VII
Naora se incorporó de un salto cuando oyó que alguien llamaba con sigilo a su puerta.
“¿Será él?”, pensó, y se sintió estúpida por ello.
Abrió sin hacer ruido. La luz de la luna se filtraba bajo los postigos de las ventanas, y el fuego llameaba con viveza desde la chimenea. Aparte de eso, no había ninguna otra luz, y las sombras se proyectaban largas e inquietantes contra las paredes de piedra.
Unos ojos rasgados la contemplaban desde la oscuridad del corredor.
—¿Tamzin?
—¿Puedo pasar? —preguntó este en un susurro.
Naora se hizo a un lado, y el Jinete Estepario se coló en la habitación como una sombra más. Se inclinó haciendo una profunda reverencia.
—Princesa Naora, os ruego con toda humildad que me disculpéis por mi actitud anterior. Me he dejado llevar por el orgullo, y eso es algo imperdonable.
Naora retrocedió un par de pasos, asustada.
—“¿Princesa Naora?” ¿Quién eres tú, Tamzin?
—No temáis —pidió él, mostrando las manos abiertas para tranquilizarla—. Soy un espía de vuestro hermano Atori.
Naora negó con la cabeza, sin creer sus palabras.
—Atori nunca me dijo nada de ningún espía. Además, tú mismo me dijiste que fuiste comprado en Allacian y que…
—Me vendieron en Allacian, sí. Pero fue uno de los hombres de Atori quien lo hizo. Nada de capturas, ni saqueos. Fui criado en las provincias orientales. Soy un mestizo.
—Entiendo…
Naora no quiso saber más sobre sus orígenes. Ni a los Jinetes Esteparios ni a su propio pueblo les gustaba mezclarse. Los mestizos solían ser hijos de madres violadas durante los saqueos, o durante las expediciones de castigo.
Tamuin se pasó la lengua por los dientes.
—¿No os pareció demasiado teatral?
—¿Te refieres a lo de la flecha? —Naora sonrió con tristeza—. Me lo creí, la verdad. Sé de lo que son capaces los Jinetes…
Tamuin se puso serio.
—No me conviene que nadie en el castillo sepa quién soy. A Atori le viene bien que sirva en las filas de un jefe bárbaro, y cuando Vadyn y Thalore se casen —si Tamuin se fijó en la mueca de dolor de ella, no dio muestras de haberlo hecho—, el nuevo clan será demasiado poderoso. Atori no cree que los bárbaros decidan atacar a tu pueblo, pero siempre conviene ser prudentes. Yo solo quería disculparme por la escena con el jefe.
Hizo una nueva reverencia para despedirse, y desapareció como por arte de magia en la penumbra del pasillo.
Bueno, tal vez fuera magia, pensó
Naora.
Se acercaba la hora de bajar a cenar,
aunque la verdad era que no le apetecía en absoluto. No entendía
muy bien lo que le pasaba, pero se sentía vacía por dentro, pequeña
y sola. De pronto, la misión que le había encomendado Atori se le
antojaba increíblemente grande para ella, y ni siquiera contaba con
el apoyo de sus amigos, Keinn y Kaone. ¿Qué le estaba ocurriendo?
¿Estaría enamorándose? La sola idea le pareció absurda. Nunca
en su vida se había enamorado, y su papel en las provincias
orientales era demasiado importante como para hacer el
tonto…
Claro que, ¿qué otra cosa podía ser si no? Cada vez que cerraba los ojos veía el rostro impenetrable de Vadyn mirándola con deseo, y todavía recordaba el sabor de sus húmedos besos sobre sus labios.
“Estúpida”.
Había visto a la hermosa Thalore llegar en el carro. Incluso despeinada y poco aseada tras un viaje agotador, su belleza deslumbraba, algo de lo que ella era plenamente consciente. Se miró en el espejo con un nudo en la garganta. La trenza rosácea colgaba lacia sobre uno de sus huesudos hombros. Su cuerpo, desgarbado y quebradizo, nunca podría competir con la lozana esbeltez de Thalore. ¿Qué hombre se fijaría en ella pudiendo fijarse en la hija del jefe Ascin? Ninguno en sus cabales, desde luego, pensó con amargura. Y menos aún un hombre como Vadyn.
