III
Mi ubicación definitiva dentro de la biblioteca del penal de San Martín se la debo a la providencial intervención del señor Thomas. De no ser por él, mi estancia se hubiera convertido en un auténtico infierno. Con el tiempo pude valorar en su justa medida la importancia de aquel apadrinamiento voluntario y desinteresado.
Comparada con mi celda, la biblioteca constituye una especie de hotel de cinco estrellas en el centro de un barrio marginado. Sala espaciosa y confortable, bien iluminada y sin vigilantes pendientes de nuestros movimientos. Dispone de baño propio, una pequeña habitación con cafetera y un cómodo sofá. Un lugar de encuentros para los aficionados a la lectura y a otros intercambios ajenos a la literatura. Mi jornada completa transcurría en ella con la compañía del señor Thomas, siempre atento a mis actividades. Después del primer reparto y hasta la hora de la comida, me dedicaba a clasificar libros por temática y orden alfabético. En el reparto disfrutaba más. Trabé amistad con aquellos que leían y, por consiguiente, demandaban mi presencia con asiduidad. En algunos casos me llevaba sorpresas agradables, porque nunca pensé que el Cabrero, profesional del pastoreo, fuese tan culto y cambiara de libro cada dos o tres días. Durante años mantuvo un litigio con el propietario de unas tierras vecinas que prohibía el paso de su rebaño cuando se trasladaba de lugar en busca de mejores hierbas. Este contratiempo le obligaba a realizar un rodeo de varios días de camino. El cruzar aquellas tierras lo consideraba un derecho adquirido con el tiempo, pues su abuelo y su padre ya lo hacían.
La tensión entre ambos aumentó y las broncas se superaban por temporada. Cierto día, el vecino apareció colgado en una encina y las acusaciones recayeron sobre él. Nunca lo admitió; tampoco se le escuchó hablar de su posible inocencia.
Lo mismo me ocurrió con el Loco de San Martín, actual campeón de boxeo del penal. En el ring es despiadado como nadie y, sin embargo, en su vida cotidiana se le puede considerar como una persona tranquila, agradable y de trato excelente. Su tiempo se reparte entre el gimnasio y la lectura. Monitor de gimnasia en un club privado y opositor eterno al Cuerpo de Policía, frecuentaba ciertos lugares nocturnos poco recomendables. Su gran físico provocaba respeto y rara vez se le veía involucrado en broncas callejeras típicas de estos sitios. Suspender las oposiciones en su última convocatoria y el abandono de su novia originó una mezcla depresiva en su mente que no llegó a superar. Encontró consuelo en la bebida y un día amaneció tirado en un callejón junto a un cadáver. No recordaba nada, ni siquiera disponía de coartada; mucho menos, permiso de armas. Los tres impactos de bala encontrados en el cuerpo del muerto correspondían a la pistola que también apareció a unos metros del lugar. Sus huellas estaban marcadas en ella. Siempre mantuvo que al tipo asesinado no le conocía de nada.
Podría continuar con más nombres, pero mi intención es resaltar que gracias al carrito de los libros mantuve amistad con muchos presos que también influyeron para que mi estancia en este recinto haya sido más llevadera durante estos años de condena.
Por las tardes, una vez concluido el segundo reparto, tres horas de lectura con deberes antes de la cena. El señor Thomas me preguntaba por las noches sobre el texto leído y el significado de aquellas palabras que él consideraba de más difícil comprensión. Lo hacía para comprobar si utilizaba el diccionario. Otras veces, me obligaba a pronunciar algunos trabalenguas porque, según su teoría, me ayudaban a que no me atascara a la hora de hablar. Después, un rato de televisión, charlas con algunos compañeros y a dormir. Se puede decir que de este modo transcurría mi vida diaria en el penal hasta que me trasladaron a esta galería en donde nos convierten en vegetales: leer, pensar y dormir, es lo único que nos permiten hacer.
En la biblioteca disponemos de mil ochocientos trece libros clasificados, setecientos cincuenta y cuatro aún sin ordenar, además de cincuenta y tres cajas pendientes de abrir. En su mayoría son donaciones de antiguos reclusos o de algunas asociaciones que realizan campañas de recogida de libros usados.
