CAPITULO III

 

Los Sullivan penetraron en el pueblo, y experimentaron una agradable sensación de seguridad al comprobar que la única calle estaba desierta.

No detuvieron los caballos hasta encontrarse delante del saloon y entonces desmontaron. En silencio ataron las monturas a la barra y Taffy se acercó a los otros.

—Mucho ojo a partir de ahora —dijo, en voz baja—, Al entrar en el saloon, adoptaremos las mismas medidas que siempre hemos tomado. ¿Entendido?

Mat, Larry y Luke hicieron el mismo gesto de asentimiento con la cabeza.

Tras comprobar que los revólveres salían con facilidad de sus fundas, Taffy se adelantó y fue el primero en empujar las puertas batientes del saloon. Penetró tranquila y reposadamente, sabiendo que Mat y Luke le seguían de cerca y que Larry se quedaría junto a la salida, vigilando la totalidad de la sala, dispuesto a obrar si era necesario.

La entrada de los cuatro hombres no podía pasar en modo alguno desapercibida, y todos miraron a los recién llegados, frunciendo muchos de ellos el ceño y dejando de jugar y de hablar, con lo que un silencio penetrante y completo cayó sobre el saloon.

Taffy adelantóse hacia el lugar donde, tras el mostrador, estaba el viejo Torrester. Se detuvo junto al borde cubierto de cinc y, con una sonrisa en los labios, dijo:

—Venimos hambrientos... y sedientos. ¿Puede preparar algo para los cuatro?

Al Torrester sonrió a su vez.

—Naturalmente, amigo. ¿Qué quieren tomar?

—Es igual. Pero puedes ir preparando la mayor ración de carne que hayas ofrecido en tu vida a cuatro hombres. ¿Hay alguna salida por detrás?

—No —repuso Torrester, extrañado.

—Puedes irte entonces a la cocina. Pero antes —agregó, sin abandonar la sonrisa cínica de sus labios—, deja una botella de whisky. Me parece haberte dicho que también teníamos sed.

Al Torrente obedeció. Después desapareció por la pequeña puerta que daba a la cocina.

David Sullivan sirvió cuatro vasos de whisky, llenos hasta los bordes. Volvióse hacia sus dos hermanos e hizo un gesto a Mat, al que entregó uno de los vasos.

—Llévalo a tu hermano —ordenó con voz clara que llegó a toda la concurrencia.

Y, después de haber apurado el suyo, volvióse por completo, apoyóse en el borde del mostrador y miró hacia los ocupantes de la sala. Alzó la voz, rompiendo el silencio que se había hecho en la estancia.

—Supongo —dijo—, que están aquí todos los personajes representativos de la ciudad. Como mis proyectos son concretos y no voy a tardar en exponerlos, deseo que me sean presentados y, por lo tanto, pueden empezar a hacerlo.

Los clientes del saloon habían notado ya el aspecto insólito de aquellos cuatro hombres y no las tenían todas consigo. Las palabras que acababa de pronunciar el que parecía el mayor y el jefe de todos ellos les llevaron a la conclusión de que algo malo se estaba preparando. Por eso, obedientes y deseando que no estallase el jaleo, empezaron a ponerse en pie, presentándose:

—Yo soy James O’Neil —dijo uno de ellos, un viejecito de barba blanca—. Soy encargado de la casa de postas y de los establos, situados en esta misma acera, al final del pueblo.

Otro se levantó.

—Me llamo Clark Thomason y soy ganadero. Vivo junto a la casa de posta de James O’Neil.

—Yo soy Andrew Foster —dijo un hombrecillo delgado, quizá el mejor vestido de todos ellos—. Soy el médico de Yellow Creek.

—Me llamo Jonathan Tiwj —dijo otro, grueso y hercúleo, pero también de cierta edad—. Soy dueño del almacén y vivo junto al médico y junto al barbero.

—Yo soy el barbero —dijo Abraham Spencer, limpiándose los labios húmedos aún del whisky que acababa de beber.

El más fuerte y rudo de todos su puso entonces de pie.

