8. Alternativa constituyente republicana en España

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ALTERNATIVA CONSTITUYENTE REPUBLICANA EN ESPAÑA

La crisis del modelo de acumulación neoliberal ha llevado a nuestro país a la mayor crisis política e institucional desde 1978. Por un lado, la crisis económica está empujando a gran parte de la población al desempleo y a la incapacidad de hacer frente al pago de los bienes y servicios más básicos. Por otro lado, la crisis política se manifiesta en la caída del bipartidismo, en el crecimiento del abstencionismo electoral y en los innumerables casos de corrupción que emergen tras la burbuja inmobiliaria. Además, de la misma forma que el sistema económico actual parece incapaz de proporcionar las condiciones materiales mínimas a importantes sectores sociales, el sistema político se muestra incapaz de ofrecer soluciones o incluso de generar la esperanza de poder hacerlo en el futuro. Reina el desconcierto y la frustración, pero sobre todo el descrédito de las instituciones políticas.

En este contexto, las élites económicas y políticas de España han apostado por intentar legitimar y sostener el proceso de transformación económica y social que promueven la troika y las instituciones internacionales. Está en marcha la reconversión de la economía española en una economía dirigida por las exportaciones y donde las relaciones mercantiles se expandirán por todo el tejido social posible. Exactamente como acabamos de ver en el capítulo precedente. El programa de reformas estructurales es el medio a través del cual conseguirlo. Además, esas mismas élites tratan de apuntalar el soporte político que se requiere para llevar a cabo con éxito las reformas, habida cuenta de que el desprestigio de las instituciones actuales merma su capacidad de maniobra.

Como resultado de lo anterior, en este momento histórico estamos siendo víctimas de un proceso desdemocratizador. Este puede entenderse desde dos ángulos. El primero, desde el que se refiere al proceso por el cual lo económico se independiza de lo político y, en consecuencia, aumenta la subordinación de la vida social para con la lógica del capitalismo. El segundo, desde el que se refiere a las reformas institucionales que destruyen los rasgos sustantivos y procedimentales de la democracia. Todo con el objetivo declarado de facilitar la puesta en marcha de las llamadas reformas estructurales.

Ese proceso desdemocratizador es un verdadero proceso constituyente dirigido por las élites económicas y políticas, las cuales buscan adecuar las instituciones políticas a las necesidades del capitalismo actual. La noción de proceso constituyente debemos entenderla aquí en un sentido amplio, como un proceso de construcción de nuevas instituciones políticas entre las cuales la de mayor rango es la Constitución.

Este proceso constituyente puede ser apellidado Restauración borbónica para el caso español, debido al papel fundamental que desempeñan en él tanto la monarquía como los dos grandes partidos de la democracia española. La tríada que conforman PP, PSOE y la Monarquía se presenta como el soporte político más adecuado para garantizar la consolidación de las reformas estructurales en España. No obstante, otras fuerzas políticas también emergen en el escenario político sin que entre sus objetivos se encuentre confrontarse con el proceso de reformas estructurales.

En todo caso, el relato que une a todas estas fuerzas políticas es el que proporciona la llamada «cultura de la Transición», esto es, el paradigma cultural e ideológico que ha legitimado el actual régimen político y económico. El pilar de este paradigma es, sin lugar a dudas, la Constitución de 1978. Esta Constitución creó un marco jurídico adecuado para el desarrollo de una economía de mercado acompañada por algunos contrapesos sociales, si bien ahora está siendo desbordada por las necesidades del capitalismo. En el ámbito político se tradujo en una democracia procedimental de tipo liberal y elitista, la cual dejaba prácticamente toda la acción política en manos de los partidos políticos. En su conjunto, «la Constitución española aparece como el producto de la presión social, política y sindical ejercida contra la dictadura franquista, pero también de una adhesión casi forzosa a las condiciones impuestas al antiguo régimen»[1].