El señor Thomas es una persona de apariencia reservada y poco habladora; suele utilizar más su mirada que el lenguaje. Necesitó varios días para decidirse a preguntar por mi nombre. Hasta ese momento aprovechaba cualquier excusa para llamar mi atención e indicarme mi rutinaria tarea.
—Por cierto, ¿cómo te llamas? —me soltó de improviso—. Nunca lo has mencionado.
—Bobo. —Le noté extrañado, aunque no dijo nada—. Me lo puso mi hermano Peter. Murió hace unos años y en su recuerdo quiero que me llamen así.
—Mira, chico, aquí dentro cada uno se llama como desee y eso es lo que cuenta. Quien te haya puesto el nombre a nadie le importa, ni tan siquiera el motivo que tuvo para hacerlo. Este es un mundo al margen del que existe en la calle, con nuestras propias reglas. Si las respetas, ellas te respetarán y no ocurrirá nada. No olvides nunca dónde estás. ¿Justo? No lo sé. La única verdad es que cumples condena como el resto de los presos y que debes aprender a sobrevivir entre rejas, delincuentes y asesinos. Tienes que mantener las distancias, evitar los contactos con desconocidos y nunca olvides que aquí todo el mundo te hablará de su inocencia. Nadie es culpable, ¿comprendes lo que significa eso? Que nadie es capaz de reconocer sus propios errores, piensan que están encerrados por un juez corrupto, y que serán capaces de cualquier barbaridad si con ello recuperan la libertad perdida.
Después de estas breves palabras continuó con la confección de las fichas de los nuevos libros y no hablamos más del tema. Ni siquiera se interesó por conocer aspectos de la vida de mi hermano Peter. Detalle que me molestó porque me gusta que su existencia no pase desapercibida.
El señor Thomas es uno de los reclusos más veteranos de este penal. Cauto y reflexivo, intenta llevar una vida ascética dentro de su biblioteca, y el director tiene muy en consideración sus palabras, como pude comprobar en persona el primer día de mi llegada al penal. En estos años el señor Thomas ha sido una persona muy importante en mi vida y le tengo cariño, me acogió desde el primer momento como si fuese su hijo dentro de este recinto.
Se le nota cómodo, adaptado al sistema, imagino que en la actualidad lo pasaría mal en el exterior. ¿Quién acepta a un viejo en su casa? Aquí dentro es un personaje y creo que colma sus aspiraciones. En raras ocasiones siente la nostalgia del pasado, de sus años jóvenes, y en esos minutos de debilidad se desahoga conmigo porque no se fía de nadie. Su teoría es que la desconfianza permanente es fundamental si no se quiere padecer algún tipo de percance fortuito. En su etapa como profesor de universidad buscaba una rutina satisfactoria que le ayudase a envejecer con dignidad. Esta búsqueda resultaba frustrante debido a las continuas infidelidades de su mujer. Consciente de ello, apenas frecuentaba la calle. Los murmullos vecinales suponían un tormento difícil de digerir. El tiempo libre lo consumía en la preparación de un nuevo doctorado. No deseaba perderla y por ese motivo fingía no enterarse de nada. Procuraba cambiar de universidad cada dos o tres cursos con la finalidad de no echar raíces en ninguna ciudad. Pensó que con este modo de vida su mujer reduciría las actividades extramatrimoniales.
Encubrir unos sentimientos dañinos a la conciencia es muy peligroso. Se tienen que almacenar en perfecto orden dentro de la estructura de tu cabeza. Por norma se produce una acumulación de pensamientos ocultos que pugnan por salir a la vez, consiguen dominar la mente y perpetras ciertas barbaridades que en circunstancias normales nunca te hubieras atrevido. Así sucedió, un día típico de invierno, de esos que te enfrías y te duelen hasta los huesos. El señor Thomas se encontró indispuesto en la universidad y decidió regresar a casa porque la fiebre le impedía impartir las clases con normalidad. A pesar de su constante peregrinaje, su segundo año en esta ciudad se inició con los temidos rumores sobre su pareja. No observó nada raro en el coche aparcado en la misma entrada de la casa. Tampoco le extrañó que su mujer no estuviera en la cocina o en el salón. Deseaba encontrar el termómetro para comprobar cuánta fiebre marcaba antes de meterse otra vez en la cama. La suerte es efímera y en esta ocasión no estaba de parte de nadie. Solo necesitó girar el pomo de la puerta del dormitorio para encontrar a su mujer con el amante de turno. Fue una visión dura, impactante, incluso dañina para unas retinas enamoradas. Los rumores nunca cesaron desde su matrimonio. Sin embargo, en su presencia siempre mantuvo una actitud cariñosa y él tampoco mostró interés en llegar más allá de su visión cotidiana. Las casualidades existen y a veces es el propio destino de cada persona el que las provoca.
