Capítulo IX

MARK saltó inesperadamente de lado, aprovechando el movimiento de su antigua prometida.

Saltó al suelo el joven, dio una voltereta, y se produjo un disparo, cuyo proyectil rebotó cerca del cuerpo de Adams.

Este, al terminar uno de sus rápidos giros, que había aprovechado para desenfundar, disparó a su vez, mientras Helen trataba de seguir su movimiento con el «Colt», pronta a hacer fuego.

Adams había logrado situarse de forma que con su disparo no podía herir a la rubia y, de herirla, sería levemente.

Y justo su bala dio en el «Colt» de ella, de llena, de modo que resultó suficiente para hacérselo soltar.

Ella parpadeó, deslumbrada, al ver que Mark había acertado. Era algo que no le podía sorprender, después de lo que había visto realizar al joven.

Este, tras el certero disparo, antes de que ella pudiese echar mano a la escopeta, salvó de dos saltos la distancia que les esperaba, y aferró a la rubia por una muñeca.

Se resistió ella, debatiéndose hábilmente.

Pero Adams fue más hábil, y ella se vio desmontada y a punto de caer, de no haberla sujetado él.

Una vez en el suelo, el joven alzó su diestra y abofeteó a la rubia, sin fuerza, pero sí para que le sirviese de castigo y humillación, para que cuidase de no olvidar en el futuro, cuál era el puesto de cada cual.

La rubia quedó inmóvil tras la corrección sufrida, abriendo mucho los ojos, por los que comenzaron a salir tímidamente algunas lágrimas.

—A cualquier hombre que lo sea de verdad, le fastidia tener que pegar a una mujer; pero tú has olvidado de eso, que eres una mujer, para convertirte en un asesino frustrado… Si tienes un mínimo de vergüenza, no debes repetir una cosa así…

—¡Te pesará lo que has hecho!

—Si después de lo sucedido, amenazas aún, es que no tienes vergüenza. Y quien no tiene vergüenza, no tiene arreglo… Vuelve a montar y lárgate. Si no te vuelvo a ver mejor que mejor…

Tras una pausa, añadió:

—No me casaría contigo, aunque la salvación de mi vida dependiese de ello. Y ya sabes que no te guardo rencor por lo pasado…

Mientras sucedía el choque entre los dos jóvenes, dos de los compinches de Nelson, que habían vuelto en sí, habían tomado sus caballos de las bridas y, humillados, se habían ido alejando lentamente, sin volver la cabeza atrás.

Nelson había recobrado también el conocimiento, y se había sentado a escuchar, aún antes de que Mark abofetease a la sugestiva rubia.

Y las bofetadas que Adams asestó a Helen le produjeron casi tanta satisfacción como si las hubiese pegado él mismo.

Sabía el transportista que Mark no estaba descuidado, ni mucho menos, y se puso en pie, sin intentar desquitarse de la dura corrección recibida.

Luego, acudió en ayuda del único hombre que aún quedaba con él, y que comenzaba a recobrarse también.

Lo ayudó a ponerse en pie y a montar a caballo.

El hombre, una vez a caballo, preguntó a su jefe, aludiendo al joven Adams:

—¿Es que esto va a quedar así?

—Bueno, si quieres desafiarlo por tu cuenta y matarlo, allá tú; pero no pienses que él está descuidado…

—Está bien. Me largo…

—Después del fracaso, es lo mejor…

—Nos ha sorprendido a todos, ¿no?

—No te he censurado nada. Y cobraréis lo estipulado.

Dio una palmada en las ancas al caballo, interesado en que el hombre se fuese, y no captase nada de lo que sucedía entre la rubia y Adams.

Ambos jóvenes se mantenían en pie frente a frente, silenciosos.

La actitud de Mark era de despectiva superioridad.

La rubia, víctima de los más encontrados sentimientos, miraba con rencor al joven Mark, al tiempo que respiraba agitadamente y buscaba una contestación adecuada, una palabra que pudiese fastidiar a su enemigo.

Al fin dijo:

—Estás despechado, pese a lo que puedas decir… Eres rencoroso y malo…

Nelson había tomado de la brida a su caballo, y se acercaba lentamente, en plan de vencido.

