13

Bea se miró al espejo y sonrió admirada del resultado. Una apuesta atrevida, sin duda, pero la ocasión lo merecía.

La temática de la noche era Venecia, y ella pretendía hacer un homenaje a aquellas mujeres que decidieron su propio destino, libres de las ataduras del matrimonio o del yugo eclesiástico. Se rumoreaba que Antonia Sautter acudiría ese año de Veronica Franco, la meretriz más famosa de la ciudad, quien, según había leído, logró subyugar al mismísimo Enrique III, rey de Francia, que cayó rendido ante su belleza e ingenio. Bea admiraba la figura de aquella cortesana, sobre todo, tras ver Más fuerte que su destino, que poco después se convertiría en una de sus películas románticas favoritas, la cual retrataba la vida de la mujer. Así pues, y dado que no le apetecía nada ir igualita a la organizadora del baile, a quien, dicho sea de paso, admiraba desde hacía años, decidió contar su historia por medio de las prendas. Su mayor logro hasta la fecha. Blanco y rojo, esas eran las tonalidades que predominaban en su vestuario, inspirado este en el siglo XVI, aunque con varias aportaciones de su cosecha.

La falda larga de seda, decorada con pedrería, se abría en el centro dejando entrever un tul níveo que, a su vez, estaba fragmentado; la idea era enseñar bastante piel a cada paso. Corpiño escotadísimo, tanto, que sus tiernas aureolas luchaban por mantenerse ocultas en la suave tela de hilos metálicos, decorada en la parte central para atraer la vista de los incautos a sus pequeños tesoros, escondidos tras el profundo escote. Las mangas cubrían solo hasta la altura del codo para abrirse y caer lisas hasta los pies. Una capa roja de brocatel la cubría, y Bea se la cernió sobre ella. Recolocó la máscara blanca con brillantes incrustados y perlas que caían a los lados y azuzó el tocado de plumas blancas. Cogió el látigo, el bolsito y se dirigió al ascensor. Cuando estuvo en la recepción, se cubrió por entera, utilizando la enorme capucha.

Una vez que se sintió lista, levantó la cabeza y caminó con paso enérgico hacia el centro, donde supuestamente había quedado con Peter, pero de quien no había ni rastro. Se preguntó si ese tarambana se habría ido sin ella. Loretta, la recepcionista, portaba un disfraz que emulaba a las nobles francesas del siglo XVIII, abultada falda, corpiño comprimido y peluca blanca rellena de bucles. Bea se le aproximó para preguntarle sobre su compañero de viaje cuando escuchó un silbido a su espalda. Tuvo conciencia de que era él antes de girarse. Imaginó que iría ataviado de Ludovico Manin, el último dux de la Serenísima República de Venecia por el montonazo de preguntas que le había hecho esa misma tarde a Carlo, el remero de la góndola. Sin embargo, pronto descubriría que no se debía dar nada por sentado cuando se trataba de Peter.

Anonadada, lo examinó de arriba abajo sin podérselo creer. Cerró los ojos y, al abrirlos, la misma imagen de él se le apareció. Peter rio ante su reacción y se acercó a ella, algo temeroso, pues sabía bien que todavía estaba furiosa por lo de esa misma tarde.

—¿¡Se puede saber de qué cojones vas!? ¡¡Pareces un deshollinador!! ¿Recuerdas que es un baile de máscaras sobre Venecia, verdad? —Peter sonrió, y sus blancos dientes refulgieron sobre el ceniciento rostro. Vestía de negro de pies a cabeza, inclusive, manos y rostro.

—Ya lo sé. Y buscaba justo esa reacción: la sorpresa. Quería destacar entre la multitud.

—No, si sorpresa vas a causar, de eso estate seguro. Lo que dudo es que te dejen entrar con esas pintas.

—¿Y por qué no? Esta noche se contará la historia de esta maravillosa ciudad entre máscaras y prendas, y yo luzco la parte más importante de todas, que a menudo se olvida.

Bea alzó una ceja y compuso gesto escéptico.

—¡Voy de la peste negra! —La joven abrió tanto los ojos que rezó para que no se le saliesen de las órbitas. ¿Había dicho peste? ¿¡¡La peste!!?—. Asoló la ciudad sobre el 1575. Como ves, forma parte de Venecia.

—¿Y no podías ir de dottore? Venden unas máscaras con pico y ojos de cristal muy originales. O no sé, de magistrado de la sanidad, en esa época tenían un papel importante, surgieron para limpiar la ciudad.