—Harán una pareja perfecta —sollozó—. Y tendrán unos niños preciosos.
Lo tenía clarísimo: no le apetecía nada ir a cenar.
Sin embargo, no podía permitir que sus deseos comenzaran a imperar por encima de la razón. Así que, sintiéndolo mucho, tomaría un baño, se vestiría con su traje más elegante, y se reuniría con la flor y nata de los clanes bárbaros.
Aquella prometía ser una velada como pocos recordaban en el clan Kaard. La enorme mesa de piedra se había engalanado con ricos manteles traídos de Allacian; la vajilla de plata refulgía reflejando la luz de decenas de antorchas colgadas de las paredes. Un grupo de músicos había sido traído de Kayln, un pueblo situado a tres jornadas de camino, famoso por el talento de sus artistas. Sobre la mesa se acumulaban platos de carne asada, pasteles de verduras, nidos de exóticas frutas y todo tipo de dulces. El vino y la cerveza corrían con generosidad de mano en mano.
Vadyn ocupaba el lugar central de la mesa, como correspondía al jefe del clan, y a su derecha, la bella Thalore, embutida en un suntuoso vestido de terciopelo azul, resplandecía atrayendo todas las miradas. A pesar de encontrarse de un humor de perros, tenía que reconocer que era la mujer más hermosa que había conocido. Sus carnosos labios destacaban como amapolas en la inmaculada blancura del rostro; los enormes ojos verdes sonreían con picardía, bajo unas cejas que parecían dibujadas con pincel. Un joven guerrero bromeó con ella, y Thalore estalló en carcajadas, agitando su melena de seda y subiendo y bajando los enormes pechos cada vez que reía. Vadyn la miró de refilón, torciendo el gesto. El muchacho sonreía con expresión mansa, sin lograr apartar los ojos del indecoroso escote. Vadyn le gruñó para recordarle cuál era su sitio, y el joven se alejó, murmurando torpes excusas y enrojeciendo hasta las orejas.
—¿Os estáis divirtiendo, Thalore? —preguntó, con la voz un tanto pastosa por efecto del vino.
—Mucho, mucho. Me encantan este tipo de banquetes. La música es un poco acelerada para mi gusto, pero por lo demás todo está perfecto. La elección de la comida, quizá, podría mejorarse, no es que haya mucha variedad. Aunque supongo que es normal cuando no hay una mujer que se encargue de estos temas —Thalore le sonrió con frialdad, y se dio cuenta de que no le estaba prestando atención—. Y vos, ¿estáis disfrutando? ¿Echáis de menos a alguien, quizá?
Vadyn nunca usaba copas: el cuerno del clan de Kaard pasaba de generación en generación, cada vez más pringoso, como recordatorio de lo dura que había sido en tiempos la vida en las tierras bárbaras. Cada palmo del terreno que hoy era suyo, recordaban siempre los jefes de Kaard, había sido ganado con acero y fuego. La vieja costumbre de beberse la sangre del jefe enemigo muerto en combate había dejado de practicarse hacía tiempo, pero el cuerno seguía allí, por si alguna vez a alguien le apetecía restaurar las tradiciones de los tiempos antiguos. De momento, Vadyn se conformó con rellenar el cuerno de cerveza y echárselo al cuerpo de un trago. Paseaba los ojos vidriosos por la sala oyendo de lejos la empalagosa voz de su prometida, sin entender muy bien lo que decía.
Estaba sirviéndose más cerveza cuando Ulter se sentó a su lado y le atizó un buen manotazo en el hombro que le hizo perder el equilibrio. Echó mano al borde de la mesa para no caerse, derramando varias copas y un plato de asado sobre el suelo. Thalore chilló enfurruñada cuando la salsa le salpicó el bajo del vestido.
—Pero, bueno, jefe, ¿te has bebido tú solo toda la cerveza del castillo? —le recriminó Ulter, ayudándole a sentarse recto.
—Cállate, bastardo. Estoy perfectamente. ¡Vosotros! —bramó, dirigiéndose a los músicos—. ¡Tocad alguna cosa alegre! ¡Mi prometida tiene ganas de bailar!
Thalore sonrió coqueta.
