Capítulo 15
La madeja se complicaba

Los días transcurrían con una calma insoportable.

Los segundos, minutos y horas seguían desgranándose a cámara lenta en un gigantesco reloj de arena en el que me veía atrapada sin remedio. Afortunadamente las emociones sufridas previamente dieron paso a jornadas más tranquilas y sin sobresaltos.

Denisse regresó al trabajo, animada también por mi familia y por el personal médico que me cuidaba. Le aseguraron que el cuerpo de policía del condado estaba haciendo horas extras para esclarecer aquellos crímenes.

Además, un oficial permanecía siempre de guardia en la puerta de la habitación, evitando que cualquier sospechoso se acercase a mí. Los alrededores del hospital también eran frecuentados por patrullas policiales en sus rondas habituales, más como elemento disuasorio que como medida de protección.

Acababa de comenzar la mañana de un nuevo día y al despertarme, —de nuevo mi organismo parecía haberse acostumbrado al rito de dormir por la noche y despertar por la mañana, si podíamos llamar de ese modo a mi anómala situación—, distinguí el bostezo de Denisse, desperezándose después de haber pasado una noche más a mi lado. Ella era muy tozuda, y no hacía caso a nadie, dormitando de mala manera en el camastro de la habitación en vez de descansar en nuestra casa.

Las enfermeras se habían cansado de repetirle la misma cantinela todos los días y mi familia no se atrevía tampoco a decirle nada. Se libraba porque yo no podía echarle la bronca, pero me tenía preocupada y no sólo por su salud o la del bebé. De ese modo era imposible que Denisse rindiera en su oficina, y yo no quería que perdiera su empleo.

—Me voy a trabajar, Susan, ya es tarde. Pasaré por casa para darme una ducha y espabilarme un poco, las comodidades de esta "suite" del Sheraton están acabando conmigo —dijo Denisse con una amarga sonrisa que sólo pude imaginar.

De nuevo una angustia opresora se adueñó de mi estómago, estrujándolo con puño de hierro ante mi incapacidad de responder a sus frases. Anhelaba poder decirle a Denisse lo que sentía, lo que pensaba y, sobre todo, lo mucho que la quería. Echaba de menos abrazar su cuerpo, por mucho que algunas noches ella se recostara conmigo en la cama y notara su cálida piel. Y su sonrisa, claro; esa sonrisa eterna que esperaba no se marchitara nunca, como el faro que guiaba a los marineros errantes.

—Cariño, se me olvidaba —añadió Denisse—.

Ayer hablé con Ann, ya sabes, quiere venir a verte a lo largo del día. Recuerda que la galería permanecerá cerrada hasta que te recuperes. Sé que estaba a prueba como ayudante y al ignorar tus intenciones con respecto a ella, he decidido darle permiso para que se busque alguna cosilla mientras tú te recuperas; espero que no te siente mal. La pobre necesita el dinero y no sabía qué hacer. Podía haberle permitido tener abierta la galería con ella al cargo, quizás tú sí lo hubieras hecho, pero en las actuales circunstancias no me pareció lo más apropiado. Seguro que viene para verte y disculparse por su ausencia, ya la conoces. Imagino que cuando todo esto sea sólo un mal sueño la tendrás de nuevo a tu lado, es una gran chica.

No podía reprocharle nada a Denisse, había hecho lo correcto. Ann Lawson era una estudiante de Bellas Artes que me ayudaba en la galería que había inaugurado unos meses atrás. Un gran sueño perseguido desde hacía muchos años, la recompensa a tantas frustraciones. Ann me ayudaba por las tardes y algún fin de semana, mientras seguía aprendiendo, pintaba en compañía mía y de paso se ganaba un dinerillo para pagar sus estudios.

Y ahora sus ilusiones y las mías se veían interrumpidas, de forma abrupta, por culpa de aquel malnacido con el que me había cruzado junto al cajero.