—Mucha gente irá de eso. Yo quería algo inusual, barajé ir de enfermo pero no encontré maquillaje para hacerme los bubos.

Bea dio gracias al cielo por ello y gimió al imaginárselo con el pelo revuelto, los ojos ennegrecidos y todo el cuerpo cubierto de asquerosos bultos. Dado el panorama, reconocía que de los dos males, el escogido para esa noche era el mejor.

—¿Y qué pasa con Ludovico Manin?

—¿Qué pasa con él?

—¡¡Preguntaste toda su vida!!

—Claro, porque me interesa mucho. Soy miembro de Cuéntame un cuento, un blog de historia que aborda la vida de personajes relevantes. Siempre que viajo a algún lugar intento hacer muchas fotos y documentarme sobre alguien para hacer un artículo después. Como ves, soy todo un portento. A mi lado, cariño, nunca te aburrirás. —Le guiñó un ojo, y Bea puso los ojos en blanco, divertida.

—Eres único.

—Bueno, tú también, reconoce que tu traje es muy original. —Bea tuvo que estar de acuerdo. Su vestimenta era maravillosa, digno homenaje a esas valientes mujeres—. Lo que no sé es cómo encaja con la idea, pero me gusta.

—Es un reconocimiento a la valentía de las cortesanas, las mujeres que decidieron ser libres en un mundo dominado por el hombre.

—¿Ah, sí? No sabía yo eso de Caperucita.

—¿¿Cómo que Caperucita??

—¿Ese es tu disfraz, no?

—¿¡Caperucita!? ¡¡No!! Voy de meretriz.

Peter contempló esa capa roja que la cubría por entero y solo se le ocurrió musitar un:

—Ah.

—La capa simboliza dos cosas: la norma que les impusieron de salir solo los sábados cubiertas totalmente y sin ninguna joya. De ahí también el látigo —lo alzó—, pues la pena por desobedecer era esa, latigazos. Yo, con esta acción, demuestro que ahora es la mujer la que lo empuña y no al revés. Y el tono rojo representa la sangre de todas aquellas que sufrieron la represión.

«Yo sí que te dejaría empuñar mi látigo», pensó él de pronto. Dio un respingo, sacudiéndose la idea, antes de ponerse más guarrón. Algo imposible, pues Bea se descubrió y dejó el vestido que portaba ante su vista. Peter se embriagó de esa sensualidad y tuvo que tragar saliva varias veces. Decir que estaba deliciosa se le quedaba corto. Alargó la mano embobado hacia delante, y ella le dio un manotazo.

—¡Quieto, bicho!

—Mi amor, eres la reencarnación de Venus. Mi boca arde en deseos de probarte.

—Lo que vas a probar es el guantazo de mi mano como no te alejes. Este vestido blanco pero provocativo muestra la liberación de la mujer. Tuvieron que escoger entre tres destinos: el matrimonio, la Iglesia o convertirse en meretriz. Esta noche elijo el último, soy dueña de mi vida y someteré a todo hombre que se me cruce por delante.

—A mí ya me has sometido, reina mía. Haz conmigo cuanto gustes, tuyo soy ahora y siempre —manifestó con reverencia en la voz—. Decide, mi pecadora dama, ¿qué ha de ser de mí? —Cayó al suelo de rodillas y agachó la cabeza.

Bea rio.

—Levante, gallardo caballero —bromeó ella, siguiéndole el juego—. Tengo una gesta para usted.

—Dime pues, mi bien amada. ¿Qué he de hacer?

—Condúceme presto al baile.

—Eso haré y os guardaré bajo mi atenta mirada.

Bea arrugó la frente. Eso ya no le molaba tanto…

—Bueno, tampoco te pases, que hoy tengo que mojar.

Ahora le tocó el turno a Peter de mosquearse. Por un momento, olvidó al dichoso condecito. Sobre su cadáver plantaría una de sus zarpas en su sedoso cuerpo. Ahí estaría él para asegurarse y haría lo que fuese por conseguirlo. Como decía Rafa en su nota, llegó el momento de pasar a la última fase: atacar.

—¿Partimos?

Ella asintió.

Salieron al exterior y se maravillaron del ambiente carnavalesco que los rodeaba, por doquier había personas ataviadas de todo tipo de disfraces. Esa noche, Venecia relucía de color y jolgorio. Esa noche, eran Venecia.

