VII

 

 

 

La primera experiencia con un psiquiatra me pilló desprevenido, en plena adolescencia y con la mente en otro mundo bien diferente. Acababa de cumplir catorce años. Nunca comprendí una decisión tan radical por parte de mis papás. ¿Necesitaba un psiquiatra? Es cierto que varios sucesos familiares marcaron esa etapa de un modo brutal, sin embargo, el acudir a este tipo de especialista fue una iniciativa de papá. Hacía tiempo que él veía imprescindible este tipo de apoyo psíquico para que no sufriera un descalabro emocional con resultados impredecibles.

Las fuertes depresiones de mamá sí requerían tratamiento urgente; empeoraban y se pasaba bastante tiempo aislada de la familia. Los frecuentes cambios de humor de papá seguro que también, ciertos días ni siquiera nos atrevíamos a hablarle. Incluso el distanciamiento que existía entre ellos, a estas alturas ni se molestaban en disimularlo. Eran adultos y no reconocían sus deficiencias personales y mucho menos sus continuos fracasos como pareja. En casa contaban con Bobo, una especie de cubo de basura en donde ellos arrojaban sus desechos de conciencia para continuar con una vida ajustada a las exigencias de nuestra sociedad. Me consideraban un comodín válido en cualquier desencuentro familiar. Por ese motivo me llevaba, porque no padecía ningún desorden mental. Quizá de ese modo se vaciaba el cubo de basura y disponían de una nueva etapa hasta conseguir llenarlo otra vez.

Ignoro los motivos que convencieron a mamá para un cambio tan radical en su forma de pensar. Durante años prevaleció su criterio en contra de los psiquiatras. 

Las discusiones entre mis papás se intensificaron hasta alcanzar límites insoportables. En la casa se respiraba un ambiente enrarecido, aparecían familiares sin que hubiese nada que celebrar e incluso llegué a escuchar por parte de mamá que si fallaba el trasplante y sucedía una desgracia, ella se marchaba a otra ciudad para iniciar una nueva vida. La tensión soportada en los últimos años destrozó su capacidad de raciocinio y necesitaba encontrar un motivo para seguir viviendo. ¿A qué trasplante se refería? Parecía hablar en clave, porque no me enteraba de nada. En el supuesto caso de una separación, ¿qué pasaría con mi hermano Peter y conmigo? ¿Nos tendríamos que dividir nosotros también? La estabilidad familiar se tambaleaba de un modo alarmante y las apariencias se mantenían como si no pasara nada. Peter y yo teníamos suficiente edad y habrían debido hacernos partícipes de los problemas existentes. Me parecía ridículo estar pendiente de gritos y discusiones para intentar enterarme de alguna cosa.

El empeño de papá se consumó y en pocos días mantuve un polémico encuentro con el famoso psiquiatra, encuentro marcado por su brusquedad y violencia dialéctica. Su mirada se podría catalogar de dañina, con profundidad suficiente para indagar en cualquier mente. Más de una hora me tuvo sentado en una pequeña sala de espera. Si intentaba destrozar mis nervios, lo había conseguido. Tal como entré me miró muy serio, sin pronunciar palabra. Notó que me había fijado en el peluquín y creo que ese detalle le inquietó bastante. Rompía el esquema fijado para nuestro encuentro.

Ostentaba un lujoso despacho con secretaria de falda corta y perpetua sonrisa. Después de indicarme con una mano mi asiento, se limitó a tocarse el peluquín con disimulo. Ni tan siquiera se molestó en saludar. A continuación se quitó las gafas para limpiar los cristales con demasiada parsimonia. Mientras tanto aflojé el nudo de la corbata porque sentía opresión. Mamá decía que a los especialistas había que acudir con chaqueta y no me encontraba cómodo con ese tipo de ropa. En cuanto nos quedamos solos me miró con cierto porte chulesco y una sonrisa forzada se dibujó en sus labios. Preludio al desagradable interrogatorio que me esperaba. Jamás sospeché enfrentarme a una situación similar. Ya he manifestado en más de una ocasión la pésima imagen que poseo de los psiquiatras, quizá inducido por mamá, pero el encuentro en concreto lo catalogaría de patético. Sin un saludo previo ni una frase agradable para romper el hielo, me miró con fijeza y de inicio me preguntó que cuántas pajas me hacía al día. ¡Juro por mi hermano Peter que es verdad mi afirmación! Ni siquiera habló de las veces que me tocaba las partes íntimas, dijo de improviso: 

—¿Cuántas pajas te haces al día? ¿Dos? ¿Tres? Vamos, no te cortes, estamos entre hombres.

