10: Orla, la del cabello dorado

Jonty McCann vivía justo pasando Muff en la R238, en una casa parroquial de granito recientemente renovada que daba al lago Foyle. Había ovejas y vacas por todas partes y en el aire se sentía olor a fertilizante.

Aparqué delante del portal blanco de hierro fundido y me bajé. Me quité la chaqueta de cuero y saqué el impermeable del maletero.

—¿Quieres venir? Será la misma historia.

—Voy a pasar —dijo Kate, todavía un poco desconcertada por la facilidad con que habíamos cruzado la frontera. Si yo conocía un camino secreto y no patrullado desde Irlanda del Norte hasta la República de Irlanda, los terroristas debían de conocer cientos…

En el jardín de Jonty habían plantado guisantes y rosas rojas y rosadas.

La casa estaba arreglada y bien cuidada.

En la biografía decía que Jonty era albañil, pero también que era un jefe de división del INLA que durante años había organizado operaciones en las que había muerto un gran número de personas: policías, soldados, civiles y líderes de facciones rivales, incluyendo un par de hombres de alto nivel del IRA. En teoría había una tregua entre el IRA y el INLA, pero Jonty tenía que saber que algún día alguien vendría en busca de venganza.

Golpeamos la puerta principal, que era azul.

Abrió una joven de pelo marrón y ojos verdes que llevaba una sudadera de Snoopy y botas de lluvia verdes. Sabía que tenía que observarla con atención, pero lo que me obsesionaba era la sudadera. Snoopy llevaba las gafas de sol de su alter ego Joe Cool que había estado brevemente de moda unos diez años antes. ¿Cómo había sobrevivido esa sudadera a tantos ciclos de lavado?

—Buscamos a Jonty McCann —expliqué después de que Kate me diera un codazo.

—Sí —dijo Kate.

La joven miró a Kate y eso la tranquilizó un poco. Desde luego no parecía una asesina del IRA.

—¿Para qué? —preguntó.

—Un asunto privado —dije.

—¿Qué clase de asunto privado?

—Es privado, no puedo decir nada más.

—No le gusta que lo interrumpan cuando está pescando.

—No creo que esto lleve demasiado tiempo.

La joven examinó mi cara, tratando de deducir qué era yo exactamente. Le mostré mi credencial.

—Soy investigador de la RUC y no tengo ninguna jurisdicción aquí en Donegal. Si Jonty no quiere hablarme, puede decirme que me vaya a la mierda y no habrá nada que yo pueda hacer al respecto. Pero no creo que lo haga. Esto no llevará más de cinco minutos.

Ella asintió con un gesto.

—Él jamás hablaría con un policía.

—Supongo que podría preguntárselo y confirmarlo…

—Supongo que podría preguntárselo. De acuerdo… Está pescando al final del sendero.

—¿Dónde?

—Den la vuelta a la casa y vayan en dirección al agua. Le avisaré de que van hacia allí.

—Sí, hágalo.

Era probable que lo llamara con un intercomunicador, o más probablemente él ya había oído toda la conversación a través de un micrófono abierto. Mandarnos hasta allí a pie le daría tiempo suficiente para sacar su arma y prepararse.

Y como era de esperar, al final del sendero lleno de zarzas estaba Jonty de pie delante de un banco de pescar y dos cañas. Miraba en nuestra dirección con la mano derecha en el bolsillo de su chaqueta Barbour.

Tenía cincuenta años pero aparentaba menos. Su pelo era grueso y negro, llevaba una barba tupida y no tenía ninguna arruga de preocupación. Era evidente que no estaba atormentado por pesadillas en las que aparecían hombres rogando por sus vidas. Nos habíamos encontrado antes una vez, cuando Dermot era capitán del equipo escolar en el torneo irlandés interescolar de debates. Por supuesto habíamos ganado nosotros y la escuela había agasajado adecuadamente a Dermot. Yo también formaba parte del equipo, pero Dermot siempre era la estrella del momento e imagino que Jonty no me recordaría de aquella fiesta de la victoria en el pub Londonderry Arms de Carnlough.