Peter, contagiado con el clima festivo, alzó los brazos al cielo y dio vueltas mientras recitaba:

—«Id más allá, muy lejos aún, hondo en la noche, / sobre el tapiz del Dux, sombras entretejidas, / príncipes o nereidas que el tiempo destruyó».

—¿Y eso?

—Poesía, mi querida amazona.

—Hombre, hasta ahí llegaba —replicó ella.

—Es una oda a Venecia, versos de Gimferrer, la aprendí hace tiempo. No sé, me ha venido a la mente.

—Pues mira, a mí también.

—¿Sabes de poesía? —Sus ojos brillaron—. Declámame —rogó ansioso.

—Mueve tu culo de una vez porque si a mi conde no llego a ver, no tendrás Venecia para correr. ¿Te ha gustado? —ironizó, dándole un empellón para que se pusiese en marcha.

—Me encanta cuando te pones agresiva. Algún día convertiré en pasión toda esa furia y tendremos la mejor noche de nuestra vida.

—¡Vamos! —lo apremió, pasando por su lado.

Poco después, sobre las ocho y media, se encontraron frente al gótico palazzo Pisani Moretta, donde se celebraría el aclamado Baile del Dogo. Bea examinó la grandiosidad del edificio. Dos plantas y seis ventanas geminadas con arcos ojivales. En la planta baja, dos arcos centrales señalaban la apertura de las puertas con arcos al canal. Y ahí se plantó ella, ansiosa y emocionada. Pronto, la recibió un hombre ataviado de mayordomo de época y, con una reverencia, los invitó a pasar. En una tarima, una mujer semidesnuda danzaba sensualmente, Bea echó un ojo a su acompañante y lo vio admirar a la bailarina. Aprovechó que pasaba una camarera con una bandeja y le cogió una copa vacía, empotró el cristal sobre sus morros y él dio un brinco.

—¿Qué pasa?

—Nada. Te recogía la baba.

—¿Celosa, mi vida?

—Tus ganas.

Se alejó de él y se encaminó a la zona donde servían el cóctel de bienvenida, Peter la siguió como un manso corderito y charlaron mientras observaban al resto. Personajes de todo tipo los rodearon. Abundaba la maschera nobile, típico disfraz compuesto por el tabarro y capa negra de seda, la baùta (máscara blanca o negra, había de ambas) y tricornio de fieltro. Damas venecianas, varias María Antonieta, Casanovas, arlequines…

Dos horas después, anunciaron la cena. Los asistentes buscaron sus ubicaciones y se dirigieron a su planta. Bea y Peter estaban en la segunda, la vip, frente al escenario. Llegaron absortos en esa decoración. Ninguno de los dos daba crédito ante tanta opulencia. Un cielo estrellado cobijaba una estancia que celebraba desde cada rincón la gloria inmortal de Venecia. No había zona allí que quedase desprovista de historia.

Se acercó a su mesa y vio que estaba cubierta por una rica mantelería y que las vajillas, según le indicó una mujer que ya había tomado asiento, eran de Murano. La cubertería de plata y, por supuesto, todo iluminado por velas.

Peter saludó a la pareja de arlequines anciana y tomó asiento. Bea se colocó a su lado. Poco a poco el resto de comensales fueron llegando.

Tres mascherieri y un targhieri se sentaron al lado del arlequín. Lo que no pareció gustarle mucho a su señora, la misma que le contó lo de la vajilla, pues apartando al pobre Peter, se abalanzó sobre Bea para informarle que ellos nunca pagaban entrada, eran invitados de Antonia Sautter porque se encargaban de hacer y pintar las máscaras que todos lucían. Bea se mordió la boca y ni pestañeó. ¿Qué diría esa pomposa cotilla si se enterase que ellos tampoco habían pagado nada? Seguro le daba una apoplejía, sonrió pensándolo, y la otra lo tomó como un asentimiento a su información. Rio cómplice y volvió a su sitio, acechando a todos con su escrutadora mirada.

Tres minutos más tarde, apareció un doge y una noble repleta de plumas rojas. La mujer se sentó a su lado y le sonrió amablemente. Bea le respondió con el mismo saludo e inmediatamente sintió un torrente de simpatía por su compañera de la derecha, lo que no podría afirmar de la de la izquierda, que volvía a tocarle el codo, apartando a un agobiadísimo Peter, para preguntarle si conocía a la de su derecha. Bea negó con la cabeza y suspiró fuertemente. La de las plumas rojas, consciente de todo, rio.