—Un auténtico caballero, sin duda, como siempre decía mi padre. Me habéis leído el pensamiento, jefe Vadyn, ahora mismo…
—¡Ulter! Maldito cabrón, saca a bailar a mi prometida —gruñó, agarrando al general del cuello del caftán.
Thalore no perdió la sonrisa, pero sus ojos se congelaron con odio. Dedicó una pequeña reverencia a su pareja de baile y le tomó del brazo, contoneándose hasta la parte central del salón. Varias parejas más se sumaron, y pronto formaron una barrera de gente que se interponía entre Vadyn y la joven. El jefe apoyó la frente sobre la mesa, y descubrió que era una postura de lo más cómoda para terminar de pasar la velada.
“¿Por qué no habrá querido venir?”, se preguntó con aire lastimero.
—¿Dónde debo sentarme, jefe?
Vadyn dio un respingo al oír la voz de Naora, pero no se movió.
—Será mejor que no te sientes, bruja… Vete a bailar con el guerrero sin par, si es que está por ahí. Aunque no sé si estará… porque no lo he invitado.
Se le trababa la lengua al hablar. Naora hizo una mueca de asco al oírle.
—Estáis borracho como una cuba. Debería daros vergüenza, emborracharos delante de vuestra prometida.
—¿Quieres que te ddd… que te diga lo que me importa lo que piense de mí… mi prometida?
Naora se quedó perpleja. Eso no era lo que esperaba oír.
“El vino le está afectando más de lo que pensaba”.
Se cruzó de brazos, mientras Vadyn seguía protestando por lo bajo algo sobre una música horrible, un cuerno nuevo para el jefe Ascin y lo mala persona que era. Naora no tenía ganas de aguantar tonterías, así que se sentó sola delante de un suculento plato de carne asada. Buscó a su alrededor, pero no parecía haber cubiertos. Muy típico de los bárbaros, se dijo, tener vajilla de plata pero comer con las manos. Levantó la vista, indecisa, y pronto se dio cuenta de que nadie le prestaba la más mínima atención. La mayoría de los presentes, o estaban borrachos o estaban bailando, o las dos cosas a la vez, y siendo Thalore el centro de atención, podía estar segura de que iba a pasar totalmente desapercibida. Cuchillos sí había, se percató, y en abundancia, así que cortó un trozo más o menos pequeño, lo cogió con la mano, y empezó a mordisquearlo. La verdad es que, bárbaro o no, estaba delicioso. Se le escapó un poco de salsa, y se pasó la lengua por los dedos mojados. Hizo un mohín travieso, y sonrió de oreja a oreja. Después de todo, los modales de los bárbaros resultaban liberadores.
A varias zancadas de distancia, el jefe Vadyn la observaba con los ojos de par en par. ¿Esa mujer era Naora? ¡Por todos los muertos! Si no fuera por la melena, no la habría reconocido.
“Eso…eso es lo bueno de tener un pelo tan raro”, pensó estúpidamente. “Así nadie te confunde”.
Naora había cambiado sus ropas de viaje por un delicado vestido de seda rojo, ceñido por un fajín color oro, que acentuaba de forma discreta sus suaves curvas. La forma del vestido era muy diferente a cualquiera que conociera Vadyn, y eso que él era un auténtico experto en quitar todo tipo de vestidos a las mujeres. Las mangas eran tan anchas que le llegaban hasta la cadera; no tenía escote, sino un cuello alto con dos botones plateados en un lado. La contempló embobado. ¿Por qué hasta entonces no se había dado cuenta de lo hermosa que era? Su belleza no tenía nada que ver con la de Thalore: de una manera discreta, Naora tenía una elegancia de la que las vertiginosas curvas de su prometida carecían por completo. Se escuchó una carcajada estridente desde el otro extremo de la sala, y Vadyn vio a Thalore sufriendo una especie de ataque de risa, rodeada de varios guerreros que se la comían con los ojos. A pesar de que lo veía todo entre brumas, el jefe comprendió que la preciosa Thalore nunca gozaría de la serena belleza de Naora. Trató de ponerse de pie, pero trastabilló un par de veces y fue a parar de bruces contra el suelo. Naora se levantó de un salto y se arrodilló junto a él.
