IX

 

 

Vadyn llegó al castillo de madrugada, exhausto. Pensó en ir a ver a Naora en ese mismo instante, pero estaba tan agotado que no confiaba en poder plantar una batalla digna, así que se acostó y durmió hasta que el sol señaló desde lo más alto el mediodía. Se vistió con prisas y salió en tromba de la habitación, chocando con Ulter que cruzaba en ese momento por el pasillo.

—¡Vadyn! —exclamó asombrado el general—. ¿Dónde diablos te habías metido?

—Trazando brillantes planes para tu futuro, Ulter —sonrió, dándole un empentón cariñoso, y procediendo a contarle lo que había estado tramando con Ascin.

Ulter le escuchó en silencio, y pareció de verdad abrumado cuando Vadyn le habló de la peligrosa situación del clan Ascin. Meditó unos segundos mirando al suelo, y por fin levantó el mentón para contestar,

—No es que haya muchas alternativas.

—Thalore es muy hermosa —tanteó Vadyn.

—Lo es, sí. Un poco escandalosa tal vez, pero supongo que nadie es perfecto. Si ella me acepta…

—Aceptará, te lo aseguro. Cuando quieras puedes iniciar los preparativos. Yo seré el padrino, por supuesto.

—Por supuesto, primo —Ulter le miró con los ojos entrecerrados—. Pareces muy contento. ¿Puedo saber por qué?

—Todavía no. Tengo que hablar con Naora.

El semblante de Ulter se apagó de golpe.

—¿Ocurre algo?

—Naora partió poco después de que tú desaparecieras, rumbo a Allacian. Se llevó prestados a varios de tus hombres como escolta, por los que pagó un buen puñado de oro.

Vadyn enmudeció. En ese momento, un sirviente subía a la carrera los escalones que conducían hasta ellos. 

—¡General! —voceó. Al ver al jefe, se cuadró y cambió de destinatario—. ¡Jefe! ¡Acaba de llegar un heraldo procedente de las provincias orientales! ¡Es urgente!

Vadyn dio un respingo, con el pulso latiendo desbocado.

—¿Ha dicho de qué se trata? —preguntó sin molestarse a escuchar la respuesta.

Un joven esbelto de larga melena oscura y ojos rasgados, vestido con ropas de cuero similares a las que solía llevar Naora, esperaba recto como un palo junto al portón de entrada. Hizo una respetuosa reverencia al ver a Vadyn.

—Disculpad mi atrevimiento —comenzó a decir en un tono más bien irónico—, pero es a mi señora Naora a quien debo transmitir mi mensaje.

—Tu señora Naora partió hacia su destino hace un par de días —siseó Vadyn—. Puedes transmitirme el mensaje a mí, y si considero que es lo bastante valioso, enviaré a uno de mis hombres a buscarla.

El heraldo perdió el color del rostro.

—¡Por toda la magia! Hay que im…impedir que llegue a Allacian  —tartamudeó, presa del miedo.

Vadyn sintió que las piernas le flojeaban.

—¡Habla de una condenada vez! —bramó—. ¿Qué es lo que pasa?

—Hemos descubierto que es Allacian quien sufraga los saqueos de los Jinetes Esteparios, señor. Les han inundado de oro para que siembren el terror y nuestro pueblo acuda a ellos en busca de ayuda. Tienen la intención de anexionarse nuestra tierra, por las buenas o por las malas.

El rostro de Vadyn abandonó todo color, y la ira nubló sus ojos oscuros.

—Por las buenas, engañando a Naora. Por las malas… —miró al general con expresión torva—, por las malas es como me gusta a mí. Ya va siendo hora de dejar de hablar. Ulter, coge a tus hombres y pon rumbo de inmediato al clan Ascin. Pronuncia los votos que tengas que pronunciar y recluta a todos los guerreros que puedas. Vas a salir a cazar Jinetes Esteparios. Corta unas cuantas cabezas, clávalas en estacas, y repártelas por donde todos puedan verlas.  Si quieres, manda algunas de recuerdo a Ascin para que decore sus murallas.

—¿Como regalo de bodas? Bien. Y tú, mientras, de paseo a Allacian, ¿no es eso?  —sonrió Ulter.

—Eso mismo. El que más cabezas reúna se quedará con el cuerno.

