24

Todo salió al revés.

Ni siquiera recordaba qué acontecimiento la precipitó hacia la catástrofe, pero allí estaba, a punto de llevar a cabo su ingeniosa idea y con el desastre apretando fuertemente su garganta como si de una cuerda de patíbulo se tratase.

Todo comenzó a las diez. Bea, acompañada de su séquito, se situó a los pies de la vertiente norte del monte de Garbí, desde donde se alzaba, majestuoso, el castillo de Benesda. Allí, aguardó impaciente a que el resto fuese llegando y miró una y otra vez su teléfono móvil a la espera de la confirmación de su madre, quien se encontraba en la fortaleza sirviendo, junto a su enemiga y futura consuegra, la cena del banquete. Su padre hacía de centinela, pero tampoco se había pronunciado y Bea se moría de los nervios, pues la paciencia nunca fue una de sus virtudes.

—¡Andrea! —vociferó al verla aparecer—. ¿Qué haces aquí? Tenías que personarte en el castillo junto a Ruth. ¡¡Sois las bailarinas, mis ojos en el interior!!

—Lo siento, Bea —se disculpó su amiga con gesto contrito—. Me tropecé con una maldita piedra y se me hinchó el pie. No podía dar ni un paso. —Bea se preocupó al instante.

—¿Estás mejor?

—Sí.

—Deberías irte a casa, no quiero que empeores y que mañana vayas con muletas.

—Ni loca me lo perdería.

—Andrea…

—No insistas.

—Anda, hazme caso. Prometo que te llamaré más tarde y te lo contaré todo con pelos y señales. Si hay algo que se me da bien es eso, créeme.

—Me quedo.

Bea puso los ojos en blanco, rindiéndose. Los Rico eran demasiado testarudos, jamás la convencería.

—Muy bien, pero montarás a caballo.

—No lo he hecho en mi vida.

—Ni yo, pero no creo que sea tan difícil. Además, Mery nos guiará y tendremos a alguien que lleve las riendas.

—Vale.

Bea asintió y llamó a Sara con la mano al verla subir la cuesta al lado de su marido. El hermano de Andrea portaba una bolsa de plástico, cosa que desestabilizó a Bea. Antes de mencionar su preocupación, una idea la asaltó y lentamente giró el rostro hacia su amiga achicando los ojos, con toda la suspicacia que pudo reunir en su mirada.

—Un momento. —Bea arrugó la nariz—. Si tú estás aquí, ¿quién ha ido en tu lugar?

Andrea soltó una risita, lo que provocó un gemido involuntario en la diseñadora. Rezó para que aquello que pensaba no fuese realidad.

—¿Tú qué crees? Mira a tu alrededor, ¿quién falta?

Bea hizo eso mismo y abrió los ojos con mesura, llevándose una mano al pecho. Se sentó en una roca y respiró entrecortadamente. Vaya, había acertado de pleno. Solo una persona estaba ausente y tenía claro que no se lo habría perdido por nada del mundo.

—No…

—Sí —confirmó su amiga con una estruendosa carcajada—. No hubo forma de hacerlo desistir. Si te consuela, me aseguró que dominaba muy bien la danza del vientre.

—Como yo, el chino, no te jode. Ese no ha dado una clase en su vida. Bueno, miento, se puso una por YouTube y mejor no te cuento lo que parecía, si piensas que yo muevo mal el esqueleto, él es peor.

—Estaba muy emocionado.

—¿Iba vestido como dije?

—Oh, sí. Ni Esmeralda le haría sombra. De hecho, se le parecía bastante.

Bea resopló y se dejó caer hacia atrás. Cerró los ojos y se imaginó a Rafa tal y como vestía la protagonista de El Jorobado de Notre Dame, peluca larga ondulada, aro dorado en la oreja, falda morada, corpiño y camisa blanca de cuello de barca. Ah, sin olvidar la pandereta. Es decir, que le había churimangado su disfraz, al que llevaba queriendo echarle el guante años. Rio sin poder evitarlo. Si quería distracción para los miembros de la Orden, lo había conseguido, vaya que sí.

—¿Qué le pasa? —inquirió Sara a su cuñada al observar extrañada a Bea tumbada hacia atrás en la tierra riendo a carcajada limpia.

—¿Y todavía lo preguntas, cariño? Es Bea.

—Nico, cállate —lo riñó su hermana. Andrea miró a Sara con una sonrisa—. Le he contado que Rafa será la bailarina.