Levanté las manos y le hice a Kate un gesto para que me imitara.

—¿Qué quieres, poli? —preguntó Jonty con la mano aún dentro del bolsillo.

—Busco a tu sobrino, Jonty. Busco a Dermot —dije.

—¿Dermot? ¿Por qué habría de tener alguna idea de dónde se encuentra? —dijo Jonty.

—Y si lo supieras no me lo dirías.

—No.

Nos miramos fijamente. Mis manos seguían levantadas, la derecha suya seguía en el gatillo de su arma.

—¿Se ha puesto en contacto contigo desde que se escapó? —pregunté.

—No voy a decirte nada. Estás perdiendo el tiempo conmigo, poli.

—¿Se ha puesto en contacto contigo desde Libia alguna vez? —pregunté.

—¿Libia? ¿Dónde está eso?

En su época, Jonty había pasado por docenas de interrogatorios: la RUC, la policía irlandesa, el Ejército británico, la inteligencia británica…

Podía seguir así durante horas.

Miré a Kate. Esto era mayormente para que ella lo presenciara y pudiera informar de que yo al menos lo había intentado. Pero además yo sentía curiosidad por Orla.

—Si se pone en contacto, dile que Sean Duffy preguntó por él —dije.

Jonty frunció el ceño.

—Te conozco. Trabajas para los británicos porque nosotros te rechazamos. Aceptas los chelines de cualquiera, ¿verdad? O quizás tu precio sea treinta piezas de plata…

Bostecé. Uno creería que después de todo este tiempo se les habrían ocurrido frases más originales.

—¿Conoces a un proxeneta llamado Poppy Devlin? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—Maureen me ha contado que tu sobrina, Orla, se ha juntado con este personaje.

—No me sorprendería. Orla no hace caso a nadie. Sigue su propio camino y lo que haga es cosa de ella.

—Recuerdo a Orla. Una chiquita hermosa y además lista. ¿No podrías hacer algo al respecto, Jonty? Todos están muy disgustados.

—¡No te atrevas a hablar de eso! ¡No hables de ningún miembro de mi familia! ¡No es asunto tuyo, poli! ¡Hemos hecho por Orla todo lo que hemos podido! ¡Lo que hemos podido y más! Y no puedo regresar a Derry ahora. ¡Es imposible! ¿Entiendes? Lo único que puedo hacer es usar mi influencia desde aquí.

—Pero Jonty, si…

Sacó la 9 milímetros y nos apuntó con ella.

—¡Basta! Me has hecho levantar la voz, poli. Has conseguido que espante a los peces. Creo que es hora de que crucéis la frontera y regreséis a los Seis Condados, ¿no? —Una fría amenaza le sacudía la voz.

—De acuerdo, tranquilo, amigo. Nos iremos —dije.

Retrocedí unos pasos.

—¡Vamos, largaos! —gruñó.

Kate y yo nos dimos la vuelta y caminamos rápido hasta el coche.

Cuando subimos al BMW, Kate encendió uno de mis cigarrillos con una mano temblorosa.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté.

—Por un momento pensé que nos iba a disparar. Nadie sabía que estábamos allí. Podría haberlo hecho y salirse con la suya fácilmente —dijo.

—Podría. Pero le habría arruinado la pesca.

Arranqué el coche y en diez minutos estábamos al otro lado de la frontera, en Irlanda del Norte.

—Entonces supongo que te llevaré a tu casa —dije.

—Supongo que deberías hacerlo —accedió ella.

Atravesamos Derry y luego seguimos a lo largo de la costa.

Kate no tenía ningún tema de conversación, así que puse Radio 3.

Al parecer ella estaba procesando los acontecimientos del día.

En Radio 3 estaban poniendo Einstein en la playa de Philip Glass, una ópera que yo mismo había visto en Nueva York en presencia del compositor.

Traté de comentárselo a Kate, pero ella no estaba interesada en lo más mínimo.

Cuando llegamos a Coleraine, ella me pidió que aparcara.

