—Así que juez, vaya lujo, mi enhorabuena —se animó el abuelo del Hombre palmeando sin entusiasmo el hombro del hijo del guardés—. A partir de ahora, cuando la policía me meta una multa por estacionar mal el coche le pido ayuda a tu muchacho, Silvina.

El Ilustrísimo y la madre entraron en la casa grande por el patio de la cocina, donde una gata preñada dormitaba en un tejaroz, se cruzaron con una o dos criadas, de uniforme negro que no los miraron siquiera, atravesaron el cuartito embaldosado donde la costurera comía, con la bandeja encima de la máquina, rodeada de cestos de ropa y de vestidos en perchas, subieron por la alfombra de una escalera empinada, y al término de un pasillo en la sombra, donde las respiraciones se prolongaban como bocinas, desembocaron en un despacho con ventanas hacia la Estrada de Benfíca, con libros en armarios encristalados, un juego de sillones, una mesa con una lámpara art nouveau, y el patrón de pie, limpiando la boquilla con un frasquito de alcohol. La señora, con las piernas cruzadas y rulos en la cabeza, leía el periódico, mientras se secaban las uñas, en un rincón del sofá.

—Multas del coche, pues claro —dijo la mujer del guardés, vestida de domingo, deslizándose con sus varices, con un mechón gris que le caía sobre la frente—. Lo único que faltaba era que no prestases atención a las multas del coche del Señor Profesor, Zé. Mira, escribe ahí en un papelito para que te acuerdes.

El barrio económico, por detrás de la Rua Emilia das Neves, crecía en el sentido de la Damaia, gitanos y negros devoraban poco a poco la Estrada Militar y la transformaban en un laberinto de tablas, esteras y láminas de cinc que acabarían dando lugar a fincas de tres pisos con golondrinas de loza en los balcones. Ya no había rebaños ni procesiones en las mañanas de domingo, y construían una fábrica de productos farmacéuticos en la cuesta de las Pedralvas.

—Voy a concursar en la provincia, Señor Profesor, no hay plazas en Lisboa —dijo el Juez de Instrucción, humillado, odiando al viejo y el sobre con dinero que le metía en el bolsillo, odiando esos muebles pesados, esas jarras de porcelana, esos paisajes al óleo con marcos tallados en las paredes, alternando con cortinas de damasco—. Pero puede quedarse tranquilo que hablo con un colega del Tribunal de Policía para resolverle el problema de las multas.

—Siéntense, siéntense, un día es un día —dijo la Señora soltando el periódico y perfeccionando el meñique con un pincel minúsculo—. Con un hijo así de importante tienes que ir al peluquero de vez en cuando, Silvina.

Cuando el mono murió, recordó el Juez de Instrucción, el cojo lo enterró en el jardín, por la noche, en el borde de un arriate de girasoles moribundos. Compró en la funeraria un cajón blanco y dorado, de niño, colgó una lámpara de petróleo en una rama de la acacia, depositó el animal en el féretro, enmascarado con franjas de color como los animales de circo, después de desembarazarlo de la argolla de la cadena que le sujetaba el tobillo, cavó un foso cuadrangular con una cruz en el extremo, adornada de conchas y lapas del mar, y el Hombre y yo, apretados el uno contra el otro, asomados tras el muro, veíamos bandadas de mosquitos y de mariposas enloquecidas alrededor de la luz, las coles, de súbito fantasmagóricas, brillando en la oscuridad, la casa que danzaba al compás de las sombras, ventanas, hojas, ramas y una pila de lavar la ropa que aparecían y desaparecían como si palpitasen en las tinieblas. El cojo, de rodillas y corbata negra, cubrió el túmulo del mico con una tapa de sopera, lo rodeó de guirnaldas y de guijarros de colores, pareció que iba a levantarse, vaciló, y se echó a llorar con fuerza, con el rostro en las manos, hasta que el Hombre, ahora sentado en el muro, soltó la risa, el tullido empinó el mentón, la cara, centelleante de lágrimas, se torció para mirarnos con furia, y una piedra silbó rozándome la oreja al mismo tiempo que el viudo del mono trotaba hacia nosotros apoyado en el bastón, Cabrones, cabrones, cabrones.

—¿Quieres una taza de té, chaval? —preguntó la Señora palpando la consistencia del barniz con el índice—. Sírvete, no te cortes, coge un trozo de tarta, y después ven conmigo adentro, creo que hay por ahí uno o dos trajes completos que el niño no usa. Con una chaqueta como ésa puedes estar seguro de que ningún reo te tomará en serio.

