía haber sido una casualidad: la persona equivocada en el momento equivocado, alguien vio al dueño y lo denunció cuando entró en el barrio. ¿Por qué? Weisz lo ignoraba. Pero no era la OVRA, ellos habrían acudido en masa. Naturalmente también cabía la posibilidad de que lo hubiesen traicionado: Emil, Grassone o alguien de la via Corvino. Pero daba igual, saldría en el Hydraios al día siguiente a medianoche, y más adelante el señor Brown se encargaría de arreglar las cosas.

28 de junio, 22:30

Sentado en el borde de una fuente seca, en lo alto de una escalera que bajaba hasta el embarcadero, Weisz veía el Hydraios. Seguía amarrado en el muelle, pero una delgada columna de humo salía de su chimenea a medida que calentaba motores, dispuesto para partir a medianoche. También veía el tinglado que había frente al muelle y a Nunzio, el aduanero responsable de la tripulación de los mercantes, en la silla, inclinada hacia atrás, contra la mesa donde tramitaba los documentos. Esa noche Nunzio, muy relajado —el turno de noche era un trabajo fácil—, mataba el tiempo con dos policías uniformados, uno apoyado distraídamente en la puerta del tinglado, el otro sentado en una caja.

Weisz también veía a la tripulación del Hydraios, que iba llegando tras disfrutar de unos días de libertad en Génova. La noche que atracó el barco salieron todos juntos, pero ahora volvían, bastante desmejorados, de dos en dos y de tres en tres. Weisz vio a tres de los marineros aproximarse al tinglado, dos de ellos sosteniendo al tercero, los brazos de éste por los hombros de sus amigos, a veces atreviéndose a dar unos pasos, otras perdiendo el conocimiento, la punta de los zapatos tropezando en los adoquines mientras lo arrastraban.

En la mesa, los dos marineros sacaron el pasaporte y, acto seguido, vaya contratiempo, se pusieron a buscar los documentos de su amigo, que acabaron encontrando en el bolsillo trasero de los pantalones. Nunzio se rió y los policías lo imitaron. ¡Menuda resaca tendría mañana!

Nunzio cogió el pasaporte del primer marinero, lo estiró sobre la mesa y miró arriba y abajo dos veces, el gesto de un hombre que contrastaba una fotografía con un rostro. Sí, era él, sin duda. Mojó en tinta el sello que consignaba el puerto y la fecha y, a continuación, lo estampó con ganas en el pasaporte. Mientras lo hacía uno de los policías se aproximó a la mesa y, por encima, echó un vistazo. Sólo para asegurarse.

23:00. Sonaron las campanas de las iglesias. 23:20. Un montón de marineros se encaminó hacia el Hydraios, con prisa por subir a bordo; en medio dos o tres oficiales. A los diez minutos apareció el segundo maquinista, un tanto rezagado. Caminaba por el muelle con parsimonia, esperando a Weisz para que pasara con él por el control de pasaportes. Al cabo de un rato desistió y se unió al gentío que se agolpaba en la mesa y, tras echar una última ojeada al muelle, subió por la pasarela.

Weisz seguía sin moverse. Él no era marino mercante, era, según su libretto di lavoro, un alto funcionario. ¿Por qué iba a viajar a Marsella en un carguero griego? A las 23:55 un grave bocinazo de la sirena del barco resonó en el puerto, y dos marineros subieron la pasarela a cubierta mientras otros, ayudados por un estibador, iban recogiendo las maromas que afianzaban el barco al muelle.

Después, a medianoche, con un nuevo gemido de la sirena, el Hydraios salió despacio entre nubes de vapor.

7 de julio.

Una cálida noche de verano en Portofino.