Siempre se me había dado bien el dibujo y la pintura, pero nunca llegué a pensar que podría dedicarme a ello profesionalmente y vivir con dignidad gracias a mi gran pasión. Después de diversos trabajos en estudios de arquitectura, casi siempre como becaria o ayudante, empecé a dar tumbos sin saber realmente qué camino profesional tomar en la experiencia vital que me había tocado en suerte.

Vagué sin éxito alguno por multitud de empresas, ya fueran de servicios, marketing o telecomunicaciones.

Hice de todo: desde trabajar de recepcionista, teleoperadora o comercial telefónica. Realicé cursos de ventas, informática y otras muchas materias, sin encontrar mi lugar en el mundo. Nada de eso era para mí; sentía que estaba desperdiciando mi tiempo y lo que era peor, mi talento.

Acabé en un puesto de trabajo más o menos estable, como responsable de un pequeño equipo de ventas en una empresa de cosméticos. No era la panacea, pero de algo había que vivir. Incluso mi madre se vio moderadamente satisfecha al verme aparecer vestida con mi traje de ejecutiva mientras le contaba las bondades de nuestros productos. Creía que ganarse la vida de ese modo, trabajando de sol a sol, era la mejor manera de valorar el esfuerzo a realizar para salir adelante. Yo la miraba alucinada sin comprender su postura; me parecía imposible que mi madre no viera reflejado en mis ojos la angustia interior que sentía al malgastar mi vida con una actividad que no me llenaba.

Ella mejor que nadie debería saber lo que pasaba por la cabeza de su primogénita, pero no parecía darse cuenta.

Para mí aquel trabajo era sólo un pequeño alto en el camino, una parada efímera en el curso de mi vida profesional. Sin embargo mi madre sólo recordaba la decepción que había supuesto para la familia el abandono de mis estudios universitarios. Como mal menor aceptó mi nueva faceta, un empleo que me reportaba buenas ganancias en concepto de comisiones por ventas que ni siquiera realizaba yo, sino el equipo al completo. Mamá se encontraba satisfecha: no presumiría de hija arquitecto, pero tampoco tendría que aguantar la cantinela con la que de vez en cuando la martilleaba sobre mis sueños de convertirme en una pintora reconocida. Una pasión juvenil que seguía arañando mi interior con inusitada fuerza, llamando a la puerta del deseo más irrefrenable. De todos modos supe mantener esa obsesión bajo control y sólo la dejaría reaparecer cuando la coyuntura fuera más favorable.

Por aquella época empecé a relacionarme con habituales de los círculos culturales: pintores, marchantes de arte, dueños de galerías y periodistas del ramo. Todo surgió una noche cuando me invitaron a la inauguración de una exposición de arte minimalista. Arrastré a la pobre Denisse a un mundo que le era del todo desconocido, no mucho menos que a mí por entonces, y nos vestimos con nuestras mejores galas para el evento.

Allí disfrutamos de una velada agradable y conversamos con gente muy interesante metida en ese mundillo. Entre copas de Chardonnay y canapés al gusto fuimos cogiendo confianza y haciéndonos asiduas de unos actos que nos encandilaban a ambas por motivos diferentes.

También en esos días, siempre con reticencia y con una vergüenza que no podía ocultar, comenté con algunas personas mi pasión frustrada, mencionando los cuadros que guardaba en el desván de mi casa. Cuando le expliqué a la dueña de una galería el estilo que intentaba impregnar en mis obras, mezcla de puntillismo impresionista, art noveau y un ligero toque de los maestros del Renacimiento, se mostró muy interesada.

Desconfié en primera instancia, no podía creer que fuera tan fácil. Esta mujer me mostró entonces la realidad. Por su trabajo estaba acostumbrada a ver obras de muy diferentes características, provenientes de gente de todo tipo, y no perdía nada por examinar mis lienzos. No me garantizó que le fueran a gustar, por supuesto, pero sólo con que las pudiera echar un vistazo yo me sentía más que satisfecha.