—Entiendo. —Sara asintió con ojos chispeantes, imaginándose la escena; Nico rio fuertemente.

—Al menos le pondrá más empeño que tú, porque tienes menos ritmo que Sara, y mira que eso es difícil.

—¡Oye! —protestó su mujer.

—Serás…

—Antes de que lo asesinéis —intervino Bea, poniéndose en pie y sacudiéndose la ropa—, dejadme que le pregunte dónde se supone que están las armas. ¿Y la catapulta? Dijiste que la harías de cartón, y te aseguro que en esa bolsa que traes no cabe ni de coña.

—Ha sido imposible, Bea. Mi padre y yo los hemos llamado, pero ninguno podía echarnos un cable, es domingo y tenían planes. Hemos intentado hacerlo nosotros, pero sin más ayuda…

—Lo entiendo, tampoco quería que los colegas arquitectos de tu padre currasen hoy, te lo dije.

—Ya, pero había que intentarlo. En toda batalla por la conquista de un castillo, o al menos eso creo, había una catapulta. Siempre he querido disparar una, aunque fuese con pelotas de espuma, como acordamos. —Se mostró algo decepcionado, le habría gustado entrar en acción, pero de verdad, con piedras y eso, como en los antiguos tiempos, aunque, claro, Peter no aceptaría que su venerado castillo se hiciese añicos…

—Cariño, se trata de reproducir una fantasía, ¿recuerdas? —Él le guiñó un ojo.

—¿Qué hay de malo en soñar, letrada?

Bea alzó una mano, frenándolos, que los conocía demasiado bien, empezaban con las pullitas y acababan con empalagosos arrumacos.

—¿Qué hay de las espadas? ¿Te las dio Dani?

—No. Al parecer, tus caballeros de la brillante armadura insistieron en llevarlas consigo. Creen que la celebración se debe a un acontecimiento importante y van a hacer un paseíllo con ellas. ¿Qué les dijo Dani, Sara?

—Les hizo creer que esa noche se nombraría a los miembros del Consejo que, según me explicó, son los que toman las decisiones importantes, como el presupuesto, eventos, en qué ferias medievales participar… Y a su primo le dijo que iban a rendirle pleitesía. Me siento rara hablando de esto. —Rio—. Es como estar en la época, pero sin estarlo. De locos, vamos.

—Vaya. Bueno, ¿y las flechas y los arcos?

—Una mujer, la que hace de arquera, las custodia.

—¡Menos mal! ¿Os las dio? —Nico negó con la cabeza.

—Dani la contactó, pero estaba fuera de la ciudad este fin de semana.

—Mierda. ¿Y las lanzas?

—No…

—¿Hachas?

—Las tienen puliéndose.

—¡Joder! Dime que al menos tenemos escudos.

—Pues verás… —Se rascó el mentón—. En la última fiesta los dejaron en el castillo y, como está Peter, no pudimos recuperarlos.

—¡¡Qué vamos a hacer sin armas!! No podemos asediarlos y forzarlos a la rendición así. Mierda, ¡es una calamidad!

—No desesperes, Bea —la animó Sara—. Se nos ocurrirá algo. Si quieres conquistar el castillo, así será, aunque sea a punta de gritos.

—Oye, no es tan mala idea… O podemos usar piedras —sugirió Andrea.

—¿Y escalabrar a alguien? Se trata de hacer una representación, no un asesinato. ¿Alguna idea más? ¿Qué llevas ahí? —Bea señaló a la bolsa de Nico.

—Un bocata, jamón con tomate. No me ha dado tiempo a cenar. —La mente de Bea se puso en funcionamiento. Rio y dio una palmada—. ¿Qué pasa? —Nico la miró desconfiado, no pensaba darle su bocadillo, pues se moría de hambre, lo apartó de su vista.

—¡¡Lo tengo, chicos!! Ya sé qué utilizaremos.

—¿Y bien?

—Ay, Sara, ¡es genial!

—Me das miedo…

—Venga, di—la apremió Andrea, curiosa.

—¡Le dispararemos legumbres!

—Ni que estuviésemos en la fiesta de La Tomatina.

—¡¡Silencio, Nico!! —gritaron las mujeres a la vez.

El móvil de Bea comenzó a sonar, en la pantalla leyó «Madre superiora». ¡Por fin!

—¡Mamá! Menos mal, ya estaba preocupada. Dame buenas noticias, anda.