El paraíso. Bajo la terraza del Hotel Splendido, las luces bailoteaban en el puerto y, cuando la brisa soplaba debidamente, a la colina llegaba la música de las fiestas que se celebraban en los yates. En el salón de juegos los turistas británicos jugaban al bridge. Junto a la piscina había tres americanas tumbadas en sendas hamacas, bebiendo Negronis y sopesando seriamente la posibilidad de no volver a Wellesley. En el agua, una cuarta flotaba lánguidamente de espaldas, moviendo las manos de cuando en cuando para no hundirse y contemplando las estrellas, soñando que estaba enamorada. Bueno, soñando que hacía lo que hacía la gente cuando estaba enamorada. Un beso, una caricia, otro beso. Otra caricia. Él había bailado con ella dos veces la noche anterior: delicado y cortés; sus ojos, sus manos, su acento italiano con cadencia inglesa. «¿Me concede este baile?» Oh, sí. Y en su última noche en Portofino él, Carlo, Carlo, podría llegar a más, si quería.

Estuvieron charlando un rato, después de bailar, mientras paseaban por la terraza, iluminada por la luz de las velas. Hablaron con despreocupación de esto y aquello, pero cuando ella le dijo que se iba a Génova, donde zarparía con sus amigas rumbo a Nueva York en un transatlántico italiano, él pareció perder el interés, y la pregunta íntima quedó sin plantear. Y ahora ella volvería a Cos Cob, volvería… intacta. Con todo, nada le impedía soñar con él: sus manos, sus ojos, sus labios.

La verdad, perdió el interés cuando supo que no había llegado a Portofino en un yate. No es que la chica no fuera atractiva. La veía allí abajo, desde la ventana, una estrella blanca en medio del azul del agua, y de haber sido unos años antes… Pero no era así.

Después de que el Hydraios se hiciera a la mar sin él, pasó la noche en la estación Brignole y tomó el primer tren que bajaba a la costa, a la turística ciudad de Santa Margherita. Allí compró una maleta y la mejor ropa veraniega que encontró: blazer, pantalones blancos, camisas informales de manga corta. Vaya, gastaba a manos llenas, menuda lección le había dado S. Kolb. Luego, después de comprar una navaja de afeitar, jabón, un cepillo de dientes y demás artículos de aseo, hizo el equipaje y cogió un taxi —no había tren— hasta Portofino, al Hotel Splendido.

Había muchas habitaciones ese verano, algunos de los clientes habituales no iban a Italia ese verano. Una suerte para Weisz. La mañana que llegó se cambió de ropa y puso en marcha su campaña: plantarse en la piscina, en el bar, en el té de las cinco en el salón: locuaz, encantador, el tipo más simpático del mundo. Probó con los británicos, uniéndose a éstos y a aquéllos, gente que bajaba de los yates, pero no querían saber nada de él. La clase de personas que acudían a Portofino pronto aprendían, en los colegios, a evitar a los extranjeros obsequiosos.

Y estaba empezando a perder la esperanza, comenzaba a plantearse la posibilidad de ir hasta una aldea de pescadores cercana —barcas de buen tamaño, pescadores pobres—, cuando descubrió a los daneses y a su simpático líder. «Llámame Sven.» ¡Menuda cena! Mesa para doce —seis daneses y sus nuevos amigos del hotel—, botellas de champán, risas, guiños y alusiones maliciosas a la alegría nocturna que reinaba a bordo del Ambrosia, el yate de Sven. Fue la mujer de éste, cabello blanco e imponente, la que al final, en su lento inglés escandinavo, pronunció las palabras mágicas:

—Tenemos que encontrar la manera de vernos más, querido, porque el jueves viajamos a St. Tropez.

—Bueno, podría ir con vosotros.

—Oh, Carlo, ¿lo harías?

Un último vistazo por la ventana y Weisz se situó ante el espejo y se peinó. Era la última noche de los daneses en Portofino, y la cena sin duda sería abundante y ruidosa. Una última ojeada al espejo, las solapas cepilladas y ¡a por todas!

Era como se había imaginado: champán, lenguado a la plancha, coñac y una gran cordialidad en la mesa. Sin embargo Weisz pilló al anfitrión mirándolo más de una vez. Algo le rondaba la cabeza. Sven era jovial y divertido, pero en apariencia. Había hecho su fortuna con minas de plomo en Sudáfrica, no era ningún tonto, y Weisz tenía la sensación de que sospechaba de él. Después de tomar el coñac, Sven sugirió que el grupo se reuniera en el bar mientras él y su amigo Carlo jugaban la partida de billar que habían acordado.