A Madeleine, que así se llamaba la galerista, le llamó la atención el estilo de mis cuadros, llenos de un gran impacto visual según sus propias palabras. El mercado del arte estaba estancándose en aquellos días, pero Madeleine me prometió buscarle acomodo a mis lienzos en alguna de sus siguientes exposiciones temporales para autores noveles. Solía organizar un par a lo largo del año y creía que podría hacerme un hueco en la próxima. Yo no daba crédito a sus palabras y casi me puse a dar saltos de alegría mientras le agradecía su sinceridad y el interés mostrado por mi obra.

A Madeleine le entusiasmaron algunas de mis pinturas. Me había asegurado que sería difícil colocarlas, pero habló con sus contactos y consiguió vender media docena de cuadros. La emoción me embargaba; no por el dinero conseguido, que no era mucho, sino por el pequeño detalle de que mi obra llegara a gustar a la gente y pudiera incluso venderse para ocupar después la pared de un despacho o el salón de un particular. Fue una sensación memorable que todavía paladeaba con gusto.

El gusanillo de ese ambiente tan diferente a todo lo que yo había conocido hasta entonces fue introduciéndose poco a poco en mi interior. Asistir de forma más reiterada a presentaciones, exposiciones temporales, y otros eventos más lúdicos relacionados con el arte me hizo más conocida en el sector. Denisse me acompañaba muchos días, y juntas podíamos hablar de casi cualquier tema con los asistentes a dichos actos.

Nos convertimos en un equipo bien conjuntado, y si alguna vez yo acudía sola siempre me preguntaban por ella. Congeniamos con los artistas, y de un modo desenfadado y casual compartimos buenos momentos en compañía de personas que nunca hubiera imaginado llegar a conocer. ¡Y además les caíamos bien! Nos invitaban a más fiestas, nos agasajaban y alababan mi trabajo. Yo estaba en una nube.

Poco tiempo después me ofrecieron una oportunidad que no pude desaprovechar: llevar mi propia galería, donde mi obra sería el atractivo principal, sin descuidar otros aderezos que pudieran hacerla más interesante para el público entendido de aquella pequeña ciudad que empezaba a florecer culturalmente. Mi particular mecenas fue Patrick Johnson, un promotor inmobiliario apasionado del arte que no dudó en invertir en mí. Con su dinero y sus contactos logramos hacernos con un local diáfano, en pleno esquinazo de una gran avenida con buena afluencia de transeúntes, donde poder desarrollar la idea que ambos teníamos en mente. Una pequeña galería donde mostrar mis obras en la parte central, mientras en las estancias anexas se exhibían las obras de otros artistas jóvenes que también buscaban una oportunidad. Artista y empresaria al mismo tiempo, todo un lujo que me había llegado como llovido del cielo.

Los comienzos fueron duros, pero lo tenía decidido. Abandoné mi trabajo tan bien remunerado en la empresa de cosméticos y me lancé a la aventura. Mi madre puso el grito en el cielo, quejándose de mis ínfulas y mis aires de grandeza. Pensaba que era un tremendo error, y que la decepción consiguiente me obligaría a poner los pies en el suelo. No veía con buenos ojos el mundo artístico, creía que ganar dinero mientras uno buscaba su sueño no era algo que requiriera esfuerzo y dedicación. Ella siempre me había tachado de vaga, y quizás tuviera razón. El verdadero problema era que nunca me había dedicado a algo que de verdad me llenara, algo que realmente mereciera la pena para mí.

Denisse por el contrario me animó y me apoyó con todas sus fuerzas. Sabíamos que sólo con su sueldo nos costaría llegar a fin de mes, pero con los ahorros guardados y las ganas que le puse al proyecto, conseguí que el negocio empezara a despuntar. Sin grandes alardes, sin volverme loca, sólo consiguiendo lo suficiente para poder vivir con dignidad sin pedir ni dar cuentas a nadie. Pintaba y dirigía mi propio negocio, eligiendo además con mi ojo artístico el resto de cuadros que poblarían las paredes de una galería que esperara fuera rentable algún día no muy lejano.