—Cielito

—Oh, no. Cuando pones ese tono y utilizas el cielito solo puede significar dos cosas: quieres ir de shopping o vas a decirme algo que no me gusta nada. Y como la primera es imposible, ya que todo está cerrado y mañana tienes la pedicura a las once, deduzco que es lo siguiente.

¡Ha sido culpa de esa hippie!

—¿¡Qué ha pasado!?

—Llegamos y nos metimos en la cocina, nadie se extrañó al ver a Ana y no cuestionaron mi presencia, tal y como ordenaste, evité que Peter me viese. Nos pusimos a hacer la cena y, cuando llegamos al postre, aproveché para ir al servicio, y lo digo entre comillas porque es un trozo de piedra, por poco me caigo y me congelo el culo. De verdad, hija mía, que no sé cómo me metes en estos embolados. ¿No podrías haber encontrado un abogado o un médico? O mira, ni siquiera eso, hasta con el cartero me conformo, ¡pero un tío que se cree que está en la época medieval! Solo tú, cariño, tendrías semejante elección. Aunque tengo que reconocer que entre este y el italiano arruinado, lo prefiero, porque por lo menos te tendré por aquí. Y serás condesa, ¿lo sabías? Tú, que tanto lo deseabas de pequeña… Eso me lo ha contado Ana, que el título es verdadero. Aunque no tiene ningún valor y va aparejado a estas ruinas, serás la condesa de Benesda, ¿Suena bien, eh? Lo único. Pero allá tú si te quieres meter en estos líos. Eso sí, te advierto desde ya que yo no me pienso disfrazar en tu boda porque tengo un modelito con una pamela que es…

—¡¡Mamá, suéltalo ya!

—Le dije que se encargase ella de poner las infusiones, que estaban en mi bolso. ¡Solo me ausenté cinco minutos! Te lo juro, nenita, pero le fue suficiente para estropearlo todo. Ahora, que la culpa es tuya por meterla en esto.

—¡¡Mamá!!

—La tonta cogió la bolsa que no era. Una cajita, ¿no era tan difícil verdad? Pues al parecer sí porque fue directa a por mis hierbajos. Me los compré el viernes y se me olvidó sacarlos…

—¿Qué… qué les habéis dado?

—Salvado de avena y unas hojas de Ortiga.

—¿Y eso sirve para…?

—Ir al baño.

—¿¡Qué!?

—Bueno, nenita, sabes que últimamente con mis nuevas responsabilidades en el Hogar de las jubiladas tengo mucho estrés, y eso siempre me deriva en estreñimiento.

—Dios mío…

¿No los querías distraídos? Te aseguro que lo están. ¡¡Eh!! Aquí ni se te ocurra. ¡¡Baja de la pila!! Nenita, te dejo, que al parecer uno se ha perdido. ¡¡El baño está por ahí!! No, no, no. ¡Fuera…!

Y eso fue lo último que Bea escuchó antes de que le colgase. Desolada, se giró hacia sus amigos y, antes de abrir la boca, vio aparecer a Mery y Marga. Incrédula, observó al animal que las acompañaba.

—¿¡Y los caballos!?

—Mi tío se ha negado a ayudarnos. Pero, mira, su vecino me lo ha prestado. No es lo que querías, pero algo hará.

Bea se ahogó. Andrea la abanicó con la mano, Nico la sostuvo y Sara se sacó la botellita de agua del bolso y le dio un trago. Le ordenó que respirase hondo. Así lo hizo e intentó coger fuerzas.

—No puedo aparecer sentada en un… un… ¡¡un burro!!

***

Peter presidía la mesa nada animado. Simulaba diversión y, cuando le hablaban, directamente asentía y forzaba una sonrisa, pero por dentro estaba hecho polvo. Su mente vagaba una y otra vez hacia esa amazona de cabellos rubios y ojos claros que se había clavado a fuego lento en su corazón, en el que sentía ardientes dagas cuando la imaginaba en los brazos de Andreas. Debía ser noble, aceptar su decisión y aplacar las intensas ganas que tenía de ir a su encuentro, asestarle un derechazo al italiano y besarla hasta que la hiciese entrar en razón. Sabía que jamás sería capaz de algo así porque la felicidad de Bea era lo más importante, aunque para ello tuviese que desgarrarse el alma. Además, Andreas era un buen tío que se había ganado su amistad.