Y así lo hicieron, los ángulos del rostro de Sven marcados por la luz que iluminaba la mesa en la oscura sala de billar. Weisz hizo lo que pudo, pero Sven sabía jugar y no dejaba de pasar las cuentas por el alambre de bronce con la punta del taco a medida que aumentaban los puntos.

—Entonces, ¿te vienes con nosotros a St. Tropez?

La verdad es que me gustaría.

—Ya veo. Pero ¿puedes salir de Italia tan fácilmente? ¿No necesitas, esto, un permiso de alguna clase?

—Sí, pero nunca me lo darían.

—¿No? Qué fastidio, ¿por qué no?

—Sven, tengo que salir de este país. Mi mujer y mis hijos se marcharon a Francia hace dos meses y quiero ir con ellos.

—Salir sin permiso.

—Sí. En secreto.

Sven se inclinó sobre la mesa, apoyó el taco en la mano y lanzó una bola roja por el tapete que golpeó la banda y luego tocó una bola blanca. Acto seguido se enderezó y anotó el tanto.

—Cuando estalle, va a ser una guerra horrible. ¿Crees que la evitarás en Francia?

—Puede que sí —contestó Weisz mientras entizaba la punta del taco—. O puede que no. Pero, sea como fuere, no puedo luchar en el bando equivocado.

—Bien —replicó Sven—. Eso es admirable. De ese modo quizá seamos aliados.

—Tal vez, aunque espero que la cosa no llegue a tanto.

—No pierdas la esperanza, Carlo, es bueno para el alma. Zarpamos a las nueve.

5 de julio, Berlín.

Cómo odiaba a esos putos nazis asquerosos. Mira ése de ahí, en la esquina, como si no tuviera ninguna preocupación. Bajo y fornido, de color carne, labios gruesos y cara de niño despiadado. De vez en cuando recorría la calle arriba y abajo, luego volvía, los ojos siempre fijos en la entrada de las oficinas de la Bund Deutscher Mädchen, la sección femenina de las Juventudes Hitlerianas. Y vigilando, sin ocultarlo, a Frau Christa von Schirren.

S. Kolb, en la parte de atrás de un taxi, estaba a punto de darse por vencido. Llevaba días en Berlín y era incapaz de acercarse a ella. Los de la Gestapo andaban por todas partes: en coches, portales, furgonetas de reparto. Sin duda escuchaban sus llamadas telefónicas y leían su correo; la cogerían cuando les viniera bien. Entretanto esperaban, ya que tal vez, sólo tal vez, uno de los otros conspiradores se desesperara, saliera al descubierto e intentara establecer contacto. Y, Kolb lo veía, ella sabía exactamente lo que pasaba. Antes era toda confianza, una aristócrata segura de sí. Pero ya no. Ahora unas profundas ojeras rodeaban sus ojos, y tenía el rostro pálido y demacrado.

Bueno, tampoco es que él estuviera mucho más en forma. Asustado, aburrido y cansado: el clásico estado del espía. Llevaba en danza desde el 29 de jimio, cuando pasó la noche en Marsella esperando a Weisz, pero cuando la tripulación del Hydraios abandonó el carguero, él no apareció por ninguna parte. Y, de acuerdo con el segundo maquinista, el barco había zarpado de Génova sin él.

—Desaparecido —afirmó el señor Brown cuando Kolb llamó—. Quizá lo haya cogido la OVRA, jamás lo sabremos.

Una lástima, pero así era la vida. Luego Brown le dijo que tenía que ir a Berlín a sacar a la chica. ¿Era necesario?

—Nuestra parte del trato —explicó Brown desde la comodidad de su hotel de París—. Y puede que nos sea útil, nunca se sabe.

Contaría con ayuda en Berlín, puntualizó Brown, el SSI no era muy numeroso allí, no era muy numeroso en ninguna parte, pero el agregado naval de la embajada tenía un taxista de confianza.

Se trataba de Klemens, ex comunista y alborotador en los años veinte, con cicatrices que lo demostraban, el mismo que ahora apoyaba el peso en el volante del taxi y encendía el décimo cigarrillo de la mañana.

