CAPITULO IV

 

Jerry Davis había alertado a sus pistoleros y empleados contra posibles intromisiones de John Smith en asuntos de la compañía.

A pesar de ello, tanto los dos guardaespaldas de turno como los empleados, experimentaron no poca inquietud y sorpresa cuando al día siguiente se personó Sherman en las oficinas de la compañía.

No iba solo. Le acompañaba Ray Gibbons, mientras Sam, el nieto de éste, había quedado al cuidado de las escasas y macilentas reses que poseían aún.

Sherman se dirigió a uno de los empleados más próximos a la puerta de entrada.

—¿Quiere hacer el favor de anunciarnos al señor Davis? Raymond Gibbons y John Smith.

—Sí, señor Smith, en seguida.

Cuando Jerry Davis recibió el anuncio de que Raymond Gibbons iba acompañado por Smith, sacó prontas consecuencias. Gibbons no pagaría más que lo justo. Nunca menos, pero tampoco más.

Se resignó a priori, suspiró y dijo al empleado:

—Que pasen.

Davis se puso en pie para recibir a sus visitantes.

Y se abstuvo de tender su diestra cuando éstos entraron.

No habría sido Davis nada cortés con el viejo Gibbons, de haber ido éste solo.

Pero se imponía la cortesía, llevando el duro acompañante que llevaba.

Se esforzó Davis en ser amable particularmente con Gibbons, al cual se apresuró a ofrecer asiento.

—Tome aquella silla, por favor...

—Gracias...

—Y usted, señor Smith. Aquélla otra, por favor.

Cuando ambos visitantes estuvieron sentados, como si no tuviese ni idea remota de lo que les llevaba allí, preguntó, extremando la cortesía:

—¿En qué puedo servirles?

Respondió Gibbons:

—Según tengo entendido esta compañía ha adquirido la deuda que tengo yo con Frank Steele...

—El señor Frank Steele... —dijo Davis como si tratase de recordar.

Se dio luego una palmada en la frente y prosiguió, variando de tono:

—¡Ah, claro! El señor Steele forma parte de nuestra compañía. Y una parte de esa participación que tiene, la pagó en créditos como el suyo.

Tras breve pausa prosiguió:

—Hay tantas cosas pendiente que resulta difícil tenerlas presentes todas,

—Bien; vengo a pagar.

Davis dirigió una rápida mirada a Sherman y repitió casi como un autómata:

—Viene a pagar.

Ante el silencio de sus dos visitantes prosiguió:

—Eso significa que ha podido vender su rancho.

—Sí.

Siguió una pausa bastante larga.

Al fin la rompió el propio Davis para decir:

—Mejor para usted y también para nosotros. Esos terrenos suyos no valen gran cosa, no nos interesaban. Si los adquiríamos era parta darle a usted una posibilidad de pagar...

—Lo supuse siempre así; muy bondadoso por su parte —se burló Gibbons con fina ironía.

—Hay que dar facilidades a la gente para que pueda cumplir sus compromisos. No queremos ahogar a nadie...

—Se comprende perfectamente apenas se trata con ustedes. Aunque a veces, nosotros, parece que no lo comprendemos así.

—No siempre se interpretan las cosas de forma justa. ¿Qué se le va a hacer? —suspiró como resignándose a no ser comprendido.

Seguidamente se excusó:

—Con permiso de ustedes. Buscaré lo suyo.

Sabía perfectamente en dónde ib tenía, puesto que el día anterior se lo había devuelto Ken Donald. Y lo había dejado a mano.

Sin embargo, buscó primero en donde sabía que no estaba, para ir finalmente adonde lo tenía.

—Aquí está.

Estuvo a punto Davis de dejar los papeles adicionales en qué constaban los bárbaros intereses que casi triplicaban la deuda.

Sabría así hasta dónde podía llegar John Smith en sus intervenciones.

Pero vio algo en la mirada del joven que le obligó a desistir.

Separó del documento de crédito todo lo que se le había ido añadiendo y lo dejó limpio, colocándolo así sobre la mesa.

Hizo números entonces y resumió:

—Son trescientos dólares, más cincuenta y nueve con setenta, de intereses acumulados durante dos años.