—Me llamo Peter Delastone y soy el herrero —se limitó a decir.

Un hombre delgado y canoso, con aspecto nervioso, se incorporó entonces y dijo:

—Me llamo Fred Tower y soy ganadero. Vivo frente a los Thomason en la otra acera.

El personaje que se levantó a continuación estaba curiosamente vestido y llevaba un gorro de piel sobre la cabeza. Tenía la nariz aguileña y los ojos saltones.

—Soy François —dijo—. Me ocupo de los aperos y soy guarnicionero.

Se levantó después su vecino, gordito y bajo.

—Me llamo Antón Matews y soy ganadero —dijo.

No había nadie más en el saloon.

Frunciendo el ceño, Taffy inquirió:

—¿Falta alguien?

Matews se apresuró a contestar:

—Sí —dijo—. Faltan los Ruler, que casi nunca vienen al saloon. Son los más pobres del pueblo. Además, el señor Custer, el banquero, no tiene ni un solo centavo —y sonrió al decirlo—, para gastárselo en alcohol. Es un avaro.

Todos rieron.

El mayor de los Sullivan clavó su mirada en los ojos de Matews.

—¿No falta alguien más? —insistió en la pregunta con tono áspero.

—No, creo que no...

—¿Y el sheriff?

—¡Ah! Es cierto. Hace poco que estaba aquí. Pero se fue... Hoy ha sido un día malo para él.

—¿Por qué?

—Se ha visto obligado a echar a su hijo. Dan Sleiter se fue al atardecer... Ha sido una cosa muy triste.

Taffy frunció el ceño.

—¿Se refiere usted a un muchacho joven, que iba con dos caballos, un penco que montaba y un hermoso ruano donde llevaba la carga?

—Así es.

—¿Y es el hijo del sheriff?

Si.

Taffy se volvió como una flecha y miró a Luke, el hermano menor.

—¡Luke! —llamó.

El otro se acercó a él.

—¿Qué quieres?

—Tienes que ir en busca de ese chico —dijo—. Coge la comida y la bebida que quieras y un par de caballos. —Se volvió hacia el saloon, buscando con los ojos a James O’Neil, el dueño de la casa de posta y de los establos, a quien preguntó—: ¿Hay buenos caballos en tus establos, viejo?

—Sí, pero...

—¡Cierra el pico! ¿No has dicho que el establo estaba al final del pueblo, en esta acera?

—En efecto...

—Está bien.

Le dejó plantado allí, con la boca abierta. Acercóse de nuevo a Luke y le dijo, entre dientes:

—Ve al establo y coge dos o tres caballos, los que quieras. El tipo del almacén ha dicho que estaba dos casas más arriba. Entras y te llevas lo que deseas.

—Entendido. Tengo que darle caza, ¿verdad?

—Ya sabes lo que tienes que hacer. Eres mayorcito, ¿no?

—De acuerdo, Taffy.

Momentos más tarde había abandonado el saloon.

Las palabras del hermano mayor de los Sullivan habían hecho comprender a los allí presentes demasiadas cosas. Su manera de disponer de los caballos y los víveres, al ordenar al otro que los tomase gratuitamente, les quitó las pocas dudas que podían tener y les arrancó brutalmente la venda de los ojos. Pero nadie se atrevió, excepto el doctor Foster, a levantarse y acercarse a David.

—¿Quiere usted decirme, señor mío, a qué viene todo esto? —preguntó.

Taffy lo miró de arriba abajo brillando cínicamente sus heladas pupilas.

—Cierra el pico, doctor. Aunque creo que ya es hora de decirles la verdad y de presentarnos. Somos los hermanos Sullivan.

Hubo una exclamación de asombro rápidamente reprimida. Casi todas las manos empezaron a temblar y los rostros se tornaron pálidos, blancos como el papel.

Taffy sonrió.

—Ahora ya lo saben, amigos. Hemos elegido Yellow Creek y vamos a hacer aquí lo que nos dé la gana. Pero, para demostrarles que no bromeamos, empezaremos colgando al sheriff. ¿Lo entienden?