—A ti te conviene volver por la A26 y la M2. No tiene sentido que te desvíes para ir a Ballycastle. Cogeré el autocar. Pasan cada veinte minutos.

—¿Estás segura? No es ninguna molestia.

—No. Déjame en la estación de autocares y luego vete a casa, Sean. Ha sido un día largo.

—Bien, de acuerdo —dije.

Conduje hasta la estación de autocares. Ya eran las cuatro de la tarde.

—¿Llegarás a tiempo para el último ferry a Rathlin?

—Oh, sí. Y si lo pierdo, hay un hombre con un barquito que te cruza por un par de libras.

Asentí.

—No ha sido el día más productivo de tu vida, ¿verdad?

—No, no lo ha sido.

—Pues así es el trabajo policial. Supongo que será lo mismo en tu profesión.

—¿Por qué siempre traes a colación a la hermana de Dermot, Orla? —preguntó ella astutamente.

—Bueno, es evidente que hubo alguna clase de lucha entre facciones en la ciudad. Los McCann han sido más o menos expulsados. Jonty vive exiliado al otro lado de la frontera, el resto de la familia ha emigrado, la madre y Fiona están en un apartamento de mierda y al parecer nadie puede hacer nada para ayudar a Orla…

—¿Qué significa todo eso?

—Antes Dermot era un hombre importante en Derry, pero los años que pasó en la cárcel han permitido que otras personas ocuparan el vacío. A Dermot nunca le gustó ser el centro de atención. Le gusta mover las piezas desde bambalinas, pero así no puedes intimidar a nadie, mucho menos a la gente que está en el terreno. Necesitará probarse a sí mismo si quiere volver a convertirse en un peso pesado.

—¿Cómo?

—Tú sabes cómo. Tal vez pueda cambiar la suerte de su familia con alguna clase de golpe espectacular del IRA. Tendrá que ser algo grande, algo muy grande…

—¿Por ejemplo?

—No lo sé.

Ella abrió la puerta y la lluvia torrencial entró en el vehículo.

—¿Crees que alguno de ellos nos ayudará a averiguar dónde se encuentra Dermot?

—No hay la más mínima posibilidad, ni en un millón de años… Por supuesto que podrían descuidarse.

Se mordió los labios y asintió.

—¿Te refieres a las escuchas telefónicas?

—Sí, las escuchas telefónicas.

—Siempre nos queda eso. ¿Y la exesposa? ¿También la vas a entrevistar?

—Annie. Sí.

—¿Podríamos tener más esperanzas con una exesposa que con una madre o una hermana? —preguntó con optimismo.

—Annie será un hueso duro de roer.

—¿También la conocías, en tus tiempos?

—Oh, sí.

Ella me contempló durante un par de segundos y luego miró su reloj.

—Debo decir que estoy un poco decepcionada —dijo.

—¿Qué esperabas?

—No lo sé.

—Espero que no me hayas sobreestimado ante tus jefes.

Eludió la pregunta.

—¿Sabes? Ninguno de ellos parece estar en buena situación económica… ¿Y si les ofreciéramos dinero?

Me reí.

—No estamos en Bongolandia.

—Te sorprenderías, Sean.

—Seguro que sí, pero no con ellos. Créeme, no se puede comprar a gente como los McCann.

Ella volvió a mirar su reloj.

—Bueno, tengo que coger el ferry y escribir un informe.

Me saludó con un gesto débil, salió del coche y corrió hacia el autocar.

Cuando ya estaba a bordo del expreso a Ballycastle, me dirigí hacia la rotonda y cogí la A37 y luego la A2 para volver a Derry.

Iba en dirección opuesta al tráfico de hora punta y no tuve ningún problema en cruzar el puente y llegar al Bogside.

Encontré la tienda de bebidas alcohólicas en la calle Carlisle y aparqué el BMW delante de la puerta. La lluvia caía con mucha más fuerza y los dos hombres de antes habían desaparecido.

Me desabotoné el impermeable para poder alcanzar con más facilidad la pistolera que llevaba al hombro. Cogí aliento, salí del BMW, lo cerré y entré en la tienda.

