22 DE MARZO DE 2007

 

 

En la carreta se tambaleaban tablas y bisagras por la vereda de las moras y él no con Virgílio en el asiento, deseando pedir que le prestase las riendas para que la abuela

—Príncipe mío

entendiese quién mandaba, tumbado en la caja sobre las patatas que le hacían daño en las costillas, pálido en el halo de naufragio de las siete de la mañana e ignorando si el naufragio dentro o fuera de él, Virgílio pasó por delante de enfermerías, contraventanas, una silla de ruedas, no se fijó en los setos que anunciaban la cancela, se fijó en las tablas y bisagras que se desviaban a la izquierda y el burro más pausado en el linóleo sin surcos ni piedras ni los cuencos para la resina en los pinos, se cortaba la corteza con un hacha y las venas de la madera tristezas arrastradas, una mujer con una bata verde que seguramente trabajaba en el hotel de los ingleses del volframio le indicó a Virgílio

—Ponga ahí la camilla

y de nuevo tablas, bisagras, la patata perdida que una vieja recogió de inmediato para escondérsela en el chal, se las comen con piel, ni siquiera las cuecen o se meten en un agujero donde se adivinan trapos, otras empleadas del hotel de los ingleses también con la blusa verde lo cambiaron a la cama de la infancia pero sin manta ni almohada y le avergonzó su desnudez bajo una sábana almidonada que en lugar de cubrirlos exponía a la burla de las luces unos pies que le parecían cambiados, de quién son estos pies, los eucaliptos deletreaban el viento alrededor del hotel o era gente que ha­blaba, sílabas que pronuncian las copas y es necesario juntarlas para conseguir palabras, la palabra sorpresa, la palabra terror, las empleadas del hotel se acercaban y alejaban como en un baile de abejas, Virgílio lo miró desde la carreta antes de marcharse y perdió las moras y a la vieja que escondía más la patata en el chal, pensó que su abuela lo ayudaría dándole una galleta

—Príncipe mío

pero los castaños tan lejos y la terraza que da a la sierra perdida, quedó la bomba del pozo avanzando y retrocediendo sin que nadie la moviese o tan solo el ruido que laceraba los nogales, vio a la cocinera eligiendo una gallina y el paisaje con barcos desde la oficina mientras la bomba traía a la superficie la sorpresa y el terror, van a matarme, una aguja en el brazo que no sentía suyo y las sílabas de los eucaliptos más rápidas anunciando el qué, sintió compasión por la soledad de los pies a merced de los cuervos que picoteaban el pomar, una de las empleadas del hotel le puso una concha en la nariz y en la boca y los pies acapararon la sorpresa y el terror, la vieja colocó la patata en el chal con una avaricia feroz, las viejas nunca hablaban, cojeaban cargando las bolsas de los cuerpos, le sorprendió que la bomba funcionase en silencio, los cuerpos graznasen en silencio y las sílabas de los eucaliptos y de las empleadas del hotel repitiesen silencio, el arpa de doña Irene inaudible aunque el chorreo de gotas volviese a cubrirlo separándolo del médico también con la bata verde, difícil de distinguir entre la niebla del Mondego y la sorpresa y el terror lo abandonaron, una oscuridad sin origen lo tiñó por dentro reduciendo su vida a colores desarticulados y formas difusas desapareciendo por un sumidero que no se imaginaba que existiese en su interior, aunque no lo pensase creyó pensar

—¿Quién soy?

y qué significaba pensar, qué significaba yo pensando y el yo a su vez desvanecido en el sumidero, se preocupó de que la campana de la iglesia tocase e incluso sabiendo que no to­caba siguió oyéndola con una cadencia borrosa, la campana, los trenes y el abuelo abriendo su propia boca tendiéndole la cuchara con la comida, no hablaba con nadie, leía el periódico, caminaba por la viña o perdía las horas en la terraza sin preocuparse por la sierra, probablemente un sumidero idéntico al suyo por el que se le escapó la vida transformándolo en un fantasma del que todos se apartaban y sin embargo en él un sentimiento aún presente que lo hacía inclinarse hacia la cama donde su nieto no podía verlo mientras un cuchillo le abría la barriga con la cadencia del pasodoble del circo y la familia aplaudiendo al compás

—Están operando a Antoninho

con los pies cambiados y un tubo en la garganta que vigilaba una de las empleadas, Antoninho sin sorpresa ni terror ni las mejillas mojadas, al perder lo que era perdió las moras de la vereda como había perdido restos de casas que surgían de los arbustos, un trozo de pared, una chimenea, escalones, Virgílio sin prestarle las riendas con miedo de que el eje se torciese en un cercado y el abuelo buscando las gafas en el bolsillo para observarlo mejor, se acordaba de la madre de su abuelo bordando en el sillón de mimbre con la manta en los tobillos que no le habían partido al morir, el sillón siguió crepitando después de que la madre del abuelo en el cementerio y su tío

