21 DE MARZO DE 2007
Desde la ventana del hospital en Lisboa no era la gente que entraba ni los coches entre los árboles ni una ambulancia lo que veía, era el tren tras los pinares, casas, más pinares y la sierra al fondo con la neblina alejándola, era el pájaro de su miedo sin rama donde posar temblando los labios de las alas, el erizo de un castaño antiguamente a la entrada de la finca y hoy en su interior al que el médico llamaba cáncer aumentando en silencio, en cuanto el médico lo llamó cáncer las campanas de la iglesia empezaron a doblar y un cortejo se extendió en dirección al cementerio con el féretro abierto y un niño dentro, otros niños vestidos de ángeles custodiando el ataúd, gente de la que solo sentía el ruido de las botas y por lo tanto no gente, suelas y suelas, cuando la abuela con él en el muro se negó a persignarse sintió el olor a mermelada en la despensa, macetas en cada peldaño de la escalera y como las macetas intactas no sucedió nada de nada por un tris, tumbado en la camilla tras la exploración, no le preguntó al medico
—No ha pasado nada de nada, ¿verdad?
y no pasó nada de nada puesto que las macetas intactas, la abuela que murió hace tantos años allí viva con él, el abuelo difunto hace más tiempo leyendo el periódico con el aparato del oído, el silencio del abuelo le asustó haciendo que el erizo se le dilatase en las tripas arañándolo, doliendo, lo pongo sobre una placa de granito, le doy con el martillo y la enfermedad aplastada, alguien que no distinguía empujaba su camilla por el pasillo, notaba la lluvia, caras, letreros, la gobernanta del señor vicario en el porche mientras pensaba
—Es mi féretro el que empujan
ofreciéndole uvas
—¿Te apetecen unas uvas, chico?
y desapareció enseguida, le preocupó no acordarse del nombre de la gobernanta del señor vicario, se acordaba del delantal, de las zapatillas, de la risa, no se acordaba del nombre y por no acordarse del nombre no se curaría, el abuelo dobló el periódico sobre el sofá y ni siquiera lo miró, quiso preguntar
—¿No puede hacer nada por mí?
y lo más que podía esperar era el cuenco de la mano en la oreja
—¿Qué?
y las cejas juntas en dirección a nadie
—¿Qué ha dicho?
de modo que el pájaro de su miedo seguía trazando círculos, mira las raíces de los pies y los dedos que aprietan la sábana, los pobres, los que esperaban el ascensor dejaron que entrase primero la camilla, lo miraron por un momento y se olvidaron, le pareció imposible que no lo recordasen, durante la vendimia la abuela le ponía un sombrero de paja con la goma rota, por qué razón todos los sombreros de paja con la goma rota y casi todas las tazas sin un trozo de asa, tenía seis, siete años, encontraba piedras de mica y las giraba hacia la derecha y hacia la izquierda para que reflejasen la luz, no creía que no lo viesen en la terraza que daba a la sierra intentando coger los insectos de la enredadera con una caja de cerillas vacía y nunca cogió ninguno, no estaba en el hospital en marzo, bajo la lluvia, estaba en agosto en el pueblo, si lo mandaban a hacer recados se cambiaba de acera antes de llegar a la casa con doña Lucrécia en la silla de inválida en lo alto de los escalones gesticulando con el bastón
—Acércate chico
y él sin nadie que lo protegiese igual que sin nadie que lo protegiese ahora, doña Lucrécia esperando en el centro de la enfermería adonde lo llevaban, decidió exigirle al empleado
—Primero expulsen a doña Lucrécia
y en el caso de exigirle
—Primero expulsen a doña Lucrécia
seguro que el cuenco de una mano
—¿Qué?