Había cajones de Harp y Bass apilados contra una pared y unas pocas botellas de vino barato. Las bebidas alcohólicas más fuertes estaban resguardadas detrás del amplio mostrador de madera. El chico que estaba allí era un pequeñajo flacucho y pecoso completamente inadecuado para el puesto. Llevaba una camiseta de los Undertones, lo que significaba que no era del todo malo.

—¿Puedo ayudarlo? —preguntó, apartando la mirada de un pequeño televisor en blanco y negro donde ponían Coronation Street.

—Busco a Poppy Devlin —respondí.

Sus ojos volvieron al televisor.

—En el cuarto de atrás —murmuró, y luego añadió—: Es el señor Devlin para usted, amigo.

Atravesé las pilas de cajones de cerveza hasta que encontré una sucia puerta negra con un cartel que decía: «Estrictamente prohibido el paso».

La abrí de un empujón y entré.

Tres chicas delgaduchas se apiñaban sobre un sofá de cuero falso, fumando un cigarrillo tras otro y también viendo Coronation Street en un televisor que descansaba sobre una mesa auxiliar de cristal. Las tres eran pálidas, tenían mucho maquillaje y llevaban minifaldas. Dos tenían pelo rubio decolorado, una era rubia natural.

Las tres estaban colocadísimas de heroína. Ninguna me miró cuando entré.

Orla era la rubia natural, pero tardé uno o dos instantes en reconocerla. Estaba delgada, fantasmal, frágil como una muñeca de porcelana. Tenía marcas de pinchazos en el brazo izquierdo y llagas de herpes en la boca. Yo solo la había conocido como una niñita irritante en aquellas ocasiones muy infrecuentes en que Dermot me había permitido ir a su casa después de la escuela. Era la más pequeña de la familia. Tendría unos ocho o nueve años entonces, veinticuatro o veinticinco ahora. Nos había dado la lata a Dermot y a mí para que la viéramos interpretar una canción que había compuesto con dos amigas; iban a ser la versión femenina y de Derry de los Monkees. La canción duró unos doce compases antes de que se convirtiera en risitas tontas y Dermot, irritado, me hizo subir a su habitación para mostrarme alguna novela de Sartre o Camus.

—Hola, señoritas —les dije a las chicas, y de nuevo, ninguna de ellas registró siquiera mi presencia.

En el lado izquierdo de la sala se abrió un telón y un momento después dos tipos lo hicieron a un lado y entraron. Un número doble clásico. Uno grande, el otro pequeño. El grandullón era evidentemente el matón: llevaba una chaqueta de cuero encima de una camisa de leñador, con la culata de un revólver asomando del bolsillo de la chaqueta. No era el lugar más útil para un arma de fuego, pero quizás esa no era su arma favorita. Sobre su hombro descansaba un gran bate de béisbol de aluminio.

—Busco a Poppy Devlin —les dije.

—Soy yo —dijo el pequeño. Era una mierdita cadavérica, macilenta, de labios delgados y ojos negros y saltones. Su pelo grasiento estaba peinado a la derecha, en un estilo que Hitler había puesto de moda, y sobre el hombro izquierdo tenía una rata blanca domesticada. Exudaba cierto magnetismo tenso y me di cuenta de que no era ningún tonto. Era la clase de muchacho que sabría exactamente con quién se podía joder y con quién no; y yo habría apostado a que jamás se retrasaba con los pagos a los caciques locales del IRA y del INLA que le proporcionaban protección en la zona.

Un delincuente de poca monta. Putas y heroína. Eso podían tolerarlo.

—Necesito un poco de caballo —dije.

—Necesito ver el dinero —respondió.

Busqué en la funda bajo el impermeable. Saqué el revólver y antes de que alguno de ellos pudiera reaccionar golpeé al tipo fornido en la cara.

No le di oportunidad de chillar; le partí la frente con la culata y lo pateé en la rodilla. Como seguía sin caerse, volví a golpearlo en la sien y entonces le temblaron las piernas y se derrumbó como un arce centenario de los bosques de Ontario.