—Demonios —juró Vadyn—. Alguien ha dejado todo el suelo lleno de charcos de vino.
Naora torció el gesto.
—¿Por qué no os vais a la cama?
—Lo haré si vienes conmigo —respondió, juguetón.
—A la cama, pero a dormir la mona. Yo puedo acompañaros hasta la puerta, esto es todo.
Cogió a Vadyn del brazo para ayudarle a ponerse de pie, pero pesaba demasiado para ella.
—¿Por qué no colaboráis un poco? —refunfuñó.
—Maldición, si no lo hago —gruñó Vadyn a modo de respuesta.
Avanzando a trompicones, abandonaron el
bullicio del salón y llegaron hasta la hermosa puerta tallada de la
habitación del jefe.
Vadyn se dejó caer sobre la cama como
si acabara de realizar un esfuerzo terrible. La habitación le daba
vueltas, y el vestido rojo de Naora parecía un abanico de seda
desplegado en torno a toda la estancia.
—Debería dejaros en este estado tan lamentable como castigo —dijo Naora.
—No serviría de nada. No es la primera vez que me pasa… y no parece que haya aprendido mucho, ¿eh? ¿Por qué no me ayudas a quitarme esto?
Dio un par de tirones al cuello del caftán para sacárselo. Naora no se movió. Vadyn luchó un buen rato hasta que por fin pudo arrancárselo, y lo lanzó con furia al suelo. Se tumbó bocabajo con la cabeza colgando fuera de la cama, gimiendo preso de un gran dolor.
Naora puso los ojos en blanco. Se sentó junto a él, con la espalda recta como un palo, y le colocó una mano sobre la espalda. Los músculos se contrajeron de manera involuntaria, y los tatuajes parecieron moverse.
—¿Vas a curarme? —preguntó Vadyn, sin mucha esperanza.
—No puedo curaros puesto que no estáis enfermo —repuso ella—. Puedo echaros una manta por encima, y pedirle a alguno de vuestros hombres que haga guardia frente a la puerta para que no os moleste nadie. Pero nada más.
Se levantó para irse, pero Vadyn la atrapó por la muñeca y se incorporó, sentándose junto a ella.
—Espera. Quédate un rato conmigo.
Naora dudó.
—¿Para qué?
—Quería decirte que… yo… siento lo que ocurrió antes en el patio. Está claro que fue un grave error. No entiendo qué me pudo ocurrir.
En cuanto las palabras salieron de su boca, se dio cuenta de que no había sido una buena idea decirlas. Además, tampoco era eso exactamente lo que quería decir.
—¡Ja!—Naora le miró con expresión herida—. ¿No os habéis cansado aún de burlaros? ¿Tan desagradable os parezco como para llamarme “error”?
—¡No! Yo… lo que quiero decir es…
—¡Sé perfectamente lo que queréis decir! “No entiendo qué me pudo ocurrir” —repitió, imitando su voz—. “Me daría algún golpe en la cabeza con el arco, y cometí el error de besaros”. ¡Pues sabed, cretino presumido, que yo también os considero un error! ¡La equivocación más absurda que he podido cometer en la vida! ¿Un patán como vos? ¿Conmigo? ¿Una princesa oriental? ¿Tenéis acaso algo que ofrecer más allá de vuestra apostura? ¡No hay nada que merezca la pena en vos! ¡Nada! ¡Descansad a gusto, jefe!
Levantó la mano con intención de abofetearle, pero Vadyn la interceptó a escasos centímetros de su rostro.
—Estás equivocada conmigo, Naora—su voz sonaba ronca, y arrastraba las letras al hablar—. No soy ese patán engreído que imaginas, aunque no me extraña que lo pienses. Perdóname si te he ofendido con mis palabras, no se me da muy bien hablar. Lo que quería decir es que… jamás consideraría un error haberte besado. El error fue creer que alguien como yo pudiera ser… ¿cómo se dice?... ¿digno? Creer que alguien como yo pudiera ser digno de besar a alguien como tú.
La mano de Naora quedó suspendida unos segundos en el aire cuando él la soltó. Tragó saliva sin saber muy bien qué decir. Estaba claro que a Vadyn le había costado un tremendo esfuerzo soltar semejante discurso. Y sin embargo, ¿estaría siendo sincero?