Claro que no podíamos perdernos una ocasión así y fuimos a fisgonear unos veinte metros adelante, dijo el Juez de Instrucción al caballero. El muro de la quinta rodeaba el jardín del cojo, una de nuestras higueras caía sobre sus hortalizas, cebollas, patatas, perejil, zanahorias, y al treparnos al árbol, la casa, pequeña y de un solo piso, quedaba justo enfrente de nosotros, con la puerta abierta de par en par hacia una despensa o vestíbulo que las llamas del quinqué revolvían. El cojo, que se había vestido para un funeral con todas las de la ley, continuaba insultándonos, furioso, enjugándose el moco de las lágrimas con la manga, lanzándonos más piedras, cascajos, pedazos de ladrillo, los guijarros verdes y azules de la sepultura, la tapa de la sopera, las guirnaldas y el crucifijo con aderezos marinos, su propia pala de sepulturero, el bastón y el cajón por fin, desenterrado con las manos de la tierra fresca, que se despedazó contra la pared con un astillarse de maderas, y reveló el satén perla, acolchado y con hojas, del forro, y el cuerpo tieso del animal que el cojo arrojó contra el muro con su uniforme de rayas y que la perra vino a coger con sus dientes de inmediato, al galope, gruñendo, para huir con él, como solía hacer con las ratas del pozo, en dirección a los arbustos, donde sólo se distinguían los ojos en ranura de carnívoro arrinconado.

—Un peluquero, señora mía, eso es para las personas ricas —se rió respetuosamente la mujer del guardés acomodándose el tirabuzón—. El día en que yo entre en una peluquería mi marido me mata a palos, y después quién le cuidaba a los animales, dígame.

—La chaqueta, la verdad, está muy gastada —asintió la señora palpando las entretelas del Juez de Instrucción—. Busca también entre mis trajes, Matilde, en el cuarto de los armarios si no me equivoco hay unos cheviós que no han pasado tanto de moda. Cuando tu hijo vaya a conversar con la policía para salvarnos de las multas, Silvina, tiene que ir más elegante que un príncipe.

Esa noche, contó el Ilustrísimo, debe de haber sido la última en que vimos al cojo, encerrado en casa insultándonos entre lamentos, rompiendo lozas y dando coces a los muebles mientras la lámpara de petróleo modelaba las tinieblas y traía a la superficie de la luz, con el balanceo del viento, objetos imprevistos que la marea del día abandonara, cestos, barreños una pantufla solitaria en el escalón de la puerta, las pinzas de la ropa posadas como pájaros en la cuerda de secar, pobres restos domésticos que adquirían, en medio del oscilar de las sombras, la inesperada importancia de la dotación de los galeones españoles, recuperados por sapos de goma que soplaban pompas con botellas de metal a cuestas. Aun los domingos, que era el día de la semana que el cojo elegía para escardar la huerta, el patio permanecía desierto, con las tomateras enfermizas entre las cañas y las margaritas rebosando de los arriates, las cortinas se evaporaban de las ventanas cerradas con postigos de madera, una hierba de abandono roía las últimas lechugas y se insinuaba en las grietas del revoque, amenazando los cuartos y sus rinconeras con tazas desemparejadas y copas de licor labradas, las fotografías de sargentos, de damas feas y de bebés en cojines, y la cama en que el tullido se extendía, con los ojos en el techo, con una tetera de hierba luisa a la cabecera, aguardando que los arbustos, nacidos de la tarima, se le cerrasen sobre la boca y comenzasen a reventarle la piel con el cuchillito de las espinas.

—Llegamos a saber después que no era nada de eso, que tenía familia en el Norte y había ido a vivir con unos primos en Barcelos —se desilusionó el Juez golpeando la cucharilla de café en el reborde de la mesa—. Y la verdad es que pasados unos meses el dueño de la zapatería, un listillo a quien le apasionaba la construcción, le compró el antro, arrasó con todo aquello y levantó, pegado a los escombros del muro, un edificio de cinco plantas que se llenó en un instante de criaturas que discutían chillando, de mirador a mirador, el precio del congrio.