Atravesó el cristal de la mesa auxiliar y el televisor se cayó y aterrizó en el suelo en una explosión sorda. Las chicas empezaron a gritar.

Apunté a Poppy Devlin con el revólver.

No se inmutó.

—Responderás ante McGuiness por esto —dijo.

—Necesito caballo —repliqué.

—Por aquí —murmuró.

Lo seguí hasta una habitación lateral con una diana de dardos y un televisor en el que se veía el mismo episodio de Coronation Street. Había otra habitación contigua a esta con un par de colchones tirados en el suelo. Allí era donde se follaban a las chicas o donde ellas dormían o ambas cosas.

La heroína estaba en un archivador de metal que Poppy abrió con una llave.

Tenía alrededor de doscientos gramos de ese producto allí, refinado y probablemente cortado con cualquier mierda, empaquetado en montones de convenientes bolsitas pequeñas. Cogí un puñado de esas bolsitas y un rollo de billetes de banco.

—Puedes quedarte el resto —dije.

—Realmente no sabes con quién te estás metiendo, amigo —replicó.

Le sonreí.

—Volvamos con las señoritas.

Histeria, gritos, llantos y la aparición del tipo de la caja registradora con una escopeta de cañón recortado. Me escondí detrás de Poppy y lo usé como escudo humano.

—¿Qué vas a hacer con eso? —le pregunté al chico.

Yo tenía la mano izquierda en el cuello de la chaqueta de Poppy y estaba apuntando directamente al chico con mi revólver.

—Voy a matarte, mierda —dijo.

—No. Con un arma recortada como esa vas a darle a todos los que están aquí excepto a mí. La mayor parte la recibirá tu jefe, e incluso si me llegas a dar con algo, me aseguraré de que él esté muerto antes de que te dejen de retumbar los oídos.

Él reflexionó al respecto y asintió.

—Estamos en una especie de punto muerto, ¿verdad? —dijo.

—No, nada de punto muerto. Tira el arma o tu jefe recibirá una bala en la cabeza —respondí, al tiempo que hundía el cañón del revólver en el cuello de Poppy.

—Tira el arma, Flaco —dijo Poppy.

El chico se encogió de hombros, la puso en el suelo y levantó las manos.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Todos me llaman el Flaco Mickey.

—¿Tú cómo te llamas a ti mismo?

—Michael Forsythe.

—De acuerdo, Michael, tú y Poppy sacaréis de aquí a vuestro compañero. Tú sostenlo por debajo de los brazos. Tú, Poppy, levántale los pies.

Michael era duro y fibroso y sin grandes dificultades llevaron a rastras a su colega a través de la tienda y hacia la calle, donde seguía lloviendo torrencialmente.

—¿Ahora qué? —preguntó Poppy.

—Ahora esto.

Le di un golpe en la cabeza y perdió el sentido. Apunté el arma a Michael.

—Vete corriendo, Mikey. Esto no es asunto tuyo —dije.

Él negó con la cabeza.

—No puedo hacer eso —dijo.

—Si te quedas, tendré que meterte una bala en la rodilla y eso no te gustaría, ¿verdad?

Volvió a mover la cabeza.

—No, no me gustaría, pero no quiero que les pase nada a las chicas —dijo con bastante galantería.

Lo miré a los ojos.

—Escucha, no voy a lastimar a las chicas. Todo lo contrario. Voy a sacarlas de aquí. Las llevaré lejos. Te doy mi palabra.

Mantuvimos la mirada durante diez segundos.

—De acuerdo —dijo—. Te creo.

—Bien. Ahora largo, antes de que tenga que impartirte otra lección.

Se marchó a paso tranquilo y vi que se detenía en la marquesina de una parada de autobuses al otro lado de la calle, solo para vigilarme, lo que me pareció justo.

Volví a entrar, salté por encima del mostrador y cogí media docena de botellas del alcohol más fuerte que pude encontrar: un vodka de 62 grados, proveniente de Polonia. Corrí a la habitación trasera.

—¡Bien, señoritas, todas fuera ahora mismo!

—¿Qué vas a hacer? —preguntó una de ellas.