y el periódico llegando al mediodía, Dios mío cómo se repite todo, lo sucedido hasta hoy salvo el hospital y la enfermedad, siempre que el abuelo se metía las gafas en el bolsillo la seguridad de que un dedo o dos se perdían en el forro mezclados con los cristales, el bastón de doña Lucrécia
—Acércate chico
y la ferocidad de los carrillos que masticaban sin parar, este pasillo huele a la farmacia del pueblo donde contaban que antiguamente los lobos al lado de la escuela en invierno, se veían las huellas en el suelo y los restos de un ternero iguales a los suyos mañana después de la operación, una interna se asomó a la puerta como su madre antes de apagar la luz
—Quietecito
con la luz encendida su madre, sin luz una silueta oscura, pasos que se dispersaban por los mil compartimentos de la casa o no pasos, perlas de collar cuando cede el hilo, el número de criaturas, señores, en que se convertía la madre al marcharse y ninguna con él ayudándole a salvarse de la noche, el olor a mermelada en la despensa volvió y desapareció, cayendo en la tontería de ordenarle
—Quédate conmigo, olor
se sentiría más solo y con más miedo, qué designación tan rara, cáncer, qué impensable morir y suelas y suelas en el pueblo y un perro quieto mirando, aunque no sepa lo que le pasa su olfato sí lo sabe, adivinan las desgracias, aúllan con el cuello estirado sobre las patas traseras, la abuela
—Ojalá el zapatero no beba mucho para tocar la campana en condiciones
y al tocar la campana las palomas se espantan, se marchan a la capilla abandonada, por la tarde vuelven y se ponen en las cornisas del Ayuntamiento, se ponen nerviosas con una piña que se cae y con la falta de aceite de las carretas, un burro se para de repente mostrando los dientes y gime, gime, el abuelo percibe algo sin comprenderlo y es mañana lo opero puesto que mira alrededor con desconfianza, nunca hablaba, si se daba cuenta de que cuchicheaban sobre él sonreía, prueba la sonrisa de tu abuelo, no una sonrisa, una expresión de perdón o un asentimiento humilde, al darte de comer tendía la cuchara y la boca que se redondeaba era la suya, te limpiaba con el pañuelo sin acertar con las migas, volvía a empezar
—Solo dos y media más
esto en la terraza que da a la sierra y los castaños tranquilos, la loza tranquila, casi todo tranquilo en la infancia excepto la bomba sacando lodo del pozo, el ruido del rastrojo del maíz y el loco con la manta por los hombros anunciando a las cabras
—El mundo entero es mío desgraciadas ni una estrella se mueve sin que se lo ordene
él en el hospital sin usar las palabras, para qué, el loco lo sabía
—Resuélvame esto señor Borges
y encima de la habitación, en el salón, alguien taconeaba con fuerza, divertido, puntuando las frases, el señor Borges rodeó una valla y el bosque de hayas lo engulló, los nervios le lanzaron una garra al corazón hecho de terror y lágrimas, difícil de equilibrar en secreto, ni un grito a pesar de tantos gritos en él, cada gesto que no hacía gritaba, cada movimiento de la cabeza gritaba, cada trozo de piel contra la sábana gritaba, si los tacones se callasen por un momento entenderían
—¿Qué le pasa al chico?
le pasa que células podridas del intestino invadiéndolo destruyendo los pulmones, los huesos, el hígado y niños vestidos de ángeles con alas mal pegadas en la espalda, qué terrible y cómica la muerte, ríete de ti mismo, despréciate, en el libro de Historia las fechas de nacimiento y de la agonía de los reyes le daban igual porque no eran las suyas, el obispo le cerró los párpados a D. João II y D. João II
—Todavía no
los bisabuelos del álbum
—Todavía no
también, el del bigote, el calvo, aquel con el uniforme de coronel con medallas, en cuanto pasaba la página un
—Todavía no
pálido que se negaba a oír, el corazón se desequilibró sin que se diese cuenta porque las mejillas moradas, cuando murió el buey marrón tuvieron que partirle los tobillos para que cupiese en el hoyo, los párpados del buey aunque cubiertos de moscardones
—Todavía no
y no nos agobiamos con su sufrimiento o con las mejillas moradas, se acordaba del sonido de la tierra sobre el tambor del lomo, de una lombriz partida en dos por el sacho y las dos comiéndose con voracidad y de la lagartija aprendiendo a ser piedra en una grieta del muro y en esto su padre jugando al tenis en el hotel de los ingleses del volframio y él corriendo para recoger las pelotas que saltaban fuera de la valla, cogió la última junto a la piscina donde una extranjera rubia se secaba y se quedó con la pelota contra el pecho aprendiendo también a ser piedra con una excitación que desconocía
—¿Qué es esto?