—¿Por qué debería creeros? —preguntó desconfiada.
Vadyn no contestó. Extendió un dedo para acariciarle la barbilla, y le inclinó con suavidad la cara hacia un lado. Naora dio un respingo. Con la punta de los dedos le rozó los párpados, para que cerrara los ojos, y se acercó lentamente a ella. Naora sintió su respiración, cálida y acelerada, y el leve contacto de su boca. Vadyn enterró una mano en su melena y la atrajo hacia sí, separando los labios para recibirla con un apasionado beso. Buscó la lengua con la suya, recorriéndola con urgencia, descubriendo su exótico sabor. Ella echó la cabeza hacia atrás, y él le mordisqueó la barbilla, ascendió por la línea de la mandíbula, y atrapó el lóbulo de su oreja, dándole tiernos pellizcos con los labios.
Naora se levantó para sentarse a horcajadas sobre sus muslos. El vestido se abriómostrando sus piernas, que lucían unas brillantes tobilleras de plata con forma de flores. Vadyn seguía besándola; se apretó contra él y sintió la presión de su verga endurecida contra el vientre. Para ser un error, no estaba tan mal, pensó.
Vadyn desabrochó los botones del cuello con cuidado mientras Naora deshacía el fajín, y la seda se desparramó a su alrededor. Una finísima pieza de seda blanca, casi transparente, era lo único que cubría su delicado cuerpo desnudo. Él jadeó al ver las suaves curvas de la cintura y las caderas, con los pequeños pechos sobresaliendo por la prenda interior. La dejó en la cama, sobre la tela roja, y se tumbó a un lado.
Naora le observó con los ojos entrecerrados: el deseo enturbiaba su mirada, las duras facciones del rostro se contraían con la tensión de mantener a raya la ansiedad por hacerla suya.
“Un error”, pensó ella. “Un error que pagaré caro algún día”.
Pero no tenía fuerzas, ni ganas, de rechazarle. Jamás había experimentado la avalancha de sensaciones que la asaltaba en ese momento. Todo su cuerpo quemaba bajo sus caricias; un reguero de besos ardientes la cubría desde el cuello hasta los pechos, que él sujetaba como si fueran a romperse, mientras los lamía con entrega, atrapándolos con los labios, recorriéndolos con la lengua. Arqueó la espalda ofreciéndoselos, presa de un acuciante deseo que crecía más y más.Vadyn continuó sus caricias hacia abajo, provocándole estremecimientos de placer cuando le rozó el vientre. Su mano descendió hacia las piernas, donde jugueteó un rato con los muslos, y luego se introdujo entre ellos. Naora se quedó helada. ¿De verdad estaba dispuesta a entregárselo todo?
El jefe percibió su vacilación.
—Puedo parar cuando quieras —susurró.
“Pero di que no, por favor”.
—Yo… no quiero…es decir, no puedo darte… mi…
Vadyn la besó en el cuello. Naora luchaba por encontrar las palabras adecuadas pero estaba muerta de vergüenza.
—No tomaré nada que no pueda devolverte —prometió él sonriendo de medio lado—. ¿Es eso lo intentas decirme?
—Mmm… sí, justo eso.
Esbozó una dulce sonrisa, entre tímida y provocativa, que tuvo un efecto devastador en él.
“Me va a costar no hacerlo”, pensó.
Sus dedos volvieron a perderse entre los muslos de Naora, y fueron ascendiendo poco a poco, hasta notar su cálida humedad. Vadyn la acarició, mientras continuaba devorándola a besos, en suaves círculos. Separó los pliegues con delicadeza; la respiración de Naora se había vuelto entrecortada; con los ojos cerrados, alzó de forma inconsciente la cadera hacia él. Vadyn la penetró con el dedo, observando la reacción de su precioso rostro. Ella se lamió el labio superior dejando escapar un jadeo. Siguió penetrándola así, trazando círculos en su interior. Naora gimió un poco más fuerte, y Vadyn tuvo que morderse el puño para controlarse. Le dolía la verga de lo duro que estaba, pero no quería abalanzarse sobre ella como un animal en celo. Si quería que las cosas salieran bien, tenía que ir despacio. Claro que, pensó con una súbita punzada de dolor, por muy bien que fueran las cosas, no había ningún futuro posible entre ambos.