—¡Si tenéis que coger algo, hacedlo ahora y salid! —grité. Rompí una de las botellas de vodka y empecé a derramar el líquido por toda la habitación. Rompí otra. La más sobria de las tres chicas entendió la situación, cogió a las otras dos, las hizo entrar deprisa en la habitación trasera y salieron las tres con bolsos y ropa.

—¡Fuera, señoritas, esperadme bajo el alero! —les dije.

Vertí el contenido de las botellas de vodka en la sala trasera, asegurándome de cubrir el armario que contenía la heroína. Fui al cuarto de baño, cogí dos rollos de papel higiénico y encendí uno de ellos con mi Zippo. Cuando empezó a arder bien, lo arrojé sobre el sofá. Hubo una explosión de llamas rojas que casi me quemó las cejas. El plástico del sofá empezó a pelarse en tiras y la espuma entró en combustión inmediatamente.

—Esta pocilga es una trampa mortal —murmuré para mis adentros.

Cogí el bate de béisbol del suelo, fui a la tienda de bebidas alcohólicas, abrí la caja registradora a golpes, saqué los billetes y me los metí en el bolsillo. Luego rompí la mayor cantidad de botellas de alcohol que pude, encendí otro rollo de papel higiénico y lo arrojé sobre el estropicio.

Las llamas saltaron de botella en botella como una especie de entidad demoníaca y muy pronto el fuego alcanzó los azulejos blancos del techo. La rata blanca saltó entre mis piernas y se perdió en la oscuridad. Volví a salir. Afuera lloviznaba. El límpido sol se había escondido detrás de Donegal hacía mucho tiempo y el cielo ya estaba totalmente oscuro. Las chicas estaban compartiendo un cigarrillo y parecían encontrarse bien. Conté el dinero. Cerca de mil en total, lo que representaba una suma bastante considerable.

Les di doscientas libras a cada una de las rubias decoloradas y les ordené que se largaran de allí y que no regresaran jamás. Estaban aturdidas y al principio no me entendieron, por lo que tuve que darles un empujón para que se movieran.

—¿Y yo qué? —preguntó Orla sin demasiada preocupación.

—Nos ocuparemos de ti en un minutito —dije.

Poppy estaba volviendo en sí.

Me incliné sobre él y lo sacudí hasta despertarlo. Cuando recuperó completamente la conciencia, apunté el revólver a su grasienta cara.

—¿Sabes quién es? —le pregunté.

—¿Quién eres tú?

—No. Esta chica. ¿Sabes quién es?

—Orla.

—El nombre es Orla McCann.

—¿Y?

—Es la hermana de Dermot McCann.

—¿Y? ¿Dermot McCann? Es cosa del pasado, compadre. No tiene peso aquí.

La tienda de bebidas empezaba a arder de verdad y tendríamos que apartarnos en un momento…

—¿Cosa del pasado, dices? No podías estar más equivocado. Es cosa del futuro, Poppy. Lo único que has hecho ha sido prostituir a la hermana de uno de los principales mandos del IRA. Prostituirla y engancharla a la heroína.

Amartillé el revólver y le coloqué el cañón en la frente.

—No, por favor, no lo sabía, no…

Me llevé el dedo a los labios.

—Chsss, Poppy. Calla y escucha. ¿Me estás escuchando?

—Sí.

—Tienes una hora para marcharte de Derry. Tienes veinticuatro horas para marcharte de Irlanda. Si alguna vez regresas, estás muerto. Si alguna vez hablas de lo que ha ocurrido hoy aquí, estás muerto. Este es un mensaje desde lo más alto. ¿Entendido?

—Yo no… Yo…

—¿Entendido?

—Sí.

—Bien. Ahora empieza a correr.

—¿Adónde?

—No me importa. ¡Solo empieza a correr, joder! —le grité.

Atravesó corriendo el aparcamiento y siguió hasta que lo perdí de vista.

El fuego estaba empezando a combar el cristal del escaparate de la tienda, así que abofeteé al matón corpulento en la mejilla hasta que empezó a recobrar el conocimiento.

Cogí a Orla del brazo.