—¿Cuántas se hace usted? —le respondí con rapidez.

Después de esa contestación me miró en silencio durante algunos segundos.

—Así que vas de listillo por la vida. No es necesario que contestes, tendrás la mano pelada de tanto meneo.

—Tan pelada como su reluciente cabeza —le dije de broma, aunque él no lo tomó en ese sentido. Mi respuesta le había molestado bastante.

—Muy bien… Veo que eres maleducado y te gustan las discusiones, esto será divertido —intentó mostrar una sonrisa que se notaba forzada—. Tu nombre es…

—Bobo —le contesté de inmediato.

—¿Bobo? ¿Seguro? En la ficha que tengo delante dice que te llamas Fran. ¿A quién debo hacerle caso?

—Mis papás me bautizaron con el nombre de Fran por mi abuelo, pero todo el mundo me dice Bobo, y así es como me gusta que me llamen.

—¿Bobo? —repitió por bajo varias veces y fijándose en mis movimientos—. ¿Es que eres bobo y por eso te llaman así? No sé, es una simple pregunta para que tú mismo me saques de dudas.

—Usted es el psiquíatra y usted decidirá si soy bobo o no, mi opinión en estos casos cuenta bien poco.

—Buena observación, sí, señor. Mientras tanto, dime cómo debo llamarte…

—¿Otra vez? Bobo.

—Estupendo, Bobo, vamos a ver… ¿Sabes por qué motivo estás aquí? Algo habrás averiguado.

—Ni idea —le contesté sin ganas—. Tampoco me interesa saberlo, su opinión me da igual. ¿Con los demás pacientes es tan desagradable?

—Soy yo quien hace las preguntas y te limitarás a contestarlas, no a responder con otra pregunta. ¿Lo has comprendido? —El tono de su voz cambió por completo.

—Sí. Ningún adulto acepta preguntas.

—¿Por qué vienes a mi consulta a defenderte? No soy un juez. ¿Te escondes de algo? Para ayudarte debes responder la verdad a las preguntas que te realice. Si no estás dispuesto a colaborar es absurdo que continuemos con este simulacro. Tus padres pagan, yo cobro y tú te marchas sin evaluación. ¿Te parece bien? ¿Sería justo para tus padres? Si es lo que pretendes te puedes levantar y marcharte.

—Creo que no me iré —contesté dubitativo—. Por mis papás, no por usted. Tampoco es justo que me hayan obligado.

—Bien. Vamos a continuar y no te olvides de que solo me vale la verdad. ¿Fumas porros? —Inició de nuevo su interrogatorio de un modo menos pausado—. Supongo que esta pregunta no te molestará contestarla.

—No fumo nada.

—¿Ni siquiera tabaco? —Me miró extrañado.

—Nada. No sé lo que es meter humo en el cuerpo.

—¿Nunca te han ofrecido? Cualquier chico de tu edad lleva un paquete de cigarrillos en sus bolsillos.

—Sí, lo sé. No es por falta de oportunidades, cuando no me apetece una cosa la rechazo. ¿He respondido con claridad?

—Así que tengo delante a un tipo con criterio propio. ¿Eres igual para todo?

—Por supuesto. Solo me fío de mi hermano Peter.

—¿Con otros tíos que te atraigan mantienes el mismo criterio?

—No comprendo la pregunta —le dije extrañado.

—¿No? —El psiquiatra sonreía—. A ti te gustan los tíos, ¿verdad que sí?

—¿Cómo? —Mi sorpresa se notó al instante.

—Te lo preguntaré de otro modo. ¿Qué te gustan más, los hombres o las mujeres?

—Los hombres me gustan como amigos. Las mujeres, también.

—Ajá. Así que te gusta igual un hombre como una mujer. —Parecía satisfecho.

—Para una amistad me es indiferente. —Me molestaba su insistencia—. Si me está preguntando por mi condición sexual, no soy gay.

—¿Tú lo has dicho, yo no he preguntado nada? —El psiquiatra intentaba enredarme—. ¿Has tenido muchas amigas? Me refiero con cierta intimidad.