En un año la situación se estabilizó y los beneficios aumentaron. Denisse estaba muy orgullosa de mí y yo permanecía en mi particular nube. El señor Johnson también estaba satisfecho, pero la situación cambió aquel invierno. Sus negocios inmobiliarios no marchaban como antaño y decidió abandonar el mecenazgo cultural.

Afortunadamente nuestra relación era muy cordial y me vendió su participación en la empresa por un precio que no hundió nuestra pequeña economía doméstica aún siendo una cantidad respetable. Había llegado el momento de dar el gran salto: era dueña de una galería de arte que empezaba a hacerse un nombre en el circuito cultural del estado.

Y tanto esfuerzo se había visto truncado en escasos segundos, cuando aquella escopeta me sumió en la oscuridad más absoluta, lejos de todo lo que amaba. No iba a rendirme entonces, después de tantos sacrificios; tenía que dar lo mejor de mí misma para salir de aquel trance y retomar mi vida con tranquilidad.

Esa misma tarde, como me había anunciado Denisse, Ann se presentó en el hospital. Llamó con los nudillos a la puerta de forma casi imperceptible antes de adentrarse en la habitación. Mejor dicho, traspasó el umbral y se quedó al lado de la puerta, quizás consternada ante la visión que se le presentaba. Escuché una letanía ininteligible de labios de Ann, que segundos después comenzó a avanzar muy lentamente hasta situarse al lado de la cama.

—Pero jefa, ¿todavía acostada sin ponerse a trabajar? —preguntó Ann con voz rota por la emoción, incapaz de esconder con su gracejo habitual lo trastornada que se encontraba al verme en aquel estado—. Así no vamos a sacar adelante la galería, ya sabes.

Los de la revista "Arte y Cultura" están interesados en hacernos un reportaje, y una galería cerrada no es la mejor publicidad para nadie.

Asentí a mi manera, entendía su reacción. Ella lo decía por intentar animarme, sabiendo que yo no podía responder a sus frases. Quizás se atrevió a hablarme de aquel modo al saber que se encontraba sola en la habitación, sin miradas indiscretas, y con una interlocutora que no pasaba precisamente por sus mejores momentos. A lo mejor si hubiera supuesto que la escuchaba perfectamente su reacción habría sido diferente. Nunca lo sabré. Pero en esos momentos le agradecí profundamente sus palabras.

Ann era una chica despierta, con una sonrisa generosa que regalaba a quien la necesitase. Bromista empedernida por naturaleza, al principio tuvimos algún ligero roce hasta que capté su fina ironía, mal disimulada, de la que hacía gala sin pudor al menor descuido. Al final ambas nos acostumbramos al genio de la otra, a nuestros caracteres y cambios de humor, por lo que la relación profesional y personal creció y mejoró con el transcurso del tiempo.

Mi ayudante se tranquilizó con el paso de los minutos, acostumbrada al hecho de que su jefa se halara como un vegetal con el que no podía intercambiar ningún tipo de comunicación. Al relajarse, pero por otra parte seguir sintiéndose un poco fuera de su entorno sentada a mi lado, Ann empezó a hablar de multitud de temas, contándome incluso anécdotas y rumores de su pueblo natal. Era una conversadora nata, y a falta de alguien que la contestara o rebatiera sus argumentos, se valía por sí sola para montar un debate en toda regla. Fue una tarde entrañable que guardaré siempre con especial cariño entre mis recuerdos. Nunca podré agradecerle lo suficiente a Ann aquella velada en la que me insufló sus ganas de vivir, esa cualidad que necesitaba para seguir luchando contra las adversidades que el destino había cruzado en mi camino.

La hora de visita terminó sin darme cuenta, y las enfermeras acudieron para recordarle a Ann que tenía que abandonar la habitación. Se montó entonces un pequeño tumulto en la entrada de la misma; al encontrarse la puerta entreabierta pude distinguir, más o menos, la conversación que tuvo lugar allí en ese momento. Denisse acababa de llegar, imaginaba que después de su jornada laboral, pero una voz desconocida de hombre irrumpió también en mi espacio auditivo.