Nadie dijo ni una sola palabra.

 

* * *

 

Inquieta, la señora Thomason se acercó a la mesa donde Thomas y Law, sus dos hijos, estaban jugando a los naipes.

—Law —llamó.

El benjamín de los Thomason volvió la cara, sonriente, hacia su madre.

—¿Querías algo, mamá?

—Sí, hijo. Ya sabes que mañana por la mañana tenéis que marcar las reses.

—Lo sé, mamá.

—Pues tu padre ha debido de olvidarlo. Haz el favor de acercarte al saloon y dile que regrese. Tiene que descansar. Ya no está para estos trotes y lleva demasiado tiempo en ese sitio infernal.

Law sonrió aún más y se puso en pie.

—Voy, mamá —dijo.

La calle estaba completamente desierta y el joven Law echó a andar. Pasó primero por delante de la casa del doctor, después por la puerta del almacén de Jonathan Tiwf, donde se detuvo un instante para ver si a través de los cristales de las vidrieras podía ver a Jane, la linda hija de Jonathan. Pero el local estaba completamente oscuro y el muchacho, lanzando un suspiro, se encogió de hombros y siguió andando. Pasó por delante de la barbería y llegó junto a las puertas batientes del saloon.

Una voz dura y fuerte, que gritaba desde el interior, le detuvo cuando iba a empujar las puertas. Echóse a un lado, asomó la cara y entonces pudo ver a los tres hermanos Sullivan y a Taffy que estaba hablando, explicando sus planes y diciendo, justamente en aquel momento, que se proponía colgar al sheriff.

Law se estremeció de pies a cabeza.

Había visto fotos de los Sullivan en los pasquines que Sleiter tenía en su despacho, y ahora, al verles en persona, comprendió el terrible peligro que había caído sobre Yellow Creek. Olvidó por completo la orden que le había dado su madre; cruzó rápidamente la calle y empujó la puerta de la casa del sheriff. Pero ésta estaba cerrada. Entonces pasó por el pequeño callejón que había entre la oficina del sheriff y el banco de Custer, dio la vuelta a la casa sabiendo que la habitación de Pat estaba en el primer piso y que su ventana daba a la parte posterior de la casa, cogió unas cuantas piedras del suelo y empezó a lanzarlas. Nervioso, al principio falló el blanco, pero después acertó en los cristales. No tardó mucho tiempo en ver que la luz se encendía arriba y que el sheriff, tras abrir la ventana, se asomaba.

—¿Qué diablos ocurre? —inquirió Pat, con una voz cargada de sueño.

—Baje en seguida, sheriff. ¡Los Sullivan están en el pueblo!

—¿Te has vuelto loco, muchacho? —le preguntó, cuando estuvo junto a él.

El chico entonces explicó rápidamente lo que había visto. Pero si Pat Sleiter tenía alguna duda sobre la veracidad de lo que Law Thomason le estaba contando, aquélla se desvaneció ya que, en aquel momento, una voz estentórea sonó desde el lado de la calle.

—¡Sheriff! Somos los Sullivan. Salga de la cama. Queremos verle pelear como un hombre.

Law miró a Pat con los ojos llenos de espanto.

Mordiéndose los labios, el sheriff dijo, en voz baja:

—Tenías razón, muchacho. Pero no puedo salir ahora y enfrentarme con esos tres tipos. Hay que organizar la lucha de otra manera. Son demasiado peligrosos. Vas a hacer una cosa, hijo —agregó, siguiendo hablando en voz baja—. Vuelve a casa y, cuando regrese tu padre, dile que me he escondido en la casa de François. ¿Te acordarás?

—Sí, señor... —balbuceó el muchacho.

—No digas nada a nadie más. Tu padre ya sabrá lo que tiene que hacer. Hemos de reunimos todos, repartir armas y combatir a esos granujas. Si ahora saliese para enfrentarme con ellos, me matarían por la espalda. Conozco a esa clase de bandidos. ¿Me has entendido bien?