Sin embargo, la actual crisis económica ha precipitado la erosión de lo que Pisarello llama «sentimiento constitucional», puesto que la Constitución de 1978 ha perdido gran parte del apoyo social que tenía hasta hace algunos años. Las razones son varias: los incumplimientos sistemáticos de sus garantías positivas, la interpretación jurídica cada vez más conservadora de sus aspectos sociales, su superación por normativa jurídica supraestatal mucho menos garantista y su reforma exprés en el verano de 2011 para adecuarla al proyecto económico impuesto por la troika.

Incluso puede decirse que para cada vez mayores sectores de la población «el acuerdo político que subyace a la Transición española es, hoy, un marco insuficiente para la convivencia que conscientemente debe ser superado»[2]. Esto es parte del sentimiento representado por el movimiento 15M, que buscó poner en marcha una revolución democrática mediante una asamblea constituyente.

Así, frente al proceso constituyente dirigido por las élites económicas y políticas se pretende construir la alternativa constituyente desde abajo, desde otros sujetos sociales y políticos muy distintos. Ese es el objetivo que nosotros suscribimos en este libro, el de la puesta en marcha de una alternativa constituyente que cristalice en la Tercera República.

Inspirándonos en lo aprendido en el conjunto de este libro, los rasgos fundamentales del nuevo ordenamiento jurídico y político deberían ser dos. En primer lugar, una democracia de tipo procedimental de naturaleza republicana, es decir, radicalmente participativa. En segundo lugar, una democracia de tipo sustantivo y socialista, es decir, que lleve al ámbito económico los principios democráticos y de esa forma se cierre la separación entre la esfera económica y la política que se encuentra en el origen del fascismo y otras barbaries.

Para lograr estos objetivos es necesario atender con suficiente rigor a los cambios ideológicos que está sufriendo la sociedad española y europea, muchos de los cuales tienen que ver con la crisis y con la respuesta neoliberal a la misma. Además, es necesario reformular los instrumentos políticos de acción —sindicatos y partidos— para convertirlos en verdaderos instrumentos de emancipación social y política.

Finalmente cabe una advertencia. A lo largo de este libro hemos detectado tendencias políticas y económicas, las cuales nos permiten proyectar la sociedad que se está construyendo en un proceso dirigido desde las élites. Exactamente de la misma forma buscamos proyectar un posible y deseable modelo de sociedad política. No pretendemos caer en la formulación de quimeras o imposibles, pero tampoco en un rancio pragmatismo que no vaya a la raíz de los problemas. De la misma forma que nos deshacemos de la ilusión de que todo lo formulado en el papel es posible llevarlo a la práctica, renunciamos a la ilusión de que una sociedad puede avanzar huyendo del conflicto político y apostando por soluciones de vago posibilismo. Al contrario, en las siguientes páginas buscaremos humildemente hacer un uso lo más riguroso posible del análisis político precedente con el objetivo de poder formular una alternativa factible.

El cambio ideológico en España

EL CAMBIO IDEOLÓGICO EN ESPAÑA

Si hiciésemos una foto de la sociedad española en el momento actual, a inicios de 2014, probablemente lo primero que nos llamaría la atención es el explícito y permanente conflicto político. Las calles se han llenado en los últimos años de ciudadanos que defendemos espacios de poder que en otro tiempo creíamos asegurados. Cuestiones educativas, sanitarias, de vivienda, salariales, laborales en general o, sencillamente, una mezcla de todo. El proceso de desamortización social que estamos viviendo es real y puede explicarse atendiendo a sus fundamentos económicos y a la necesidad de supervivencia de un sistema económico implacable con el ser humano. No obstante, podemos señalar tres factores que ayudan a entender el mapa político en el que nos situamos.

En primer lugar, hasta el momento las luchas sectoriales han predominado sobre las luchas estructurales. Las diferentes mareas, que expresan un movimiento de protesta heredero del 15-M, no han terminado de confluir en una gran marea o tsunami ciudadano. En segundo lugar, la actitud es esencialmente defensiva. La percepción es que estamos ante una regresión social efectiva, y que el deber moral o la necesidad vital trata de impugnar. Y en tercer lugar, la manifestación institucional de todo ello es el desencanto y el descrédito respecto al sistema político, por un lado, y el creciente peso relativo de organizaciones políticas que tratan de canalizar el descontento, por otro lado.