—¿Ca… cabezas? ¿Cuerno? —preguntó el heraldo, que cambiaba la mirada de uno a otro con cara de espanto.

—El cuerno del que bebemos la sangre del jefe enemigo, muchacho —tronó Vadyn con una risotada—. No pongas esa cara. A lo mejor dentro de poco imponemos esa tradición en tu reino.


Desde que habían abandonado el castillo, Naora se había dedicado a observar los charcos del camino y las nubes del cielo. Los pasos de montaña que conducían a Allacian estaban bastante despejados a pesar de la estación, y en un par de días, según le había dicho uno de los hombres de Vadyn, se plantarían ante sus murallas. Arrebujada en su gruesa capa negra de viaje para que no la vieran llorar, Naora intentaba con desesperación encontrar motivos racionales para aceptar su futuro como la única de las opciones: el porvenir de su pueblo, la confianza que Atori había depositado en ella, el sentido del deber…

Cualquiera de estas razones, tiempo atrás, le habría bastado para atajar sus obligaciones sin rechistar. Sin embargo, la Naora que cabalgaba en esos momentos hacia su destino, no era la misma de antes. Comprendió, con una súbita punzada de dolor, que su vida nunca le había pertenecido en realidad. Siempre había cumplido con lo que se esperaba de ella, sin que a nadie pareciera importarle que también pudiera albergar deseos, esperanzas y sueños. Hubo una vez, recordó, que aquello le parecía injusto. ¿Cuándo había decidido dejar de luchar? ¿Cuándo aceptó convertirse en la marioneta de los demás?

De repente sintió rabia contra todo el mundo. Contra todos, excepto contra Vadyn: él era el único que la había animado a vivir conforme sus propias reglas. Estaba convencida de que al principio solo lo hacía con intención de burlarse de ella; sin embargo, Vadyn había supuesto la diferencia entre la Naora muerta, desprovista de emociones, y la actual Naora, consciente de lo que podía llegar a ser, a desear… de cuánto podía llegar a amar. Se mordió el labio inferior. ¿Y acaso los resultados no habían sido catastróficos? Si Vadyn no le hubiera abierto los ojos, ella no estaría sufriendo por lo que se había visto obligada a dejar atrás. Sollozó. La garganta le quemaba y le escocían los ojos de tanto como había llorado.

“Y no obstante, me alegro de que lo hiciera. Antes, no tenía nada de valor que atesorar en mi corazón. Mientras que ahora… ahora le tengo a él”.

Una fina lluvia comenzó a salpicar con timidez la tierra helada, formando diminutos agujeros en los montoncitos de nieve que aún se acumulaban a ambos lados del camino. 

—Poco a poco, terminarán por fundirlos —comentó de pasada un joven guerrero que trotaba junto a ella. Se volvió a mirarla con una gran sonrisa pintada en la cara—. Es que no me gusta nada el invierno, ¿sabéis? Prefiero tostarme al sol y sentirme vivo a languidecer muerto de frío durante semanas.

Naora le devolvió un esbozo de sonrisa. Vaya por dónde, aquel bárbaro era un filósofo. Nunca llegaría a imaginar siquiera lo acertado que había sido su comentario. Acertado e inútil, por otro lado. Meneó la cabeza, alejando los malos presagios, y trató de establecer de nuevo contacto con Kaone.

“Kaone…Kaone. ¿Por qué no contestas? Sé que estás vivo. Háblame, por favor”.

Apenas sí había conseguido enterarse de que habían regresado a casa sanos y salvos, y desde entonces, ninguna noticia. Quería creer que ser debía a la distancia: nunca habían estado tan alejados el uno de la otra. Aunque en el fondo no se sentía tan optimista. Tenía el presentimiento de que algo grave estaba ocurriendo en su tierra.

“Aguantad. Ya estoy llegando”.

Nada más pisar Allacian, un comité de embajadores ricamente ataviados recibió a Naora y la condujo a uno de los numerosos palacetes que el príncipe Jaluz, su futuro esposo, mantenía en las afueras de la capital. No le habían permitido recibir visitas.

—Debéis descansar —le habían dicho, con sonrisas que no asomaban a sus ojos vacíos de emoción.