—Llevamos aquí demasiado tiempo, ¿sabe? —comentó, captando los ojos de Kolb por el retrovisor.

«Cierra el pico, palurdo.»

—Creo que podemos esperar un poco más.

Esperaron diez minutos, otros cinco. Luego un autobús se detuvo delante de la oficina, el motor al ralentí, el escape expulsando bocanadas de humo negro, y un minuto más tarde salieron las chicas en tropel, uniformes marrones, medias hasta la rodilla y pañuelos anudados, algunas con cestas de picnic, de dos en dos, seguidas de Von Schirren. Cuando subieron al autobús, el matón de la esquina miró un coche que había aparcado al otro lado de la calle, el cual, cuando el autobús arrancó, se incorporó al tráfico, justo detrás.

—Adelante —ordenó Kolb—. Pero manténgase a distancia.

Fueron hasta los límites de la ciudad, en dirección este, hacia el Oder. Pronto estarían en el campo. Luego, un golpe de suerte. En la localidad de Münchberg el coche de la Gestapo paró a echar gasolina y dos tipos corpulentos bajaron a estirar las piernas.

—¿Qué hago? —quiso saber Klemens.

—Siga al autobús.

—El coche no tardará en darnos alcance.

—Limítese a conducir —contestó Kolb.

Un día caluroso y húmedo. Un tiempo irritante para Kolb. Si tenía que caminar, los calzoncillos le rozarían la piel. Así que, por el momento, le daba igual lo que hiciera el otro coche.

A los pocos minutos, un segundo golpe de suerte: el autobús se metió por un caminito, y a Kolb se le alegró el corazón. «Ésta es la mía.»

—¡Sígalo! —exclamó.

Klemens se mantenía a bastante distancia del autobús, una estela de polvo indicando su avance mientras subía las colinas cercanas al Oder. Luego el autobús paró. Klemens dio marcha atrás y aparcó el coche a un lado del camino, en un punto en que los del otro vehículo no podían verlo.

Kolb le dio algún tiempo al grupo para que llegara a dondequiera que fuese y se bajó del coche.

—Abra el capó —le indicó al otro—. Tiene problemas con el motor, puede que le lleve algún tiempo.

Kolb echó a andar camino arriba y rodeó el autobús, adentrándose en un pinar. «La naturaleza», pensó. No le gustaba la naturaleza. En la ciudad era una rata astuta, se sentía como en casa en aquel laberinto, pero fuera se sentía desnudo y vulnerable y sí, tenía razón en lo de los calzoncillos. Desde un lugar estratégico situado en lo alto de la colina veía a las Deutscher Mädchen, que se agolpaban en la orilla de un pequeño lago. Algunas chicas sacaban la merienda, mientras que otras —los ojos de Kolb se abrieron de par en par— se desvestían para nadar, sin que él viera un solo bañador. Soltaban grititos al meterse en la fría agua, salpicándose las unas a las otras, forcejeando, un jolgorio de muchachas desnudas. Toda aquella preciosa y pálida carne aria saltando y zangoloteando, libre y desembarazadamente. Kolb no se cansaba de mirar, y no tardó en contagiarse del ambiente.

Von Schirren se quitó los zapatos y las medias. ¿Habría más? No, no estaba de humor para nadar; paseaba mirando el suelo, el lago, las colinas, a veces esbozaba una tenue sonrisa cuando una de las Mädchen le gritaba que se uniera a ellas.

Kolb, de árbol en árbol para esconderse, se las arregló para bajar la colina y llegar a la linde del bosque, donde se ocultó tras unas matas. Von Schirren se acercó al lago, permaneció allí un rato y luego se apartó, aproximándose a donde él se encontraba. Cuando se hallaba a unos tres metros de distancia, Kolb se asomó por el arbusto.

—¡Eh!

Von Schirren, sobresaltada, le lanzó una mirada furiosa.

—Asqueroso. ¡Váyase! Ya mismo. O le echo a las chicas.

Lo que le faltaba.