Dani le había dicho una hora atrás, antes de iniciarse la cena, que se había rendido, que no era propio de él, pero ¿qué más podía hacer? Lo intentó todo. Podría haber jurado que ella realmente sentía algo por él, que vibraba con cada caricia como Peter lo hacía, pero al parecer no era suficiente. Siempre adoraría al otro, y contra eso, ni podía ni quería luchar. Ya no. Si al menos tuviese un resquicio de esperanza… Entonces, nada ni nadie lo detendría, pero Bea lo había dejado claro, no era el hombre de su vida. ¿A quién quería engañar? Ella, tan perfecta y hermosa, jamás se fijaría en un excéntrico desgarbado como él, reconocía que sus aficiones eran algo peculiares y que posiblemente minasen sus oportunidades de hallar el amor, al que ya le había dado la espalda, pues Bea lo era todo para él, la única a la que amaría mientras le quedase un suspiro de vida. Su otra mitad. Nunca habría otra como ella. Bea Martínez Saez era y sería la dueña de sus días.

Intentó atender a la conversación que tenía lugar en la mesa para distraerse de sus lúgubres pensamientos y hasta jugar con el perro de su primo, que estaba bajo la mesa. Sin embargo, el animal no se tomó muy bien que le quitase el hueso que mordía, pues a punto estuvo de cercenarle el dedo de un bocado. Se lo lanzó lejos, y el peludo lo miró fijamente, antes de tumbarse en el suelo, ignorándolo.

Su primo rio ante su desconcierto y le aseguró que Tony no era como el resto de chuchos.

—¿Por qué lo has traído? No es que me importe, pero no sé, me extraña.

—Ah. Es que se quedaba solo. Y me lo endosaron.

Peter sonrió por primera vez en toda la noche de forma verdadera. Daniel detestaba cuidar del can. Antes de ofrecerle una réplica, la puerta se abrió y por ella entraron varios de sus hombres, tras ellos se escuchaba una extraña música.

—¿Qué sucede, Justo? —le preguntó a uno de ellos.

—Dos mujeres, mi señor. Son bailarinas, creo que han sido contratadas para amenizar la velada, aunque si me permite el atrevimiento, no parecen muy versadas en el canto.

—Y una de ellas es más fea que un pie —aportó su compañero arrugando la nariz en un gesto de rechazo—. ¿Las hacemos pasar?

—¿Es cosa tuya?

Daniel observó a la mujer que cruzó la puerta y no pudo articular palabra. Todos los asistentes contemplaron a la hermosa mujer de ropas llamativas cuyo cuerpo magníficamente formado llamaba la atención mientras movía de forma sensual las caderas. Y se horrorizaron con su compañera, y eso que mantenía la cabeza gacha y no le veían bien el rostro. Iba vestida como una zíngara y daba toques a una pandereta. De pronto, alzó la cabeza, abrió la boca y aulló, porque jamás se podría considerar canto a lo que salió de ahí. Todos la observaron estremecidos. Peter se removió en su asiento y se puso en pie, muy sorprendido, cuando reconoció a las artistas del extraño concierto—. ¡¡Rafa!! ¿¡¡Qué estás haciendo aquí!!? Creí que seguirías en Venecia y, ¿Ruth? Yo… —Se mesó el cabello—. Vaya, jamás lo habría imaginado. Esto… ¡Menuda sorpresa! Os agradezco el espectáculo. Pero…

No continuó porque uno a uno, los invitados e invitadas a la cena fueron lanzando chillidos, quejidos y lamentos y, sujetándose el vientre, corrieron hacia el baño. Peter se quedó a solas con Daniel, Ruth y Rafa. Confuso ante los acontecimientos que presenciaba, cogió su infusión y fue a darle un sorbo, pero su primo le dio un manotazo y se la tiró.

—¡¡Daniel, qué haces!!

—Yo…

Rafa quiso ayudar y empezó a cantar. Ruth se tapó los oídos, Tony corrió hacia su ama, ladrando al peluquero para que cerrase la boca, Daniel se desplomó contra la silla y hundió la cabeza entre las manos y Peter miró de un lado para el otro sin saber cómo actuar. De repente, las puertas volvieron a abrirse, esta vez, de golpe. Su chambelán, entró.

—¡¡Mi señor!! Tiene que venir. ¡Nos asedian!

—¿Cómo?

—Una loca subida a un burro está tirando tomates y lechugas hacia la puerta y gritando que nos rindamos o nos sitiará. ¿Será una especie de manifestación?