—Así es, sí, señor. Ya me parecía a mí que esos cobradores que me han enviado no jugaban limpio...

—¿Cobradores?

—¡Sí! Digamos cobradores, aunque su aspecto era el de dos matones, dos pistoleros. Ken Donald y Hoot Hudson...

—Bueno, no creo recordar que se les haya dado esa misión. Ni siquiera son empleados de la casa —respondió Davis a la vez que se acentuaba la burlona sonrisa de Sherman.

—Pues esos fulanos iban en nombre de ustedes y hasta enseñaron este mismo crédito junto con otros papeles en que iban especificados los intereses. ¿Y sabe en cuánto se plantaba la cosa?

—Ni idea. ¿En cuánto? —preguntó Davis con inocente expresión.

—Justo en novecientos cuarenta y cinco dólares. Tres años de intereses acumulados. El primer año al cuarenta por ciento y los otros dos al cincuenta...

—¡Qué barbaridad! —exclamó Davis.

—Justo lo que pensé yo. Total que, haciéndome un favor, se me quedaban el rancho entre las manos por esta cantidad, que es la auténtica; trescientos cincuenta y nueve con setenta centavos.

—Lo habrá vendido bastante mejor, claro.

—Sí. Han pagado un precio razonable, yo he cumplido con el préstamo que se me había hecho... Y ahora puedo ir con mi nieto a reunirme con el resto de mi familia. Están bien situados, y todos unidos saldremos adelante.

—¿Muy lejos de aquí?

—Lo bastante para poder olvidar cosas y cosas. Y estaré lo suficientemente defendido para que nadie piense en represalias ni en venganzas.

—No creo que nadie pensara en eso...

—Parece que usted no conoce bien a esos dos fulanos. Se les ha frustrado el negocio...

—Pues no, no los conozco bien. Y tras lo que usted ha referido, daré órdenes tajantes para que no se les dé trabajo alguno.

—Eso que saldrán ganando ustedes... Y ellos —intervino Sherman.

—¿Nosotros y ellos?

—Empleando a esos fulanos con sus procedimientos de violencia, ustedes se desacreditan totalmente.

—Claro, si actúan injustamente y en nuestro nombre, y la gente les cree...

—¿Por qué no les ha de creer si llevan documentos que son de ustedes? —cortó Sherman con tajante expresión.

Davis intuyó un peligro indefinido, si se encerraban en una discusión.

Y decidió permanecer callado.

Sherman dijo entonces:

—Fue un milagro que no les balease ayer.

—Si le dieron motivos...

—¿Es posible que no le hayan informado?

—¿Por qué? Esa gestión se ha realizado sin mi conocimiento...

Davis se dio cuenta de que había caído en una pequeña trampa que el hábil John Smith le había tendido.

—Al menos tiene usted idea clara de la gestión que les fue encomendada —se burló Sherman.

—No tengo ninguna idea clara. Pero si el amigo Gibbons acusa un mal comportamiento de esos fulanos porque fueron a cobrarle, usted viene con Gibbons y habla luego de que pudo balearlos... Atando cabos debo suponer que estaba usted allí...

—Ata usted bien los cabos, Davis... Yo no estaba allí, pero llegué en el momento preciso. De haber estado yo allí, dudo que se hubiesen atrevido a amenazar a nadie.

—Es cierto... Daré órdenes tajantes para que no se les encargue misión alguna.

Se puso en pie Davis, el cual había ido recogiendo los dólares que Gibbons había ido depositando sobre la mesa, hasta cubrir la totalidad del débito.

Una vez en pie, le alargó el recibo que daba por cancelada la deuda.

—Ahí tiene su recibo.

—Muy amable. Gracias —dijo Gibbons.

—¿Quién le ha comprado su rancho? Espero que no habrá sido ninguno de nuestros agentes. Sería un mal negocio para la compañía...

Gibbons se sintió con ganas de burlarse y dijo:

—Usted ata cabos tan estupendamente... ¿No le dice nada que el señor John Smith llegase ayer y me acompañe hoy aquí?

—¿Quiere decir que usted...?

