CAPITULO 1
Se oyó un silbido. Y las sierras, manejadas por parejas de hombres, quedaron quietas.
Fueron los primeros que oyeron la consigna. Los otros, los que manejaban las hachas, situados más al interior del bosque, siguieron mordiendo los árboles con los relucientes cuchillos de acero.
Fue corriéndose la voz:
—¡Por fin ha saltado el viejo!
Desde buena mañana, habían estado cortando árboles. Gomo en el día anterior. Y el otro.
Tres días metiéndose en el bosque que todos sabían era como algo sagrado para el acabado George Halleck, el viejo que en un tiempo pareció un cañón enloquecido.
—¡Ahí lo tenemos!
Era una satisfacción para los que estaban en el bosque. Durante tres días habían estado cortando árboles, arrastrándolos al exterior del bosque, donde los aserraban, dejándolos en troncos de idéntica medida.
Por fin había picado el anzuelo. El viejo George Halleck había salido de su extraña pasividad.
El cañón parecía que iba a volver a sus mejores tiempos.
George Halleck se acercaba, al frente de un grupa de jinetes.
El que emitió el silbido, el vigía que se encontraba en sitio desde el que podía ver la casa del viejo, se frotó las manos con satisfacción:
—¡Ahora vendrá lo bueno!
Y, montando a caballo, emprendió la vertiente, para dar la noticia con palabras al capataz Tex Spease.
—¡Viene con mucha gente! —anunció.
Tex Spease era algo más que el capataz de Ronald Klar, el patrón de los que estaban cortando los árboles. Desde hacía muchos años, compartía todos los secretos de Ronald Klar, incluso tenía una participación en sus negocios.
Era un individuo que se ensañaba con el débil, como desquite por lo que tenía que doblegarse con el que estaba por encima de él.
—¡Que se acerquen! Esto ya resultaba aburrido —dijo el capataz.
El primer impulso del viejo George Halleck, al ver los árboles cortados, fue espolear el caballo y terminar a tiros con toda aquella gentuza.
Pero ya la gente que estaba en el bosque había soltado las herramientas, y se aproximaba a la orilla, procurando tener cerca un árbol con el que ampararse.
Solamente el vigía y el capataz permanecieron al descubierto.
Tex Spease permanecía en actitud jactanciosa. Era un rostro de facciones rudas, ojos negros, labios muy gruesos.
Mantenía los ojos entornados, con una expresión de sorna. Sus enormes manos estaban apoyadas en las caderas, muy cerca de los revólveres que colgaban de un ancho cinturón.
Cuando el viejo George Halleck se encontraba a unos quince pasos, dijo, erguido sobre el caballo:
—¡Avisé que este bosque no se tocara! ¡He pasado por otras cosas, que no es el momento de discutir ahora, pero no consentiré que se profane este bosque!...
El capataz se volvió a mirar a los subordinados.
—Habrá que pensarlo. Tal vez tenga un tesoro escondido. ..
El viejo frunció el ceño, mirando a Tex Spease. Este seguía con el gesto de burla.
—¿Pretende provocarme?
—Lo que tiene que hacer es no estorbar el trabajo. ¡Lárguese!
—¡No se tocará otro árbol, como no sea para hachar a alguno de vosotros!
Del arzón cogió un látigo que llevaba enrollado. Antes de que desplegara la cinta de cuero, sonó un disparo.
Lo hizo Tex Spease. Demostró una gran puntería, obligando al viejo a que soltara el látigo, con el mango cortado.
Los que estaban tras los árboles, dispararon al aire. El caballo del viejo George Halleck se espantó.
Asomaron varios rifles tras los árboles, apuntando a los que custodiaban al viejo. Este cayó al suelo.
El capataz de Ronald Klar se inclinó sobre él, le obligó a levantarse y lo zarandeó.
—¡Viejo estúpido! ¡La próxima vez que venga a molestarnos, no guardaré ninguna consideración!...
Desde el interior del bosque, llegó estruendo de caballos, voces de hombres y disparos.
Aparecieron varios, con el rostro cubierto por un pañuelo.
Los que estaban tras los árboles trataron de dispararles. Pero el que alcanzó a poner el rifle en dirección a los jinetes, recibió certeros disparos que los obligaron a soltar las armas.