ganas de ser mayor, timidez, vergüenza, si la extranjera rubia le sonriese se arrodillaría o huiría, qué misteriosa la vida, lo bañaban en la tina de la cocina y lo incómodo de estar desnudo delante de la criada, pequeño, delgado, sumiso igual que en la enfermería pequeño, delgado y sumiso de nuevo, la extranjera rubia volvió al hotel con una cestita con cremas y cada nalga una vasija que se llenaba de él y lo soltaba sin llevárselo con ella, no le devolvió la pelota a su padre porque no era una pelota, era su sangre deprisa, incluso hoy su sangre deprisa al recordarla, guardó la pelota en el baúl de la ropa y de vez en cuando la acariciaba con una delicadeza que no se repitió en todos estos años, en la ventana del hospital menos gente y menos coches, dentro de poco de noche y la miseria de su cuerpo en la oscuridad, su voz independiente de él
—No
y por cuántas semanas seguiría teniendo voz, por cuántas semanas
—No
hasta que se le pudriera la garganta y cuando la garganta podrida qué ecos, le apetecía volver al manantial del Mondego, un hilo de agua entre rocas casi en lo alto de la sierra y no encontró el hilo, se acordaba del musgo y nada de musgo en el hospital, su padre
—Aquí nace el Mondego
y no se lo creyó, una humedad sierra abajo que no era capaz de mojar ni las mejillas, corolas amarillas, abejorros, ningún pájaro temblando los labios de las alas, qué edad tendría, no ha sido un enfermero quien le ha sacado la sangre, ha sido doña Irene, que tocaba el arpa en la sobremesa y le llamaba Antoninho, el notario con mil bolígrafos en el bolsillo de la chaqueta y a lo mejor, entre los bolígrafos, también uno o dos dedos, iba a verla después de cenar y unos minutos después se oía el arpa, la sangre en el tubo no roja como él creía, oscura, si el obispo le cerrase los párpados no respondería
—Todavía no
se callaría, doña Irene le apretó un algodón contra el brazo y los mil bolígrafos del notario brillaban
—Antoninho
doña Irene levantándose
—No le he hecho daño ¿verdad?
con una bata blanca y un reloj colgado de un broche en la bata, si lo operan mañana el jardinero, no el médico, le parte los tobillos con el sacho para que quepa en el hoyo y la sierra clara a lo lejos, doña Irene se marchó agitando un tubo y las vibraciones de las palas de tierra en ella, el teléfono gesticuló en el pasillo y la voz de un hombre aclarando
—El doctor Hélder ha bajado al bloque
el olor de sus nervios anulaba el olor a hospital sin anular el olor a mermelada, doña Irene
—El arpa es cuestión de pulso
moviendo pulseras, cuestión de pulso, el rápido de las seis hacía temblar las copas y torcía el cuadro sobre el carrito del azucarero y la tetera, a la hora de cenar traían a doña Lucrécia del porche
—Un consomé doña Lucrécia
y en cuanto lo empezaba
—Estoy cansada
aunque al día siguiente le diese órdenes colocada bajo los frascos de la sala de operaciones agitando el bastón
—Acércate chico
y el celador que empujaba la camilla hacia el crucifijo sobre el vestido de luto y las piernas hinchadas, si la abuela le pusiese el sombrero de paja no se moriría, pasearía por la viña buscando caracolas incrustadas en el granito de la época en la que el mar cubría el mundo y el espíritu de Dios, cómo será el espíritu de Dios, caminaba sobre las aguas, la semana que viene, dijo el médico, podemos, otra vez el teléfono, la voz del hombre
—El doctor Hélder no ha vuelto del bloque
hablar con más datos y mientras llegaban los datos la abuela jugaba un solitario a las cartas en la mesa del comedor recorriéndolas con la nariz
—¿Por casualidad no ves el nueve de tréboles?
