15: El problema del cuarto cerrado

Lo primero que hice el lunes por la mañana fue ir en coche hasta la RUC de Antrim para hablar con el oficial a cargo de la investigación. Beggs se había convertido en inspector jefe y había pasado de la CID al área administrativa. Era un personaje rubicundo y taciturno de pelo negro y bigote. Tendría treinta y nueve o cuarenta años, y si el corazón o el alcohol no acababan con él, probablemente terminaría como asistente del jefe de policía. Me saludó sin ninguna sospecha, escuchó mis argumentos, consiguió el expediente completo del caso y le pidió a un agente reservista que lo fotocopiara mientras nos trasladábamos al pub contiguo.

—Para mí solo una pinta de Bass —pidió, y yo seguí su ejemplo.

—Y bien, ¿por qué la Special Branch está interesada en un caso de muerte accidental de hace cuatro años? —preguntó, y le dio un sorbo a su cerveza.

—No estoy autorizado para comentarlo, señor.

—Oh, es uno de esos, ¿verdad? —dijo amablemente.

—Sí, me temo que es uno de esos, señor. ¿Qué puede contarme sobre el incidente?

—La pobrecilla había cerrado el bar después de terminar la tarea de esa noche, intentó cambiar una bombilla, se subió a la barra, se resbaló, cayó, se rompió el cuello. Fin.

—Pero el doctor Kent no pensaba lo mismo, ¿cierto?

—Oh, ya, él. Convenció al juez de instrucción para que dejara el caso abierto. Ese hombre es una amenaza. Ya habíamos tenido problemas con él antes. Ve conspiraciones detrás de cada esquina. Consiguió poner frenética a la madre de esa pobre chica, sin duda. De las tres chicas de esa familia, una se cae de una barra y se rompe el cuello, la otra se larga a América y la otra se casa con un miembro del IRA condenado a cadena perpetua en Maze. Eso sí que es mala suerte.

—¿No pensaron que podría haber alguna relación con el IRA en la muerte de la muchacha?

—Imposible. Fue un accidente. El lugar estaba herméticamente cerrado. Ella tenía la llave en el bolsillo. La puerta delantera tenía puesto el cerrojo. La puerta trasera tenía puesto el cerrojo. Había barrotes en las ventanas. Traté de explicarles al doctor Kent y a la señora Fitzpatrick que la participación de alguna otra persona era una imposibilidad lógica.

Asentí y bebí un gran trago de la Bass.

—¿Alguna vez ha leído…? —empecé a preguntar, pero él me interrumpió.

Los crímenes de la calle Morgue, La piedra lunar, El hombre hueco, Al borde del abismo… entre muchos otros.

—Bueno, sí —repliqué, un poco avergonzado. Estaba claro que no se trataba de un policía rural de cerebro limitado.

—Verá, inspector Duffy, la esencia de un «misterio de cuarto cerrado» consiste en asegurar al lector que el cuarto está herméticamente sellado cuando en realidad tal vez haya otra manera de entrar. Por ejemplo, en buena parte de esos relatos hay una segunda llave. Bien, en este caso la llave se encontraba en el bolsillo de Lizzie, e incluso si hubiera habido una segunda llave, no importaría, porque ambas puertas, la de delante y la de atrás, tenían el cerrojo echado desde el interior.

—¿Qué clase de cerrojos?

—Cerrojos pesados con anillos pesados de los que se usaban en los tradicionales «cierres» diseñados para beber después de hora. Los cerrojos solo pueden deslizarse desde el interior, no había ningún agujero en la puerta para pasar un alambre o ninguna otra forma de manipularlos desde el exterior. Lo comprobé. De hecho, esa fue una de las primeras cosas que comprobé una vez que el agente me informó de que el lugar estaba vacío y de que las puertas habían sido cerradas con llave y con cerrojo desde el interior.

—En La calle Morgue entraban por la ventana —sugerí.

—Sí. Ya sabe, ese relato es muy dudoso. No me refiero al mono asesino entrenado, me refiero al hecho de que una anciana francesa se fuera a dormir con la ventana abierta. La madre de la esposa es de Ruan. Créame: en su apartamento no entrarían ni monos asesinos ni vampiros. No creo que ella haya abierto la ventana ni una sola vez desde la ocupación… Pero eso es… bueno, ni una cosa ni la otra. En el caso de la pobre Lizzie, las ventanas estaban protegidas por gruesos barrotes de acero que estaban soldados a los marcos. Tenían como objeto evitar tanto robos como ataques sectarios. No es necesario que le diga que ninguno de los barrotes había sido manipulado…

—En uno de esos relatos el acto de derribar la puerta oculta el hecho de que en realidad la puerta no estaba cerrada con llave desde el interior, después de todo.