No dijo nada, su dolor le impidió pronunciar palabra. Sin hacerse notar, retrocedió y marchó hacia la cocina. Por unos minutos se quedó con la mente en blanco y unas lágrimas desbocadas invadieron su cara.
Como buen aficionado a la caza, el señor Thomas guardaba un par de escopetas en un pequeño mueble del salón, una especie de expositor con cristales para que al pasar las visitas contemplaran sus dos magníficas armas. Tuvo mucha sangre fría, porque cuando los pensamientos desbordan la mente, el cuerpo se transforma y la persona deja de ser racional para convertirse en la bestia que los propios pensamientos han engendrado dentro del cerebro. Dicen que las armas las carga el diablo. En esta ocasión no necesitó aliarse con él. Con su alma destrozada por el dolor, conservó la tranquilidad y el pulso necesario para cargar una de las escopetas, abrir de nuevo la puerta del dormitorio y, sin mediar palabra, volarle la cabeza primero a ella y después, de forma pausada y con una sonrisa malévola, al joven amante. Una vez consumados los asesinatos, se sentó en su butacón preferido a esperar la llegada de los policías. No hacía falta llamar, tenía la certeza de que algún vecino lo haría en su lugar. No solo por el ruido de las detonaciones, en aquel barrio se vivía pendiente de las actividades de sus residentes y el suceso estaría corriendo de boca en boca.
Esta historia la ha contado cuatro o cinco veces, en esos extraños días en los que le invade la tristeza y los recuerdos no le dejan vivir en paz. Siempre los relata igual, sin cambiar una palabra, sin alterar el orden de los hechos, y una vez finalizado, se queda dormido, relajado por haber expulsado los demonios de su mente. No habla más del tema durante un montón de meses.
—Se nota que le has cogido cariño, hablas de él como si se tratara de un héroe y no podemos olvidar que es un asesino que ejecutó a sus víctimas a sangre fría —me reprocha el periodista—. Tomó el tiempo necesario para decidir cómo realizar su venganza. No actuó cegado por los hechos, conocía los antecedentes y sentado en su butacón decidió el modo de matarlos.
—En el penal de San Martín todos somos asesinos, y no es indicativo de que seamos malas personas. La mente se le puede nublar a cualquiera en un momento de extrema ansiedad. Quizá ahí se encuentre la clave de su reacción. Si en vez de quedarse sentado sale de la casa y le propina cuatro patadas a su coche, es posible que nada grave hubiese ocurrido.
—A cualquiera no se le
cruzan los cables como a tu amigo el señor Thomas, solo a quien
lleva en su ADN los genes necesarios para realizar un asesinato, la
capacidad de matar a otro ser vivo. Se trata de una acción
imposible de justificar por mucho que te empeñes en ello —me
contesta con aparente malestar—. El bocazas pega cuatro gritos, dos
puñetazos y se emborracha. Se convierte en un amargado de la vida y
en un cornudo para los vecinos. El asesino se sienta, medita y
decide cómo ejecutar a sus víctimas.
—¿Qué hubiera hecho usted en su lugar?
—Esa pregunta nadie puede contestarla con certeza. El ser humano es imprevisible y nunca se sabe cómo vamos a reaccionar hasta que no pasa por dicha situación. Confío en no tener que averiguarlo nunca por mí mismo.
—Imprevisible es la vida —le contesto con rapidez—, el ser humano es racional y actúa según le dicta su corazón. Le estoy muy agradecido al señor Thomas porque se volcó en mi formación como si fuese su propio hijo y gracias a su constancia ahora puedo hablar con total corrección y entendimiento.
—A ti te ha mostrado su lado bueno. Sin embargo, no olvides que todo el mundo dispone de ambos lados para utilizarlos según sus propios intereses. En esta vida hay multitud de personas buenas que en situaciones extremas se convertirían en asesinos.