y lo que él veía era la dama de oros secándose en el borde de la piscina, el corazón difícil de equilibrar en secreto, no se imaginaba que cupiesen tantas lágrimas, si al menos cayesen por dentro en vez de mojar la cara en el momento en el que la anestesista le hacía preguntas y él a la anestesista que no se secaba con la toalla
—Perdone
el electrocardiograma dejando registro de las lágrimas en una cinta de papel qué rollo, si tuviese un sombrero de paja de sobra se lo prestaría a la anestesista y le enseñaría las caracolas de la época en la que el espíritu de Dios caminaba sobre las aguas
—Mi madre lo curaba todo con una aspirina
convencido de que había conseguido una sonrisa más difícil de equilibrar que el corazón sin que admirasen su esfuerzo, lo curaba todo con una aspirina, dolores de cabeza, anginas, el miedo a los bichos, el insomnio, no ponía el termómetro, apoyaba la mejilla en la suya
—Estás estupendo
y por unos segundos una dulzura de perfume y un sabor a carne viva, la palabra hijo tenía sentido, soy su hijo y al decir madre digo algo verdadero como la palabra taza o la palabra techo, no la palabra muerte, si apoyase ahora la mejilla puede no creerlo pero me ayudaría, el buey respiraría a pesar de los moscardones, no le partan los tobillos y el sacho en lo alto
—¿Qué te ha pasado chico?
perros abandonados espiándolo cóncavos de hambre o con la nariz pegada a la hojarasca olisqueando conejos, seguro que corren por el hospital buscándolo, esto en el pasillo no son los enfermeros, son ellos, el modo de respirar, una pausa goteando saliva, la semana que viene dijo el médico con una gota en el zapato mermando su competencia hablamos con más datos, el sacho me ha partido los tobillos, el nueve de tréboles de la abuela ha salido bajo el rey de oros apostaría que también con una gota en el zapato si existiese más allá de la cintura, el doctor Hélder debe de haber llegado del bloque porque el teléfono se ha callado, cuando volvió con su padre a la pista de tenis del hotel de los ingleses estaban limpiando la piscina y nadie, esa tarde no recogió pelotas, se acurrucó en un rincón de la valla, sin interés, mientras las copas de los pinos con sus secretitos cambiando de sitio las manchas del sol, una se le escapó de los pantalones antes de poder frotarla, la sintió en la nuca, abalanzó la mano y también la perdió, la seguridad de que esta noche no dormiría a pesar de la pastilla en el vasito de plástico, la pastilla se resbaló para fundirse con una arruga de la sábana y en vez de la pastilla el sello del hospital impreso en la tela, si el abuelo le prestase las gafas encontraría el comprimido, se acordó de las sábanas con ositos que había tenido de niño, todos los ositos tan contentos con su gorro y su bufanda, no cinco dedos como nosotros, cuatro y cuatro dedos eran suficientes, gracias a los ositos la enfermedad en las antípodas, ganas de vestirse y salir bajo la lluvia
—Ha sido una equivocación de los médicos
la abuela escuchaba los trenes en el cementerio con las lápidas tan juntas que se hacía difícil andar entre ellas y conocía los vagones por el modo como bailaban sobre las traviesas
—Este es el mercancías de las once este el correo de las cuatro
y sin embargo a pesar de la equivocación de los médicos una presión, un mareo, casi un dolor que cede pero no desaparece, el arpa de doña Irene un escalofrío que adquiere espesor y se transforma en un chorro de gotas que caían sobre él y él vivo bajo las gotas, alegre, se puede tener cáncer y estar alegre, solo faltaría eso, la muerte no lo cogía en el interior de la música porque las gotas lo escondían como escondían los castaños y la casa camuflada en la hiedra, su tío se sonó la nariz emocionado y detrás del pañuelo otro pañuelo como los artistas del circo, decenas, docenas, cientos de pañuelos y al final la bandera nacional, su tío con una chaqueta retrocediendo hacia una cortina entre adioses y venias con una paloma con los labios de las alas temblando en el hombro, la presión se fue a la columna donde los huesos se reducían a polvo y la gota en el zapato señalando no se entendía el qué en una radiografía
—No me gusta esta vértebra
de modo que pueden partirle los tobillos al buey, me he equivocado, no dispare a los perros abuelo, dispáreme a mí, la baba de ellos, el hambre, ni un grito a pesar de tantos gritos, cada gesto que no hacía gritaba, cada movimiento de la cabeza en la almohada gritaba, cada centímetro de piel gritaba, qué difícil esconder este miedo, el abuelo siempre solo, comía con movimientos que no se parecían a los nuestros, no oía cuando caían los erizos de los castaños, cada tren el mismo tren y sin embargo sí los oía como oía el perfume de los frascos vacíos y sus frases sin peso llamándolo
—Carlos
su madrina, su madre, señoras que existían para que tropezásemos en el álbum mientras a su alrededor el mundo se extendía y encogía en una playa final, el tiempo de los relojes antiguos sin relación con el nuestro puesto que las horas pasadas más grandes, los difuntos seguían con su existencia paralela a esta en la que los muebles crepitan de forma extraña y se oxida el líquido de los jarrones, el abuelo
—¿Quiénes son ustedes?
