CAPITULO VII

 

Sherman dijo de pronto, en tono incisivo, en voz que alguien que hubiera estado cerca habría podido oír:

—La verdad es que siempre fuiste un cobarde asesino, Buster Garret.

El pistolero se sintió sorprendido y se tensó, dando la sensación de que estaba pronto a disparar.

Sherman aprovechó el instante de tensión para obrar, saltando hacia el lado contrario que el pistolero podía imaginar.

Y se arrojó al suelo al mismo tiempo.

Había calculado todo para que cuando se produjese el inevitable disparo, el «Colt» de Garret estuviese encarado contra una de las paredes de la sala, sin que hubiese nadie en la línea de tiro.

Sintió Sherman aún el roce que le produjo la bala en la piel, a la altura de los riñones.

El rápido y eficiente pistolero inició un giro para volver a tirar contra Sherman.

Este actuaba también con gran coordinación de ideas y movimientos; y empujó a su contrario, desplazándolo ligeramente.

Y prácticamente al mismo tiempo lo trabó de pies, haciéndolo caer de manera aparatosa.

Iba Garret por el aire aún, cuando ya Sherman saltaba sobre él, aplastándolo con el peso de su cuerpo una vez el pistolero hubo caído tendido en el suelo.

Golpeó Sherman con fuerza, empleando una mano, mientras con la otra mantenía sujeto el brazo armado de su contrario.

El rostro de Garret golpeó fuertemente, contra el suelo y el pistolero, medio aturdido, comenzó a sangrar por boca y nariz.

Realizó Garret ion titánico esfuerzo para librarse de la férrea presa que lo sujetaba.

Y recibió un seco golpe, aplicado con el filo de la mano, en la nuca.

Fue un golpe que resultó definitivo, que dejó al matón fuera de combate.

Doris Gint, siempre vigilante, acudía ya rápidamente acompañada de dos de sus hombres.

Sherman se puso en pie rápido y dijo a la dueña de la sala:

—Inutilizad a ese asesino. Cacheadlo bien, pues siempre lleva algún arma de recurso.

—Entendido; no se preocupe, conozco a esta clase de fulanos —dijo el vigilante que se hizo cargo del pistolero.

—Estás herido —dijo Doris.

—Un simple roce de bala...

Al ruido producido por el disparo habían cesado las conversaciones y el juego.

La mayoría de los que se hallaban en la sala se habían puesto de pie, y las miradas de todos convergieron en el lugar en donde el incidente se había producido.

Sherman se apresuró a decir en voz suficientemente alta para ser oído de todos:

—¡Tranquilos! El pistolero ha sido desarmado. Pueden volver a sus juegos, sin preocupación alguna.

Hizo rápidamente una indicación con gesto y ademán a Doris, para que le siguiese con uno de sus hombres, y caminó con rapidez en dirección al lugar en donde habían estado desplumando a Wilson Howard.

Por prisa que se dieron los dos tramposos en intentar deshacerse de las pruebas que se podrían esgrimir contra ellos, llegaron tarde.

Sherman, que los conocía bien, les había salido al camino y les encañonaba, cuando intentaban desprenderse de unos naipes.

—Quietos, tramposos... Y levanten bien las manos por encima de sus cabezas. Así, buenos chicos.

Mientras Sherman les mantenía encañonados, .el empleado que había ido con Doris se encargó de desarmar a los tramposos, cuidando de no interponerse entre ellos y el «Colt» del joven.

Y seguidamente, a la vista de todos, sacó limpiamente los naipes que los fulleros tenían escondidos para hacerlos intervenir en el instante preciso.

Wilson Howard dijo entonces:

—Me había dado cuenta de que hacían .trampas; pero no me atreví a acusarlos porque vi que ellos estaban preparados y dispuestos a todo.

—Pues sí. Son dos profesionales de las trampas, los conozco bien...

Lang se atrevió a decir:

—Y tan bien como nos conocemos. Somos compañeros de «trabajo», ¿no?

No había terminado de hablar cuando silbó en el aire el puño derecho de Sherman, el cual fue a estrellarse en la boca del hablador.

Saltó por el aire uno de los dientes de Lang, diente que se había quebrado como si fuese de yeso.