—No, espere, a propósito del cojo en la cama, con mi padre fue más o menos así —dijo el caballero, con un pequeño eco apagado, abriendo el pañuelo como una magnolia para las molestias de la nariz—. Un buen día el achaque le quitó los ánimos y el viejo desistió de vivir, se hundió en una silla de la sala y listo: intentábamos conversar y él nada, le pedíamos que comiese y él No quiero, el médico le recetaba inyecciones y él, al enfermero con la jeringuilla levantada, Quita, mi madre hasta a un brujo llevó a la casa, imagine, uno de sombrero con estrellitas llamado Nostradamus, acabamos pidiendo una ambulancia por teléfono para que lo llevase al hospital, lo pusieron a suero, le metieron una algalia, le espetaron un tubo en el esófago, duró una semana rumiando disparates que nadie entendía y palmó. Si esto no es suicidio, ¿qué es entonces?

—Juez, ajá, ¿quién lo iba a decir? —bromeó el Hombre que limpiaba el zapato de un desperdicio, cerca de la jaula de los pastores alemanes—. Y ahora dime ¿por qué coño andas tú con mis trajes bajo el brazo?

—¿Y el señor doctor se quedó? —preguntó el caballero ultrajado—. ¿Y el señor doctor no lo mandó a la mierda allí mismo?

—Fueron tus abuelos quienes me los dieron —se disculpó el Ilustrísimo—, yo por mí no quería aceptar nada, te lo aseguro.

—Si te tiñeses el pelo de rubio apuesto a que las gallinas ponían más huevos, Silvina —opinó la Señora empujando la tarta, disgustada—. Esta pincha que la cocinera consiguió no tiene ninguna mano para los dulces.

—El castaño ni soñarlo —dijo el Hombre señalando unos pantalones—, costó carísimo, sólo me faltaba que te quedases con él, es el único que no me rasca.

—¿Ni siquiera un golpe en las sienes? —se indignó el caballero—, ¿ni siquiera un bofetón bien dado? Conmigo sí que se las iba a ver.

—Qué bonito, un espectro de pelo rubio limpiando el palomar y desplumando a los pollos —dijo la mujer del guardés ahogándose con el té, poniéndose roja, inclinándose hacia delante, soltando un eructo en la palma, ya aliviada, como quien escupe una pipa de limón—. Mucho le gusta a la señora bromear con los pobres, ¿no?

—La ropa es tuya, haz lo que quieras con ella —asintió el Juez de Instrucción extendiéndole el paquete—, palabra de honor que no se la he pedido a nadie.

En la jaula vacía los espectros de los perros muertos hacía muchos años se movían, transparentes y feroces, por detrás de las rejas, un haya abría la copa al cielo en un cuadrado de césped bordeado de bojes. El Ilustrísimo pensó que era la época de las cigüeñas, de grandes alas claras cerniéndose sobre la quinta, y que no había ningún nido en la chimenea del granero. Se le ocurrió que tal vez habrían emigrado hacia el bosque al final de la Avenida Grao Vasco, para criar a los hijos en las tejas del colegio abandonado, sin portón, donde un tonelero de delantal martillaba en medio de un desorden de basura, doblado ante unas chapas abolladas con un aprendiz que sujetaba el soplete, o más lejos aún, en la Amadora, donde caserones dispersos, habitados por cáfilas de gitanos, abrían los balcones y las ventanas en pedazos hacia calles que los ignoraban.

—¿El chaleco castaño? —preguntó el Hombre, en cuclillas, registrando tejidos—, no encuentro esa mierda de chaleco en esta barahúnda de ropa.

—En una de ésas el pelo rubio no te quedaba mal —dijo el Señor apuntando con la boquilla la cabeza de la mujer del guardés—. Para empezar perdías veinte años por lo menos.

—Suerte que mi padre era jefe de estación en el Algarve —se alegró el caballero—, suerte que ni él ni la vieja tuvieron que trabajar para nadie. El dinero no abundaba pero qué importa, alcanzó para que yo llegase a la tropa como furriel. Cuando vine a la Brigada era sargento primero de los Comandos con seis años de África en mi haber, y terminaba el liceo, a trompicones, en una escuela de Lamego.

—Déjame que vea —dijo la Señora, con las uñas en garra, deslizando las nalgas en el sofá hacia la madre del Ilustrísimo—. ¿Por qué no te quitas las horquillas y te lo dejas suelto, Silvina? A mí lo que más me gusta es el pelo suelto, ¿lo sabías?

—Pasé la infancia oyendo trenes y campanillas de paso a nivel —dijo el caballero girando la alianza en el dedo—, y si me acercaba a la puerta allí estaba mi padre en el andén, con el silbato en la boca y el banderín al aire, envuelto en una humareda de carbón. Vivíamos a diez kilómetros de la playa, a lo sumo, y hasta los siete u ocho años no supe lo que era el mar.

