—¿Cómo podré acordarme de tal cosa —dijo la callista—, si ha pasado ya tanto tiempo?

Podríamos haber dejado el automóvil en el parque de la Judicial pero no quise correr el riesgo de toparme con el monigote con quien mi mujer se fugó hace dos años y medio, un subinspector esquelético, con la barbilla de objetor de conciencia, consumido por porros de hachís y filosofías hindúes, que la llevó a Tailandia, en las vacaciones, con pífano de encantador de serpientes. Un buen día al llegar a casa, la encontré, de rodillas en la alfombra, haciendo la maleta, rodeada de blusas y sostenes, mientras el gurú, con las manos en los bolsillos, repantigado en mi sillón, le admiraba el trasero de vaca sagrada y aconsejaba, Lleva sólo las bragas negras, amor, que son las que más me gustan, y los imaginé con las persianas bajas, saturados de incienso en una planta baja de la Bobadela, besándose desaforadamente, en mis horas de servicio, en cojines estampados y falsos tapetes indonesios, bajo el vaivén de sombras de una multitud de cirios que se derretían en platillos de postre. Llegué a preguntar, señalando al energúmeno con el periódico doblado, Qué es lo que tiene ese oso que yo no tenga, y mi mujer, muy serena, dejó de amontonar transparencias de nailon, se quitó la alianza, la puso sobre la cómoda y respondió Marcha, y seguí argumentando, viéndola cerrar la maleta, con la rodilla doblada encima, ajustando con fuerza las correas de cuero, Ese sujeto es la vergüenza de la policía, Manuela, incluso pensé en abofetear al objetor de conciencia que golpeaba el cigarrillo en la cajetilla, con la nariz en una Ultima Cena esmaltada, pero el tipo me pidió fuego, y yo, sin pensar, le extendí un fósforo encendido, con las palmas en taza porque soplaba una corriente de aire traicionera entre la cocina y la sala (siempre insistí en que los cristales del mirador nunca cerraron bien), y mientras yo protegía la llama se fueron por el pasillo, mi mujer se despidió desde el vestíbulo Chao Alberto, felicidades, la puerta se cerró de un golpe y yo sentí las falanges que comenzaron a arder y corrí a gritos hacia el cuarto de baño a aplacar el dolor en agua fría.

Por tanto, para no toparme con el animal que me obligó a andar una semana con los dedos untados de mantequilla (y que me contaron también ahora que abandonó la policía, cada vez más oriental y más delgado, para montar una industria de cuernos de marfil, pulseras sagradas y serpientes venenosas de Ceilán, óptimas para sustituir a los pececillos de acuario que no ladran a los rateros), paramos el Fiat a veinte metros de la finca de la callista, detrás de una camioneta que descargaba aguas bicarbonatadas para confortar la vesícula y refrescos de limón para desconsolarla, le dijimos al Mulato Aguanta tranquilo al volante que dentro de cinco minutos te traemos al pájaro de prenda, y entramos los dos, es decir, el Super-Rato y yo, en un edificio lacrimoso al que faltaban azulejos en la fachada y cuyo vestíbulo, a oscuras, donde se percibían vagamente buzones de correo y escalones desportillados, olía a empanadillas y a ceiba. Trepamos las escaleras pisándonos los talones y susurrando alternadamente Joder y Disculpa, y en eso distinguimos una lamparilla en un rellano que palidecía resignaciones de anemia, una placa metálica, desencantada de honduras oceánicas, con letras comidas por el óxido, y un haz de claridad por debajo de la puerta, que atravesaba en diagonal el pelo del felpudo.

—¿Hace veinticinco años, ha dicho? —preguntó la callista, sorprendida—. ¿Está seguro de que no se equivocaron de persona?

Mi colega pulsó el botón bajo la placa y un timbre tan intenso como una sirena de bomberos arrancó la finca de los cimientos, sacudiendo los ladrillos de las paredes con una furia de extracción dentaria. Super-Rato y yo, abrazados del pánico, aguardamos con los ojos cerrados, en medio del silencio de catástrofe que sobrevino, que una viga del techo o una lluvia de tejas se nos despeñase en la cabeza con una polvareda de estuco, pero lo único que ocurrió fue que saltó la cerradura eléctrica de la puerta como la tapa de un reloj de bolsillo, y dimos, justo después de una bastonera cromada (que en las muestras de las mueblerías se suele hacer acompañar de un tigre de porcelana de metro y medio de altura), con una salita de espera con sillas de napa en que una pareja de viejos con anteojos bifocales, cada cual con su revista en las rodillas, nos contemplaba las mejillas unidas y el entrelazarse de nuestros muslos con una reprobación infinita.