—Y la acompañan otros, con cacerolas y palos haciéndolas sonar —informó uno de los centinelas, entrando—. Ah, y señor, este hombre se ha hecho pasar por uno de los nuestros. Lo hemos encontrado escondido en la torre. —Cogió a alguien y le dio un empellón para introducirlo en la estancia. Peter pudo verlo con claridad.

—¡Adolfo! ¿Qué estás haciendo aquí?

El padre de Bea miró hacia el salón y preguntó:

—¿Dónde están Encarna y tu madre? Hijo, no permitiré que las toméis prisioneras —amenazó, metiéndose en el papel—. Lucharé a muerte, prefiero los calabozos a la rendición frente al enemigo.

—¿Mi madre está aquí? Pero ¿qué está pasando? No entiendo nada…

Rafa dio un paso y sacó el móvil.

—¿Qué haces? —le preguntó Dani.

—Un vídeo. A Bebi le gustará tenerlo. Señor, ¿puede repetir la última parte? Pero alzando la mano y con el tono más potente.

Adolfo así lo hizo.

—¡Esto es de locos! —replicó Dani.

—Ni que lo digas. —Rio su mujer mientras acariciaba a Tony—. Te aseguro que no olvidaré este día.

Peter se puso en pie y salió del gran salón, seguido por los demás. El hombre que asumía las funciones de centinela del castillo corrió hacia él.

—¡Señor! Han avanzado. Están en el patio de armas. Tienen piedras y un tronco. Amenazan con derribarnos si no abrimos. ¿Qué hacemos? —El joven estaba excitado, se sentía como si realmente estuviese viviendo un asedio. Peter observó a sus compañeros y descubrió en ellos un atisbo de diversión. Una idea fue formándose en su mente, pero no quiso abrazarla, pues si se equivocaba, la decepción sería demasiado grande y dolorosa. Sin embargo, ¿qué otra persona sería capaz de semejante locura? Con el corazón henchido de esperanza, subió los escalones de la torre y desde allí contempló a los invasores. Ante sus incrédulos ojos y en un gracioso animal se alzaba a grito pelado su hermosa amazona, despotricando contra la puerta cerrada y lanzando comida. No se explicaba su presencia, el porqué de ese jaleo que estaba formando, sin embargo, una sonrisa fue ensanchando su boca y el corazón volvió a palpitar sobre su pecho. ¡Bea estaba allí! Carraspeó e intentó disimular su alegría:

—¿Qué está sucediendo aquí? —tronó desde lo alto—. ¿Quién sois vos y qué queréis?

Bea, al escuchar su voz, se movió inquieta. El burro, al notar su nerviosismo, se puso en marcha.

—¡¡Mery!! ¡¡Nico!! —Sus amigos corrieron en su ayuda y tranquilizaron al animal. Bea cerró los ojos, respiró hondo e intentó regular su acelerado pulso. Se insufló valor y miró hacia arriba, controlando el nerviosismo de su voz—. Señor de los Trotamundos, ¿no es obvio? Vengo a conquistaros. No aceptaré medias tintas, quiero la rendición total, seré piadosa si lo hacéis. Oponeros y no habrá piedad.

—¿Qué pena me infringiréis si no acepto?

—Os encerraré en un calabozo hasta que cedáis; conmigo como única presencia. Y os torturaré una y otra vez hasta que sucumbáis. Os haré gritar y venerareis mi nombre.

Peter la miró intensamente, rememorando su glorioso cuerpo, no se le pasaba por alto el doble sentido de sus palabras. ¿Sería posible? ¿Era aquello una realidad o una ilusión formada por su esperanzada mente?

—Qué sanguinaria.

—Cuando quiero algo, lo soy.

—¿Y qué queréis?

—A vos, mi señor, y no me moveré de aquí hasta conseguir mi propósito.

El corazón de Peter latió velozmente y un nudo se alojó en su garganta.

La voz de Bea perdió potencia y sus ojos se plagaron de lágrimas, la emoción tiñó sus siguientes palabras:

—Sois lo único que he anhelado en esta vida, espero que no sea tarde. No sé qué creíste escuchar… Pero huiste sin darme tiempo a decirte que has sido un grano en el culo desde que nos conocimos.

—¡Bea! —protestó Sara a su lado. La joven continuó con una sonrisa.