Un apeadero insignificante olvidado en un cabezo, olivos en torno, los raíles de una vía que sólo desaparecía en los naranjales, la casita amarilla que se estremecía al ritmo de los vagones, fogoneros instalados en la cocina bebiendo con mi padre, masticando chorizos, lamiendo papeles de tabaco, y el sonido de los grillos ocultos en las grietas del pozo o perdidos en un pliegue de tierra, el lamento de los insectos y de las cigarras con insomnio, mi madre que planchaba en la sala y el olor cálido de las sábanas, de allí a clase tardaba dos horas a pie y en una ocasión tropecé con un ciego sentado en el camino, debajo de una pita, con la concertina a sus espaldas, enjugándose el sudor de las gafas oscuras con la camisa y mirándome sin hablar con las órbitas inútiles y secas, a medida que tapaba con cartón un agujero de la bota. Después del cuarto curso trabajé como dependiente en una droguería de Olháo, de la droguería pasé a la farmacia y de la farmacia al despacho del notario, en la época en que ya vivía, en un pisito de esquina con una suiza maníaca que multiplicaba mi edad por cinco, y gastábamos los fines de semana observando desde la terraza la faena complicada de la pesca, las traineras, las boyas, los bidones de gasolina, los marineros envueltos en las redes, la paz de los ponientes, nos alimentábamos de licor de whisky y de pescaditos minúsculos, yo había olvidado los trenes y no me acordaba de los grillos, y como los periódicos invitaban a los patriotas a alistarse para la guerra fui al cuartel de Tavira donde me dieron un uniforme y un fusil y me metieron en un paquebote hacia Angola, y a finales de año, en Carmona, recibí carta de una vecina diciendo que la suiza había fallecido de una enfermedad del pecho y que el sobrino había desembarcado en Lisboa y se había llevado consigo, ayudado por un gandul de la embajada, el dinero del banco y los trastos de la casa.

—No me toque el pelo que me hace cosquillas, señora mía —pidió la mujer del guardés, confundida, escapando con la nuca de las caricias de la otra—, devuélvame las horquillas y déjeme ir, que tengo a los palomos esperando. No, no me apetece un oporto, señor, no merece la pena ofrecérmelo, para borrachos en la familia basta con mi marido.

—Pensándolo mejor puedes quedarte con el traje, no me interesan los trapos para nada —concedió el Hombre devolviendo el montón de ropa al Juez de Instrucción—. Lo que me fastidia de todo esto es que dispongan de lo que me pertenece sin pedirme opinión.

—Una copa, Silvina, una gota, un sorbito —insistió el abuelo acercándose al sofá con un vaso rebosante—. No te hace mal, al contrario, ¿quién engorda con esto?

—¿Juras que no cambiarás de idea la semana que viene? —interrogó el Ilustrísimo con una mueca de duda—. ¿Juras que no me pedirás que me desvista si me encuentras en la calle?

—El señor doctor le dio cuerda y claro que el muchacho abusó —dijo el caballero moviendo la papada, perplejo con la estupidez humana—. Uno de los nuestros que infiltramos hace meses en la Organización, un chaval de bigote que asistió al asesinato en Linhó, me contó que su amigo no deja de insistir con el Banquero para que lo hagan papilla, que inventa historias por cuenta propia a fin de excitarlos aún más, que les explica que usted ha distribuido retratos de ellos hasta entre los policías de ronda, con orden de tirar a matar si se topasen con alguien del Movimiento, lo que supera nuestras instrucciones, y el celo en exceso me intriga.