—Sí, sheriff.

El muchacho se alejó, seguido casi en seguida por Sleiter, que, sin dejar de oír las voces de desafío y de insulto que le dirigía Taffy Sullivan desde la puerta principal de la oficina, apretó el paso para llegar a la parte posterior de la casa de François, en la que penetró, sabiendo que éste siempre dejaba la puerta abierta.

Maldecía el haberse quedado dormido, pero al mismo tiempo se mostraba contento de que no le hubieran sorprendido. Una vez que el hijo de Thomason comunicase a éste lo que el sheriff le había dicho, podría organizarse un grupo armado para acabar definitivamente con aquellos cuatro granujas que se habían atrevido a aparecer en Yellow Creek.

 

* * *

 

Taffy Sullivan había hecho salir a la totalidad de los ocupantes del saloon, y les obligó a permanecer junto a las puertas del local, no sólo para que vieran el espectáculo que iba a prepararles, sino para que, con su presencia, impidiesen que el sheriff disparara a tontas y a locas. Por otra parte, confiaba plenamente en la puntería de Mat y Larry que, ocultos en la acera de enfrente, esperaban el momento de llenar el cuerpo del sheriff con el plomo de sus revólveres.

Pero ahora empezaba a estar furioso.

—¡Ya veo, sheriff —gritó—, que eres el más puerco de todos los cobardes que me he encontrado en mi vida! ¿Por qué no sales de tus sábanas y das la cara, como los hombres? Tienes miedo, ¿verdad? Te prometo pelear cara a cara. Pero me han dicho que eres bastante viejo y comprendo que te tiemblen las piernas, sobre todo desde que has sabido quiénes somos.

Naturalmente, nadie contestó a aquellas fanfarronadas.

Entonces, dejándose dominar por la cólera, el mayor de los Sullivan se volvió hacia el sitio donde estaban escondidos sus dos hermanos y gritó:

—¡Cubridme! ¡Iré a sacarle yo mismo de la cama!

Avanzó rápidamente hacia la puerta y le propinó un formidable puntapié que la hizo saltar de sus goznes.

—¡Ven conmigo, Mat! —gritó.

El segundo de los hermanos Sullivan se adelantó, con los revólveres en la mano, y acompañó a su hermano. Ambos subieron por la escalera que conducía a la habitación del sheriff. Entonces pudieron comprobar que la puerta de la alcoba estaba abierta y descubrieron en seguida la escalerilla que descendía hacia el jardín.

—¡Maldito cochino! —rugió David—, ¡Se ha ido!

Su hermano lo miró, inquieto.

—Y ¿qué vamos a hacer ahora?

—Vas a verlo.

Bajaron y ordenaron a Larry que buscase unos bidones de petróleo. Este fue al almacén de Tiwf, cuyas luces estaban encendidas desde que el hermano menor, Luke, había ido a por los víveres para salir en persecución del hijo del sheriff, y volvió después con dos enormes bidones de petróleo, con los que regó la casa y la oficina de Sleiter. Bastaron pocos minutos para que las llamas alcanzasen un considerable incremento y la casa, completamente construida en madera, ardiese por los cuatro costados.

Las llamas iluminaron los rostros de los hombres que permanecían a la puerta del saloon, aunque ni con su color rojizo consiguieron hacer desaparecer la palidez que cubría aquellas caras.

Taffy se acercó a ellos.

—Ese cochino cobarde que teníais por sheriff ha huido como una mujerzuela —le gritó—. Estoy seguro de que se habrá escondido en alguna de las casas de este maldito pueblo. Ahora vais a volver cada uno de vosotros a la vuestra. Pero, antes, mis hermanos y yo vamos a hacer una cosa. Cogeremos como rehenes a todas las muchachas jóvenes del pueblo. Si mañana, a las nueve, no ha aparecido el sheriff obraremos en consecuencia.

Los hombres estaban pálidos de terror.