—Me alegro que me pregunte por eso, Duffy. También lo comprobé. El cerrojo de la puerta delantera era tan fuerte que cuando la derribaron las bisagras cedieron primero.

Bebí otro trago del mejor producto de Burton-upon-Trent.

—¿Y la puerta trasera estaba indudablemente cerrada con cerrojo?

—Lo comprobé yo mismo.

—¿No había una puerta de sótano?

—Es cierto que hay un sótano en el Henry Joy McCracken, pero la única manera de acceder a él es a través de la barra. Yo también lo había pensado. Bajé y eché un vistazo. Todas las paredes están completamente revestidas de ladrillos y hay una puerta sólida de cemento. Examiné las paredes: no había juntas flojas ni pasajes secretos.

—¿Y el ático?

—No hay ningún ático. Es un techo de cerchas.

Terminé la Bass e hice un movimiento con la cabeza.

—Pues bien, no tengo ninguna explicación.

—No me corresponde cuestionar la sabiduría de los muchachos de la Special Branch, ¿pero qué ha sido exactamente lo que les ha metido en la cabeza que esto fue un homicidio? ¿Hay alguna información nueva que yo no conozca?

—No. Ninguna información nueva. Solo nos han pedido que lo examináramos nuevamente.

—Bueno, si mi opinión tiene algún valor (y no creo que la tenga), yo diría que la explicación más sencilla sigue siendo la mejor. Ella cerró todo después de terminar la noche. Cerró la caja y estaba a punto de marcharse a su casa cuando notó que había una bombilla fundida. Sabía que su padre enfermo no podría cambiarla y decidió hacerlo ella misma. Y así ocurren los accidentes…

—¿Y por qué estaban apagadas las luces?

—Para no electrocutarse cuando pusiera la nueva bombilla.

—¿De modo que ella trepó a la barra y trató de cambiar la bombilla a oscuras?

—Había un poco de luz procedente de la farola de la calle. Probablemente ella creyó que podría hacerlo. Pero, ay, no pudo.

—Hábleme de los tres hombres que estaban en el bar justo antes de la hora de cierre.

—Los entrevisté a los tres por separado. Todos contaron la misma historia. Lizzie los echó después de la última ronda y se fueron en coche a Belfast. Son todos amigos, así que supongo que sería posible que hubieran inventado ese cuento y que estuvieran encubriéndose entre sí, pero en el momento no me pareció que fuera así y ahora tampoco.

Abrí la libreta en la página donde había escrito sus nombres.

—¿Arnold Yeats?

—Es profesor de historia en la Universidad Queens.

—¿Lee McPhail?

—Es agente electoral en Belfast. Una especie de amañador político. Trabaja a ambos lados de la calle.

—¿A qué se refiere?

—Para los protestantes y los católicos. Siempre que paguen.

—Suena prometedor. Un personaje no demasiado limpio, ¿eh?

—Era el que conducía aquella noche. Era el único que estaba lo bastante sobrio como para hacerlo. Está muy bien relacionado y tiene unas cuantas condenas por diversos asuntos.

—En cualquier caso, ahí hay algo, ¿no?

Él se encogió de hombros.

—Si usted quiere que lo haya, sí, claro. Han pasado tres años desde que lo interrogué pero no detecté nada sospechoso en ese momento.

—¿Y el último…? ¿Barry Connor?

—Es chef. Dueño de Le Canard de Belfast —dijo, mirándome como si yo hubiera oído hablar de él.

—¿Qué tiene de especial? —pregunté.

—Veo que usted no es un sibarita, Duffy.

—No, en realidad no.

—Es el único restaurante de Belfast con una estrella Michelin.

—Ni siquiera sabía que había alguno.

—Me sorprende que los de la guía Michelin se arriesgaran a venir en pleno conflicto para probar nuestras exquisiteces locales, que no son precisamente espectaculares, pero ahí lo tiene.

—Un catedrático, un amañador político y un chef conocido. Es como un episodio del jodido Columbo.