—Hombre, Ann, al final cumpliste tu palabra. Me alegra que hayas podido venir a hacerle compañía a Susan. Seguro que ella te estará muy agradecida —aseguró Denisse al cruzarse con Ann en el umbral.

—Claro, Denisse, era lo menos que podía hacer.

Disculpadme por no haberos visitado antes, me daba un poco de reparo venir hasta aquí para ver a Susan. Me duele en el alma verla así y no sabía cómo reaccionaría en su presencia. No me gustan los hospitales, y la visión de Susan ahí postrada no es agradable, pero después de todo lo que ha hecho por mí era lo mínimo.

—No te preocupes, Ann, te entiendo perfectamente. Me ha alegrado verte por aquí y seguro que tu charla habrá sido beneficiosa para Susan. Sé cuanto la aprecias y ten por seguro que ella está muy satisfecha contigo. Por mi parte estaré encantada de que vengas a visitar a Susan siempre que quieras, faltaría más.

—Así lo haré, Denisse, te lo aseguro. Y mucho antes de lo que puedas imaginar —añadió Ann antes de despedirse, ya con voz mucho más cantarina.

Denisse fue a cerrar la puerta para regresar a mi lado, pero algo se lo impidió. Desde mi posición, y con los escasos medios sensoriales de los que disponía entonces, no pude distinguir el poderoso brazo que le impedía cumplir su empeño. Una voz grave, de hombre acostumbrado a mandar, retumbó a continuación entre las cuatro paredes de mi cuarto.

—Disculpe, ¿es usted familiar de Susan Mckennan? Me gustaría hacerle unas preguntas y puede que…

—Sí, soy familiar de Susan. Y usted, ¿quién es? —contestó Denisse sin amedrentarse, cortando a medio hacer la frase que aquel hombre había comenzado a pronunciar.

—Tiene usted razón, perdone la intromisión y mis rudos modales. Lo primero de todo es presentarse como es debido. Mi nombre es Michael Donovan, puede llamarme Mike si lo prefiere. Soy el sheriff del condado y estoy al cargo de la investigación de los sucesos en los que la señorita Mckennan se ha visto involucrada.

—¿Involucrada dice usted? —inquirió Denisse con sorna. Desde luego, si se había visto sorprendida o intimidada por la presencia allí del sheriff del condado no lo dejó traslucir en ningún momento. Al revés, yo hubiera dicho que las riendas de la conversación las llevaba ella, y con puño firme—. Querrá decir que un asesino sin escrúpulos ejecutó a un pobre hombre, disparó después sobre Susan y más tarde se presentó aquí para intentar terminar la tarea comenzada junto al maldito cajero.

—No me he expresado con claridad, discúlpeme, señorita…

—Denisse, sheriff Donovan, puede llamarme Denisse —contestó ella todavía con el poder en sus manos. Imaginaba que en el rostro del policía se reflejaba la estupefacción ante el cariz que la conversación estaba tomando, muy lejos de lo que seguramente pretendía Donovan. Y eso que todavía Denisse no había sacado la artillería, como la frase subsiguiente, dicha para marcar territorio e incomodar aún más al investigador en caso de que ignorase el dato—. Soy la pareja de Susan, su mujer para que pueda usted entenderme.

—Muy bien, señorita Denisse, iré directo al grano —contestó Donovan rehaciéndose del golpe con naturalidad mientras Denisse asentía. Recordó entonces que Bradley le había comentado algo sobre esa mujer de armas tomar—. Hemos avanzado bastante con la investigación y me gustaría mantener una conversación con usted o cualquier persona del entorno familiar que estuviera aquí el día que el criminal se coló en la habitación. Para nosotros sería de gran ayuda el poder…

—Yo fui la persona que descubrió al cabrón que intentó matar a Susan—. Denisse volvió a interrumpir al policía, que hizo un ruido bastante perceptible dando a entender que eso no estaba bien—. Si no llego a entrar en ese momento, y le lanzo mis zapatos, bolso y todo lo que se me pasó por la cabeza mientras no dejaba de gritar para llamar la atención, el asesino hubiera cumplido su cometido. Es culpa suya que ese tipo siga por ahí danzando, haciendo de las suyas y atacando a personas decentes.