sin entender en qué época estaba, si en la de la madrina y la madre o en la nuestra, será mi nieto el del hospital con una pelota de tenis que le da el enfermero, no una pastilla, a medida que los lobos rodean el colegio, ahí están alrededor de la cama con la mandíbula abierta y los cencerros de los rebaños en la sierra otro chorro de gotas que no ocultan a nadie, menos abundantes, más flojas, no imaginaba que los hospitales tan claros, solo escayola y metal, ni que sufrir fuese así, el corazón difícil de equilibrar que resiste, no resiste, resiste, las siete en los relojes antiguos y cuántas horas en él, arrugadas, torcidas, mira los dedos que aprietan la sábana y de qué vale una sábana, ni una piedra de mica ni una pelota de tenis en la mano, uno de los ratoncitos de chocolate que le daban de niño, con las orejas y los bigotes dibujados en el papel de plata, si te tragas el ratoncito la presión afloja y te consigues dormir, tal vez sueñes con el manantial del Mondego y camines junto a los ríos en una neblina de luz, me he curado, los conejos en la caseta desmantelada van a roer la enfermedad mezclada con las hierbas y se ha terminado la gota en el zapato, la madrina de mi abuelo
—No lo despiertes
sin darse cuenta de que él despierto pidiendo
—Todavía no
a Dios que está en Australia o en China, no aquí, pensando cuál es la manivela de los milagros para devolverle la vista a los ciegos y multiplicar los peces, me da miedo equivocarme y en vez de multiplicar los peces inclinar el mar Rojo y ahogar a los egipcios, el chorro del arpa no cae más sobre él que se pasará la noche mirando la ventana a medida que crece el mareo, eres el señor Antunes de la cama once y doña Irene interrumpiendo el arpa
—Antoninho
peinando con las puntas de los dedos un vacío sin cuerdas, la seguridad de que si se las pasase por el cuerpo empezaría a cantar, el doctor Hélder indiferente al teléfono
—Un vals
y en lugar del doctor Hélder el sacho partiéndole los tobillos al buey y los tendones del señor Antunes, no de Antoninho, Antoninho esperando sobre la hierba de la piscina, rotos, Antoninho tiraba piedras a un alacrán cuyo aguijón apuntaba su veneno hacia él, le preocupaban los infinitos peligros que lo perseguían, culebras, cuervos deseosos de agujerearle el pecho, el susurro de las tinieblas previniendo
—Ay de ti
a medida que la habitación, a escondidas de sus padres, lo oprimía, oprimía, si les contase la habitación, con los ojos bajos
—No volverá a pasar lo prometo
y una bombilla encendida, bastaba con una bombilla encendida para impedir que le hiciesen nada malo, la autoridad de las bombillas superior a la del alcalde dueño de un diente de oro que inmovilizaba el dominó en el bar, el señor Antunes intentó llegar a la superficie del sueño para asegurarse de que la bombilla seguía ayudándolo atornillada a la escayola, la almohada con un susurro de ceiba
—Anteayer vi un nido
y de hecho las cigüeñas desgreñaban la cubierta del chalet con un niño de barro incapaz de hacer pipí en el lago donde papeles y ramas secas, el fantasma de un pez venía a la superficie y se sumergía con el fantasma de una libélula protestando en su boca, Chalet Zulmira en una placa de azulejos con una orla trenzada, la terraza del primer piso con ausencia de arabescos pero con una maceta de lilas colgadas, a lo mejor no lilas, tulipanes, a lo mejor no tulipanes, me rindo, una maceta de plantas colgada, ya está, qué más da si voy a morirme y los jirones de tela que queden no se acordarán de nada y menos aún de unas flores, qué traje me pondrán entre los tres de las perchas, el de rayas, el de las bodas, el de la manga zurcida, se entretienen con la corbata
—¿Esta que él se ponía y a mí no me gusta o la azul que no se ponía y que le quedaba mejor?