Este último punto merece la pena abordarlo con rigor. Se ha hablado de desplome del bipartidismo, y bien parece que sea así. La ciudadanía ha dejado de confiar, en términos generales, en los dos partidos políticos que han gestionado el país durante el tiempo en el que se gestaba el desastre actual. La intención de voto parece un buen indicador de ello. Sin embargo, ese fenómeno no se ha traducido en un ascenso igual de otras formaciones políticas. En realidad, la verdadera beneficiada del proceso es la suma de la abstención y el voto en blanco. Los datos no dejan lugar a dudas:

Fuente: CIS, series históricas (2013)

Probablemente esto se deba a que los ciudadanos no impugnan únicamente el bipartidismo, sino el sistema político mismo. Asociada la política institucional española a un eje izquierda-derecha, donde PSOE y PP representaban ambos polos, el fracaso de ambos partidos es también el fracaso de ese eje como forma de identidad política. Que es, no cabe duda, el eje dominante en el que ha operado la política desde la Revolución Francesa.

Así las cosas, no podemos quedarnos en la epidermis del problema. Tratemos más bien de profundizar en las causas últimas de este fenómeno. Y nos parece encontrar al menos tres importantes.

La primera, el ya citado proceso de desdemocratización de las instituciones públicas, que incluye la mercantilización del espacio público y el regalo de los instrumentos políticos a instituciones alejadas de la ciudadanía (como el Banco Central Europeo o la Comisión Europea). El efecto es que la gente no siente que el Parlamento sea útil, en un sentido amplio. A todo ello debemos añadir lo ya examinado en el capítulo segundo.

La segunda, que los casos de corrupción se perciben como generalizados y se asocian a la estructura oligárquica de los partidos políticos, desconectados totalmente de los representados. Así, a partir de la falta de mecanismos radicalmente democráticos en los partidos, se ha creado un imaginario de clase política corrupta que lo abarca y contamina prácticamente todo.

La tercera, que la frustración natural producto de una grave crisis económica se dirige a quienes, al menos formalmente, deberían dar respuesta a los problemas de la ciudadanía y sin embargo no lo están haciendo. ¿A quién interpelar sino a los formalmente propios representantes?

En este contexto uno de los partidos que se presentan como alternativa, Izquierda Unida, está consiguiendo sentirse representante de, aproximadamente, el mismo porcentaje de representados que en 1996. Pero a la vez es incapaz de absorber el desencanto político que está, por el contrario, nutriendo las filas de la abstención y el voto en blanco. Esa creciente abstención proviene fundamentalmente de las filas de los dos partidos mayoritarios, y probablemente poco o nada identificados con las posiciones más radicales del eje izquierda-derecha.

Lo que tenemos es un sector cada vez más amplio de la ciudadanía que no se siente representado y que está, de facto, fuera del sistema político. Está desilusionado, desencantado, destensado políticamente. Sin embargo, según las encuestas, es un sector que simpatizó con el 15-M, apoyando su filosofía e incluso sus propuestas, pero también con la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Es un sector, como apunta Fernández Liria[3], que comparte con los sectores más ideologizados las reivindicaciones sociales de resistencia, esto es, posee un sentido común que dice que no es justo que nos roben nuestros derechos. Por lo tanto, no es un sector despolitizado per se, sino un sector sencillamente sin ilusión política. Perciben el actual sistema como algo gris, producto de formas de organización que no se adecuan a las necesidades sociales actuales.

Si se acepta lo anterior, entonces no tenemos más remedio que reconocer que no estamos ante un problema de programa político, en el sentido clásico de la palabra, sino ante un problema de enfoque político. Porque si uno se sigue moviendo en un marco con el que no se identifica un sector creciente de la población, solo puede aspirar a mantener reducidos porcentajes de aceptación[4]. Si, por el contrario, uno aspira a dar un salto cualitativo, entonces sabe que tiene que cambiar las formas organizacionales y de mensaje para generar la ilusión, que es el requisito indispensable para poner en marcha el programa sustantivo. Estamos ante la diferencia entre aspirar a gestionar el 15 por 100 del voto o, por el contrario, aspirar a construir mayorías sociales. Hay un largo trecho entre ambas posiciones, a pesar de que se sitúen bajo el mismo programa formal.