—Nadie podía imaginar que se atreviera a pasarse por aquí, lo lamento. Como habrán comprobado el dispositivo a partir de entonces ha sido ejemplar —quiso conciliar el sheriff ante una interlocutora que no debía tener su mejor día.

—Usted lo ha expresado con claridad: «A partir de entonces». El problema es que deberían haberlo previsto antes, y no intentar poner la venda después, una vez consumados los hechos. A ver, dígame una cosa, sheriff Donovan. ¿Está fuera de circulación ese individuo o voy a tener que seguir intranquila por el resto de mis días?

Toda esta conversación estaba teniendo lugar con el policía sin entrar de todo en la habitación, quizás intimidado por la reacción de Denisse, que ni yo misma estaba acostumbrada a ver. No podía reprocharle nada por mucho que se tratara de un policía; nadie se encontraba en su pellejo para saber lo que estaba sufriendo. Entre el hospital, la casa, la galería, los problemas en su trabajo, el embarazo, la relación con mi familia y el resto de presiones que sufría a diario, era normal que un día estallara y exigiera resultados. El sheriff parecía haber elegido el peor día para presentarse ante nosotras.

—De eso precisamente quería hablarle, Denisse. El asesino no volverá a hacerles daño, ni a ustedes ni a nadie —afirmó el policía misteriosamente—. Me gustaría hablar de estos temas con más calma y éste no me parece el lugar adecuado. Si usted hiciera el favor de acompañarme a la comisaría, ahora o cuando le venga bien, le estaría muy agradecido.

—Acabo de llegar del trabajo y no pienso abandonar a Susan. Creo que podemos hablar aquí sin problemas; puede usted cerrar la puerta si no quiere que se entere el resto del hospital —afirmó resuelta Denisse, haciendo caso omiso de las recomendaciones de la autoridad.

—Seguro que la dirección de este centro puede facilitarnos una sala donde poder hablar más tranquilamente . Tengo algunos documentos que me gustaría enseñarle y esta habitación no es el lugar más adecuado.

—No se moleste, sheriff, no me voy a mover de aquí —sentenció Denisse para castigo de Donovan mientras cerraba la puerta a continuación—. Tenemos dos sillas y esa mesita auxiliar, hablemos aquí mismo.

Como ya le he dicho no quiero separarme de Susan, llevo todo el día fuera. No se preocupe por ella, está en coma. Y si como he escuchado en alguna ocasión, los enfermos en coma pueden oír conversaciones, no debería importunarle ya que Susan es la víctima de todo este desaguisado.

El sheriff resopló a continuación de modo audible, dando a entender que se rendía. Se había visto superado de largo por la firme resolución de la mujer, y parecía que no le quedaba otro remedio que plegarse a sus condiciones. Denisse tenía un carácter fuerte que le costaba exteriorizar y aquel cúmulo de circunstancias le habían hecho conducirse de ese modo.

—De acuerdo, usted gana —oí decir con desgana al policía mientras cogía una silla y se sentaba a una distancia prudente de su adversaria aquella tarde—.

Verá, tenemos razones suficientes para afirmar, con un alto grado de probabilidad, que el delincuente que disparó a la señorita Mckennan no podrá volver a molestarlas: hemos encontrado su cadáver.

—¿Cómo dice? —La voz de Denisse tenía ese atisbo ligero de sorpresa que yo conocía a la perfección, y por lo que podía asegurar, no era para nada fingido—.

¿Qué ha ocurrido? No me diga que se ha enfrentado a ustedes cuando le perseguían y ha caído abatido por los disparos. Bueno, mejor así, le aseguro que la conciencia no me impide decirle esto en voz alta. Se lo merecía.