—Ninguna. Tuve una que se llama Mary, pero no la veo desde hace años. Éramos niños y nos besábamos los fines de semana.

—Es un poco extraño que solo te relaciones con tíos. Te voy a repetir la pregunta y quiero sinceridad en la respuesta. Lo que hablemos entre nosotros es como una confesión, nadie tendrá acceso a su contenido. Lo aclaro para que contestes tranquilo. Al margen de tu amiguita Mary no hay más mujeres en tu vida, algo difícil de comprender, salvo que… seas homosexual. Ahora es cuando te pregunto: ¿Te gustan más los hombres que las mujeres?

—¡Qué pesadez!  —No soportaba una reiteración tan agresiva—. ¿Qué pretende?

—Estar seguro de que dices la verdad. Es posible que lo ocultes a tu familia y por ese motivo no quieras reconocerlo. Te garantizo que no les diré nada.

—¡Ya le he dicho que no soy gay! —le grité alterado por su insistencia—. ¡Estoy cansado de repetir una y otra vez la misma frase! ¿No tiene usted nada nuevo que preguntarme? No va a conseguir que cambie mi respuesta aunque me lo pregunte mil veces más. ¿Solo le interesa el sexo? ¿Por qué no indaga sobre mi inteligencia, mi memoria? Seguro que se llevaría muchas sorpresas. Usted no conoce nada de mi personalidad, sin embargo, ni se imagina cuántos detalles he averiguado de su vida privada. Le puedo decir qué modelo de BMW conduce, el número de su documento de identidad o el tipo de Rolex que adorna su muñeca, ¿le digo más?

—¿Qué BMW tengo? —preguntó con curiosidad y satisfecho por el tipo de vehículo que poseía.

—El nuevo 324d, primer diésel en la serie 3 —contesté orgulloso.

—Reconozco que es un buen dato, apenas hace un mes que lo adquirí —me dijo algo desconcertado—. Una vez demostradas tus habilidades, regresemos a nuestra interesante entrevista.

Llevaba una vida siendo interrogado por una legión de especialistas y a estas alturas no me iba a chulear un psiquiatra cualquiera por mucho prestigio que tuviera. De interrogatorios había aprendido bastante.

Después de dar instrucciones en voz baja a su secretaria, no realizó más preguntas directas. Cambió de tema y se llevó una hora hablando sobre la muerte, la importancia de saber aceptarla, tanto la nuestra como la de los familiares queridos. Se convirtió en una de las sesiones más largas y tediosas de mi peregrinaje entre los profesionales de la mente. Por suerte, a partir de ese día nunca más le vi. Le comenté a mis papás la experiencia tan desagradable que me había supuesto dicho encuentro. No realizaron ningún comentario. A mamá se le notaba satisfecha; nunca estuvo conforme con esa decisión.

Optaron por dejarlo pasar y que me olvidara de lo ocurrido. La relación entre ellos tampoco ofrecía mucho margen de maniobra para hablar del tema. Pensaban que habían cumplido con un deber y se quedaban tranquilos en espera del informe que este señor les enviaría. De todas formas, un elemento tan perturbador nada más que aportaba energías negativas a nuestras vidas.

Sí, en 1985 me colocaron por primera vez delante de un psiquiatra, jamás lo olvidaré. También me acuerdo de otros hechos relevantes que ocurrieron ese mismo año, como el estreno de Rambo, una película que veo con frecuencia porque se trata de un personaje cautivador; las muertes de Orson Welles y Rock Hudson, grandes leyendas del cine; y no puedo dejar atrás la canción We are the World, que marcó una época por la unión de grandes cantantes para concienciar del problema del hambre en buena parte del mundo. Sí, ya he dicho que mi memoria es extraordinaria y siempre que puedo hago gala de ella, sin embargo…

—Esos datos los podías tener preparados, no es difícil. —Como siempre el periodista con sus piedras colocadas en mitad del camino—. Del mismo modo que le hiciste un seguimiento al psiquiatra para averiguar sus caprichos.

—¿Con qué fin? ¿Para contárselo al que me clave la inyección dentro de un rato?  Qué estupidez más grande ha dicho usted. ¿Le da rabia que mi memoria sea más potente que la suya? Porque es lo que parece.