—¿Si he trabajado en Benfica, de pequeña? —repitió la callista, con el ceño fruncido, registrando las baldas de la memoria—. Tal vez sí, los primeros cuatro o cinco meses, cuando desembarqué recién llegada de Tomar.

Avancé con un bamboleo macho de pistolero de saloon destinado a disipar sospechas, y ocupamos un sofacito de mimbre por lo menos tan vetusto como el apartamento, delante de una mesa con un cenicero de lata y revistas de peluquero apiladas encima, de ésas que entusiasman a Carnide con las bodas de las princesas. Una ventana se abría a un patio rodeado de galerías y de cuerdas de ropa, con el agua de diciembres antiguos evaporándose en los tiestos, y había cuadros con vistas de playas, de botes y de olas inmovilizadas en medio de su vuelo en un friso de espumas coloridas. Una cortina que separaba la habitación contigua se apartó sacudiendo argollas y la callista surgió en el umbral, mirándonos con una desconfianza severa:

—¿Han pedido hora?

Super-Rato alzó hacia ella, pestañeando pasiones, la más amigable de las sonrisas:

—No, señora, sólo queríamos hablar un rato en privado, podemos esperar.

Ella vaciló, Super-Rato abrió la sonrisa hasta los colmillos mal puestos, el viejo baló, tosiendo, Hace cuarenta y cinco minutos que estoy aquí, doña Fernanda, la callista nos miró a nosotros, lo miró a él, nos miró a nosotros, intrigada, se ordenó un mechón suelto, Super-Rato seguía sonriendo, cremallera al cielo, inalterable de inocencia, una voz más allá de la cortina preguntó ¿Me quito el algodón de la uña, querida?, la callista sin volver la cabeza respondió Un momento, señor Bénard, hace falta que la infección remita, y previno a Super-Rato, entretenido en ablandarla con soslayos seductores, Si son de Hacienda tengo todo en orden, en cuanto acabe mi trabajo les muestro los libros de cuentas. Super-Rato, galante, musitó admirando sus medias de descanso Nosotros esperamos aquí, no cuesta nada, el viejo gimió Cuarenta y cinco minutos, doña Fernanda, tengo que volver a casa dentro de poco para tomar las gotas de la tensión, Super-Rato, con las pupilas encendidas, lamía despacio el filtro del cigarrillo, y la callista desapareció tras la cortina, piando como una lechuza en la bruma, Ahora doble el dedo, señor Bénard, ¿ve cómo se ha desprendido sola?

—¿Para esto me trajeron aquí, para contarles mi vida de hace veinticinco años? —protestó ella, indignada, revolviéndose en el cojín del asiento—. Nunca me he metido en líos con la policía, no me doy cuenta de qué les interesa del pasado.

De modo que nos quedamos los cuatro en la salita de espera, en medio de las litografías marítimas donde enmarcaran, en madera biselada, hasta el viento, la luz y el olor del océano, con la puerta de la calle a la derecha, el cortinaje en las espaldas y a la izquierda la ventana de los tiestos en los cuales quedaban, a flor del agua estancada, tristes esterlicias de velatorio, y cuando hablo de cuatro hablo de Super-Rato, seguro de sus poderes magnéticos, que perfeccionaba la melena con un peine demorado, apartando mejor la raya y rizando las patillas, de mí que le seguía los gestos con envidia pensando Acaso fue eso lo que me faltó con Manuela, acaso por no poseer esos encantos los viernes por la noche voy a ese bar del Poço dos Negros, pido una ginebra solitaria y veo a los clientes bailar rumbas con las muchachas del establecimiento, del viejo de los cuarenta y cinco minutos que se palpaba el zapato con una mueca dolorida, preocupado por una ampolla o una hinchazón cualquiera, y de la esposa del susodicho, una dama casi calva, con una docena de pelos en la nuca y alrededor de las orejas, sujetando uno de esos perritos pequineses de hocico de recién nacido que no miden más de dieciséis centímetros de altura, que trepaba constantemente por encima de sus collares para lamer los dobles mentones de su cuello. Nos quedamos los cuatro, jefe, Super-Rato, que entretanto había ajustado su corbata con un toque certero, aplastando colillas en el cenicero de lata, yo, decidido a comprarme un peine en la primera mercería que encontrase, estudiando la ropa carmín de mi socio con la esperanza de descubrir un traje igual en la Calçada do Combro, el viejo que se quitaba el zapato y tiraba del calcetín para masajearse el tobillo, y la esposa con el perro que perneaba suspendido de los tendones de sus fauces, amonestando al marido Quédate tranquilo, Ramiro, que doña Fernanda va a cortarte el absceso. El sol navegaba sobre el balcón de fuera y las esterlicias moribundas, la cortina hizo sonar latones, y un hombre semejante a un soldado vencido, con una pantufla en un pie y una bota en el otro, se arrastró por la sala cojeando, amparado en el remo de gondolero del bastón, camino de la escalera.