Un ejemplo claro de todo esto ocurrió con el 15-M. A nadie se le escapó que las demandas formales de Democracia Real Ya, primero, y de las Asambleas del 15-M, después, eran en muchos casos plenamente coincidentes con el programa de la izquierda alternativa y, particularmente, de IU. Sin embargo, IU no logró por sí sola canalizar la frustración del modo masivo que sí lo consiguió el 15-M. No era tampoco entonces un problema de programa político.

Lo que estamos diciendo es que las reivindicaciones de una mayor democracia sustantiva tienen que ir necesariamente de la mano de las reivindicaciones de una mayor democracia procedimental. Y esto, naturalmente, no es nada nuevo. Ya Louis Blanc lo señaló en el siglo XIX cuando trataba de convencer de las ventajas del republicanismo, como paradigma político, a los trabajadores que empezaban a difundir ideas socialistas. Pero también está vinculado con las formas de comunicación política, y tanto el jacobino Robespierre como el bolchevique Lenin sabían que no había otra manera de convencer y estimular al pueblo que a través de la palabra bien expresada. El primero defendió sus tesis rousseaunianas con una consigna tan básica como la del derecho a la existencia, y el segundo no ignoró que los sesudos debates de teoría marxista debían terminar traducidos en poderosas consignas políticas como la de «Paz, tierra y pan». Siempre los debates teóricos fundamentan las ideologías, mientras que los discursos se sitúan en el plano de la cristalización concreta. No en vano, Marx escribió El capital, pero también el Manifiesto comunista.

Pensamos que Izquierda Unida y otros sujetos emancipadores tiene que decidir a qué aspiran como colectivo. Y si, como pensamos algunos, nuestra aspiración es construir la mayoría social, entonces tenemos que adaptar estas organizaciones al contexto sociopolítico en el que nos situamos. Ello pasa, necesariamente, por entender que los ciudadanos estamos reclamando participación en todos los niveles. Queremos que nuestra voz cuente, de modo que queremos que nuestros votos en democracia no sean secuestrados por los bancos, las grandes fortunas o la troika. Pero también queremos que nuestra voz como militantes cuente en la toma de decisiones colectivas de la organización. ¡Y que ocurra lo mismo como trabajadores en las empresas! Se trata, en resumen, de democratizar todos los espacios de la vida política.

De ahí que una de las formas de recuperar la ilusión de quienes han tirado la toalla consista también en democratizar las instituciones del Estado y las de representación política. Es decir, un verdadero proceso constituyente que proporcione nuevas reglas al juego democrático.

En efecto, iniciar un proceso de radicalidad democrática es, en realidad, ponernos manos a la obra en la construcción de las mayorías sociales y trabajar por la reconquista de la democracia. Dar al pueblo lo que le pertenece, su soberanía y su derecho a la existencia es, a fin de cuentas, el motor de todas las revoluciones modernas.

El sujeto político transformador

EL SUJETO POLÍTICO TRANSFORMADOR

Vale, lo tenemos claro. Pero la pregunta es legítima: ¿quién hará todo esto posible?

En determinadas tradiciones de la teoría política suele aceptarse que las transformaciones sociales son ejecutadas por sujetos políticos históricos, es decir, por partes de la población que comparten objetivos y tienen cierta homogeneidad cultural y política. Nosotros también lo creemos, si bien aceptando una visión más amplia que más que de sujetos políticos homogéneos nos hable de base social. A partir de ahí aceptamos que, está claro, «sin base social suficiente no hay sociedad que pueda existir de forma duradera, por muy atractiva que sea en apariencia»[5].