—¿Incluido usted?
—Incluido yo, por supuesto. Nunca quieras conocer mi lado malo, es bastante desagradable, lo reconozco, pero siempre existen unos límites que no se pueden traspasar.
—Le garantizo que si a mi hermano Peter le dicen que leo un promedio de dos libros por semana, pondría la mano en el fuego a que es mentira. Jamás me vio con un libro entre las manos, lo máximo algún que otro cómic. El señor Thomas, al margen de inteligente, posee la habilidad de saber enseñar, de sacarle el máximo partido a cada persona, exprime sus habilidades de un modo tan sencillo que cuando te das cuenta estás realizando la tarea asignada por él.
—Su etapa de profesor en distintas universidades no es fruto de la casualidad, el desajuste mental por un mal de amores es otra cuestión.
—Usted como juez sería inflexible —le comento con ironía.
—La ley existe para que se cumpla y debe ser aplicada con el mismo criterio en todos los casos, sin importar el estatus social de la persona que la infringe.
—De todos modos mantengo que se trata de un hombre bueno.
—No dudo de que contigo se haya portado bien.
—Me aseguró que con mi poderosa memoria, si le dedicaba parte de mi tiempo a la lectura me convertiría en una persona importante. Este tipo de estímulo ayudaba bastante a mi superación personal. Nunca nadie había confiado en mis posibilidades y el señor Thomas me enseñó a creer en que las metas son alcanzables en la vida, siempre que se trabaje de la forma adecuada y sin desfallecer en el largo y espinoso proceso. De los cómics me pasó a cuentos ilustrados, relatos, libros de humor, etcétera, y en pocos meses leía novelas clásicas.
Al principio me costaba demasiado concluir cada libro, hasta que el señor Thomas observó tal circunstancia y me regaló el diccionario. Necesito utilizarlo con demasiada frecuencia y a diario aprendo palabras de las que desconocía sus significados, eso de hablar como los loros se acabó hace tiempo.
En seis años de lecturas ininterrumpidas disfruté con las aventuras de Julio Verne, con mi admirado Oliver Twist o con los volúmenes de Harry Potter. Después de ese periodo, el señor Thomas me propuso superar la prueba definitiva. Consistía en leer alguno de los libros que él consideraba más complejos, como las siete partes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Acepté el reto y me dejaron bastante indiferente, por mucho que diga el señor Thomas que son obras maestras. No superé la prueba bajo el argumento de que no estaba preparado para ese tipo de lectura.
Me obligó a cambiar de autores, obras más comerciales, aunque dice que volveremos a intentarlo y me tiene preparado Ulises de Jame Joyce. Poco importa, me iré de este mundo sin superar la prueba, el tiempo lo impide. Daría la vida por tener la posibilidad de contarle a mi hermano Peter que ya he leído a los grandes de este siglo y que estoy iniciándome en los clásicos. ¡Se moriría del susto!
Al periodista se le ve pensativo, no dice nada, así que continúo hablando de cosas que me apetece decir.
Hace tiempo que no veo a mis antiguos compañeros del penal, casi dos años, desde que me trasladaron de galería para traerme a la denominada «el corredor de la muerte». No me llaman Bobo, me dicen el reo 1314. Somos simples números en la lista de espera de las ejecuciones. En este corredor el aislamiento es absoluto y nada más que podemos hablar entre las distancias de los barrotes. Echo de menos la biblioteca, al señor Thomas y sus silencios, que a veces eran como libros abiertos y otras, como cuchillos hirientes. Aquí se respira miedo y miseria. Es frecuente escuchar rezos en voz alta, llantos nocturnos, arrepentimientos, incluso intentos de suicidio con los medios más rudimentarios que nos podamos imaginar. Algunos se autolesionan con la intención de pasar unos días en la enfermería y tener con quien hablar. La soledad es nuestro principal enemigo y luchar contra ella se hace muy duro. Te saca los miedos del alma y los enfrenta contigo mismo, y no todo el mundo supera ese trance. Hablar con uno mismo es complicado porque casi nunca se llega a un entendimiento.