Sintió el tramposo que las piernas se le aflojaban, y hubiese caído al suelo de no sujetarse a la mesa.

Y el hombre comenzó a sangrar por la herida que se le había producido en el labio superior, cerca de la comisura.

—Vamos a respetarnos, granuja. Yo soy jugador, pero jamás he intentado hacer una trampa. Algo que se sabe allá por donde he pasado. Vosotros hacéis las trampas durmiendo, porque vivís de eso.

Sherman se dirigió a los dos rancheros y al propio Wilson Howard, preguntando:

—¿Pierden los tres?

—Perdemos los tres —dijo uno—. Al principio nos dejaban ganar algo; pero luego se lanzaron como buitres sobre la carroña.

—Es lo de ellos. Y aunque son ya mayorcitos para que se les den consejos, antes de jugar con quien no conozcan, piénsenlo bien.

—Verá usted... Se habló tanto y tan bien de usted... Y nos dijeron que estos dos fulanos eran algo así como usted. Y nos confiamos.

—¿Quién les dijo eso?

—Pues fue un tal Billy Vernon. Está en el registro de la propiedad, y lleva también otros asuntos...

—Pues Billy Vernon no sabía lo que decía. O les engañó a conciencia. Es algo que habremos de averiguar.

Seguidamente preguntó el joven:

—¿Qué se hace en Duncan con los tramposos?

Respondió el forzudo herrador, jugador empedernido:

—A unos se les cuelga... A otros se les empluma primero y se les cuelga después...

Sherman se dirigió a los dos tramposos:

—Ya lo sabéis, granujas. Podéis elegir. Si os empluman antes de colgaros, tendréis ocasión de respirar más tiempo. Y mientras queda vida, hay esperanza. ¿Quién sabe?

Temblaron los dos granujas.

Y habló Wolf, ya que Lang, herido en la boca, con un pañuelo sobre la herida, no estaba en condiciones de hacerlo:

—No lo dirán en serio...

—¿Qué os extraña? Es posible que hayáis sido emplumados más de una vez. Y la pena es que no hayan terminado con vosotros.

—Gente como ésta hace daño allá por donde va. Son la ruina de gentes honradas —arguyó el herrador.

—Hay que terminar con ellos cuanto antes —intervino otro fulano, dueño de la casa de pompas fúnebres de la localidad.

El herrador preguntó:

—¿Sabes si tenéis «trajes» de madera confeccionados ya para ellos?

El de las pompas fúnebres los miró como clientes ya seguros y dijo:

—Estos fulanos son medidas corrientes. Seguro que tendrán «traje» apropiado, y bastante barato. Aunque les vaya algo holgado, no tiene importancia.

—¡Claro que no! Lo malo sería que les apretase. Hay que tener en cuenta que los llevarán ya siempre. Y no les deben molestar.

Los dos hombres hablaban en un tono humorístico que resultaba escalofriante, precisamente porque en su ligereza había una amenaza cierta.

El herrador dijo:

—Al ser dos, deberías hacer rebaja.

—¿Por qué? Un traje de madera es siempre un traje de madera...

—Eso está claro. Pero casi al por mayor...

—Si fueran diez o doce, pero total son dos. ¿Acaso cuando cambias herraduras a dos caballos haces rebaja?

—No. Tienes razón... No se hable más.

El propio herrador decidid, aunque miró a Sherman para contar con su aprobación:

—Vamos para afuera. Y dejemos que la gente juegue con tranquilidad. Doris tiene la sala para eso...

Frank Steele y dos de sus compinches de trust y de partida, habían abandonado ésta para acercarse al lugar del conflicto.

Sabían perfectamente lo que había sucedido, a pesar de lo cual preguntaron a uno dé los mirones.

Cuando éste les informó, dijo Steele:

—A esa gente hay que colgarla rápidamente, antes de que el sheriff meta la nariz. Al sheriff le puede dar por hacer juicio sin comprender que los papeles sobran en estas ocasiones.

Sherman se dirigió a Steele para decirle en tono acre:

—No se meta en esto. Ha sido a mí a quien han intentado asesinar por temor a que les descubriera. Y soy quien más derecho tiene a decidir.