Para la tradición del socialismo, el sujeto histórico por excelencia ha sido la clase obrera o el proletariado. Definido de una forma estrecha puede identificarse con los trabajadores del sector productivo industrial, pero de forma amplia puede abarcar a todo el conjunto de asalariados e incluso a los que trabajando por cuenta propia mantienen condiciones materiales de vida similares a las de los asalariados. Esta diferencia de criterios se debe a que la estructura social ha cambiado como consecuencia de los cambios en la estructura productiva y los cambios, en definitiva, del capitalismo. Es decir, «en un nuevo contexto tecnológico, financiero y político, los fermentos de la unidad de la clase obrera entraron en disolución»[6]. Dicho de otra forma, la base social del proletariado, cualquiera que sea su definición, es relativamente menos amplia y más heterogénea que en los tiempos en los que se escribió el Manifiesto comunista.

Por otra parte, esos mismos fenómenos estructurales añadidos al cambio ideológico acontecido con la llegada del neoliberalismo han promovido la proliferación de nuevos sujetos políticos, tales como los hoy llamados nuevos movimientos sociales. Entre estos destacan el movimiento feminista, el movimiento pacifista, el movimiento de gays y lesbianas, el movimiento indigenista y el movimiento antiglobalización. Se trata de una composición interclasista de individuos, donde «las bases de adscripción no son ya fundamentalmente económicas sino ideológicas y culturales, y se relacionan en la búsqueda de nuevas identidades colectivas, nuevos sujetos políticos»[7]. Aunque buscan influir en la actividad institucional, los nuevos movimientos sociales se mantienen al margen de la acción política tradicional y no participan en elecciones ni se posicionan a favor de uno u otro partido político. Asimismo, los participantes en estos nuevos movimientos sociales comparten por lo general las características de «seguridad material, un alto nivel educativo y tiempo libre»[8].

También difieren entre sí las formas de organizarse. Frente a una organización jerárquica y burocratizada propia de los movimientos sociales clásicos, como el movimiento obrero, los nuevos movimientos sociales se caracterizan por una estructura descentralizada, abierta y democrática. No obstante, esta diferenciación queda lejos de ser general y depende, naturalmente, del tamaño de las organizaciones en cuestión.

Ahora bien, no deberíamos interpretar todo lo anterior como un salto en el vacío o como dos planos irreconciliables de la acción colectiva. Al contrario, los nuevos movimientos sociales y el movimiento obrero encuentran planos de colaboración que pueden ser amplísimos según las circunstancias. Ambos tipos de sujetos son herederos del pensamiento ilustrado y ambos pueden ser entendidos como posibles respuestas colectivas ante fenómenos percibidos como injustos.

La tesis de Sidney Tarrow (1938) puede ser útil para comprender a qué nos estamos refiriendo. Y es que según él:

[…] la gente participa en acciones colectivas como respuesta a un cambio en la pauta de las oportunidades y restricciones políticas y, mediante el uso estratégico de la acción colectiva, genera nuevas oportunidades, que serán aprovechadas por otros en ciclos de protesta cada vez mayores. Cuando su lucha gira en torno a divisiones profundas en el seno de la sociedad, cuando unen a la gente alrededor de símbolos de la herencia cultural y cuando son capaces de levantar o construir redes sociales y estructuras de conexión compactas, en estos casos, en concreto en los movimientos sociales, la acción colectiva produce una interacción con sus oponentes[9].

El propio movimiento 15-M, por ejemplo, fue precedido por la huelga general de septiembre de 2009 y por las manifestaciones contra la reforma de las pensiones de enero de 2011. Ambas experiencias, junto con todas las anteriores —muy especialmente los conflictos universitarios y las movilizaciones contra la guerra de Irak en 2003—, han nutrido claramente las formas y contenidos de los nuevos movimientos sociales. Y si bien puede establecerse una tipología que mantenga separados al movimiento obrero y a los movimientos sociales, lo cierto es que la realidad es mucho más difusa y compleja. Al fin y al cabo, «cada componente de la población, cada capa o estrato, cada pieza del puzzle social está, de hecho, afectada por ataques diversos, dispares, siempre singulares»[10].