—Tú vienes conmigo.

La puse en el asiento delantero del BMW y conduje a través del aparcamiento hasta donde seguía esperando el chico llamado Michael.

Bajé la ventanilla y le hice un gesto para que se acercara.

—Pareces un buen chico, coge esto y arregla tu vida —le dije, y le ofrecí doscientas libras.

Él las rechazó con un movimiento de la cabeza.

—Es tu dinero, amigo, te lo ganaste trabajando para ese cabrón grasiento —insistí.

Él sonrió cuando me oyó, asintió y cogió los billetes. Subí la ventanilla y atravesé Derry hasta llegar al edificio de la señora McCann en la calle Cowper, urbanización Ardbo.

—No pienso entrar en esa condenada casa —dijo Orla.

La agarré de la nuca y apreté con fuerza.

—Es esto o el puto río. Tú decides.

Seguí apretando hasta que estuvo cerca de desmayarse.

—Esto —jadeó.

—Si te escapas, lo sabré y te encontraré, ¿entiendes?

—¿Quién eres?

—Sal del coche.

Subimos por las escaleras hasta la cuarta planta. Golpeé la puerta de los McCann.

La abrió Fiona. Me vio y vio a su hermana. Estaba a punto de lanzar una arenga pero captó mi mirada y cerró la boca, abrazó a Orla y las dos rompieron a llorar.

Las dejé que se abrazaran durante un minuto y luego las hice entrar en el apartamento.

La señora McCann observó la escena.

—Oh, la putita ha vuelto corriendo, ¿eh? Bueno, puede…

La hice callar con un gesto.

—No diga nada. Ni una puta palabra —le dije.

Busqué en el bolsillo del impermeable y saqué las bolsas de heroína. Se las di a Fiona.

—Tú fuiste enfermera, ¿verdad? —le pregunté.

Asintió.

—Esto impedirá que enferme. Tendrás que decidir tú las dosis. Y una vez que se desenganche, tendrás que hacerla parar en seco. ¿Crees que podrás arreglártelas?

—Nos arreglaremos —dijo Fiona.

—Este dinero es de ella —añadí, al tiempo que le daba cuatrocientas libras—. Es suyo. Te ayudará a acompañarla durante el proceso.

—Gracias.

—Recuerde: nada de sermones. Ninguna tontería. Ella ha vuelto y eso es lo único que importa —le dije a la señora McCann.

—De acuerdo —respondió ella, que a esa altura también estaba llorando.

—¿Y qué hay de Devlin? —murmuró Fiona—. Vendrá a buscarla.

—No lo hará. Jamás volveréis a oír hablar de Poppy Devlin.

Nos quedamos de pie unos segundos y giré para marcharme.

—De todas maneras, no te diremos dónde está Dermot —dijo Fiona.

—Lo sé. Esto no es por eso.

—¿Y por qué es?

—Por los viejos tiempos.

Bajé las escaleras, subí al BMW y encendí las luces. La lluvia caía con más fuerza que nunca, así que puse al máximo los limpiaparabrisas y el desempañador. Atravesé el Shantallow. Estaban llegando unos coches de bomberos del Waterside para apagar el incendio de la tienda de Poppy Devlin pero, como era habitual, se había reunido una multitud para contemplar embobados las llamaradas y arrojar botellas de leche y piedras a los bomberos impidiéndoles acercarse. Rebusqué en la caja de casetes y saqué la cinta de Blind Willie Johnson. Apreté el avance rápido hasta que llegué a la pista cuatro, «Tear This Building Down», «Demoler este edificio». La guitarra emitió sus rasgueos y Blind Willie Johnson gruñó la letra: «Bien, si pudiera hacer lo que quiero, Señor, en este mundo malvado, Señor. Si pudiera hacer lo que quiero, Señor, demolería este edificio…».

Por fin dejó de llover y mantuve una buena velocidad durante el viaje hacia el sur. Cuando llegué a Carrickfergus, no eran más de las diez de la noche, pero estaba tan cansado que me acosté de inmediato y, por una vez, dormí el sueño de los justos.