Pero no era sólo en el huerto del manco donde surgía una finca con miradores, pensó el Juez de Instrucción: hasta el Correo antiguo, instalado en una vivienda con palmeras en el jardín, hasta el Patronato, hasta el campo de fútbol, hasta la Estrada do Poço do Chao donde madre iba a buscar leche, por la mañana temprano, con una vasija de aluminio en cada puño, a una vaquería que apestaba a excrementos, con las vacas, semejantes a peñascos huesudos, sujetas al pesebre por anillos que les agujereaban la nariz, habían dado lugar a barrios de edificios sin orden ni medida, separados por travesías que el otoño enlodaba y habitados por secretarias tristes que saltaban de piedra en piedra por temor a salpicarse las faldas. Agencias de viaje, institutos de belleza y templos protestantes sustituían a los patios empedrados de otrora y las jaulas de canarios al sol, del lado de fuera de las ventanas. Desde la casa grande ya no se distinguían las Pedralvas ni las colinas de la Pontinha, sólo fachadas y traseras sin vigor, inquilinos pardos, lámparas de plástico en el techo. La rueda del molino había desistido de girar en busca del viento, las higueras, sin luz, exhibían los cartílagos de las raíces, los agapantos zumbaban de fiebre en la tierra de los arriates, los palomos, sin horizontes de olmos, perdían la noción del rumbo a las alturas de Monsanto, mi padre, acuclillado en la boca de riego, con una botella entre las rodillas, asistía, perplejo, al estertor de brotes y nabizas. Hasta las estatuas de loza del jardín habían envejecido siglos, con el pecho al aire, impedidas de respirar por la crepitación de los rosales. Quedaban las gallinas, que a falta de maíz escarbaban en los propios huevos, exasperadas, y los jilgueros que mordían las cerezas que los árboles echaban al suelo.

—Tranquilo —dijo el Hombre arrancando una rama de níspero y barriendo las hojas descompuestas del pomar—, ¿qué tontería es ésa de que yo te quiero ver muerto? Les digo lo que me mandas y les entrego los papeles que tú me pasas, eso es todo. Ahora, si te molesta que obedezca, francamente no entiendo.

Por sugerencia del caballero hablaban los domingos, después de la comida, en la quinta de Benfica, invadida por un rastrojo de hierbas y donde el guardés, siempre borracho, poco seguro sobre sus piernas delgaduchas, amparado en una herramienta que no conseguía levantar, sacudía de la camisa las escolopendras y las arañas de su delirio de bichos. El Juez de Instrucción, que llegaba más pronto, recelaba de las ventanas, verandas y miradores que lo acechaban justo por encima del muro con cascos de botellas, y detrás de los cuales se escondían revolucionarios feroces, con fusil de precisión, que le buscaban la aorta con la mira del arma. El Hombre llegaba del invernadero donde plantas carnívoras, privadas de una mano que las domase, se devoraban con la despiadada gula de los peces, caminaba entre los nogales seguido por el reuma tuerto de la perra, tan pelada y vieja que un escalón la extenuaba, olvidada de pájaros y ratones y olfateando una mancha de sol entre los puerros para animar el cuerpo esmirriado.

—¿No eres capaz de quedarte quieto cuando converso contigo? —se indignó el Juez de Instrucción, con la mirada medrosa fija en las decenas de vidrieras de alrededor, sacudiéndose pétalos del hombro—. El fulano de bigote que anduvo con vosotros en Linhó es de la policía, fue él quien nos avisó de tu insistencia ante el Banquero para que me metiesen una bala en la cabeza como al arrepentido tirado en Galamares, sé mucho más de lo que tú calculas, mi niño. Y para tu gobierno a esta hora la dueña de la casa de Sintra debe de estar en un despachito de la Judicial, confesándose.

—Las cigüeñas —dijo el Hombre con la nariz hacia el cielo, sacudiendo el codo del Magistrado, exaltadísimo—. Hay una cigüeña en la chimenea del granero, Zé.

En efecto, más allá de la rosaleda maltratada y del tejado derruido de los gallineros, del palomar sostenido por estacas curvadas por miedo a la carcoma, más allá de la jaula de los lobos de Alsacia, de los bancos de azulejos rotos y de las estatuas devastadas, sin miembros ni labios, antes del grueso volumen asimétrico de la casa grande, una cigüeña raspaba la cima de la chimenea del granero con el pico haciendo lugar para la pinocha y las ramitas del nido. Un segundo pájaro volaba en círculo, leve, sin mover las remeras alejadas de las patas, por encima del corral de los cerdos, en busca de barro, de bosta, de caliza, de heno, de pinas, a fin de engrosar, de acuerdo con una sabiduría de modista, la hacina erizada a contraluz. Pequeñas frutas anémicas puntuaban a los mandarinos embalsamados en la hierba, cubiertos por parásitos y hongos, en la vivienda de la música el violín zigzagueaba de escala en escala en un ejercicio sin nexo. El Juez de Instrucción aflojó el nudo de la corbata, temblando de entusiasmo infantil:

—¿La escalera doble aún sigue en el sitio de costumbre? —preguntó él al Hombre probando, sujetándolos por las rodillas, la elasticidad de los muslos—. ¿Es el momento de ir allí arriba para verlas de cerca?