—¿Qué le pasa al sillón?

intrigado por el desasosiego de las cosas, cuál es su intención, qué pretenden de nosotros, los objetos de la cocina se deformaban adrede

—No nos hacen caso ¿verdad?

y ciertos jarrones, ciertos búcaros, cierta oscilación de cortinas intentando comunicar lo que no se comprende y tal vez el abuelo entienda observándolo en el comedor del hotel de los ingleses con la bomba de agua de la sangre moviéndose y separadores y pinzas, el médico de la gota en el zapato al dueño del hotel enseñándole el erizo de la enfermedad

—No sé si soy capaz de soltarlo de la rama

entre pinturas de caza y estampas de caballos mientras los campesinos enfermaban en las galerías del volframio y docenas de extranjeras rubias se iban de la piscina, el abuelo liquidado por el mismo cáncer que él, con los mismos pies cambiados sobre las patatas de la carreta, Virgílio en lugar de

—Antoninho

dispuesto a darle las riendas

—Señor

y el abuelo sin sentir las moras ni los restos de las casas pensando en una prima que lo trataba por

—Hijo

o en los lobos del invierno y él en el filo de una roca siguiéndolos porque no estamos en el hospital en Lisboa, estamos cerca del lugar donde nace el Mondego, no es marzo, no llueve, fíjese en la música del arpa rodeada de aparatos, ra­diografías e instrumentos cromados, no siente el relente de las trenzas de cebollas en la cocina doctor y las lagartijas de sílex, aquí no se piensa, se dura hasta que toque la campana y se cierre el cementerio, el sacristán echaba el cerrojo a la puerta y la llave torciéndose en el óxido seguía girando, qué escuchaba el abuelo en la intensidad del silencio, se creía en la guerra en Francia cuando nació su hija y al volver de la guerra había crecido el silencio, el péndulo del reloj con su balanceo mudo, las tablas de la carreta calladas, todo al mismo tiempo demasiado lejos y formando parte de su cuerpo y el arpa de doña Irene acompañándolo en secreto, no exactamente acompañándolo, trayéndole el recuerdo del señor vicario entonces joven cantando en latín y las viejas durante la misa sumidas en sus pañuelos, qué ha sido de vuestras patatas, un ojo de mi nieto abriéndose en la mesa de la comida donde lo operan, no me agobia porque si me lo encontrase por la calle no sabría quién era, otra criatura flaquita, otro campesino hambriento, arrancan zanahorias en las huertas, roban leña por ahí, no se parece a mi hija, no se parece a mí, por el movimiento de los labios mi mujer

—Antoninho

le di un ratoncito de chocolate por no saber qué darle con las orejas y el bigote dibujados en el papel de plata y tres centímetros de hilo sirviéndole de rabo, trágate el ratón para que te alivie la presión y él con el ratón en la mano observando el bicho, mi hija

—¿No te lo comes?

y no se lo comía, el tonto, convencido de que el ratón una criatura viva cuando no hay criaturas vivas salvo en la cartuli­na de los álbumes que calientan el té en la tetera y se preocupan de nosotros, también la sierra viva que no para de agitarse cambiando pueblos de sitio y en lo que se refiere a no­sotros no me atrevo a decirlo, el arpa de doña Irene rompía la sordera al darme cuenta de que caía una piña y de que la hiedra de la casa contaba su historia en una ausencia de voz, el dueño del hotel le dio el erizo a las empleadas que lo recogieron con un paño

—Aquí hay más erizos

y la sorpresa y el terror no en mi nieto, en mí, la bomba del agua del corazón tan rápida y lo que traía eran restos de un zapato de un payaso ahogado, supuse que un saxofón después del zapato y el saxofón disuelto en el fondo, conozco el desconsuelo de las cosas, no el de las personas y por eso no me quejo, además qué es el desconsuelo, no tengo motivo para estar triste o no tengo en mi pecho el hueco que requiere la tristeza a pesar de estar vacío o sea no vacío porque una vela en un candelabro antiguo que la prima que me cuidaba colocaba en la mesilla, una mano en mi frente asegurándome

—Lo entenderás cuando crezcas

recuerdo haber preguntado

—¿Qué es lo que tengo que entender?