—Se equivoca, no ha ocurrido exactamente cómo usted ha indicado. Más bien nos hemos encontrado con su cuerpo tirado en un descampado, con un horrible agujero en el cráneo producido por la deflagración de su propia arma. Estamos estudiando las pruebas e intentando dilucidar si fue suicidio o alguien se encargó de quitarlo del medio, usted ya me entiende.

—¿Suicidio? —preguntó Denisse—. ¿Y por qué iba a quererse suicidar, vamos a ver? No, no lo quiero saber, seguro que ustedes ya tienen sus hipótesis.

—No le voy a revelar detalles de la investigación.

Sólo le diré que encontramos el cuerpo en una posición, forzada o no, en la que es presumible suponer que el finado se disparó su propia escopeta sobre la cabeza.

Nos queda averiguar si fue "generosamente asistido" en tal empeño o lo hizo por su cuenta.

—Sigo sin comprenderlo, sheriff. ¿Y para que necesitan ustedes nuestra ayuda?

—Verá, los análisis del laboratorio criminalístico han cotejado la escopeta hallada en el lugar del suceso con la munición utilizada en el asesinato del señor Mulen y el ataque contra la señorita Mckennan. Coinciden al ciento por ciento, y podemos asegurar que esa fue el arma utilizada, la misma que ahora se encuentra en nuestro poder.

—Bueno, pues ya está, una alimaña menos. Me da igual la forma en la que haya muerto; ha recibido su merecido y además deja de hacer daño en este mundo, mucho mejor para todos. Disculpe mis palabras, sé lo que vi en aquellos ojos fríos con los que me topé, y no siento ningún remordimiento por su triste final. ¡Qué se pudra en el infierno!

Desde luego el sheriff Donovan debía estar bastante sorprendido ante la actitud de aquella joven aparentemente tan educada. Yo también estaba un poco descolocada, aunque podía comprender a Denisse perfectamente. El policía no quería hurgar en la herida y seguía con su tono conciliador, cansando de representar aquella pantomima delante de nosotras.

—No soy nadie para juzgar a ese criminal, señorita, yo me limito a cumplir con mi trabajo. Y mi olfato me dice que todavía quedan flecos por solucionar. El caso está finiquitado y el juez quiere archivar las diligencias, pero mi deber con el ciudadano es llevar la investigación hasta las últimas consecuencias. Y por eso estoy aquí; me gustaría enseñarle unas fotografías, si le parece bien, claro.

—Un momento —Denisse pareció cavilar en voz alta—. Si el caso está cerrado, entonces ustedes…

—Sí, efectivamente, no va usted mal encaminada —quiso adivinar el policía lanzándose sin paracaídas—.

Dejarán de tener vigilancia ex profeso, orden de su señoría. Ya sabe que a los jueces no se les puede llevar la contraria. El juez Keler es un digno representante de la vieja escuela, y afirma que muerto el indeseable, ya no hace falta proteger a sus posibles víctimas. Como usted comprenderá, yo le he intentado rebatir: la investigación no está finiquitada y no sabemos si el criminal trabajaba en compañía de otros, o simplemente cumplía un encargo. De todos modos me preocuparé de que mis muchachos sigan teniendo al hospital entre sus prioridades.

—Ahora no sé si enfadarme o tranquilizarme —afirmó Denisse algo desorientada—. Si ese tipejo está muerto, todo arreglado. Pero si usted afirma que quedan flecos por ultimar, ya no sé si nos encontramos seguras o no. ¿Qué había dicho usted de unas fotografías?

—No teman, no hay peligro evidente sobre sus cabezas como sí sucedía días atrás. Es algo muy extraño, sigo investigando aspectos de la investigación que usted no tiene por qué conocer, ya me entiende —soltó Donovan como de pasada, en plan colega—. El delincuente, que según nuestros informes se llamaba Angelo Leoni, robó una documentación del despacho de abogados y asesinó a uno de los socios de la firma al salir de las oficinas. En su huída disparó a Susan, quiero decir, a la señorita Mckennan y días después penetró en el hospital para intentar acabar con su vida. Y ahora nos encontramos su cuerpo sin vida, con la cabeza destrozada, víctima de un supuesto suicidio que no acabo de comprender. Todo esto es muy raro. Y pienso llegar al fondo del asunto.