Todo fue muy rápido. Con la misma rapidez que la tromba apareció, rodeó al capataz, y, mientras unos apuntaban a los que estaban junto a los árboles, brazos en alto, un jinete de elevada estatura, el que mandaba al grupo, desmontó, cogió el látigo que tenía el mango cortado, y lo restalló sobre la cabeza del capataz Tex Spease.
El viejo había ido retrocediendo.
—¡Márchense! —ordenó el que manejaba el látigo.
El cuero tocó a Spease en el cuello, luego en la espalda y por fin en las piernas, enrollándose a ellas. El que lo empuñaba dio un fuerte tirón y el capataz cayó.
—¿Qué hace aquí todavía? —preguntó el que parecía mandar el grupo de enmascarados.
El viejo George Halleck preguntó:
—¿Quiénes son ustedes? ¿Quién les envía? ¡Yo no he pedido ayuda a nadie!...
—¡Ya lo sé! Usted es de los que cuidan la fachada, aunque dentro haya telarañas...
—¡No espere que le agradezca esto!
—Ni falta que me hace. Pero si a usted le importa que no toquen este bosque...
—¡Me interesa mucho! ¡No he protestado de nada! ¡Pero este bosque deben respetarlo!
—Pienso lo mismo, en cuanto al bosque. Que la tierra la trabajen, no me parece mal...
Se desentendió del viejo, y se dirigió al capataz, que seguía en el suelo, temiendo que el látigo entrara de nuevo en acción.
—¡Marchaos! ¡Y procurad que no volvamos a sorprenderos aquí!...
Tex Spease se levantó. Y, mirando al hombre que daba órdenes, dijo, sardónico:
—¡Es muy fácil... atacar, valiéndose de la sorpresa y ocultando la cara!...
—Hay cosas peores en tu vida, bicho cobarde.
—¡Pero tú escondes la cara!
—¡La verás algún día! —y dirigiéndose al viejo—: ¿Monta a caballo o prefiere que esta gentuza lo vapulee?
Se había vuelto de lado a Tex Spease. Este desenfundó. Pero el enmascarado ya sabía que eso ocurrí ría.
Con la derecha sostenía el látigo. Con la izquierda, un revólver. Y antes de que Spease tuviera tiempo de dispararle, apretó el gatillo.
Si certero fue el disparo que hizo Spease al romper el mango del látigo, fue aún mejor el del enmascarado, dando en el martillo del arma que empuñaba el capataz.
Los secuaces de Spease no podían ocultar la admiración que les había producido la seguridad con que se comportaba el desconocido.
El capataz, con el rostro amarillo, se volvió a mirar a los subordinados. Todos procuraron borrar cualquier indicio de entusiasmo o de complacencia.
El viejo montó a caballo y dijo:
—Sabes disparar. Tanto como meterte en asuntos que no te incumben...
—Está usted equivocado, señor Halleck. Lo que pasa aquí me interesa. Regrese a lo que le queda del rancho, y cada vez que decida tomar alguna represalia, piénselo cien veces. No está usted para esos trajines, y tipos como este Spease, y su patrón Klar, lo saben.
El viejo asintió, abrumado:
—Yo le dije a Klar que respetara este bosque, y él me dio a entender que no lo tocaría...
—¡Usted miente! —gritó Spease—. ¡El patrón no ha podido decirle eso, porque este bosque también figura en la escritura!...
—¡No le conteste! —le atajó el enmascarado—. Hágame caso, señor Halleck. Vuelva a su casa. Le prometo que, si tocan este bosque, por cada árbol que derriben recibirán un buen mordisco.
El viejo y su custodia ya habían vuelto grupas, cuando George Halleck se volvió, fijándose en todos los enmascarados:
—¡Gracias!
Daba el efecto de que le costaba decirlo. Era un hombre que muy pocas veces había reconocido los favores.
Cuando el viejo ya estuvo lejos, el que mandaba el grupo de enmascarados ordenó:
—Dejad todas las armas aquí. Montad a caballo y regresad al rancho. ¿Vuestro patrón no está dirigiendo la construcción de una casa? Decidle que si os dedica a ayudar a los que la construyen, tendrá menos problemas.
Nadie contestó. Todos dejaron las armas, montaron a caballo y se fueron.
Cuando ya se bailaban algo lejos, los enmascarados, al amparo de los árboles, empezaron a bajarse el pañuelo.
Todos tenían el mismo gesto divertido, excepto el que mandaba el grupo. Este permanecía sombrío.