¿Te cambio el sitio, amor? —ofreció, ansioso, Peter.

—Ni de coña.

—¿Española? —pronunció la de las plumas. Bea asintió—. Me encanta vuestro país —exclamó en un español algo extraño—. He viajado varias veces. Me gustó mucho Madrid y Valencia.

—¡Nosotros somos de Valencia! —presumió Bea.

—Ciudad preciosa, aunque algo peligrosa.

—¿Y eso? No me digas que te atracaron.

—Oh, no. Lo digo por sus playas.

—¿Eh?

—Tomé tanto el sol que acabé chuscarrada.

Bea rio. La señora volvió a apartar a Peter y la agarró del brazo preguntándole si la había llamado. «Vieja cotilla; se muere por enterarse». Bea sonrió y negó con la cabeza, la otra forzó una sonrisa y sus ojos centellaron de ira.

—Es Enriquetta Ratti. Veneciana de pura cepa. Una de las propietarias más acaudaladas de la ciudad, su empresa es la encargada de hacer los accesorios que todas portamos con el disfraz. Por cierto, déjame decirte que me encanta el tuyo. ¿Cuándo lo alquilaste? No lo había visto.

La de las plumas la observó con admiración.

—No lo he alquilado. Soy diseñadora, lo confeccioné para hoy.

—Pues tienes unas manos que hacen magia. Ay, qué maleducada, no me he presentado. Soy Brina Greci.

—Encantada. Bea Martínez y este —cabeceó hacia Peter—, Pedro Carrasco. —El aludido gimió.

—Llámame Peter, por favor. —Fulminó a Bea con la mirada, y ella rio maliciosa.

—¿De qué va? —susurró la otra por lo bajo.

—De la peste. —Brina abrió la boca con sorpresa—. No preguntes, es único. Y tú, ¿has venido sola? —Los ojos verdes de ella se llenaron de pena.

—No. Pero es como si lo hubiese hecho. Estoy aquí en deferencia a mi hermana, falleció hace tres años, y hoy he acompañado a mi cuñado. Acude todos los años para promocionar su negocio, tiene un viñedo.

—¿No se supone que aquí nadie se conoce?

—Eso es la teoría. En la práctica, todos sabemos más o menos quién se esconde tras la máscara. Mira allá, ese doge emperifollado. ¿Te suena? —Bea exprimió las ideas, pero no obtuvo resultado. Peter suspiró fuertemente.

—¡Gloria Santa! —estalló—. Si es George Clooney.

—Sí. —Rio Brina—. Viene todos los años. Se camufla, pero como veis, se le reconoce. Aquí hay de todo, empresarios, políticos, músicos famosos, actores… Es lo bonito del Dogo. Cuando bailas, lo haces con quien menos te imaginas, aunque, como te digo, la mayoría no puede ocultarse.

—¿Has venido muchas veces?

—Es la segunda. Más bien estoy aquí para cuidar a mis sobrinos. Mi cuñado se los ha traído a Venecia, y yo me ofrecí a ayudarle. Son dos diablillos —expresó con cariño.

—¿Dónde están ahora?

—Durmiendo con su nana. Durante el día, yo les entretengo y les doy clases, lo que me recuerda que estamos buscando a una profesora de español. ¿Conocéis a alguna?

Bea negó.

—Qué pena. Mi pobre cuñado lleva con eso meses, pero los demonios las espantan a todas —narró divertida—. Son buenos niños, solo que echan de menos a su madre.

—Pero te tienen a ti.

—No es lo mismo. Tampoco para él. —Su cara se contrajo y lo buscó por la sala.

—¿Por qué no se ha sentado contigo?

—Va en la mesa de Antonia. Es un invitado de honor.

El silencio llenó la estancia. Y todos miraron embobados a Antonia Sautter, que cruzó la sala como una Veronica Franco hermosísima de rojo y oro. Acompañada de un dux con ropajes del mismo tono que, a pesar de estar oculto por antifaz, Bea reconoció. Andreas Baroletti. Saludaron a todos y tomaron asiento. Bea se quedó mirándolo hasta que sintió una servilleta bajo su barbilla.

—Para la baba —gruñó Peter, imitando lo que ella había hecho horas atrás.

Bea rio con ganas. ¡Qué hombre!