Donovan se había levantado mientras refería las últimas palabras de su argumentación. Dio entonces una vuelta sobre sí mismo, como si le ayudara a pensar en voz alta. Se agachó a recoger algo, cerca de la silla donde estaba sentado, y se lo tendió a Denisse. No pude distinguir exactamente de qué se trataba.

—Estas son las fotografías de las que le hablaba —afirmó el policía—. Le advierto que no son nada agradables. Sólo quería saber si podía reconocer en ese amasijo informe al hombre con el que se topó aquí, en esta habitación. No está obligada a hacerlo, por supuesto, pero nos sería de gran ayuda.

Denisse titubeó unos instantes, pero yo sabía que no se iba a echar atrás. Se levantó de la silla, cogió la carpeta que le tendía el sheriff y se sentó de nuevo, dejando en el regazo el regalo envenenado del policía.

Escuché su respiración agitada, no sabía si por toda la conversación o por el hecho de enfrentarse al desafío que le planteaba Donovan. Segundos después distinguí movimiento en sus brazos, mientras abría la carpeta y examinaba las fotografías.

—Pero…, esto es espantoso —dijo Denisse con voz queda—. No puedo distinguir nada, tiene toda la cabeza destrozada. Disculpe, mi estómago no aguantará mucho más si sigo con estas imágenes. Se las devuelvo.

—La entiendo perfectamente, muchas gracias por su ayuda—. Donovan recogió la carpeta y la guardó, seguramente en algún maletín—. Me gustaría saber si recuerda algún detalle específico del sujeto que las atacó, la ropa que llevaba, lo que fuera.

—Ya le conté todo lo que sabía a sus hombres, creo que fue su ayudante el que habló conmigo en primera instancia. Incluso hicieron un retrato robot. En el momento del ataque el delincuente llevaba bata blanca, de médico, ya sabe, y debajo apenas le distinguí unos vaqueros. No recuerdo nada más de su indumentaria —El tal Leoni medía, según nuestros datos, en torno a los seis pies de altura y pesaba unos setenta kilos. Pelo castaño, ojos oscuros, piel aceitunada y pocos más rasgos característicos. No sé si le dice algo…

—Bueno, sí, el tipo que entró aquí coincide con esa descripción, pero eso ya lo sabía usted. Lo siento, no puedo ayudarle más. Si efectivamente se trata de la misma escopeta, como usted afirma, imagino que el muerto será el hombre que buscaban. Otra cosa es que haya alguien más detrás.

—Eso es lo que creo yo, que estamos hablando del mismo hombre. No se preocupe por lo demás, seguiré con la investigación diga lo que diga el juez, creo tener una buena pista. Les mantendré informados —aseguró Donovan, quizás sorprendido de sus propias afirmaciones.

—Haga su trabajo, sheriff. Y si hay alguien más detrás de todo esto, si una sola persona sobre la faz de la Tierra es culpable de lo que le ha ocurrido a Susan, entonces, por favor, acabe con él. Quiero decir, ya sabe, que lo enchirone de por vida si no queda otro remedio.

El sheriff hizo un gesto de asentimiento y se levantó de su sitio. Estrechó la mano de Denisse, le agradeció su tiempo y la ayuda prestada y salió de la habitación.

Antes de que la puerta se cerrara, Denisse permaneció atenta a la voz de Donovan mientras el sheriff hablaba con el policía encargado de la vigilancia. Ambas supusimos que le estaba dando las postreras órdenes antes de que abandonara su destino de los últimos días.

Denisse hizo un último intento y se asomó al pasillo, comprobando, no sabía si con el ánimo derrotado, como aquella salvaguardia desaparecía para siempre. Volvió a la habitación con el paso cansino, hastiada de todo aquello. La puerta se cerró definitivamente y ambas nos quedamos de nuevo solas, pensando cada una en nuestras cosas.