—Con una diferencia importante… En este caso no se ha cometido ningún crimen.

Ya veremos lo que dice el doctor Kent al respecto, pensé.

—Hábleme del novio. El de la cena en el club de rugby.

—¿El señor Cullough?

—Sí.

—Es un buen muchacho. Su padre era un contratista que hizo un dineral cuando decidieron reconstruir Antrim como si fuera una ciudad nueva. Tiene una casa en la orilla del lago. Él era un universitario que estudiaba arquitectura o arqueología o algo parecido.

—Siempre hay que prestar atención al novio, ¿verdad? ¿Hasta qué punto era sólida su coartada?

—La cena en el club de rugby se prolongó hasta la una de la mañana, pero él no se quedó hasta tan tarde. Llamó a la señora Fitzpatrick desde la cena a las once y media y pidió hablar con Lizzie. Lógicamente ella no la había visto. Así que él regresó lo más rápido que pudo.

—¿No hay dudas de que estaba en la cena?

—Oh, no. Iban a otorgarle un premio a su padre y él tenía que dar un discurso en su lugar, y luego tuvo que permanecer allí a escuchar el resto de los discursos. Como usted bien dice, hay que prestar atención al novio; pero al margen de que es imposible que estuviera en dos sitios a la vez, no lo creo capaz de hacer eso.

—¿Por qué?

—Quedó completamente devastado por la muerte de Lizzie. Su padre había sufrido una apoplejía hacía poco tiempo y era hijo único. Harper se ocupaba de cuidar a su padre en casa, y después de la muerte de Lizzie se derrumbó. Harper y Mary Fitzpatrick fueron los que me impulsaron a abrir una investigación de homicidio. Él se negó de plano a creer que Lizzie hubiera muerto de una manera tan estúpida. No lo aceptó.

—¿Pero usted sí?

Le dio un gran sorbo a su pinta y sonrió como un hombre satisfecho.

—¡La gente muere así constantemente, amigo! ¿Sabe cuántos homicidios no relacionados con el terrorismo se producen en Irlanda del Norte en un año?

—No lo sé. ¿Cincuenta, sesenta?

—El promedio en un año es de veinte. Todos domésticos. Marido borracho mata a esposa borracha. ¿Sabe cuántas muertes accidentales se producen cada año?

—No —dije con un suspiro de cansancio.

—Alrededor de cuatrocientas. En otras palabras, usted tiene veinte veces más probabilidades de morir por accidente que en un homicidio no relacionado con el terrorismo.

—Ya veo.

—¿Lo ve, Duffy? Porque Harper McCullough y Mary Fitzpatrick no lo vieron. Y ese doctor desquiciado tampoco lo veía.

—¿Lizzie tenía algún enemigo?

—No. Ninguno que apareciera como por arte de magia. Interrogamos a sus amigos. Hablamos con sus profesores del otro lado del agua. Ella caía muy bien a la gente. Incluso era… era un poco sosa. Sus intereses se limitaban al derecho, Harper y los caballos.

—¿Y los Fitzpatrick? Eran una familia republicana, ¿no? Annie estaba casada con Dermot McCann y él estaba cumpliendo una sentencia en Maze. ¿Podría haber sido alguna clase de venganza o algo parecido?

—¿Sin que nadie se adjudicara la responsabilidad del hecho? ¿Y de esta manera tan elaborada? ¿Y a una mujer? ¿Alguna vez ha oído hablar de que ocurriera algo parecido antes?

—En realidad ese no es el modus operandi, ¿verdad?

—No.

Pedí otro par de pintas y dos bolsas de patatas fritas con sal y vinagre. Mientras nos las servían, puse veinte peniques en la máquina de discos y escogí tres piezas de Elvis: «Suspicious Minds», «In The Ghetto» y otra vez «Suspicious Minds».

Volví a sentarme con comida, cerveza y música.

—Gracias —dijo el inspector jefe Beggs.

—¿Podría ser que el asesino estuviera escondido en el bar todo el tiempo y tal vez se escapara al día siguiente sin que nadie lo notara?

—No.

—¿Por qué está tan seguro?