Adams, sonriente, se volvió a él para decirle:

—¿Qué te parece, Nelson? Soy malo porque no me dejo matar por una de sus balas. Que, además, son tan vulgares como las que puedes emplear tú o cualquiera de esos amigos que te has traído, pretendiendo terminar conmigo.

—Yo no pretendía terminar contigo. Debes irte, dejarnos en paz, eso es todo.

—Vaya. Hoy os ha dado la perra a todos porque me vaya. Unos quieren echarme de Constant. La rubia no se conforma con eso, y quiere echarme del mundo de los vivos…

—No debes ensañarte con ella…

—¿Crees que me he ensañado? Tú has presenciado casi todo lo que ha sucedido entre ella y yo. No creas que no he visto cuando te incorporabas…

—Supuse que no me perdías de vista… Bueno, habría sido tonto de tu parte olvidarte de nosotros.

—No has respondido a mi pregunta. Te falta valor para ello… ¿Crees que me he ensañado?

—Sé que le has pegado, y eso no se hace con una mujer.

—Además de cobarde, eres hipócrita. Cuando la he abofeteado, te has alegrado. Lo único que has sentido es no poder hacerlo tú —fue la respuesta de Adams.

—No puedes asegurar eso.

—Jura por tu honor que no te has alegrado, que no te hubiese gustado ser quien le zurrase…

—No tengo por qué jurar…

—Eso quiere decir que tal vez tengas algo de honor. Aunque después de lo sucedido aquí, debe ser muy poco…

Se volvió a la rubia.

—¿Tú qué dices a eso? Estabas ahí cuando nos enfrentamos; bien escondida, pero estabas ahí. Si les hubieses echado una mano a tiempo, me habría resultado todo bastante más difícil…

La hija del banquero hizo girar cómicamente sus ojos en las órbitas.

Le asombraba la penetración de que estaba haciendo gala Adams.

—Claro que, de haber intervenido tú, me habríais obligado a actuar de otra forma, y ahora tendríamos ahí algunos cadáveres.

No negó Helen, y Nelson la miró con expresión que semejaba sorpresa y curiosidad.

—Naturalmente, tú esperabas que yo terminase con Nelson y los otros tres. Lógicamente, debería haber quedado en inferioridad, y entonces te habrías librado fácilmente de mí…

—Pude hacerlo. Te sorprendí…

—Menos de lo que imaginas. Pensé que no te atreverías a tirar fríamente, y por eso te dejó tomar cierta ventaja. Quería saber hasta dónde eres capaz de llegar para que te descubrieses ante ti misma. Y también ante éste…

Señaló despectivamente a Nelson y prosiguió:

—Creo que tenéis muy poco que echaros en cara.

—¿Ya hubo bastante sermón? Habrías hecho un estupendo predicador —intentó burlarse Helen.

—Se burla quien puede, no quien quiere, Helen… Y yo predico con el ejemplo. Cuando es necesaria la violencia, predico con ella…

—Pues la violencia desencadena la violencia. Lo sabes, ¿no? —inquirió Helen.

—¡Oh, sí! Y como vosotros estáis dispuestos a. la violencia, que habéis desencadenado ya, me vais a pillar preparado.

En aquella ocasión, Adams habló duramente.

Y prosiguió:

—Un aviso ahora. En el próximo encuentro no seré tan benévolo. En cuanto a ti, rubia, piensa que no serías la primera mujer que es ahorcada en el Oeste.

Se dispuso el joven Adams a montar a caballo.

Precedentes del pueblo, llegaban, en aquel momento, cinco jinetes. Uno de ellos era Strong.

Dos eran los amigos que habían sido presentados la noche anterior por Strong. Los otros dos eran nuevos para Adams, aunque también los conocía de antes.

Seguramente se habían añadido al grupo, como nuevos colaboradores en la empresa del ferrocarril.

A una señal de Strong, cuando ya estaban cerca, se detuvieron los otros cuatro.

Y Strong se adelantó, llegando Adams, al cual preguntó:

—Me informaron que han intentado ponerlo en dificultades…

—Sí, Strong; gracias por haber acudido. Pero solamente ha sido un intento…

—Yo diría que se ha bastado usted, y les ha dado para el pelo a todos.

—Yo diría algo semejante…

—Cuando se dicen las cosas como son, es fácil ponerse de acuerdo —dijo en tono humorístico el granjero.