Era un rostro atezado, de pronunciado mentón, ancha frente y ojos oscuros.
—¡Ha estado bien! ¿Verdad, Elp? —preguntó el de más edad de todo el grupo, Baird.
—Falta saber si ese viejo mulo hará caso de mi consejo.
—¿Temes que vaya a armarle camorra a Klar?
—Es lo que Klar y su capataz buscan, para terminar con él.
Se metieron en si bosque. Durante un trayecto marcharon callados.
—¿Cuándo piensas intervenir, dándote a conocer, Elp? —preguntó Baird.
—Mi cara la verán pronto. También sabrán mi nombre...
—¿Crees que te reconocerán?
—Seguro que no. Han pasado muchos años, y las dos veces que me he puesto delante de alguno de la vieja plantilla, no me ha reconocido.
—Pero Spease tiene motivos para no haber olvidado tu cara, y tu nombre —comentó Baird, riendo.
—Era demasiado insignificante, entonces. Y se me designaba por un apodo: “Tiznado”. Me lo puso el cocinero. Era el único que me trataba bien, y siempre que podía me tenía a su lado...
—...Limpiando calderos. ¡Buena ayuda! — exclamó, irónico.
—No era mal hombre, Baird. Por lo menos, yo no lo recuerdo con resentimiento.
—Porque tienes la virtud de olvidar los defectos de los otros. De no rodar las cosas de manera que tus intereses y los de George Klar se enfrenten, no te hubieras acordado que Klar existía, ni tampoco su capataz.
Elp no se atrevió a replicarle, porque reconocía que había mucho de verdad en lo que acababa de decir Baird. No había olvidado del todo a aquellos dos hombres, pero siempre había relegado para otro día plantarse ante ellos y escupirles en la cara.
—Bien: Has dicho que no tardarás en darte a conocer —siguió Baird—. ¿Has querido decir, con eso, que mostrarás todo el juego?
Elp movió la cabeza, negando. Luego manifestó:
—No me conviene... Además, aquí falta alguien que no tiene la culpa de lo que ocurra. Ese viejo mulo no solamente tenía a Reg. ¡El hipócrita y vicioso Reg!...
—¿Hay más hijos?
—Había. Una hija, mayor que Reg. Cometió algo que ese viejo no podía perdonar: rebelarse, para no casarse con el que su padre le proponía. Esa mujer ya ha muerto. Pero su marido vive, y una hija... Anoche recibí por telégrafo la dirección donde se encuentran. Voy a ver de convencerles para que aparezcan aquí, y se reconcilien con el viejo...
Hizo un gesto de desaliento. Baird lo vio.
—¿Lo crees difícil?
—Sí. Padre e hija están muy unidos, y los dos tienen mucha personalidad.
—¿Viven bien?
—A su manera, muy bien. Disponen de un pequeño rancho. Se conforman con tener para seguir adelante... Según me han informado los que han tratado al padre, es un gran sujeto, con muchas cosas en la cabeza...
Llegaron al pie de una meseta. El pueblo no quedaba lejos.
—Aquí tendremos que separarnos —dijo Elp—. Entrad por turnos en el pueblo. No tienen que veros juntos.
Se alojaban en distintas posadas. Elp consultó el reloj.
—Tengo el tiempo justo para ir a la posada, hacer si equipaje y coger el tren.
—¿Queda muy lejos adonde vas?
—No. Esta noche ya estaré en ese pueblo.
—¿Qué pueblo es?
—Gamnay.
—¡No! —exclamó Baird.
—¿Por qué no?
—Yo estuve trabajando en esa comarca!...
—¿Y qué?
—¡Conozco a todos!... Y no recuerdo a ningún ranchero que se llamara Halleck.
—No iba su marido a adoptar el apellido de su esposa...
Baird rompió a reír.
—¡Es verdad! ¡Olvidé que me dijiste que era mujer, el que se rebeló contra esa viejo!... ¡No me digas el nombre del ranchero!... ¡Voy a adivinar!...
—¿Cuándo trabajaste en Gamnay?
—Hace unos diez años.
—Es inútil que trates de recordar. Los que yo busco se instalaron en esa comarca hace unos tres años, al morir la hija de Halleck.
Una hora más tarde, Elp Sharkin subía en el tren que tenía que llevarlo a Gamnay. Ninguno de sus subordinados fue a despedirlo, porque Elp se opuso.