—Las chulerías se tienen que demostrar, presumir es fácil. ¿En qué año publicó Salman Rushdie sus Versos Satánicos? —me pregunta sobre la marcha para pillarme desprevenido.

—Creo que en 1988. El ayatolá Jomeini ordenó su ejecución. ¿Satisfecho? —Le miro con una leve sonrisa—. Tres años después de los sucesos que estamos hablando.

—¿En qué fecha murió Gene Kelly? —pregunta de nuevo con rapidez.

—Bah, en 1996. Supongo que se refiere al actor y cantante. ¿Alguna más difícil?

—¿Cuando salió al mercado el CD? —Su cara de asombro delataba que por primera vez creía en mí.

—En 1983. ¿Contento? —Afirma con la cabeza—. No realice más preguntas porque no me gustan los interrogatorios. No sé todo, ni mucho menos. Retengo bastante de lo que leo y aquí en el penal de San Martín, gracias al señor Thomas, he leído una pila de libros. Aun así, mis estudios son escasos y si usted me pregunta sobre un tema ausente en esos libros no sabría qué contestar. Me gustaría continuar con mi año 1985, que no lo recordaré por los hechos que he relatado antes, ese año me informaron por primera vez de la grave enfermedad que padecía mi hermano Peter. Entonces comprendí el motivo de llevarme a un psiquiatra y que este se pasara más de una hora hablando sobre la muerte. Mis papás esperaron a su informe y una vez comprobada mi madurez para recibir ese tipo de noticias, decidieron informarme de la situación. También tomó sentido la palabra trasplante, las discusiones sobre la evolución de Peter y algunas otras cosas que me tenían desconcertado.

Nunca tuve conciencia de ella, él no le otorgó importancia, al menos no lo aprecié y nada le puedo reprochar. Sin embargo, jamás, y digo bien, jamás le perdonaré a mis papás que durante tantos años me ocultaran la verdad.

Se la detectaron a muy temprana edad, con apenas seis añitos y lo mantuvieron en secreto con una severidad extrema. Dicen que actuaron según las pautas marcadas por el psicólogo: esperar a mi madurez mental para que no me causara un trauma. ¿No se daban cuenta de que el verdadero trauma lo iba a provocar el descubrimiento del engaño? La confesión se realizó de un modo tan precipitado en el año 1985 porque mi hermano Peter había empeorado y se vieron desbocados por la situación. ¿Para qué necesitaban un informe psiquiátrico? ¿De ser negativo no me hubieran dicho nada? Creo que no encontraron otra salida y necesitaban hablar conmigo con independencia del resultado del famoso informe. Al psiquiatra lo utilizaron para justificar su pésima forma de actuar. Una excusa perfecta.

Tampoco se extendieron demasiado en los detalles preliminares; explicaron que Peter padecía una enfermedad maligna de la médula ósea llamada Leucemia y en esos momentos su estado se consideraba de extrema gravedad. Quedaba la esperanza de un trasplante. Se realizaron los trámites necesarios y las expectativas parecían favorables.

Como en otros muchos casos, hasta años después, que dispuse del diccionario del señor Thomas, no comprendí la auténtica pesadilla que golpeó de un modo tan cruel a mi hermano Peter.

Al existir bastantes dudas sobre mi reacción emocional, mis papás se inclinaron por una preparación previa a través de un especialista. Ese señor enturbió mis conceptos sobre algunos principios de la vida. En situaciones parecidas deben buscar personas como el padre Mateo, que explica el sentido del sufrimiento con claridad, y no a tipos endiosados que se creen estar por encima del bien y del mal.

Cuando mi hermano Peter se ausentaba por largas temporadas, hacían referencia a una bonita residencia lejos de nuestra casa. Jamás mencionaron su enfermedad. Para evitar que los celos me comiesen por dentro necesitaba inventarme un pretexto lógico y nada mejor que unos supuestos premios por su brillantez académica. Una excusa reconfortante porque en ese aspecto me resultaba imposible competir con él. Nunca sospeché que permanecía un tiempo hospitalizado para recibir sus correspondientes sesiones de quimioterapia. 

