EPILOGO
Recobrados todos los cargamentos escondidos por Keil, se organizaron convoyes hacia el puerto de Bodfen.
Regresaban con mercancías. Los financieros que visitaron a Willard Doran invirtieron capital en el Banco que respaldaba al hombre que supo hablarles con tanta sinceridad, y los colonos desahuciados, como los que vivían agobiados por los créditos, tuvieron la suficiente ayuda para poder mirar el porvenir con ilusión.
El juez Gein fue destituido del cargo. Y Harrigan con sus once hombres quedaron en libertad a condición de que dejaran el Territorio.
En casa de los Doran, tan pronto Keil cayó en plena calle, entraron en «pequeñeces». Esta era por lo menos la opinión de Giwy.
Ya despejado el peligro, tía Edora la emprendió con su sobrina.
—¡Te lo callaste!
—¿Qué?
—¡Que estuvo en tu habitación!... ¡Qué baldón para la familia!...
En vano Giwy trató de explicarle que fue para darle un mensaje.
—¡Conque un mensaje!... ¿Lo jurarías por la memoria de tu madre?
Giwy vaciló unos momentos. Al recordar que hizo algo más que hablar con Ald, enrojeció. Recordaba el momento en que ella, casi desnuda, se estrechó contra Ald, provocando el beso.
—¡Era un mensaje! —dijo, con súbita energía, dando un portazo al salir de la habitación.
Ciertamente lo era. Y desde aquel momento, Ald quedó bien informado de cuánto significaban uno para el otro.
Tía Edora estuvo un rato discutiendo con su hermano.
—Esta noche vienen a cenar Ald y Hans —dijo Doran—. Esperemos. El que Hans se digne sentarse a nuestra mesa, es mucho para mí... Esperemos.
Durante la cena, los ojos de Ald y de Giwy permanecían acariciándose. El cazador Hans, harto de las fulminantes miradas que les dirigía tía Edora, intervino:
—¡Ald: suéltalo de una vez!...
—Estamos prometidos su hija y yo —dijo Ald —. Será todo más fácil si usted..., si ustedes consienten...
Habló tía Edora:
—No puedo ocultar que me desagradan ciertos procedimientos que al parecer son muy normales en estas tierras. Habéis estado varios días fuera...
—Eh, señora —dijo Hans.
—Señorita, cazador —rectificó tía Edora.
—Bien. Pues no olvide que su sobrina estaba bajo mi amparo. Pese a que su hermano se volvió un chinche, para mí su hija era algo sagrado, ¿entendido?...
—Entendido —aceptó tía Edora, sintiendo un extraño placer al notar que le hablaban duro y firme.
Después de la cena, los dos hermanos quedaron unos momentos solos.
—No se te ocurra mentar a nuestros antepasados. Cuando yo no tenía secretos para Hans, le dije que nuestro tatarabuelo fue zapatero. Y que nuestro abuelo...
—¡Está bien! —lo interrumpió su hermana.
Momentos después, tía Edora le decía a Ald:
—Muy orgullosa de emparentar con un cazador apadrinado por un puerco espín —y de pasada miró a Hans.
—Muchas gracias, cotorra —dijo Hans, haciendo una reverencia, al tiempo que le ofrecía el brazo para pasar al salón donde estaba preparado el café.
FIN