—El próximo —llamó la callista en medio de un estrépito de hierros.

El viejo, que siguió con la mirada al lisiado hasta que la puerta se cerró tras él como la tapa de un cajón definitivo, se encogió de pavor en la silla de napa, agarrado con toda su energía a las barras de madera, y fue necesario que Super-Rato y yo lo transportásemos en brazos, aún instalado en el ciento y cacareando No quiero, lo pasásemos a la fuerza a una especie de silla articulada, avisásemos a la callista, que limpiaba los utensilios con alcohol, Aquí lo tiene, señora, no acabe con sus huesos de una vez, y antes de irnos, alentando al viejo que suspiraba Un momento más y soy hombre muerto, con palmaditas comprensivas en las mejillas, Super-Rato estiró los puños de su camisa, hinchó el pecho, enderezó las hombreras y lanzó a la callista, que lo miraba sin comprender, una carantoña definitiva en que se adivinaban sábanas humedecidas por sucesivos éxtasis y cuerpos descuartizados en el reflujo de la almohada.

—He trabajado en esta casa, sí —admitió ella mirando una fotografía con un número y un matasellos de la Policía Judicial en el reverso—. Comencé sirviendo como criada, y no me avergüenzo.

Regresamos a la salita de espera y a los barcos anclados en los marcos, donde la esposa del viejo, con el índice erguido, reprendía con voz de bebé al perrito que orinaba sin respeto en los flecos de la alfombra. Anochecía en los balcones y en los tiestos de agua muerta, grisuras trapezoidales se espesaban en las esquinas de las casas, Super-Rato lamía el filtro de otro cigarrillo haciéndolo girar en la lengua, la esposa sacó el pañuelo de la cartera, enjugó el vientre del perro y lo apretó contra su escote, y yo pensé, recordando mi boda, Ni un perro compramos, joder, un animal que la acompañase con correa a la droguería y a la plaza o para que diéramos un paseo, después de cenar, digiriendo el sargo en los árboles de la plaza, un perro, caramba, cualquier cosa de órbitas peludas y estúpidas durmiendo en la despensa en un cajoncito con serrín y que gruñese, desconfiado, ante los cambios de humor del frigorífico, que diese al apartamento una apariencia de hogar y a nuestros tantos años de veladas, alejados por kilómetros de aislamiento e indiferencia, una semblanza de pareja. Te compraba un perro, Manuela, y tú a cambio te interesabas por mí, me respondías, sin palabras, con grandes pupilas mojadas, sumisas, agradecidas, humanas, escalabas mis piernas para ensuciarme la corbata y lográbamos, de esa forma, devanar el tiempo sin que tropezases con el primer objetor de conciencia tumbado en la alfombra y partieses con él, junto con tu ropa y mis candelabros de plata, hacia una India imposible en cuyos ríos de barro se bañan seres de turbante que flotan a la deriva bajo un cielo de bronce labrado.

—Espere que hay por aquí más retratos —dijo el jefe separando papeles, alineando películas, señalando rostros y más rostros con una regla transparente—. Este rubio es el niño de la casa, ahora ya ha crecido un poco pero qué quiere, la vida pasa, este flaco con una cruz por debajo el hijo del guardés en medio de su familia, también debe de recordarlo, vaya, uno no se olvida tan deprisa de los amigos, ésta mal encarada la cocinera, estas de al lado las criadas de la quinta, este atildado de polainas el patrón que se fue hace tres años de cáncer, pobre, siete meses a suero en el hospital, una muerte fea, ¿no le parece?, la de plumas su mujer, que tuvo la lucidez de diñarla antes para no soportarle los cólicos, los vómitos, los tubos en la boca y el pebete de las tripas, y ahora las cartas sobre la mesa, muchacha, que yo no sé jugar de otra manera: tengo aquí la grabadora conectada y voy a darle al botón de este trasto para oírla hablar de aquella época.