Taffy dio órdenes completas a sus hermanos y éstos se alejaron, mientras el mayor, con los dos revólveres empuñados, vigilaba a los hombres que estaban ante el local de Torrester. Se oyeron gritos en el extremo del pueblo, pero nadie se atrevió a moverse ante la amenaza de aquellos dos negros cañones que les apuntaban implacablemente. Momentos después, Mat y Larry regresaban acompañados por la hija de Jonathan el del almacén, la pequeña Greta, la hija de Fred Tower, y luego fueron en busca de Helen, la hermana pequeña de los Ruler, los que vivían cerca del banco. Estos fueron sacados del lecho y llevados, a punta de cañón, hacia el salón, igual que el banquero Custer que apareció en la calle con su gorro de dormir y gritando como un condenado, clamando justicia y diciendo que no permitiría que nadie tocase su dinero.

Excepto las mujeres, las esposas de los que allí se encontraban, la totalidad de los habitantes de Yellow Creek estaban ahora ante el saloon. Las llamas de la casa del sheriff, que empezaba a derrumbarse ya, consumida por el incendio, iluminaban de una manera espectacular la escena y ponían una nota trágica en aquella noche sin nombre.

—Vamos a meter a las chicas en la casa del banquero —anunció el mayor de los Sullivan—. Ese será nuestro cuartel general. —Se había dado cuenta de que era la mejor casa del pueblo—. Vosotros podéis volver a vuestras casas. Pero ya sabéis que, si mañana a las nueve no me decís dónde se encuentra escondido ese cobarde de sheriff, vuestras hijas van a pasar un mal rato.

Mat Sullivan lanzó una risotada que fue mucho más escalofriante que las amenazadoras palabras que acababa de pronunciar su hermano mayor.

 

* * *

 

Al cerrar la puerta de su casa, Clark Thomason tenía el rostro encendido por la cólera. Miró a su esposa y a sus hijos y después se dejó caer en una silla. Se sirvió un vaso de whisky y lo bebió de un solo trago.

—¡No podemos consentir esto! —rugió.

Law, que había regresado a su domicilio, se acercó entonces a su padre y le explicó, en pocas palabras, lo que el sheriff le había dicho.

Asombrado, Clark escuchó las palabras de su hijo y luego, con una sonrisa de triunfo, dijo:

—Ya decía yo que Sleiter no había huido. ¿Dices que se ha escondido en la casa de François?

—Sí, padre. Eso me dijo. Desea formar un grupo armado para acabar con esos bandidos.

—¡Es todo un hombre!

Hubo una pausa. Clark Thomason había encendido un cigarrillo y, después de lanzar al aire algunas bocanadas de humo, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, como si estuviera pensando algo importante. Después, mirando a sus hijos, dijo:

—Escuchad, hijos míos. Vais a salir por la puerta de atrás para ir a avisarles a todos. Nos reuniremos aquí y luego hablaremos con el sheriff. Hay que hacer algo y lo haremos a toda prisa. ¡Andad!

Poco a poco, en aquella memorable noche, empezaron a llegar a la casa de Thomason los cabeza de familia y sus hijos primogénitos. Se sentaron alrededor de la mesa y la señora Thomason sirvió café a todos ellos, bien cargado, para que los hombres pudieran vencer el sueño, aunque en realidad ninguno de ellos hubiera pegado un ojo, ya que estaban excitados, coléricos y atemorizados al mismo tiempo.

—Escuchad —dijo Thomason, mirando con fijeza a los otros—. Yo sé dónde se encuentra el sheriff, en realidad, Pat Sleiter no quiso caer en la trampa que esos granujas le tendían. Su idea es la de formar un grupo armado, pelear con los hermanos Sullivan y acabar con ellos. Es una ocasión formidable que se nos presenta en Yellow Creek para que todo el mundo sepa que aquí nadie se nos ríe de la justicia.

Andrew Foster, el médico, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Podéis contar conmigo —dijo.

Pero Thomason había notado ya, en algunos rostros, un cambio completo de expresión. Nada más lejos del entusiasmo que él había esperado. Fred Tower, Jonathan Tiwf y Alain Ruler, rodeado por sus hijos Robert, Philip y Jack, se habían quedado tremendamente serios.