al darme cuenta de que solo la vela seguía en la habitación y tal vez yo mirándola, cuántas veces me he preguntado si ha existido todo esto y si existe esta tierra con las viñas, los trenes y el silencio que interrumpían los mineros o las viejas y las cabras masticando peñascos, los pueblos de la sierra poblados de criaturas o ruinas desiertas con el brillo insistente de algunas cavernas, soy de aquí, pertenezco a aquí, yo una caverna o una vieja también con mi patata en el forro del abrigo que devoro sin que nadie me vea, el dueño del hotel de los ingleses señalando el hígado de mi nieto

—Otro erizo

que viene de las tinieblas que se reproducen en el núcleo de la luz, por qué no lo abandona y lo olvida acabando con la sorpresa y el terror, una gota en las mejillas pintadas transformándose en grito pero únicamente oigo el arpa y los susurros del álbum, pasos que nunca se acercan, se alejan

—¿De qué murió usted, prima?

dándome cuenta de que la vela apagándose, antes de apagarse una lucecita que se eleva y al disiparse no vuelve a subir, me lo he inventado, qué candelabro, qué vela, en qué noche estamos y de qué mes porque los tiempos se confunden en la lluvia contra la acacia y después de la acacia nada salvo arbustos y vallados

—No me atormente prima

yo frente a mi nieto con un mechón pegado a la nariz y las orejas descoloridas ya que lo traían del pozo, lo que permanece en este sitio son los pozos rodeados de nogales y en los pozos un zapato de payaso disuelto en el fondo, queda el crucifijo odiándonos porque nacemos y morimos bajo el odio de Dios, antes de los ingleses del volframio los alemanes del volframio, carretas de volframio en dirección a la ciudad, camionetas de volframio, campesinos transportando cestos de volframio y en esto suelas y suelas delante del portón acompañando a un féretro que no deja de pasar, el mío, el de mi nieto, el de mi madre antes de las muñecas esposadas con el rosario, el dueño del hotel tenía razón, los erizos no paran y mi nieto mirando la ventana y la lluvia, no era capaz de beber, tragar, respirar, alejándose de nosotros y aunque alejándose nos creía

—Estoy mejor ¿verdad?

el idiota contento, el imbécil con esperanzas, con el dolor floreciendo, sin molestarle porque estaba acostumbrado, aunque aumente no se da cuenta, aunque se vuelva otra vez adulto lo ignora, el olor del volframio, no de la enfermedad, en todas partes y suelas y suelas bajo una campana interrumpida hace siglos, la misma que me hace compañía en la terraza, atraviesa el periódico que no leo y me persigue y me toma, cómo podré escucharla si los pasos me habitan y yo en medio de ellos también caminando, quién me susurra

—Se acabó

y la sierra devorando la casa y la carreta de Virgílio con la rueda izquierda rota, la gobernanta del señor vicario ausente del porche aunque una parte siguiese allí ofreciendo un racimo de uvas a los parterres, el pueblo un lugar que cubrirán los matorrales rodeado de moras y restos de granito más allá del invierno de la sierra borrando las aldeas, este es el sitio en que vivimos, un trozo de pared, una chimenea, escalones sobre los cuales el arpa seguirá bordando, la mano de mi prima en mi frente

—Lo entenderás cuando crezcas

ningún tren en la estación en la que montones de periódicos esperando sin que yo los leyese nunca y en medio del granito y de los pinares el hotel de los ingleses intacto, en el comedor mi nieto bajo las bombillas y el dueño del hotel con la mascarilla verde porque todo verde en agosto, insectos, sapos y el bando de perdices en la ladera de retamas, el nieto al que mi mujer

—Antoninho

y en esto la cocinera cortándole el cuello a un pato tirando las plumas en el mismo cubo en el que el dueño del hotel echaba las compresas, los tobillos del buey partidos con el sacho y la mula a la que un campesino al que echó mi padre le había sacado los ojos con la navaja trotando por el pomar, en la ventana del hospital en Lisboa la lluvia y la presencia de la muerte en cada silbido del montacargas, el dolor sin mácula antes de sumergirnos en él, al sumergirnos un sobresalto del que casi no nos damos cuenta y después flotando libres en el espesor de la paz, la botella de oxígeno cerrada, el suero que corre hacia el brazo inmóvil, mi sordera absoluta mientras los dedos de doña Irene quedan flotando en el arpa y el dueño de la farmacia fumando en el umbral, Virgílio murió antes que yo, en febrero, separado de la sierra por la corona de nubes, las viejas robaron las cacerolas, la ropa y él como yo sin oír, solo en la penumbra que todavía suspiraba, recuerdo los arreos en un clavo y a la prima de la vela en un rinconcito mío