Super-Rato encendía el sexto cigarrillo, con un mechero de gasolina que humeaba como un remolcador, cuando el viejo se puso a gritar atormentando al mar domesticado de las paredes, seguido por los aullidos del perrito pequinés estrangulado en los collares de la mujer, y de la esposa que se debatía, sofocada por el animal, con sus perlas de quiromántica, sus cadenas de novia del Miño, sus medallitas benditas y sus esmeraldas de faquir, levantando el mentón como los ahorcados y cayendo despacio de lado, desorbitada, con la cera de una lágrima final que corría oreja abajo con un trazo oscuro de rímel. El sol no iluminaba ya las esterlicias de los tiestos, idénticas a las plantas de cementerio después de decenas de crueles inviernos, y mujeres con bata se inclinaban desde los alféizares hacia calzoncillos que se secaban en un pentagrama de alambres. Una ambulancia que cantaba en la calle llamadas urgentes de trainera se apagó al rato, lejos, con la sordina del tráfico. El viejo dejó de aullar de repente y Super-Rato, a caballo en la silla de napa de la esposa, intentaba librar su garganta del perrito y de las joyas asesinas.

—Vaya a ver si no le ha dado un patatús al marido —ordenó él mientras rompía una sarta de rubíes gitanos que rodaron por el parqué como un granizo de chispas, cortaba una cadena de plata con higas, corazoncitos, siluetas de la Virgen y medialunas de nácar, sujetaba al animal por el rabo, lo tiraba a un rincón y sacudía a la esposa que se tanteaba las clavículas, preocupada por sus tesoros perdidos.

—Volvamos a la patrona, a la abuela del niño —dijo el jefe con la nariz en la grabadora para aumentar el volumen del sonido y regular los agudos—. Cuando usted fue a trabajar allí, la Señora ya era talludita, ¿no? Según mis cálculos al borde de los sesenta, sesenta y cinco, creo yo.

—Mis diamantes —le exigió la esposa a Super-Rato, aferrándosele a las solapas de la chaqueta—. ¿Dónde han ido a parar mis diamantes, estafador?

Fui deprisa hacia el gabinete de los suplicios, aplastando topacios de carnaval, que crujían bajo mis suelas, en espera de un cadáver de pelo blanco con juanetes en una palangana de jabón, y di con la callista ordenando tranquilamente las pinzas, y el viejo, con el tobillo envuelto en compresas, mirando el reloj de pulsera y protestando Hace cinco minutos que debería haber tomado la pastilla de la tensión, doña Fernanda, si se me aflojan las piernas ¿qué hago?

—Sabemos que fue amante de la patrona y que ella la echó por celos, no vale la pena negarlo —dijo el jefe, con los párpados bajos, probando la manivela de un sacapuntas—. Sólo queremos que declare eso por escrito, tenemos aquí el papel bien pasado a máquina para ahorrarle molestias, basta firmar al pie y se acabó.

La ventana de la callista, sin cortinas, no daba a la parte trasera ni a las hojas de las esterlicias que la lluvia malsana había secado, sino a la Rua Gomes Freire y al edificio de la Policía Judicial en la acera de enfrente, donde mi mujer trabajó de primer oficial en los servicios administrativos y en cuyo bar conoció al amigo del Ganges, levitando delante del caldo verde entre meditaciones misteriosas. Si me dejases recomenzar desde el principio, pensé, si pudiese borrar las cosas imperfectas de nuestra historia y diseñarla de nuevo, te compraría un anillo de coral y el cartel de tu signo, y comería, lo juro, de lunes a vienes contigo, repartido entre la chuleta y el periódico deportivo, transido de amor, aturdido por las complicaciones de los cubiertos. Estoy casi seguro de que me alegraría si leyeses el fútbol antes que yo siempre que me contases los títulos, estoy casi seguro de que no saldría de noche, por las cervecerías de la Penha de França, comiendo mariscos con los colegas, rodeado de travestís y de jarras vacías, y te ayudaría a levantar la mesa, a lavar la vajilla y a guardar los platos y los tenedores en el armario, estoy casi seguro de que metería la servilleta enrollada en el aro y aprendería ganchillo para impregnarme de la inmensa soledad de las casas, pescando redes con una agujita de anzuelo. La callista señaló al viejo con la lima Éste chilló como un cabrito apenas le toqué el absceso, por lo menos aún puede gritar, y yo pensé, acordándome mosqueado de ti, Hasta las uñas de los pies me cortabas y ahora le recortas las pieles a ese imbécil, el viejo metió los dedos en el bolsillo de los pantalones ¿Cuánto le debo, doña Fernanda? y ella, muy rápida, quitándose la bata, Quinientos escudos por la gritería, en el momento en que la esposa amenazaba a Super-Rato Si no me entregas mis collares cojo el teléfono, me quejo a la Guardia y te denuncio, y fue entonces cuando lo vi a gatas recogiendo cascos en una tapa de revista, buscándolos debajo de la mesa y de las sillas, deslizando el pulgar exploratorio en el parqué, y fue entonces cuando lo vi ganar rodilleras en la tela suntuosa de los pantalones, arrebujar el chaleco, desordenar el peinado trabajoso, y por encima de su espalda doblada estaban los balcones, los tiestos de cemento y los pliegues de la noche que caían sobre las esterlicias a guisa de vestido abandonado.