Los jadeos de Naora le devolvieron a la realidad. Presionando con la palma en su sexo, la penetró con más velocidad. Naora encogió una pierna y se agarró a su vestido de seda. De pronto, una sacudida que nació en sus entrañas recorrió todo su cuerpo estallando como miles de cristales a la vez. Se mordió la muñeca, gritó. Una corriente brutal de energía la atravesó, llenándola con un poder desconocido que nunca antes había experimentado. Volvió a gritar. Vadyn sonrió, satisfecho consigo mismo.
Pero entonces Naora abrió los ojos con terror.
—¿Qué… qué me pasa? —preguntó.
—Oh, no te preocupes. Es una reacción natural de tu cuerpo cuando… ¡Por todos los...!
Dio un salto hacia atrás. La piel de Naora se había iluminado con una luz rojiza que serpenteaba por sus brazos y sus piernas.
—¡Vadyn! ¡Ayúdame! —gritó aterrada.
—Pero… ¿qué hago? —preguntó Vadyn, desconcertado.
Los ojos de Naora se habían vuelto totalmente negros.
—¡No veo nada! —gimió—. ¿Dónde estás?
Extendió los brazos hacia delante como alguien que busca su camino en medio de la oscuridad. Él la cogió de la mano.
—¡Aggh!
La mano de Naora le abrasó la piel, y se oyó un chisporroteo, pero se obligó a no soltarla.
—Estoy aquí… estoy aquí, preciosa. No tengas miedo.
El tono ronco de Vadyn la relajó, y comenzó a respirar con más calma. El color negro de los ojos fue desapareciendo poco a poco.
—Ya… ya vuelvo a ver…
El brillo de la piel fue apagándose, y la mano dejó de quemar.
—Ya…ya… mejor… —acertó a decir.
Se acurrucó contra el musculoso pecho de Vadyn, y este le acarició la melena con ademán protector.
—Por toda la magia… ¿esto es lo que ocurre siempre cuando…?
—¡Ni hablar! —contestó él, con cara de espanto—. Es la primera vez que he visto algo así, y mira que yo he visto…
—¡Bueno, bueno!—protestó ella con un hilillo de voz—. Me hago idea…
Vadyn sonrió sin decir nada más. A pesar del susto, se encontraba de maravilla allí, con Naora apretujada contra él, observando el baile de las llamas en la chimenea. Continuó acariciándola un buen rato, hasta que la barbilla de la muchacha resbaló hacia abajo, y comprendió que se había quedado dormida. Con cuidado, la cogió en brazos y la tumbó en la cama, arropándola con una manta de pieles. Ella suspiró, pero no se despertó. Se acostó a su lado, con los brazos cruzados sobre el pecho y mirando más allá de los muros del castillo.
¿Qué demonios había ocurrido? ¿Sería algo normal entre brujas? Claro que ella tampoco tenía ni idea de lo que había podido ser…
Fuera lo que fuera, por suerte se había pasado pronto. ¿Sería igual la próxima vez? Ante sus propios pensamientos, Vadyn sacudió la cabeza, sintiendo un nudo en las tripas. ¿Acaso seguía borracho? No podía haber una próxima vez. Naora no era para él: el destino de su clan dependía de la boda con Thalore. Si rompía la palabra dada, el jefe Ascin se levantaría en armas. Cierto era que los Ascin caerían derrotados ante el clan de Kaard, pero aun así, las guerras siempre eran guerras, y lo único que traían era dolor y muerte. Gente que moriría porque él no cumplió su promesa de casarse. ¿Tenía derecho a hacer algo así?
No hacía falta contestar. Cualquiera conocía la respuesta.
Se dio media vuelta hasta quedar frente a Naora. La muchacha roncaba suavemente, y una mueca de preocupación ensombrecía su rostro. Vadyn le retiró un mechón de pelo que le caía sobre los ojos, y ella deslizó un brazo por encima de él. Gruñó. Por todos los muertos, si alguna vez se había sentido tan a gusto en la vida, en ese momento era incapaz de recordarlo.
Cerró los ojos, y al poco se quedó profundamente dormido.