Apoyó la frente en el panel de cristal esmerilado que dominaba una de las paredes de su habitación. Desde allí, las calles de la ciudad parecían hormigueros frenéticos. De vez en cuando, algún punto diminuto alzaba la cabeza hacia el torreón del palacete, esperando encontrarse con la silueta difusa de la recién llegada. La falta de noticias sobre la prometida real parecía difícil de sobrellevar.

Naora dejó escapar un suspiro amargo y cerró los ojos, concentrándose en recrear el apuesto rostro del jefe Vadyn en su mente. Estaba convencida de que a esas alturas la boda con Thalore ya se habría celebrado. Se mordió la cara interior de la mejilla para mantener a raya las lágrimas. A punto había estado de quebrar su juramento y permanecer en el castillo de Kaard. Vadyn le había parecido tan sincero…

Y sin embargo, en cuanto ella le rechazó le faltó tiempo para salir detrás de Thalore.

“Solo fui un exótico capricho”, se dijo con pesar. “Un estúpido capricho que tardó bien poco en quitarse de la cabeza”.

Volvió a suspirar y decidió centrar sus esfuerzos en cosas más provechosas que su corazón roto. Intentó comunicarse con Kaone por enésima vez desde que abandonó la fortaleza Kaard, pero de nuevo el silencio fue lo único que le contestó. Un silencio opresivo, sobrecogedor.

Se apretó las manos, nerviosa. El presentimiento de que algo terrible había ocurrido la empujaba contra el suelo como una losa imposible de sacudirse. Las horas muertas sentada frente a la ventana no la ayudaban a serenarse. No tenía absolutamente nada que hacer, salvo contar los minutos.

Los minutos que faltaban para convertirse en reina de Allacian.

Los minutos que habían pasado desde que cometió el peor error de su vida.

Naora había sido educada para cumplir con su deber. El honor era el principio que regía su existencia, desde hacía tanto tiempo que no recordaba cuánto. Entonces, ¿por qué se sentía tan mal? ¿Por qué no dejaba de repetirse que se había equivocado? ¿Por qué el dolor, en lugar de disiparse, engordaba con cada segundo que pasaba allí recluida, sin nada más que contemplar que sus recuerdos con Vadyn?.

El sonido de los cuernos anunció la aparición de la princesa Naora. Las calles habían sido cubiertas por alfombras de flores; desde las ventanas, las muchachas lanzaban pétalos y trocitos de bizcocho a los pies del carruaje de la novia, deseándole prosperidad. Toda la avenida que ascendía hasta los pies del majestuoso palacio estaba repleta de gente que se había congregado para contemplar con sus propios ojos a la primera hechicera que pisaba Allacian. Por todas partes surgían murmullos de admiración: la futura reina era una mujer bellísima.

Naora saludaba a la multitud muy estirada, sonriendo apenas, haciendo entrechocar los brazaletes de bronce de sus muñecas. La vaporosa túnica de seda dorada que vestía revoloteaba empujada por una suave brisa. Su melena caía en cascada hasta sus caderas, con cientos de gemas de todos los colores brillando engarzadas en los frondosos rizos; el arito de oro que lucía en la nariz se unía por medio de una finísima cadena, también de oro, al pendiente de su oreja izquierda. Sus pies, descalzos, se adornaban con pequeños anillos, uno en cada dedo. 

Hizo un intento por corresponder a la cálida bienvenida que le profesaba su nuevo pueblo, sin conseguirlo. Su frialdad exterior solo era superada por la frialdad que anidaba en su corazón.

—¡Allí está el príncipe Jaluz! —gritó alguien.

Los vítores se volvieron salvajes. La multitud jaleaba al futuro rey como si en realidad se tratara de una deidad viva. Naora se preguntó cuánto habría de verdad en ello. Ella misma miró con cierta curiosidad a su futuro marido. El príncipe respondía al clamor de su gente arrojando besos con un radiante sonrisa. Vestido con atuendo militar de gala, Jaluz era un tipo alto y bien plantado, rubio, de ojos claros y rostro dulce, luciendo un fino bigotillo que allí debía de ser la última moda. A Naora no le pareció nada atractivo. Comparado con Vadyn, pensó con tristeza, parecía un niñito.

El príncipe se acercó hasta Naora sin dejar de sonreír. Al llegar junto al carruaje, tendió la mano a su princesa para ayudarla a bajar y le guiñó el ojo.