—Sí, soy tan tonto que he comprado el rancho.

—Bueno, yo no he querido decir... Lo que no interesa a nuestra compañía, puede interesarle a usted o a otro. Cada cual tiene sus planes; y lo que no sirve a un fin puede servir a otro fin.

—Eso mismo pienso.

—No podía imaginar que a usted le pudiese interesar una cosa así. Mucho trabajo y poco beneficio. A menos que monte en ese lugar una sala de juego. Tendría buena clientela. Allí hay espacio para los carruajes, está a cubierto de miradas indiscretas...

Se interrumpió para seguir a continuación:

—¿Cómo no se me ha ocurrido a mí tal idea? Claro que el juego no es lo mío.

—No he pensado en ninguna sala de juego. Por el momento sólo he pensado en echar raíces en algún lugar, y Duncan me gusta. Ya lo dije la otra noche.

—Lo dijo. Sin embargo, Duncan tiene pocos atractivos —señaló Davis, que prosiguió—; Esto es bueno para quien le guste el ambiente de vacas y tal...

—¿A usted no le gusta? —preguntó Sherman con leve ironía.

—No, no me gusta. Me gustan las grandes ciudades, la vida refinada... Pero en esas grandes ciudades la lucha es mucho más dura, el triunfo, la fortuna, son más difíciles de lograr.

Seguidamente preguntó:

—¿Cree que habría avanzado la colonización del Oeste como lo ha hecho, a no ser porque el dinero es más fácil en estos lugares? Aquí está todo menos explotado.

—Sí, está menos explotado. Sin embargo, algunas zonas se están poniendo que dan asco. Van llegando las grandes empresas que aspiran al dominio absoluto... Y no considero que sea beneficioso.

—Bueno, tal vez tenga razón. Precisamente nosotros nos hemos reunido y formado una compañía para defendernos de esas grandes empresas —dijo Davis con expresión de ingenuidad.

—¿Y pretenden merendarse a los demás, o piensan dejarnos tranquilos? Porque habré de contarme ya como uno de tantos modestos propietarios...

—¡En absoluto! No pretendemos merendamos a nadie. El que quiera ingresar en nuestra compañía, aportando lo que tenga, pastos y reses, que lo haga. Siempre que nos interese aceptarlo a quienes estamos ya en ella.

Casi sin transición preguntó Davis a Sherman:

—¿No cree que podría interesarle entrar en nuestra compañía?

—No me gustan esas compañías. Es una cuestión de principios. Y lo que yo pudiese aportar por el momento, no creo que les interesase tampoco.

—Tal vez podría interesarnos su aportación personal, Mi aportación económica no ha sido grande; sin embargo, les ha interesado la personal.

—¿Cuál de mis facetas les podría interesar? ¿La de jugador o la de pistolero?

—Por favor, señor Smith...

—Yo sigo pensando que usted intentó utilizarme contra el joven Bronson. Ya lo dije sin ambages la otra noche.

—Eso es absurdo. Si se repasaran lo que han sido nuestras relaciones, nuestra amistad, se comprendería mejor...

—¿Qué se comprendería mejor, señor Davis?

—Lo injusto de su acusación. Me afectó mucho...

—Comprendo que le afectase. Tanto, que estuvo en un tris que no tuviese que matarle.

—Prefiero no recordarlo.

—Es mejor.

—Pese a todo, Siempre tendrá usted un amigo en mí —dijo Davis, sin osar, sin embargo, tender la mano, por si le era despreciada.

—Si me quedo en Duncan como es mi idea, el tiempo es el que decidirá si podemos o no ser amigos. Buenos días, señor Davis.

—Buenos días, señor Smith. Y le deseo mucha suerte, señor Gibbons.

—Gracias. Yo también se la deseo a usted... A pesar de todo.

Añadió el «a pesar de todo», para hacerle ver que su actitud no le había engañado en absoluto.

Cuando el viejo Gibbons y Sherman hubieron salido, Jerry Davis se dejó caer en su sillón.

Respiró hondo y luego sacó un pañuelo con el cual se secó el sudor que había comenzado a humedecer su frente.