Comprendo que de pequeño utilizaran la táctica de la omisión, unos padres siempre mantienen la esperanza en una curación milagrosa, y porque en aquellos años mi corta edad me hacía estar más preocupado en encontrar el chocolate en los armarios que de otros problemas de mayor envergadura. Sin embargo, ocultar la enfermedad hasta el último suspiro de su vida fue un grave error por parte de todos. ¡No les perdonaré que me ignorasen en esta terrible desgracia! Ni a mis papás ni a los psicólogos. Hay una edad en que somos receptivos. Solo por precaución me lo tendrían que haber dicho. Hubiera evitado algunas acciones de riesgo en contra de mi hermano y de las que me arrepiento muchísimo. En ocasiones le veía muy amarillo y debilitado; lo achacaba a sus muchas horas de estudio. En esos momentos me sentía superior, me burlaba e incluso le pegaba algún coscorrón. No me devolvía los golpes, decía: «¡Déjame, Bobo, que no tengo el cuerpo para recibir tortas!». Estaba enfermo y en mi ignorancia le azotaba. Por estas cosas siempre he sido tonto, tonto de baba, de esos que salen en las películas de la televisión.

A mediados de ese fatídico 1985, mi hermano Peter marchó una vez más a la supuesta residencia que se inventó para mí y nunca más regresó a mi lado. Los mayores parecen necios en sus decisiones, me dijeron que ese viaje sería definitivo, habían encontrado un donante compatible y se practicaría el trasplante del hueso de la espalda. Gracias a la mencionada operación Peter se curaría en poco tiempo. Mentira absoluta, mi hermano no pisó más el jardín de nuestra casa.

Semanas más tarde, papá, con una visible preocupación en su rostro, me invitó a dar un paseo para decirme con mucho tacto que el cuerpo de mi hermano Peter había rechazado el trasplante. La situación se consideraba de extrema gravedad. No lo quise creer; pensaba que un cuerpo no disponía de esa capacidad. Le propuse que en caso necesario lo intentaran con la mitad de mi hueso, que yo se lo regalaba. No me importaba quedarme postrado en una silla de ruedas para toda la vida a cambio de su salud. Papá contestó emocionado que el mío también resultó inservible. Me recordó el pinchazo que me dieron unos días antes para averiguar mi compatibilidad. No sé por qué salió negativo, llevo su misma sangre. Aquí en el penal, en el diccionario del señor Thomas pude leer que el hueso de la espalda que le trasplantaron se llama «médula ósea». No se trata de un hueso, es un tipo de tejido que se encuentra en el interior de las vértebras. En aquellos años no entendía esas cosas.

Sin previo aviso, una mañana falté al colegio porque me llevaban por primera vez a la famosa residencia para visitar a mi hermano Peter. El trayecto lo pasé muy nervioso. Más de cinco horas metido en un coche que realiza una sola parada no es demasiado agradable. El tiempo justo de ir al baño de la gasolinera y comprar un paquete de galletas que matase el hambre. A falta de unos kilómetros papá efectuó una nueva parada en un establecimiento que servía comidas rápidas. A mí me bastó con una hamburguesa doble, un cartucho de patatas y una coca-cola.

Como he dicho, pasé muchos nervios y el trayecto se hizo interminable. Ya me habían informado de que íbamos a un hospital, pero mi mente continuaba imaginando magníficas escenas en donde mi hermano disfrutaba de la naturaleza en compañía de otros niños. Siempre mantuve la esperanza de encontrarme con la maravillosa residencia que durante tantos años había visionado en mis sueños.

Por desgracia mis ilusiones se derrumbaron en un segundo. Se trataba de un horroroso hospital, tan viejo como feo, y con una fachada que me recordaba a los caserones antiguos que suelen sacar en las películas de terror. Sus pasillos pintados de blanco sucio, del mismo color que las puertas de las habitaciones, exhalaban un frío interior tal que por las noches tendría que ser terrible cruzarlos sin la compañía de otras personas. Unas lámparas con una sola bombilla colgaban de sus altos techos. Me acordé de la película Alguien voló sobre el nido del cuco de Jack Nicholson como protagonista. Temía encontrarme con la señorita Ratched o al Gran Jefe con su escoba. Aquello de la película era un psiquiátrico, sí, y también un calco de este hospital.

Me impactó bastante su imagen. Puedo asegurar que el penal de San Martín es un hotel de lujo si lo comparamos con el edificio en donde estaba ingresado mi hermano. Dicen que lo importante es la curación de los enfermos, no la estética externa. Creo que todo influye en el estado de ánimo del paciente. En este caso se trataba de un antiguo edificio reconvertido en hospital militar hasta que en los años ochenta lo compró una compañía sanitaria. Contaba con los mejores especialistas en trasplantes de médula espinal y con tecnología de última generación.  