Nosotros apostamos aquí por aceptar que a la relación conflictiva entre los capitalistas y los trabajadores debemos sumar otras relaciones conflictivas: la que se da entre los capitalistas y el conjunto de la población[11] y la que se da entre los capitalistas y el propio planeta[12]. De ese modo comprenderemos que la dinámica del capitalismo no solo empobrece y aliena a los trabajadores, sino que también atenta contra el resto de la población que no es trabajadora —en sentido economicista— y contra el propio planeta.

Y es precisamente de los efectos que genera esa dinámica capitalista de donde tenemos que extraer la composición de la base social contestataria y revolucionaria. Ello nos obliga a entender la base social como una entidad heterogénea y plural que sin embargo se ensambla a través de la ideología y un proyecto transformador. Nada fácil.

En esa tarea nos puede ser de enorme ayuda el propio trabajo de Gramsci, estudiado en el capítulo primero, y muy particularmente su concepto de hegemonía y el papel que para él tenía el partido político. En este sentido, el objetivo sería la creación de un bloque social histórico en el que se aglutinaran todos los dominados y perjudicados por la dinámica capitalista, y dentro del cual la clase trabajadora tuviera un papel director. Y aquí «director» no se refiere a la estructura orgánica, ni a una versión autoritaria del concepto de vanguardia, sino a la simple constatación de que la relación conflictiva entre capital y trabajo es la que con más claridad señala como enemigo al capitalismo.

Así las cosas, no se trata solo de poner en un espacio común a todos los sectores y estratos de clases perjudicados por la dinámica del capital, sino también de crear una brújula que indique el norte político al que nos queremos dirigir y de dotarnos de los instrumentos adecuados para ello.

Los instrumentos de emancipación: los partidos políticos

LOS INSTRUMENTOS DE EMANCIPACIÓN: LOS PARTIDOS POLÍTICOS

La crisis del sistema político español también ha animado la reflexión sobre los mecanismos democráticos dentro de los partidos políticos. Como vimos en el capítulo segundo, la Constitución de 1978 no dice mucho acerca de cómo han de organizarse los partidos internamente y, sin embargo, en la práctica estos se caracterizan por escasos niveles de democracia. En su conjunto, el sistema opera como una partidocracia en la que unos pocos miembros de cada organización toman la mayoría de las decisiones.

En el capítulo primero también pudimos ver que para la tradición socialista, y especialmente para Gramsci, el partido político debe ser un instrumento de emancipación caracterizado por altos niveles de democracia. La realidad no ha parecido darle la razón al italiano, de modo que tenemos la obligación de repensar cómo podríamos evitar que los partidos políticos se conviertan en simples máquinas electorales organizadas oligárquicamente.

El debate ya se ha abierto y se ha centrado sobre las primarias abiertas, como aparentemente el método más democrático de los posibles. A nuestro juicio, el mecanismo de las primarias abiertas no es ni mucho menos la solución y plantea problemas insoslayables para las organizaciones de izquierda. Por el contrario, el problema democrático del sistema político se encuentra en la falta de mecanismos propiamente internos, esto es, en la dificultad que tienen los militantes de un partido para que sus dirigentes-representantes ejecuten durante todo el mandato su voluntad.

La ley de hierro de la oligarquía puede neutralizarse si en el seno de los partidos se aprueban mecanismos de democracia interna que impidan la creación de dichas oligarquías. Aquí no hablamos de otra cosa que de cómo hacer que la voluntad de los representados pueda ser ejecutada fielmente por los representantes. Y como un mecanismo posible se han propuesto, desde diferentes ángulos, las primarias abiertas.

No negamos los elementos positivos de las primarias abiertas, como la movilización social que promueven y la capacidad de recaudación que pueden suponer, pero nos parece más importante poner de relieve sus problemas. No obstante, tampoco ignoramos los muchos diseños diferentes en los que puede cristalizar un proceso así.

En su tipo ideal, las primarias abiertas son en última instancia un producto de la democracia liberal de mercado[13], esto es, de la concepción democrática según la cual los partidos tienen que ser la oferta que escucha a la demanda. Es decir, el partido se presenta como abierto para escuchar al conjunto de la ciudadanía y para adaptarse —incluso internamente— a sus demandas. De ser así, se dice, los partidos acabarían convirtiéndose en el mejor reflejo del cuerpo ciudadano, y de esa forma se maximizarían sus opciones electorales.