—Lo entenderás cuando crezcas

en cuanto suelas y suelas por fuera del portón, las mismas que resuenan hoy en mi sordera confinándome para siempre al sofá, conversaciones que no escucho, gestos en los que no me fijo como he preferido no fijarme en la cara de mi nieto en el hotel de los ingleses, sabía que su cara la mía y esos pies los míos, debería ponerle una vela en la mesilla para que los tre­nes empezasen a viajar por debajo y un trozo de mica reflejase el sol, asegurarle

—Lo entenderás cuando crezcas

con confianza

—Lo entenderás cuando crezcas

y los castaños discursando toda la noche sobre el modo como nos desprecia la tierra acabando por expulsarnos, sentía a mi mujer a mi lado en la cama y me apartaba de ella porque me la imaginaba atenta al cuchicheo de las cosas que insisten

—Ya no eres de aquí

de estas piedras, de estos matorrales, de estos árboles que nos devoran con una prisa cruel como nos devoran los arbustos y el granito, somos caracolas sin eco que las habite, la concha de un caracol que se convierte en polvo al tocarla, la humedad hecha de líquenes del Mondego que no acaba de nacer en una grieta entre las piedras, he muerto de la misma enfermedad que él no en Lisboa, en el pueblo, notando las suelas que hacían temblar el mundo y esperando en la almohada a que entrasen las viejas, la campana no doblando, to­cando a incendio y campesinos con las facciones inacabadas, como les sucede a los pobres a los que el hambre ha impedido estar completos, saltando traviesas cargando tinas, el dueño del hotel de los ingleses señalando a mi nieto

—Tal vez todavía unos meses

y de qué valen unos meses

—Lo entenderás cuando crezcas

mentira, falso, no comprendo nada de nada con la sierra inalterable frente a la terraza y los grajos dejando los eucaliptos anunciando el atardecer, mi madre encendía las luces y en los muebles un relieve inesperado, mataron a la mula ciega y al animal se le resbalaron de las encías los grandes dientes blandos, me ha parecido que un tren, no de mercancías, el correo dejando cartas que no veré nunca, tal vez de mi cuñada en el sanatorio

—La fiebre Carlos

envuelta en la manta, el dueño de su hotel pasaba por la tarde para auscultarle los pulmones

—Muy bien muy bien

y la levedad de la nieve, lo recuerdo, engrosando los pinares, una de las empleadas ordenó a un fulano detrás de mí, al encargado del equipaje, al recepcionista, al portero

—Llamen a la carreta para llevarlo a reanimación

y me di cuenta de que el Mondego iba ganando fuerza a cada desnivel del monte porque el agua de otras rocas se sumaba a la suya, no un río, cuatro o cinco que se separaban y se unían empujando la vida de mi nieto y la mía, no somos más, llegamos

—Tal vez todavía unos meses

hasta septiembre cuando yo asomado a la terraza y la sombra de la enredadera de repente me descubre, uno de mis hijos

— Padre

y yo sabiendo que

—Padre

aunque no lo oyese, oía los castaños que murmuraban, mur­muraban, el portón abriéndose y cerrándose enseguida, en la carreta se tambaleaban tablas y bisagras por la vereda de las moras y de vez en cuando restos de una casa, mi nieto no con Virgílio en el asiento con la esperanza de que le prestase las riendas, en la caja sobre las patatas que le hacían daño en las costillas en el halo de naufragio de las siete de la mañana, indeciso si el naufragio en él o fuera de él, en la extensión gris de la última playa y qué sé yo de playas en las que una sola gaviota se movía indiferente, Virgílio pasa por delante de enfermerías, contraventanas, una silla de ruedas, mi nieto no se fijó en la silla, se fijó en las tablas y las bisagras que se desviaban a la izquierda y el burro más tranquilo en el linóleo sin surcos ni piedras ni los cuencos para la resina en los pinos, se cortaba la corteza con un hacha y las venas de la madera tristezas arrastradas, mi nieto con los pies cambiados y no los necesita, personas, no sé quiénes, habitarán este lugar, la mina de volframio se agotará un día y ningún inglés en el hotel, cambiarán las sábanas en la cama del hospital, se llevarán el oxígeno, el suero, la máquina que registra en una tira de papel los movimientos de la bomba del agua y las gotas del arpa, quién le partirá los tobillos con un sacho para que quepa en el hoyo y qué gusanos lo buscarán bajo la tierra, he subido desde la viña al porche y en cualquier punto mío, insignificante, nítida, la prima con el candelabro y la vela insistiendo

—Lo entenderás cuando crezcas

así que por más que mis hijos

—Padre

me agitasen el brazo me he visto sobre los ríos del Mondego que se dividían y volvían a unirse sin cesar, he sentido que morí hace muchos años o no yo, todo aquello que había y ya no existe, flotando sobre el agua lejos de todos.