No me quedaría ingresado allí por nada del mundo y menos con aquellas monjas que husmeaban por los rincones y no permanecían quietas ni un solo minuto. Menudo genio se gastaban, sus palabras se convertían en órdenes, gustaran o no. Una de ellas me miraba de un modo extraño, a veces, me parecía idéntica a la señorita Ratched, la misma mirada… Hasta en las medias blancas coincidían. En ningún momento le agradó mi presencia.

—¿No has dicho que el hospital pertenecía a una compañía privada? —pregunta el periodista, que lleva un buen rato callado y muy atento a mi historia.

—Correcto. Dotado con tecnología para este tipo de trasplantes, era el más próximo a nuestra casa. ¿Ocurre algo? —Me muestro extrañado—. Tampoco sé demasiado sobre el hospital, no se olvide que hasta unos días antes ignoraba su existencia.

—Me ha sorprendido el tema de las monjas y que el edificio se encontrara en tan malas condiciones. ¿No sería algún tipo de convento religioso?

—No, para nada. Primero fue un hospital militar y las monjas se encargaban de su mantenimiento. Supongo que en la venta del negocio irían incluidas, no tengo ni idea. Es un tema que me importaba poco, por no decir nada.

—Aunque la estética fuese deplorable, imagino que las habitaciones sí dispondrían  del confort necesario. —El periodista se niega a aceptar que un hospital de esa importancia presente el aspecto que yo intento denunciar con mis palabras.

—Estaba inmerso en mis recuerdos cuando usted me ha interrumpido. ¿Se ha dado cuenta? —le  digo a modo de reproche.

—Lo siento, Bobo, me interesaba tener claro el tema de las monjas.

—Hablo de mi experiencia personal. ¿Usted lo conoció en aquellos años?

—De oídas nada más. Nunca estuve en ese lugar.

—Es fácil dudar de mi palabra sin haber estado allí. Han pasado quince años y lo lógico es que se halla reformado o incluso construido uno nuevo.

—Creo que tu visión del hospital no corresponde con la realidad de aquellos años. Da igual que yo estuviese allí o no. La ocultación de su existencia por parte de tus padres ha podido provocar que tus recuerdos no correspondan con la realidad. Conste que se trata de una observación mía, nada más. Te ruego que continúes. Al fin y al cabo nos interesa lo ocurrido con tu hermano, no la estética del dichoso hospital.

De nuevo me siento incómodo por sus palabras, con sutileza me está llamando mentiroso para provocarme; no lo va a conseguir. Imagino que en el libro cambiará lo que crea conveniente, algo que me preocupa porque no tendré ocasión de conocerlo. Es posible que antes de la ejecución le deje firmado un papel con las condiciones mínimas para que pueda publicar mis memorias e incluiré una cláusula que autorice a papá a una revisión previa. También incluiré que un porcentaje de los beneficios obtenidos se donen a una sociedad de perros de agua. Va de listo y de este modo se dará cuenta de que los demás no somos tan tontos.

 

 

Estaba diciendo, ya que usted ha preguntado por las habitaciones, que me impresionó la de mi hermano, en la única que me permitieron entrar. Disponía de dos camas y la compartía con otro niño que padecía su misma enfermedad. En tan reducido espacio nos movíamos las dos familias y alguna que otra monja que siempre se encontraba por la zona. Para disfrutar de la televisión o hablar por teléfono con el exterior del edificio papá se veía obligado a depositar unas monedas a través de un pequeño receptor que facilitaba un tique en donde se indicaba las horas contratadas.

¡En menuda residencia disfrutaba mi hermano de sus largas ausencias! ¡Qué mala es la ignorancia y la envidia imaginativa! Se trataba de mi mente, en aquellos años retorcida como ninguna. Mis pensamientos se acumulaban dentro de ella y no se dejaban estructurar por nada ni por nadie. Es verdad que mis papás conocían mis pensamientos sobre sus ausencias y nunca los desmintieron. Callaban para evitar las explicaciones, pero de este modo se convertían en cómplices de mis propias mentiras, con una diferencia grande a mi favor: ellos eran adultos con una solvente madurez, y yo, un niño con una gran imaginación.