zapatos con lustre y los de los payasos de charol, enormes, le apeteció que le pusiesen unos zapatos de charol, calcetines a rayas y una nariz roja, que le diesen un saxofón para un pasodoble mientras la familia palmas al compás, doña Irene
—Qué porquería de artista
y un surco de indignación que nadie notaba en las mejillas pintadas, el médico
—Mañana operamos al payaso con cáncer
y él no
—¿De qué morirán los payasos?
él
—Ya sé cómo mueren los payasos
es decir los payasos después de la barriga abierta los zapatos de charol enormes, aunque le quitaron el saxofón el pasodoble aumentaba, como ve el ratoncito de chocolate no ha hecho efecto abuelo, sigo mirando la ventana y la presión no se va, finge que afloja y no se marcha, ojalá se olvidase de mí como yo he olvidado las flores en la terraza del chalet, petunias no, dalias tampoco, no importa, en contrapartida no se ha olvidado de la lagartija en una grieta del muro con las patas al lado izquierdo hacia delante y la cabeza alerta, este mes o el que viene su nombre en la página de las esquelas con una cruz encima, el trabajador de la estación apilaba paquetes de periódicos con montones de cruces que le afectaban y en las que no se fijaba nadie o si se fijaban
—¿El nieto del sordo?
puede ser que el farmacéutico o el abogado del peluquín, sin clientes, que hacía crucigramas en la terraza y vivía de su mujer, el peluquín se le despegaba por el sudor y aparecía un círculo de pegamento, la mujer resignada
—No me abrieron los ojos a tiempo
mientras el peluquín iba torciéndose hacia la nuca la melena de paja, si llamase al timbre doña Irene vestida de enfermera con el reloj colgado boca abajo, qué ha sido de su arpa doña Irene, pensándolo mejor le faltaba una cuerda
—No tengo órdenes de darle otro ratoncito de chocolate aguántese
así que miraba la ventana y la lluvia en el marco o ni ventana ni marco, el postigo por el que veía, encaramado en la pila de la ropa, a la criada desnudarse, en la confesión nunca mencionó a la criada ni a la extranjera rubia de la piscina y por tanto a lo mejor la enfermedad un castigo, la gobernanta del señor vicario echando atrás las uvas
—Has pecado
y él bajando con el Mondego, un salto u otro y caminando sobre el río, más de uno porque se dividía para unirse otra vez confundido con la neblina que se levantaba del agua y arbustos y árboles y pequeños animales, él casi tan delgado como ahora resbalando por la hierba, por un momento creyó que se había dormido pero seguía despierto más su terror y sus lágrimas, seguro que ni un grito a pesar de tantos gritos, si el tío con cuidado
—¿Qué le pasa al chico?
pero cómo fijarse en él en Lisboa tan lejos del pueblo, hace años que no tengo familia y sin embargo su padre jugando al tenis en el hotel de los ingleses y su madre haciéndole la raya del pelo
—No te muevas qué cosa
con un olor diferente, de vieja, estudiándose las manos con asombro
—¿Son mías?
una blusa que sobraba en el cuerpo, los ojos que no lo reconocían
—¿Quién eres?
anillos que pertenecieron a la abuela de modo que su madre tal vez capaz de explicarle los trenes, el del mediodía con el periódico del abuelo con las gafas y los dedos en el bolsillo, el correo, el mercancías, el rápido, su madre indefensa y minúscula en la casa desierta, si dijera
—Madre
una mirada indecisa de soslayo, en el hospital la lluvia, los castaños seguro que negros, el plato de la pared con una virgen estampada desprendiéndose y cayendo, si su madre pegase la mejilla a la suya, incluso anciana, incluso ciega, la palabra hijo cobraría sentido, no la palabra enfermedad, no la palabra muerte, mientras iba caminando con los ríos sin nada que le estorbase, acompañado por el pasodoble de un saxofón remoto, en dirección al mar.