—Hacemos una hermosa pareja, ¿no os parece? Paseemos juntos hasta los jardines donde se producirá el feliz acontecimiento.

Naora le dedicó una mueca desdeñosa, pero Jaluz no perdió el buen humor. Caminaron juntos los últimos metros que les separaban del estrado en el que profesarían sus votos, situado bajo una magnífica pérgola decorada con flores blancas. En el centro habían colocado un sencillo banco de piedra sobre el que reposaban dos dagas de bronce. Una vez aceptaran la unión, cada uno haría entrega al otro de uno de los cuchillos, que simbolizaban la entrega y el sacrificio. 

—Nuestro sacerdote será quien oficie el acto, adorada mía.

Naora inspiró hondo. Apenas una docena de pasos la separaban de su nuevo destino como reina del pueblo más poderoso del continente, pero le parecieron los pasos más difíciles que habría de dar en su vida. Cerró los ojos y avanzó la mitad del camino. La multitud guardaba silencio, expectante. Notó una ligera molestia en las sienes, pero no le dio mayor importancia. Recorrió los pocos metros que faltaban, y se sentó en el frío banco de piedra. Una sacudida en la espalda la obligó a llevarse una mano a los riñones. Comenzó a marearse un poco.

—¿Os encontráis bien?  —preguntó con amabilidad el sacerdote.

—Los nervios, sin duda. Proceded, os lo ruego —pidió Jaluz.

Naora sintió que se le nublaba la vista, y escuchó la voz de Kaone que llegaba con dificultad, como si alguien gritara a través de un largo pasillo mientras otros  cerraban una puerta para intentar acallarlo.

“¡No! ¡No!”

“¿Kaone? ¿Qué es lo que pasa?”

La voz se perdió.

—…noble tarea de guiar a nuestro pueblo con sabiduría… —decía el sacerdote.

“No lo hagas, Naora. Es una…”

Naora se concentró, tratando de encontrar en su mente el rastro de Kaone. Jaluz carraspeó para atraer su atención.

—…momento de intercambiar los sagrados símbolos de nuestro reino.

Jaluz tomó la daga y la ofreció con ambas manos a Naora.

—Aceptad esta daga como símbolo de mi devoción, princesa Naora.

La multitud comenzó a agitarse nerviosa. Se oían voces desde más allá del palacio, y algún grito esporádico que cada vez se repetía con más frecuencia. Naora tomó la daga sin prestarle atención, tratando de atisbar algo en la lejanía.

—Esta daga representará todos mis esfuerzos por complacerte, por… Pero, ¿qué demonios ocurre allí? —chilló de pronto Jaluz, enrojeciendo.

La gente empezó a correr en desbandada, arramblando con los adornos nupciales, chocando unos con otros.

—¡Los bárbaros, mi señor! —gritó a voz en cuello un guardia que avanzaba a trompicones hacia él—. ¡Nos atacan!

Un nutrido grupo de hombres a caballo irrumpió en los jardines, grandes como torres y con las caras y los cuerpos pintarrajeados como salvajes. Al frente de ellos, Vadyn cabalgaba con los ojos inyectados en sangre, portando una espada descomunal con la que repartía tajos a diestro y siniestro, sin desviar el rumbo. Al ver a Jaluz se detuvo, señalándole con la punta de la espada.

—Devuélvemela, bastardo, o la sangre de tu pueblo inundará las calles de esta maldita ciudad.

Jaluz abrió la boca, tratando de responder algo para ganar tiempo.

—¿Qué significa esto? ¿Una declaración de guerra al estilo bárbaro? ¡No me interesa! Abandonad mis tierras antes de que… de que…

—¿Antes de qué? —siseó Vadyn, desmontando y avanzando con lentitud hacia él.

Jaluz se revolvió como una centella, arrebatándole a Naora la daga ceremonial. Con una rapidez que a él mismo le sorprendió, se colocó detrás de ella y apretó la hoja contra su cuello. Vadyn abrió mucho los ojos.

—¡Maldito cobarde! —rugió—. ¡Ven a mí y lucha como un hombre!

—Soy un hombre, pero no un estúpido. Tú y la manada de locos que te acompañan estáis en desventaja. Marchaos antes de que mis hombres os despedacen, y dejad que termine mi boda.