—Si usted se niega a escribir el nombre ahí será un fastidio tremendo —se entristeció el jefe dolorido y, extendiendo la mano hacia el papel, lo dobló y lo guardó en el cajón—, porque me obliga a incautarle el material y a cerrar el establecimiento, ¿y después dónde consigue empleo? Toda la gente pretende vivir en paz con nosotros, nadie desea complicaciones con la policía, cancelaciones de permisos de trabajo, antecedentes penales manchados, préstamos que los bancos rechazan, trabas y más trabas, y como si eso fuera poco entrar en casa y dar con ella vacía, que no faltan ladrones sueltos por Lisboa. Es verdad, hablando de casa, nos consta que hipotecó su piso y tiene problemas para cubrir los intereses, ¿lo confirma?

—¿Quiere los libros de contabilidad? —me preguntó la callista abriendo un armarito cerrado con llave con tinas de estaño, un enema antiguo, zapatos de goma desemparejados, cacerolas y un cazo oxidado por dentro—. Sólo le pido que no se demore mucho, tengo que tomar el barco de las nueve a Almada.

—Entre personas inteligentes el buen sentido acaba triunfando, es inevitable —sentenció el jefe recogiendo los papeles que la callista firmaba por duplicado con una lentitud penosa—. Y ahora este otro documento, señora, donde testifica por su honor que asistió, casi diariamente, a actos contra natura practicados por el hijo del guardés y el niño: pro forma, claro, dado que al fin de cuentas no vamos a utilizar ninguno de ellos. El nombre completo después de esta marca a lápiz, muchas gracias, y puede quedarse tranquila que a partir del mes que viene le reducen los intereses de la hipoteca: nos encanta ser útiles a quien es simpático con nosotros, claro. Hay un agente con un coche esperando, no permitiremos que gaste un dineral en taxis, mucho gusto en conocerla, Super-Rato la acompaña hasta la puerta.

Esperó a que ellos saliesen para juntar los papeles, graparlos, decirle al Mulato Haz que esto siga su curso más arriba, y cuando se instalo de nuevo ante el escritorio (debían de ser las dos o tres de la mañana) le crecían bolsas violáceas debajo de los párpados y el rostro hueco contemplaba la pared de enfrente con la rígida y distraída indiferencia de los muertos. Pidió por teléfono que alguien de la guardia le trajese café, se limpió las mejillas con el pañuelo y apoyó los codos en la tabla metálica, sin brillo y raspada por el uso como la noche de julio de afuera:

—No nos van a agradecer la tarea, la declarante no era muy dura de roer y cedió enseguida —musitó él entre los dientes en piña, como los de los conejos, bajo el bigote grisáceo—. Lo único que no entiendo es por qué han tardado tanto tiempo en llegar.

Pero casi no lo oí, Manuela: imaginaba al faquir por quien me reemplazaste entrando en el cuarto con un lunar en la frente y tú y yo, con la maleta preparada, diciéndole adiós con los candelabros de plata y viajando en autobús, abrazados, hacia las tres habitaciones de la Brandoa donde un perrito pequinés te esperaba en una caja de cartón con orificios atada con una cinta verde, ansioso por lamerte la nariz en un rapto de ternura oriental cuando la voz del Mulato, apoyado en la entrada, vociferó de repente como en el despacho de la callista, A ver cuándo se acaba el cachondeo y traen a la muchacha al puesto.