¡Con qué rapidez pasa el tiempo! Ocho años desde que me colocaron unas esposas delante de papá y me trataron peor que a un perro callejero, desde que unos tipos con chaqueta y corbata me acosaron a preguntas y otros con uniformes azules sujetaban mis párpados a las cejas con tiras de esparadrapo para no dejarme dormir. Nunca creyeron mi verdad e intentaban conseguir una confesión absurda. En este corredor la esperanza de supervivencia no existe, el exterior es una utopía y el control mental deja de ser una necesidad. Las obsesiones escapan de sus refugios y los fantasmas de nuestro pasado nos acompañan de forma permanente.
Mi única ofuscación desapareció aquel día en casa de mis papás. Salieron mis odios de una sola vez y cumplí con la promesa que me atormentaba desde siempre, así que para mí es muy fácil dejar la mente en blanco y no pensar en nada, porque en mi caso no existen los fantasmas vengadores dentro de ella. Aquello fue una liberación, no un desajuste mental.
Mi primera semana fue un poco caótica. Todo era nuevo para mí y aún no me había adaptado a la rutina de los horarios. Como no conocía a nadie en el comedor, me sentaba en una mesa solitaria porque el señor Thomas se quedaba en la biblioteca. Recuerdo que un recluso me robó la bandeja y ante el reproche de otro más viejo con pinta de jefe, la dejó de nuevo sobre la mesa. Para nada le gustó aquella decisión.
—Este es idiota, ¿no lo ves? Se deja quitar la comida. Tengo hambre y él no la quiere. ¿Por qué tengo que dejarla?
—Pues por eso de que es idiota, no toques su bandeja. ¿No sabes que es el protegido del señor Thomas? —le reprendió de nuevo—. Se trata del chico de los repartos. ¡Fíjate en su cara! No quiero señales en ella. ¿Habéis escuchado? Respeto absoluto.
—Parece una muñequita… ¿Quieres ver algo bueno esta noche? —me susurró al oído otro que se acercó a la mesa.
—Eh, tú, cabrón, ponte en la cola —le gritó un tercero que pasaba por allí—. A esta preciosidad nos la hemos jugado al póquer y es para mí.
—¡Nadie hará nada! —gritó de nuevo el que tenía pinta de jefe— ¿Estáis sordos? Que no tenga que repetirlo otra vez.
El primer individuo olvidó por completo la bandeja. Yo le sonreí para mostrarle agradecimiento. Se lo tomó como burla y estuvo a punto de agredirme.
—¡Cuando te agarre lo vas a lamentar, guapa! —murmuró con desprecio al pasar por mi lado—. No siempre estará Búfalo para defenderte.
—Deberás acostumbrarte a las bravuconerías. Son peores los que no dicen nada porque el pensamiento no se puede leer y nunca se sabe lo que ronda por sus cabezas. En este penal hay que tener ojos en las espaldas. ¿Cómo te llamas? —me preguntó al sentarse en mi mesa el que tenía pinta de jefe.
—Bobo, me llamo Bobo —le respondí en voz alta y orgulloso de pronunciar mi nombre.
Los reclusos comenzaron a reírse y a decir «bobo» a modo de cachondeo. A una señal del viejo los murmullos cesaron, aunque las miradas lascivas y los gestos obscenos se mantuvieron un rato.
—Así que te llamas Bobo… ¿Seguro que ese es tu nombre? Un poco raro, ¿no crees? Nadie te obliga a llevarlo, si quieres lo cambiamos ahora mismo. ¿Cuál te gustaría tener?
—Bobo. Me lo puso mi hermano Peter y así quiero llamarme. ¿Es malo?
—¿En serio quieres llamarte Bobo? No me parece una decisión acertada, pero si tú quieres llamarte así, no se hable más del tema. Mi nombre es Búfalo, aunque supongo que ya lo sabrás —me dijo con un fuerte apretón de mano, tan fuerte que me estuvo doliendo durante varios días—. Habrás comprobado que aquí se hace mi voluntad. ¿Comprendes lo que eso significa? Cualquier cosa que necesites, lo que sea, yo lo consigo. Mis amigos son respetados y confío en que pronto serás uno de ellos. Los favores se devuelven siempre de algún modo y el manto protector del señor Thomas no es infinito. Es más viejo que yo y algún día me quedaré solo…, seguro que sabes a lo que me refiero ¡Tienes que actuar con esto! —me dijo tocándome la cabeza—. No te interesa esquivarme porque así te lo indique el señor Thomas. La intuición es la que manda y seguro que intuyes cuánta protección te puedo ofrecer.