Vadyn echó un vistazo rápido a las azoteas: numerosos arqueros esperaban la señal para descargar una primera andanada. Apretó los dientes. No le importaba seguir la lucha, con o sin arqueros, pero por nada del mundo permitiría que aquel gallina le hiciera daño a Naora.

—Habrá que negociar —dijo.

—Vadyn, vete, por favor —suplicó Naora.

—No temas —replicó Vadyn extendiendo una mano hacia ella—. No se atreverá a hacerte daño.

—No temo por mí, sino por ti…

Vadyn se irguió como si hubiera recibido un latigazo. Entrecerró los ojos, bullendo de rabia.

—¿Cómo que por mí? —bramó.

“Vaya, me había olvidado de su estúpido orgullo”, pensó Naora.

“Naora”. La voz de Kaone surgió de nuevo en su mente, esta vez con absoluta claridad. “Allacian nos ha traicionado. No te cases con el príncipe. Es una trampa”.

Kaone no tenía tiempo de explicar todos los detalles, así que abrió un canal mental en el que le mostró todos los acontecimientos, y cómo habían descubierto la verdad sobre Allacian. Los ojos de Naora se volvieron totalmente blancos y ella contempló un desfile de imágenes inconexas: los espléndidos palacetes de su tierra en llamas; los puentes de alabastro destruidos; las aguas del río Circular, turbias con la sangre derramada. Gritos de dolor y miedo; la última línea de hechiceros, con Atori a la cabeza, haciendo frente a las incesantes hordas de Jinetes Esteparios. Un Jinete confesando entre torturas el papel que había jugado Allacian…   

Naora sacudió la cabeza para alejar de sí las imágenes. Jaluz aflojó la presa y ella se zafó.

—Maldito traidor —susurró.

Jaluz la miró con expresión burlona, y comprendió que sus planes se desmoronaban. Hizo un gesto de derrota y gritó:

—¡Está bien! ¡Negociemos, negociemos, amigo bárbaro! Parece que a mi prometida se le han esfumado las ganas de desposarme. ¡Hagamos un trato beneficioso para todos! Yo os la devuelvo, y eso que ignoraba que fuera vuestra, y vos os largáis con todos vuestros animales… —Se dirigió a Naora y añadió, en voz baja—, poca falta me hacéis ya en realidad… A estas horas, mis salvajes de la estepa habrán socavado la poca resistencia que pudiera oponer vuestro patético hermano. Y, ¿quién sabe dónde podré el ojo la próxima vez? —Volvió a mirar a Vadyn, que no le quitaba la vista de encima—. ¿Qué me decís, amigo bárbaro? ¿Aceptáis?

—Acepto —respondió sin variar la expresión del rostro.

Jaluz empujó a Naora hacia delante. Esperó a que ella estuviera más cerca de Vadyn, y en ese momento hizo una señal hacia los arqueros que aguardaban órdenes. Naora vio por el rabillo del ojo como uno de ellos tensaba la cuerda, colocando la flecha con una lentitud exasperante, apuntando hacia ellos. Decenas de arcos repitieron el gesto y se asomaron por encima de las balaustradas de los tejados. Dispararon todos a la vez, con un zumbido sordo que barrió el aire. 

—¡No! —gritó Vadyn abalanzándose sobre ella para protegerla con su cuerpo.

Naora extendió los brazos hacia delante; quiso gritar, pero no arrancó ningún sonido de su garganta. Un intenso sentimiento de furia, totalmente desconocido para ella, visceral y asesino, brotó desde sus entrañas. El mundo pareció detenerse: lo último que vio que fue una descarga de flechas oscureciendo el cielo de Allacian.

De pronto, el silencio, la negrura total. Sintió los potentes brazos de Vadyn estrechándola contra su cuerpo, como una caricia. No había nada más. ¿Estaría muerta?

Vislumbró una especie de bruma que parecía empañar el mundo a su alrededor; a través de ella, todo se movía de forma anormalmente lenta… En ese momento, oyó una explosión, como un potente trueno, y una tremenda descarga surgió de la punta de sus dedos como una ola, arrollando todo cuanto la rodeaba. Las flechas, frenadas en seco, cayeron al suelo como frutas maduras; los soldados de Vadyn, los arqueros de Jaluz, las pocas personas que aún pululaban por allí… Todos sin excepción salieron despedidos por los aires, golpeados por una fuerza que ni siquiera habían visto venir.