—Escuche atentamente, Frau Von Schirren: su amigo Weisz ha organizado esto, y hará lo que le diga o me largaré y no volverá a vernos ni a mí ni a él.

Por un momento se quedó estupefacta.

—¿Carlo? ¿Lo envía él?

—Sí. Va a salir usted de Alemania. Ahora.

—He de ir por los zapatos —repuso.

—Dígale a la chica que esté al mando que no se encuentra bien y que va a tumbarse al autobús.

Luego, por fin, los ojos de ella reflejaron gratitud.

Subieron la arbolada loma, el silencio interrumpido únicamente por las aves, los rayos de sol iluminando el suelo del bosque.

—¿Quién es usted? —inquirió ella.

—Su amigo Weisz, con su profesión, tiene muchas amistades. Da la casualidad de que soy un conocido suyo.

Al cabo de un rato ella contó:

—Me siguen, a todas partes, ¿sabe?

—Sí, los he visto.

—Supongo que no podré ir a mi casa, ni siquiera un momento.

—No. La estarán esperando.

—Entonces ¿adónde iré?

—A Berlín, a un desván donde hace un calor de mil demonios. Le haremos un cambio de imagen, he comprado una peluca gris espantosa, y luego le sacaré una foto, revelaré el carrete y pondré la foto en su nuevo pasaporte, con su nuevo nombre. Después cambiaremos de coche y pasaremos unas horas al volante hasta llegar a Luxemburgo, al paso fronterizo de Echternach. Después será cosa suya.

Dejaron atrás el autobús y bajaron al camino. Klemens estaba tumbado boca arriba junto al taxi, las manos detrás de la cabeza. Al verlos se levantó, cerró de golpe el capó, ocupó su asiento y arrancó el motor.

—¿Dónde me siento? —preguntó ella cuando se acercaban al coche.

Kolb dio la vuelta al vehículo y abrió el maletero.

—No está tan mal —aseguró—. Lo he hecho unas cuantas veces.

Christa se metió dentro y se hizo un ovillo.

—¿Está bien? —se interesó Kolb.

—A usted se le da bien esto, ¿no? —respondió ella.

—Muy bien —le contestó Kolb—. ¿Lista?

—La razón por la que le pregunté lo de ir a casa es que mis perros están allí. Son muy importantes para mí, querría despedirme.

—No podemos ni acercarnos a su casa, Frau Von Schirren.

—Perdóneme —se disculpó—. No debería haber preguntado.

«No, no debería, unos chuchos, anda que…» Pero la mirada en los ojos de ella lo impresionó, de modo que dijo:

—Tal vez algún amigo se los pueda llevar a París.

—Sí, es posible.

—¿Lista?

—Ahora sí.

Kolb cerró el maletero con suavidad.

11 de julio.

Eran más de las diez cuando Weisz se bajó de un taxi delante del Hotel Dauphine. La noche era cálida, y la puerta se encontraba abierta. Dentro reinaba la calma, madame Rigaud estaba sentada en una silla tras el mostrador, leyendo el periódico.

—De manera que ha vuelto —dijo, quitándose las gafas.

—¿Acaso pensaba que no lo haría?

—Nunca se sabe —replicó ella, empleando el refrán francés.

—¿Hay algún mensaje para mí?

—Ni uno solo, monsieur.

—Entiendo. Bueno, pues buenas noches, madame. Me voy a la cama.

—Mmm —repuso ésta al tiempo que se ponía las gafas y sacudía el periódico. Weisz iba por el cuarto escalón cuando ella le dijo—: ¿Monsieur Weisz?

—¿Madame?

—Han preguntado por usted. Una amiga suya que se hospeda aquí. Cuando llegó preguntó si estaba usted aquí. Le di la habitación 47, en el mismo pasillo que usted. Da al patio.

Al punto Weisz respondió:

—Muy amable por su parte, madame Rigaud, es una habitación agradable.

—Una mujer muy refinada. Alemana, creo. Y sospecho que tiene muchas ganas de verlo, así que tal vez debiera ir, si me disculpa el atrevimiento.

—En ese caso, que pase usted una buena noche.

—Ojalá la pasemos todos, monsieur. Todos.