Este procedimiento de primarias abiertas tiene problemas operativos, que pueden ser resueltos, y problemas ideológicos, que no tienen solución.

Los problemas operativos son los derivados de la información asimétrica que reciben los votantes respecto a los candidatos, puesto que unos serán previamente mucho más conocidos que otros. Y nadie asegura que no sean más conocidos porque hayan sido patrocinados por grandes empresas privadas de comunicación o porque hayan obtenido financiación especial por parte de los grupos de interés o lobbies. A pesar de todo, estos problemas operativos pueden afrontarse mal que bien a través de mecanismos de contrapeso.

Pero el importante es el problema ideológico. Un partido concebido como simple oferta que se adapta a la demanda no es, ni mucho menos, un partido ideológico. Se tratará de un partido vacuo, líquido, vaporoso, capaz de cambiar de criterio a la misma velocidad que cambia el sentido común de la sociedad. Y el sentido común, para decirlo con Gramsci, no es otra cosa que la ideología de la clase dominante.

Las primarias abiertas, de hecho, pueden posibilitar la elección de candidatos con principios y valores mayoritarios socialmente por encima de candidatos con principios y valores minoritarios. En un ejemplo extremo, un proceso de primarias abiertas podría imponer un candidato favorable a la pena de muerte en un partido que en sus principios es contrario a ella. De ahí que a nuestro juicio no tenga sentido que un partido ideológico se abra a un proceso de primarias en el que el conjunto de la sociedad va a imponer su sentido común en la elección del candidato. Los partidos han de deberse a un marco ideológico, dentro del cual cabe la disensión, y que pretendidamente obedece a la razón y a objetivos de emancipación social.

En realidad, un partido concebido ideológicamente no se limita a escuchar las demandas de la ciudadanía, sino que también trata de cambiarlas. Se tratará de un partido que combate el sentido común y no se adapta a él. Un partido ideológico no permite que su organización interna y su programa sean determinados a golpe de encuesta, sino que lucha por crear hegemonía en el sentido gramsciano.

Así pues, un partido debería responder únicamente a aquellos que, compartiendo un espacio ideológico común, marcan las tácticas y las estrategias, desde dentro, al conjunto de la militancia. Ya dentro de la organización, la tarea es evitar que opere la ley de hierro de la oligarquía. Y sin duda, para eso necesitamos echar mano de todos los mecanismos democráticos a nuestro alcance. Se trata de asegurar la plena democracia en el interior de la organización.

Uno de ellos es el proceso de primarias, a secas, pero que se refiere únicamente a la elección de candidatos. Hay que entender aquí que el objetivo sin duda es el acierto político. Naturalmente los representados buscan al representante que mejor se adapte a los propósitos establecidos, aunque no hay forma de garantizar que eso suceda. Sin duda es más fácil acertar cuando mucha más gente participa de la deliberación, pero aun así no se garantiza el acierto político. De hecho, incluso un dedazo puede acabar siendo un acierto político a pesar del método, y de ahí que tengamos que impugnar la obsesión por el método de elección como panacea para el problema del acierto político. No obstante, es un principio claro pensar que cuanta más gente participa en el proceso más fácil resulta acertar.

En todo caso, para acercarse al acierto político o para confirmarlo existen otros mecanismos, más interesantes y complementarios, que son los referidos a la fiscalización y control permanente del representante. Aquí es donde entran los revocatorios, herencia del republicanismo socialista y defendidos por desde Robespierre hasta el propio Marx. Se trata de mecanismos que operan en el seno de una democracia representativa y tienen como objetivo ajustar la voluntad de los representantes a la de los representados. Así, cualquier sujeto político soberano —como una asamblea de militantes— puede evitar que sus cargos públicos —como los concejales o diputados— se desconecten de sus bases y acaben sirviendo a los intereses del poder privado o de grupos de corruptores.