—Porque los agentes que entraron en el bar esa noche lo trataron como la escena de un crimen. La puerta derribada estaba bajo constante vigilancia. Yo llegué a las instalaciones unos diez minutos después y realicé una búsqueda exhaustiva en todo el lugar. Incluyendo el sótano y todos los espacios, rincones y barriles vacíos que había, ¡y los llenos también! Puedo asegurarle, inspector Duffy, que no había nadie escondido en el Henry Joy McCracken esperando la oportunidad de escapar.

—De acuerdo —dije, y lo apunté en mi libreta, añadiendo para mí mismo una nota recordándome que revisara exhaustivamente el pub en busca de algún escondite.

Él sonrió y empezó a llenar una pipa.

—Como ya he dicho, no me corresponde decirles a los de la Special Branch cómo hacer su trabajo, pero si me permite la metáfora, inspector, los tiros no van por ahí. ¿Me entiende?

—Entiendo —dije, y terminé mi pinta de Bass.

—Muy bien, amigo, lo acompañaré hasta la comisaría y le facilitaré las fotocopias del expediente —dijo.

Regresamos a la comisaría, me dieron el expediente, le di las gracias al inspector jefe por su tiempo y me trasladé al hospital de Antrim. En el aparcamiento leí su informe completo sobre la muerte de Lizzie. Tenía treinta páginas e incluía las declaraciones completas de los testigos, fotografías del cuerpo, del pub, una línea temporal exhaustiva, el informe de la autopsia del doctor Kent y el veredicto del juez de instrucción. El expediente tenía un sello de «No se tomen más medidas» y estaba claro que la RUC de Antrim consideraba que se trataba de un caso cerrado. El inspector jefe Beggs no era el típico incompetente que cumplía con su horario y que era habitual encontrarse en estas comisarías alejadas. Era un agente astuto y reflexivo, culto y eficaz en su trabajo.

Llegados a este punto, todo indicaba que se trataba de una muerte accidental, exactamente lo que la señora Fitzpatrick no quería oír, pero si esa era la verdad, entonces yo, de alguna manera, tendría que trasladársela.

Cerré el coche, me abroché la chaqueta y entré en el hospital.

Resultó que el doctor Kent solo trabajaba medio turno y no se encontraba en los pabellones ese día, pero en enfermería fueron lo bastante amables como para darme su domicilio particular.

No figuraba ningún número a su nombre en la guía telefónica, así que conduje hasta una pequeña granja de ovejas en un área cenagosa al sur de Lough Neagh. En Radio 3 estaban poniendo La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh de Rimsky-Korsakov, una música muy apta para despejar la cabeza, si eso era lo que uno buscaba.

El doctor Kent vivía solo en un terreno desolado de unas cinco hectáreas. En las paredes de su granero habían pintado las palabras «¡Jesús murió para que tú vivas! ¡Arrepiéntete ahora y acepta a Cristo como tu salvador personal!».

Aparqué el vehículo y caminé hacia el patio entre gallinas y una amistosa cabra lechera. El doctor Kent apareció con un border collie y me desalenté un poco al descubrir que parecía tener bastante más de setenta años. Tenía una tupida barba blanca y el pelo blanco y descuidado.

—¿Doctor Kent?

—Sí.

—Soy el inspector Sean Duffy de la Special Branch de la RUC.

Le estreché la mano y lo observé de cerca. Había un saludable bronceado campesino en su piel y era delgado pero no frágil. Sus acuosos ojos marrones parecían agudos.

—¿Qué necesita de mí la Special Branch? —preguntó, un poco preocupado, mientras echaba miradas furtivas al granero. Casi seguro tenía una destilería ilegal allí, pero eso era más bien asunto del servicio aduanero y de impuestos especiales.

Para tranquilizarlo, le respondí rápidamente que la Special Branch estaba analizando desde otro ángulo la muerte de Lizzie Fitzpatrick. Al principio él no recordaba el caso, pero cuando le comenté los detalles, se le refrescó la memoria.

Me invitó a su cocina, donde preparó té y me ofreció pan Veda de trigo malteado con mantequilla, que acepté.

—Sí, aquel fue un homicidio extraño, sin duda —dijo, sentado enfrente de mí al otro lado de una robusta y hermosa mesa de cocina de roble de la zona. Tenía un ligerísimo acento escocés que, como yo ya sabía, me haría inclinarme a su favor. A todo el mundo le gustaba que sus médicos fueran escoceses, y sus psiquiatras, alemanes. La cita bíblica en el granero, la supuesta destilería y su edad me ponían en su contra, por lo que finalmente todo se equilibraría.