Seguidamente, se dirigió a Helen para decirle:

—De no pensar que es usted una señorita, le diría algo desagradable. Sí, ya sé que todo ha sido legal… Un engaño legal. Pero los engaños son armas de dos filos.

—¿A mí qué me cuenta?

—Ya se enterará de lo que cuento y lo que hago. ¿No me sonríe, como cuando trataba de convencerme de que debía vender, que me hacían un gran favor comprándome la granja?

—Usted vendió porque quiso…

—Sí, no hay duda. Vendí porque quise. Aunque no me da vergüenza confesar que entre sus sonrisas y los «sabios» consejos del indeseable de su padre, me engañaron…

Hablaba Strong en un tono que resultaba inquietante, por la ironía que ponía en él.

A pesar de ello, la rubia se mostró entre burlona y desafiadora.

—Y ahora haré cosas también porque será voluntad mía hacerlas. Todas dentro de la ley, nadie debe temer nada; mientras ustedes no se salgan de la ley, y me obliguen a hacer lo propio.

Señaló Strong una pausa para dar mayor importancia a sus palabras y prosiguió diciendo:

—Porque entonces las sonrisas se volverán lágrimas, si es que queda ocasión para llorar.

Strong no dijo nada al silencioso Nelson, pero le bastó una mirada para hacerle comprender que también él se debería dar por enterado.

A Nelson se le iba haciendo insoportable la situación.

No era solamente el hecho de la vergonzosa derrota sufrida, sino el que un ser como Strong, a quien él consideraba inferior, se hubiese podido colocar en una situación de dominio.

Y estaban también los otros cuatro individuos que acompañaban al granjero.

Habían sido clientes de él. Pero era seguro que los perdería, tan pronto estuviese allí el ferrocarril.

Pensó entonces Nelson que, como venganza, en el futuro no les trasladaría mercancía alguna. Y ésta se les pudriría hasta tanto estuviese el ferrocarril en el valle, si llegaba a estar.

Tal idea le hizo sonreír.

Adams captó la sonrisa, y se dio cuenta de qué la motivaba; se apresuró a decir:

—Si ellos quieren, te obligarán a que les hagas el transporte. Pero no te preocupes. Hasta tanto llegue el ferrocarril, organizaremos el transporte por nuestra cuenta.

El transportista se mordió el labio inferior, al comprobar que le habían pillado la intención.

Aparte el sufrimiento moral, Nelson sentía que el dolor de los golpes se le iba haciendo insufrible.

Mark había demostrado una temible solidez en los puños, y también que sabía emplearlos.

Y tenía la impresión de que le había roto, como poco, un par de costillas.

Entorpecida la respiración, al enfriarse después de la breve lucha, experimentaba que el dolor era cada vez mayor.

Anunció parcamente, dirigiéndose a Helen:

—Me voy… Si quieres venir conmigo…

—¿Serías capaz de protegerme? —preguntó la rubia en tono burlón.

—¡Vete al diablo! El invitarte ha sido mera cortesía; pero no hay más remedio que dar la razón a Mark. Ni con tu padre ni contigo, se puede ir hasta la acera de enfrente.

Nelson, a caballo ya, inició la marcha hacia el interior del pueblo, dispuesto a visitar al médico para que le echase un vistazo.

La rubia sonrió aún burlonamente, señaló un gesto despectivo hacia el transportista, e hizo volver grupas a su caballo para dirigirse a Constant, por lugar diferente al que había tomado Nelson.

Llegó Helen al centro de Constant bastante antes que Nelson, y se dirigió a la oficina del banquero, entrando en ella por una puerta secundaria, de la cual solamente ella y su padre tenían llave.

Antes de entrar en la oficina privada del banquero, se miró en un espejito de bolso.

Las bofetadas de Adams habían sido simbólicas, y no quedaba ya ni rastro de ellas.

Se arregló un poco para borrar toda huella de lágrimas, y sonrió, aunque lo hizo un tanto forzadamente.

Pensó en que Adams poseía una fuerza demoledora, además de un valor a toda prueba.

—Debo reconocer que me equivoqué con él… Bien, quien se equivocó fue mi padre, y temo que le va a costar caro…

En imaginación, vio al joven luchando con Nelson y los otros tres.

Y dijo para sí:

«Resultará delicioso sentirse atrapada entre sus poderosos brazos… Pero eso no lo conseguiré jamás, por mucha audacia que le eche.»