—¿No estáis de acuerdo con el plan de Sleiter? —inquirió, mirando fijamente a los hombres que le rodeaban.

Fue Tower quien, después de lanzar un profundo suspiro, repuso:

—Escucha, Thomason. Tú tienes aquí a tus dos hijos, a Thomas y a Law. Mi hija está en poder de esos bandidos.

—Mi Jane también lo está —dijo el del almacén.

—Y Helen —dijo Ruler.

Tower, después de una corta pausa dijo:

—Nuestro problema es muy distinto al vuestro, amigos. Si, como decís, ayudamos a Sleiter y formamos una patrulla armada, nuestras hijas van a pasarlo bastante mal. Por otra parte, con toda franqueza, ¿quién de nosotros es capaz de manejar un arma de fuego?

Hubo un triste y largo silencio.

—Ya lo veis —dijo Fred Tower—, Hemos confiado durante muchísimo tiempo en la velocidad de las manos de Sleiter. El solo se ha bastado y sobrado para acabar con toda la delincuencia que nos cayó encima y que desapareció por completo hace ocho años. Ni siquiera tenemos armas y, si las tuviéramos, no sabríamos manejarlas. ¿Cómo queréis que nos enfrentemos con los Sullivan, que acabarían con nosotros en un abrir y cerrar de ojos?

Thomason le miró con cólera.

—¿Quieres que se apoderen del pueblo, Fred?

—No, no lo deseo. Y tú bien sabes que saldría perdiendo tanto o más que tú. Pero estoy dispuesto a dar todo lo que poseo para que nada le ocurra a mi hija Greta.

—Igual digo —dijo Jonathan.

—Yo no tengo nada —resumió Ruler—. Pero no estoy dispuesto a dejar que le ocurra nada a mi pequeña Helen. ¡Es casi una niña! Acaba de cumplir los dieciséis años y me volvería loco si uno de esos puercos se atreviese a ponerle la mano encima.

—Pues es lo que va a ocurrir —repuso Thomason—si no obramos como hombres. Ahora, es precisamente la ocasión de demostrarlo.

Tower se encogió de hombros.

—Es muy fácil hablar como tú lo haces, cuando tienes a tus dos hijos a tu lado. No, amigo Thomason. Si el sheriff ha de ser el precio de nuestra tranquilidad, para que nada les ocurra a nuestras hijas, yo estoy dispuesto a entregarle, aunque tenga que hacerlo personalmente.

—Pero ¡eso es una locura! —exclamó el médico—. Si entregáis a Sleiter, nuestra única defensa habrá desaparecido. ¿Es que no lo entendéis?

—Usted, doctor —repuso Tower—, no se casó nunca, ni supo jamás lo que significa un hijo, ni mucho menos una hija. Pero si tuviera una en manos de esos bandidos, pensaría como nosotros.

Andrew Foster bajó la cabeza.

Contra las palabras de Tower no encontraba argumento alguno.

Pero Thomason no se daba por vencido.

—Escuchadme atentamente —dijo—. Si entregamos a Pat, esos tipos se convertirán en los dueños de Yellow Creek. Eso significa que se apoderarán de todo lo que quieran y que cuando se vayan estaremos completamente arruinados.

—Ya cuento con eso —dijo Tower—. Perderemos mucho, es verdad. Pero volveremos a empezar. Los Sullivan no permanecerán eternamente en este pueblo. En cuanto hayan satisfecho su ansia de robo, se irán. Y nosotros, con nuestras hijas indemnes, volveremos a empezar de nuevo, porque todo lo que hemos perdido es recuperable, y no lo sería si nuestras hijas sufriesen las consecuencias de la cólera de esos cuatro granujas.

El viejo Torrester, el dueño del saloon, suspiró y dijo:

—¿Olvidáis acaso que uno de esos cuatro hermanos Sullivan, que Dios confunda, ha salido en busca de Dan para matarle?

—Dan es un hombre —dijo Tower.