—¿Está seguro de que fue un homicidio, doctor Kent?

—Sí, lo estoy. La golpearon en la cabeza con un objeto de madera redondeado, posiblemente un rodillo, o un palo de madera, o un bate de béisbol, algo así. El primer golpe la dejó inconsciente y entonces el asesino le quebró el cuello con un movimiento lateral rápido y enérgico.

—¿Usted estuvo en la escena del crimen?

—No, pero llevé a cabo la autopsia a primera hora de la mañana siguiente.

—¿En ese punto era imposible ser más preciso sobre la hora de la muerte?

—¿Qué escribí en el informe?

—Entre las diez y las doce de la noche.

—Sí, eso suena correcto.

—He leído sus descubrimientos. No hubo ningún indicio sexual en el crimen, ninguna otra señal de violencia. Ella no tenía nada bajo las uñas. No hubo lucha. ¿Eso no le parece extraño?

—Nada extraño. El atacante la golpeó por detrás. Ella cayó al suelo, inconsciente, y el asaltante la colocó en una posición donde pudiera romperle el cuello. En un caso así no habría heridas defensivas.

—Bien, sí, doctor, lo entiendo, pero eso plantea la pregunta del porqué, ¿verdad? Si no hubo motivos sexuales y no se llevaron nada de la caja…

—Hay otras razones para matar a alguien.

—Por supuesto, pero Lizzie le caía bien a todo el mundo, no tenía enemigos que sepamos y no había ninguna conexión paramilitar. Además, está el convincente hecho de que el pub estaba cerrado con llave y con cerrojos desde el interior. ¿No parece más probable que fuera víctima de un accidente? Tenía una bombilla en la mano, la que estaba puesta se había fundido…

Él negó con la cabeza, se puso de pie y abrió la ventana, dejando que entrara una brisa salada desde el lago.

—Yo no puedo explicar nada de eso. Lo único que sé es que la herida de la cabeza era compatible con un pedazo de madera redondeado y romo, no con un suelo plano de madera dura, y que la fractura de las vértebras del cuello era más compatible con un movimiento lateral repentino y violento, exactamente la clase de daño que se produciría si alguien (lo admito: un hombre muy fuerte o muy enojado) le agarrara la cabeza entre las manos y se la hiciera girar con fuerza hacia atrás y hacia la derecha.

—¿Quién sabría hacer algo así?

—Si has crecido en el campo, probablemente lo hayas hecho con un conejo o incluso un cordero en más de una ocasión.

—¿Entonces es imposible que se cayera de la barra?

Me miró con irritación.

—¡No, hijo! ¡No es imposible! Nunca dije que lo fuera. Jamás lo haría. Simplemente declaré que me parecía que esta era la explicación más probable de sus heridas. Y en cuanto a esa bombilla de la que habla. La tenía en la mano derecha, ¿no?

—Eso lo pensé. En el expediente dice que era diestra.

—Cuando estás sacando una bombilla fundida, ¿no guardas la nueva con la mano izquierda y desenroscas la estropeada con la derecha?

—Tal vez, o tal vez esperes hasta que estés bien plantado y entonces cambias las bombillas de lugar.

—Ah, bueno… El asesino la puso allí, eso es lo que creo. Para engañarnos.

—Pero con todas las otras pruebas circunstanciales, ¿no parecería, doctor Kent, que las probabilidades se inclinan más hacia un accidente?

—¿Y quién cambiaría una bombilla a oscuras? Todas las luces estaban apagadas.

—Como me señaló el inspector jefe Beggs, hay que apagar las luces para cambiar una bombilla, pues, en caso contrario, podrías electrocutarte. En especial en un pub antiguo con un cableado dudoso. Y había luz que irradiaba la farola de la calle.

Él reflexionó un momento y se frotó las motas de barba blanca que tenía bajo el mentón. Volvió a sentarse y negó con un movimiento de la cabeza.

—No soy policía, inspector Duffy. Solo soy médico rural. Llevo cincuenta años de profesión en esta parroquia. Desde 1933. Uno ve y oye muchas cosas en ese tiempo. Y uno aprende a confiar en sus instintos.

—Estoy seguro de ello, doctor Kent. Estoy seguro de que ha visto mucho más de la vida que yo.

—Oh, sí. Seguramente. Es difícil estar aquí solo.