La descarga avanzó y avanzó, como una onda en el agua, reventando árboles, hundiendo los tejados de las casas, arrancando las piedras del suelo. Naora vació todas sus emociones, hasta que se sintió vacía de miedos y odio… Notaba el latir del pulso golpeando como un tambor en las sienes. Respiró, y su propia respiración le pareció extraña.

Solo entonces, la descarga pareció remitir.

Respirando de forma acelerada se agachó, inclinándose sobre Vadyn, que yacía cubierto por una densa capa de polvo y sangre.

—¡Vadyn! ¡Vadyn! Por favor, dime que estás bien —sollozó, aterrada.

Una absurda vocecilla en su interior le decía que no podía ser... No podía haber enfrentado tantas pruebas para terminar contemplando su muerte.

Él abrió los ojos, aspirando con pesadez por la boca, y se frotó la nariz tratando de enfocar la mirada.

—¡Por todos los…! ¿Esto lo has hecho tú? —preguntó sacudiendo la cabeza y mirando a su alrededor con ojos desorbitados.

Todo era un amasijo de cuerpos, piedras y barro, gemidos y aullidos de dolor.

“¿Estás bien, Naora?”

“Kaone… no sé qué es lo que he hecho… yo… no he podido controlar mi energía…”

“Tranquila, ya lo estoy haciendo yo por ti. Intenta mantener el control de tus emociones. No creo que hayamos matado a nadie.”

“¿Cómo estáis?”

“De momento, aguantamos. Dale las gracias a tu amigo. Nos envió numerosas tropas de refuerzo. Resistiremos, Naora, no te preocupes por nosotros. Por una vez, preocúpate por ti misma, y haz lo que tengas que hacer para ser feliz. De tu hermano me encargo yo.”

Naora sonrió con tibieza. Vadyn seguía hablando y lanzando juramentos a diestro y siniestro.

—Veo que lo nuestro no funcionará nunca —estaba diciendo con pesar—. ¿No se supone que tengo que ser yo el que te salve a ti? No haces más que entrometerte siempre en mi camino.Vadyn la miraba con el ceño fruncido, y ella no supo si hablaba en serio o no. Naora le abrazó con fuerza.

—Te prometo que a partir de ahora ya no te protegeré más.

Vadyn se calló, pero sus ojos transmitían una intensidad que le provocaron un escalofrío. Le rozó la barbilla con un dedo, atrayéndola hacia él por la cintura.

—¿A partir de ahora? ¿Quieres decir que hay un “a partir de ahora” para nosotros?

Naora tragó saliva mientras una lágrima solitaria recorría su mejilla.

—Si puedes perdonarme por lo que hice… 

—¿Por anteponer tu honor, tu sentido del deber, la responsabilidad… y no sé cuántas cosas más al hecho de ser mi esposa? ¿Por ser el último en tu lista de prioridades?

—Si hubiera sido “mi” lista, Vadyn, solo habrías figurado tú en ella. 

Vadyn le enjugó otra lágrima y la besó con ternura.

—¿Cómo podría echarte nada en cara? Intento recordar qué clase de hombre era antes de que empezaras a significar algo para mí, y no veo nada. Solo un tipo presumido, egoísta e incapaz de sacrificarse por nada o por nadie. 

—Al menos, sería un tipo guapo —bromeó ella.

—Sí, eso sí. Increíblemente guapo. Pero increíblemente estúpido, también —se apartó un poco de ella, fingiendo preocupación—. ¿Crees que una cosa compensará a la otra?

—No creo —rio ella—. Pero ya intentaré hacer algo contigo… Si me dejas, claro.

—¿Tengo que pedirte de nuevo que seas mi esposa? 

Antes de que Naora pudiera contestar, hincó una rodilla en el suelo, sosteniéndole las dos manos entre las suyas.

—No es que sea un marco de ensueño para una mujer —gruñó, mirando la destrucción sembrada a su alrededor—, pero, siendo sinceros, es de los que siempre me han gustado a mí. Por segunda vez, y espero que por última… ¿me concederás el honor, Naora, de convertirte en mi esposa? 

Naora sonrió, mordisqueándose el labio.

—Por supuesto, Vadyn de Kaard. No hay nada que desearía más.

Canela. Historias de amor
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