Con esas palabras se marchó del comedor seguido de diez o doce reclusos de su confianza. Todos miraron con desprecio al pasar por mi lado.
Le conté al señor Thomas mi encuentro con Búfalo y pidió conocer los detalles. Me advirtió de su peligrosidad. Me explicó que llevaba tatuada una cabeza de búfalo en la espalda porque representa la abundancia y la gratitud. Decía que sus hombres tendrían abundancia de cuantas cosas quisieran siempre que le mostraran gratitud por ser su líder y obediencia absoluta sin preguntar nada.
La policía tardó años en capturarle puesto que el trabajo sucio lo realizaban sus hombres. Sospechaban de su implicación directa en varios asesinatos, algo que nunca se pudo demostrar. Acabó encerrado en el penal por culpa de un desembarco de coca que él mismo en persona estaba controlando por la importancia de la operación. Dicen que fue un chivatazo de un capo descontento por el alto porcentaje que ganaba Búfalo en sus entregas.
Hasta después de unos meses de adaptación no comprendí que me había colocado en el centro de los dos líderes con más peso. Entre ellos controlaban los grupos constituidos dentro del penal. Por su apariencia física, el señor Thomas lo disimula bastante bien, sin embargo, revisa las entradas y salidas de cualquier mercancía, consigue los objetos que le demandan por muy difíciles que parezcan y los distribuye camuflados en el carrito de los libros. Tarea que desempeñaba yo y que me proporcionaba alegrías y también algún que otro disgusto cuando el señor Thomas no había podido conseguir algunas de las mercancías solicitadas. A veces lo hace de forma intencionada porque no le gusta el pedido o el individuo que lo demanda. Sobre todo procura que a Búfalo nunca le falte nada. El director no quiere saber nada de estos movimientos, la inmunidad del señor Thomas es total, siempre que no se altere el orden interno. Esto le confiere un poder absoluto sobre los demás. Tan solo le hace sombra Búfalo. Quizá provoca más miedo entre los reclusos porque a su lado están los violentos. Dirige el tráfico de drogas y lo relacionado con juegos y apuestas, tal como hacía en el exterior del penal. Ambos son inteligentes y mantienen un pacto de respeto y no agresión. Son los encargados de impartir justicia entre los propios internos.
Después del incidente en el comedor me encontré mejor y Búfalo me hablaba con mucha frecuencia siempre que me veía solo. Al señor Thomas no le agradaba que le tuviera entre mis amistades. Sin embargo, creí oportuno llevarme bien con los dos.
—¿Sabía usted que cada año se organiza un campeonato de boxeo en el penal? —le digo al periodista para llamar su atención.
—¿Me lo preguntas en serio? —Me mira extrañado—. ¿Cómo no voy a saberlo si soy periodista y vivo en el mismo San Martín? Todo el mundo lo conoce.
—Desde dentro no puedo saber su repercusión en el exterior. —Le he preguntado para comprobar que estaba despierto.
Las apuestas alcanzan cifras bastante altas. Cuando Búfalo descubrió mis habilidades con los números, no dudó en ponerme al frente de ellas. Las llevaba de memoria, Búfalo me sentaba a su lado porque los nervios le traicionaban. Demasiado dinero en juego. Insistía con frecuencia para que las anotara en un papel, a lo que nunca accedí, me llevaría a equívocos y a una considerable pérdida de tiempo; mejor tenerlas en mi cabeza. Algunas veces se producían fuertes discusiones porque no estaban de acuerdo con mis resultados y entonces intervenía el clan de más confianza de Búfalo. Me rodeaban y no permitían que nadie se acercara hasta mi altura. En esas situaciones pasaba bastante miedo, no terminé de acostumbrarme porque pensaba que algún día a un exaltado se le podía escapar una navaja y pincharme. A cambio de esos malos ratos obtenía la protección de Búfalo y su gente de forma permanente. El señor Thomas lo sabía y nunca me reprochó nada. Era una garantía absoluta para mi supervivencia. Estaba en una selva repleta de leones hambrientos que de vez en cuando salían de caza. Si no conseguías la protección de uno de ellos, tu estancia en el penal podía ser bastante corta. Yo gozaba de las dos más importantes.