—Y que quizá, por eso, me volviste loca desde el primer día. He soñado contigo desde nuestro primer encuentro, me has obsesionado como nadie. Mírame, aquí, subida a un burro, vestida con una túnica de esas tuyas que me ha prestado tu madre y haciendo el ridículo de mi vida por ti. Y lo repetiría una y mil veces. ¿Sabes por qué? —Él negó con la cabeza—. Porque te amo y estoy dispuesta a lo que sea, incluso viviré en este castillo. Eso sí, con una tele y una cama en condiciones, que la telenovela es sagrada.

—¿Y Andreas?

Ella rio.

—Casado con Brina por fin. Nunca sentí nada por él y lo sabes tan bien como yo.

—¡Te besó!

Encarna y Ana dejaron de espiar por las ventanas y salieron al exterior.

—Sí, en el baile. Y gracias que lo hizo, porque me di cuenta de que no me hacía arder, al contrario que tú. Además fue antes de nuestra primera noche. Después de ti, no ha habido nadie ni lo habrá. Primero encendiste mi cuerpo y luego mi corazón.

—Ay, Dios mío, Beatriz Martínez. Vas a hacer que a tu pobre madre le dé un parraque. —La joven ignoró a Encarna. Su marido la abrazó por detrás y le dio un beso en la mejilla, ella le sonrió y escuchó el resto de la declaración de su escandalosa hija.

—Estoy loca y absolutamente enamorada de ti. Siempre has sido tú. ¿Qué me dices, mi señor? ¿Me jurarás lealtad y te unirás a mí para siempre?

Peter la contemplaba arrobado, en silencio. Era incapaz de hablar por miedo a que ese maravilloso sueño se esfumase. Dio media vuelta.

Bea vio que se marchaba y ahogó un sollozo. ¡Había llegado tarde! Le rogó a Nico que la ayudase a desmontar y, cuando lo hizo, se lo agradeció con lágrimas rodando por su rostro. Derrotada y cabizbaja, se alejó de allí mientras sentía que su mundo se hundía poco a poco. No podía culparlo, al final, se cansó de esperarla. Estúpida, eso era. Por no haber abierto los ojos a tiempo. ¿Y ahora qué? ¿Cómo podría continuar? Peter se había convertido en su todo, estaría perdida sin él. Sintió un dolor agudo y ahora supo lo que sintió Valentina cuando escuchó cómo Orestes le decía a su madre que solo la quería por su herencia, que, bueno, luego se descubre que era mentira, pero la pobre anda que no sufrió, lloró lo que no está escrito. Tampoco se podía comparar con ella básicamente porque era la protagonista de una telenovela y lo suyo, real, mucho. Y dolía un cojón. Se desplomó en el suelo y sollozó.

—¡Beeeaaa! —Esa voz, esa hermosa y amada voz. ¿Vendría a regodearse de su pena? Lentamente se puso en pie, se limpió las lágrimas y se dio la vuelta. Peter estaba a unos pocos metros de ella—. ¿Dónde crees que vas? Atacas mi castillo, amenazas a mi gente, me pides la rendición, ¿y te marchas? ¡Qué clase de conquistadora eres!

—Una que sabe cuándo ha perdido —se lamentó.

—Pensaba que estabas decidida a someterme, a encerrarme si me negaba, a torturarme y a hacerme gritar tu nombre. ¿Dónde están esas promesas, mi bella guerrera?

Bea dio un paso, luego otro, otro y otro…

—¿Estarías dispuesto a someterte a mí?

Él la miró con todo el amor que sentía.

—Para el resto de mis días.

—Perderás la batalla, mi gallardo señor —ronroneó coqueta y muy pegada a su cuerpo.

—No, mi amor, al contrario. Hoy he ganado la más feroz de las contiendas: tu corazón.

—Lo tienes desde el primer día.

Peter pegó sus labios a los de ella y la besó ardientemente, con toda la pasión que guardaba en su interior. Se separaron, jadeantes.

—¿Qué te parece si ahora conquistas otras partes de mi cuerpo?

—Estaría más que encantado, mi hermosa amazona.

Tras ellos, alguien tosió. Bea se acercó a un matorral y alargó un brazo asiendo al intruso.

—¿¡Mamá!? —Encarna salió con las mejillas encendidas—. ¿Se puede saber qué estabas haciendo?

—Ay, nenita, ¿qué va a ser? ¡Pues meter el moco!

Peter lanzó una carcajada.

—Cariño, no puedes negar que eres su…

—Si lo dices, te retuerzo las pelotas y ni pinchito ni leches.

El joven rio otra vez y, sin poder evitarlo, la besó. ¡Qué mujer!