—¿Nunca se casó?

—Emily se fue con el Señor en 1944. No fue por la guerra. Fue tuberculosis. La tuvimos los dos pero yo salí adelante. Probablemente la contagiase yo por el contacto con un paciente. Nunca fue una muchacha fuerte.

—Lo lamento.

—Ha pasado mucho tiempo. Desde entonces he estado aquí solo, aunque puedo decir que en ocasiones siento que su espíritu me acompaña.

Mastiqué el grueso, delicioso y evidentemente casero pan Veda.

—Está bueno —le dije.

—Permítame que le haga una pregunta, joven —pidió el doctor Kent.

—Adelante.

—¿Por qué cree que Lizzie Fitzpatrick cerró las puertas del pub y echó ambos cerrojos si luego iba a ir a casa? Acababa de echar a los últimos clientes, ¿verdad?

—Sí.

—Bueno, lo único que tenía que hacer era limpiar unos vasos y apagar las luces. No se molestaría en echar el cerrojo a la puerta delantera, ¿cierto? Quizás podría haber cerrado con llave para que no entrara ningún cliente que pasara por ahí. Pero ese cerrojo grande y pesado, ¿por qué iba a cerrar la puerta con llave y echar el cerrojo si iba a salir en un par de minutos?

—¿Usted por qué cree que lo hizo?

—No tengo idea, pero me pareció un poco extraño.

—Tal vez estaba nerviosa. Tal vez estaba revisando los recibos de la caja registradora y quería que el lugar estuviera bien cerrado y fuera seguro.

—Sí… Podría ser, podría ser…

—¿Usted la conocía antes del… eh… incidente?

—No. En realidad no. Conozco a la familia de vista y creo que tomé algo en el pub una o dos veces. Era un establecimiento católico y, bueno… no era mi clase de lugar. Usted es católico, ¿no? Puedo darme cuenta.

—Sí.

—¿No tiene problemas por su religión en una fuerza mayormente protestante, algunos incluso dirían que sectaria, como la RUC?

—No, todo está bien.

—Mmmm —dijo en tono de duda—. Y es muy raro que la Special Branch de la RUC se interese en un caso de muerte accidental de cuatro años de antigüedad.

Sonreí.

—Sí, es cierto, pero ya sabe, «no estábamos allí para razonar…».

Dejó la taza de té sobre la mesa.

—Todos citan mal ese poema. En realidad es así: «No estaban allí para replicar. / No estaban allí para razonar, / no estaban sino para vencer o morir. / En el valle de la Muerte / cabalgaron los seiscientos». Hay una diferencia de perspectiva entre «estábamos» y «estaban». Tennyson jamás se atrevería a hablar en nombre de los soldados, ¿verdad? ¿Él, el hijo de un rector?

—Estoy seguro de que tiene razón, doctor Kent.

Terminé el té.

—¿Lo acompaño? —me ofreció.

Volvimos a salir al corral. Las gallinas me picotearon los pies y la cabra lechera se interesó por la manga de mi chaqueta de cuero.

—Alguien tiene que hablar en nombre de esa muchachita. Solo yo vi la verdad. Soy el único que cree que fue asesinada —anunció el doctor Kent.

—No del todo. Usted y la señora Fitzpatrick y el novio.

—Sí, yo los convencí. Algunos dirían que es un acto terrible por mi parte. He visto a la señora Fitzpatrick de vez en cuando y eso no ha hecho más que atormentarla durante los últimos años. La tarea de un doctor consiste en aliviar a los que sufren. Pero también sirve a la verdad, ¿no? ¡La verdad!

—Doctor Kent, ¿se ofendería si pidiera una segunda opinión sobre su examen físico del cuerpo de Lizzie?

—No, para nada. ¡Buena idea! Buscaré mis archivos y se los mandaré.

Le di mi dirección.

—Me interesará saber lo que diga el otro médico. Ojalá hubiéramos hecho una radiografía. Hice algunos dibujos para la autopsia. Así me enseñaron. A la manera antigua.

Se inclinó y dijo en un susurro:

—Pero, por supuesto, usted siempre podría exhumar el cuerpo y hacer las radiografías ahora, si es necesario. Lo más probable es que la carne haya desaparecido, pero los huesos no se habrán descompuesto.

—Por Dios, ojalá no lleguemos a ese punto.