Una democracia representativa que operase así, de acuerdo a la descripción anterior, permite el mandato imperativo de partidos sobre representantes, pero representando aquellos la voluntad democrática de sus militantes. El soberano efectivo se desplaza desde la oligarquía interna hacia los militantes de las organizaciones políticas, ahora democráticas.

Con una ley electoral justa, de carácter puramente proporcional, y con mayor espacio para los mecanismos participativos de carácter general, como los referéndums e iniciativas legislativas populares, las reglas del juego democrático permiten adaptarse a principios mucho más válidos para una democracia. Y ello sin renunciar al carácter ideológico de las organizaciones de izquierdas, que es lo que tememos puede empezar a ocurrir con determinados procesos de primarias abiertas.

Conclusiones

CONCLUSIONES

A lo largo de las páginas precedentes hemos tenido la oportunidad de poner de relieve la importancia de la lucha ideológica, de cuestionar los fundamentos de la democracia procedimental de tipo liberal, de repasar los fundamentos de la tradición republicana y de estudiar los cambios económicos más recientes del capitalismo y cómo estos afectan a las instituciones españolas. No es poca cosa, pero esperamos que todo este viaje haya sido útil.

Tenemos determinado nuestro objetivo, que es la Tercera República de España. Pero, como dejamos claro desde el primer momento, no se trata solo de un cambio de forma, sino del conjunto del sistema político. No queremos limitarnos a poder votar al jefe de Estado de la misma forma que hoy elegimos al presidente del Gobierno. Queremos, por el contrario, dar un vuelco a lo que entendemos hoy por democracia. Queremos y aspiramos a construir una democracia real.

Esa democracia real está conformada por dos patas.

En primer lugar, por una democracia procedimental de tipo republicana, es decir, con unas reglas de juego que sean plenamente democráticas y muy participativas. No nos vale una democracia procedimental de tipo liberal en la que toda la participación política se base en votar cada cuatro años. Queremos un sistema político en el que existan revocatorios, referéndums, fiscalización permanente de los cargos públicos y transparencia, y en el que los partidos políticos sean entidades igualmente democráticas en este mismo sentido apuntado.

En segundo lugar, por una democracia sustantiva de tipo socialista, esto es, que dote de contenido sustantivo a las reglas del juego democrático. Porque democracia es que los ciudadanos tengan acceso a una vivienda, un trabajo y, en general, puedan tener sus necesidades más básicas satisfechas. Con Robespierre, podríamos decir que democracia significa, como mínimo, tener garantizado el derecho a la existencia. Y esto nos interpela sobre el sistema productivo y cómo se reparten sus rentas, e incluso nos pone encima de la mesa cuestiones como la renta básica o el Estado del bienestar. Pero, en definitiva, nos habla de un tipo de libertad que no es la que suelen emplear los liberales. Hablamos de la libertad para poder ejercer la condición de ciudadano, abandonando la esclavitud frente a un amo, tome este la forma de patrón o tome la de mercado financiero.

Hemos aprendido también que para poder poner en marcha un proceso que desemboque en la Tercera República necesitamos luchar activamente en el plano ideológico, pero también que tenemos que estar en el conflicto político. No nos valen los grandes líderes o las vanguardias que nos dicen lo que tenemos que pensar o hacer. Aquí hay que estar en el conflicto, es decir, en los desahucios y en las manifestaciones. Solo así podemos convertir lo que es la sensación de injusticia en un verdadero compromiso político.

Tampoco nos valen los partidos políticos que no sean democráticos. La democracia debe reinar en el seno de todas las organizaciones que se pretendan emancipadoras, pero sin caer en las trampas que nos ofrece la democracia liberal de mercado, y que consisten en mantener formas democráticas para envolver sustancias oligárquicas.

Finalmente, no nos cabe ninguna duda de que la situación actual de España es idónea para poner en marcha un proyecto de estas características, si bien se requiere mucho trabajo y esfuerzo por parte de todos. Hay que resistir el proceso de transformación social al que nos empujan el neoliberalismo y las agresivas políticas de la troika. Pero esa resistencia debe ser también el punto de inicio para construir la alternativa constituyente republicana. La lucha sigue. Y en ella estamos.