—Perdón, caballero. No he querido molestar —se apresuró a decir Steele—. Pero sigo opinando que a esos granujas hay que barrerlos rápidamente.

—Si se barriese rápidamente a todos los granujas nocivos de Duncan, estos dos y el otro fulano no habrían venido... —fue la respuesta de Sherman.

Steele se habría enfurecido de haberse tratado de otro hombre menos peligroso que «el tal John Smith».

En aquella ocasión se limitó a un encogimiento de hombros y a decir:

—Puede que tenga usted razón. Los granujas se encadenan, se apoyan unos a otros... Y yo, a esos y a los que fuese, les ahorcaría...

—Yo prefiero saber quiénes les han traído. Porque alguien les habrá hecho venir; y hasta les habrá señalado cuál debía ser la primera víctima.

Volvió Steele a encogerse de hombros, como si la cosa no le preocupara; y con sus dos compañeros de partida y de trust se reintegró a la mesa de juego.

Tomó los naipes y dijo:

—Esto es lo bueno.

Doug Carter, uno de sus acompañantes, dijo:

—Ese John Smith se toma la cosa demasiado en serio. Menos mal que, según parece, es de los honrados.

Comenzó uno a peinar los naipes, disponiéndose a reanudar la partida.

Morris intervino para decir:

—El tal John Smith resulta que no se llama John Smith, aunque tampoco deja de llamarse así. Se llama Edward John Sherman... Y su otro apellido es precisamente Smith.

—¿Le suena eso, Steele? —preguntó Doug Carter.

El interrogado fingió maravillosamente que se hallaba sorprendido, como si terminase de hacer un descubrimiento.

Y exclamó:

—¡Diablos! Edward, J. Sherman... Su esposa se apellidaba Smith de soltera. ¿Así pues, se trata del hijo de mi amigo Edward J. Sherman?

—Precisamente. Al menos es lo que creemos todos. Ha comprado también el rancho de Wilson Howard, con ganado y todo. Y parece que no se lo ha pagado mal...

—No me sorprende. Si ha ganado el dinero jugando y tiene facilidad para ganar, puede pagar mejor que otros a los que ganar un puñado de dólares les cuesta sudores... Pero vamos a lo nuestro.

Fue tomando los naipes.

Y seguidamente encendió un cigarro habano, corto y grueso, cigarros que le hacían especialmente para él, que llevaban su nombres y de los cuales solía encargar en cantidades muy interesantes.

En tanto, Sherman había hecho comprender al herrador y al de las pompas fúnebres que los tramposos, lo mismo que el pistolero, le interesaban más vivos que muertos.

Doris, para restar curiosos al corrillo formado en torno a los que habían provocado el incidente, dijo:

—Caballeros, la casa invita. Vaya cada cual a su sitio, por favor y pidan lo que sea de su gusto.

Era algo que sucedía con escasa frecuencia. Y los hombres y mujeres se apresuraron en su mayoría a volver a sus mesas.

Sherman se dirigió entonces a Howard y los otros dos rancheros perdedores:

—Recobren lo que esta gente les ha... Podemos decir que robado, porque ganar a base de trampas es robar.

El más perjudicado era Wilson Howard.

Y dio un suspiro de alivio cuando estuvo seguro de que recobraba su dinero sin intervención de la justicia, la cual demoraría posiblemente la entrega.

—Gracias, señor Sherman. Debí hacerle caso... Saldré de Duncan en la primera diligencia de la mañana. Precisamente la que va hasta el ferrocarril que me puede llevar a San Francisco.

—Me alegraré de que llegue allá y de que triunfe. Yo he estado en San Francisco en un par de ocasiones. Allí las cosas no son fáciles. Y los granujas como éstos, y peores, abundan.

—Me esforzaré en no volver a tocar un naipe...

—De verdad me alegraría. Usted es una buena persona, merecedora de suerte. Rehaga su vida... Y piense que no siempre estará a su lado alguien que le pueda echar una mano como hice esta noche. Y no es que trate...

—Le comprendo, Sherman. Gracias de nuevo. Y les deseo suerte.

Cambiaron un fuerte apretón de manos y el hombre salió, despidiéndose asimismo de Doris.