CAPITULO VII
Dan se sentó trabajosamente en el lecho, ayudado por la muchacha. Luego, sonriente, dijo:
—Gracias, Helen. Pero no estoy soñando, ¿verdad?
Ella sonrió, a su vez.
—No, no sueñas, Dan. ¿Te alegras de verme?
—¡Qué cosas dices! ¡No sabes cuánto, pequeña! —Debió recordar algo de repente, como si su cerebro, hasta entonces vacío, se iluminara el conocimiento. Frunció el ceño, ensombrecida la expresión, y preguntó con voz ansiosa—: ¿Qué ha ocurrido?
—Creo que tu padre ha muerto, Dan.
El joven se mordió los labios.
—¿Cómo ha sucedido?
—Lo vi todo. Cuando intentó coger los revólveres, al decirle Taffy Sullivan que iba a matarte lentamente, le disparó y luego te hirieron a ti. El caballo te arrastró hacia las afueras del pueblo. Es un verdadero milagro que no te hayas roto la cabeza.
—Pero ¿y él?
—Ya te he dicho que creo que ha muerto, Dan. Lo han atado a un poste y han colocado un letrero sobre su pecho que dice «se vende».
El joven rechinó de dientes.
—No se saldrán con la suya, Helen.
—¿Qué quieres decir?
—Que voy a liquidar este asunto aunque sea la única cosa que haga en mi vida.
Ella sonrió con tristeza.
—No creas que voy a detenerte, Dan. Por el contrario, si puedo, quiero ayudarte.
—No, no es necesario. Este es un asunto que tengo que resolver yo, a mi manera. Me comprendes, ¿verdad?
—Perfectamente.
Se puso en pie, aunque no conservaba bien el equilibrio en los primeros instantes. La joven tuvo que ayudarle; pero, momentos después Dan comprendió que se encontraba bastante bien y anduvo unos pasos. Comprobó que el mareo casi le había pasado ya.
—Ya estoy bien —dijo.
—No muy bien, Dan.
—Es igual. Oye, Helen...
—¿Qué?
—¿Qué más ha ocurrido?
—Lo que debía ocurrir. Los Sullivan van a empezar a recoger todos los bienes que los cobardes del pueblo están acumulando para entregárselo, sin resistencia. También han cogido el dinero del banco. Cuando hayan cargado con todo lo que hay aquí, se llevarán el ganado y cuantas cosas útiles puedan vender en México.
—Comprendo.
Hubo una pausa.
En aquel momento oyeron pasos y François entró en la habitación. Miró con sorpresa al hijo de Sleiter.
—¿Ya estás de pie, muchacho? —inquirió, sonriente y solícito al mismo tiempo.
—Sí. ¿Cómo va eso por ahí fuera?
—Uno de los Sullivan acaba de correr la voz para que le llevan las cosas al banco. Ni siquiera quieren molestarse en venir a buscarlas a las casas. Pero han vuelto a advertir que harán un registro y que colgarán a quien haya ocultado la menor cosa de valor.
Dan frunció el ceño.
—Y ¿no hay nadie que intente reaccionar?
El viejo canadiense se encogió de hombros.
—Nadie, muchacho. Entregarían hasta su propia alma con tal de que los Sullivan se fueran de aquí.
—¡Pandilla de cobardes! —gritó la muchacha enfurecida.
El hijo del sheriff puso una mano sobre el hombro de Helen.
—Cálmate. —Luego, volviéndose hacia François, dijo—: Necesito armas, amigo.
El otro le miró, con el asombro pintado en el rostro.
—¿Armas? ¿Para qué?
—Eso no importa ahora. Pero necesito dos revólveres.
El canadiense abrió sus manos vacías.
—No los encontrarás en el pueblo, Dan. Ya sabes que no hay armas. Y que las que quedan están inutilizadas.
—Espera... —dijo Helen.
El joven se volvió hacia ella.
—¿Qué idea te pasa por la cabeza, pequeña? —inquirió.
—François tiene razón —explicó ella—. Pero yo sé dónde encontrarás los dos revólveres que necesitas. Tu padre los dejó caer en la calle y creo que estarán allí todavía.
—Es cierto —dijo François—. Nadie los ha tocado aún.
—Iré por ellos —dijo Dan, decidido.
—No —se interpuso la muchacha—. Tú no puedes salir de aquí desarmado. Iré yo.
—¡No lo consentiré!
Ella sonrió, melosa.
—No tengas miedo. Aprovecharé algún grupo que vaya a entregar las cosas a los Sullivan, me acercaré al sitio donde han dejado a tu padre y cogeré las armas. Nadie lo notará. Además ya empieza a anochecer.
No hubo manera de hacerla desistir de su idea, y Dan tuvo que rendirse, finalmente, a sus deseos.
—De acuerdo, Helen. Pero ten muchísimo cuidado, querida.
—Yo la acompañaré —dijo François.
Abandonaron la casa y casi tropezaron con uno de los grupos que, cargados con saquitos, se dirigían hacia la parte norte del pueblo. Nunca había visto una expresión como la que aparecía en los rostros de aquella gente. Estaban vencidos, aplastados por los acontecimientos, eran incapaces de reaccionar. Muchos de ellos iban a quedar completamente arruinados al entregar sus objetos de valor a los Sullivan. Pero les temblaban las piernas y sólo deseaban, como acababa de decir François, que los hermanos Sullivan abandonasen Yellow Creek para siempre.
A cualquier precio.
Era demasiada la angustia que pesaba sobre ellos y jamás se habían encontrado tan solos. Se miraban entre sí con los ojos cargados de sospecha y de resentimiento. La muchacha estuvo completamente segura de que, si alguno de ellos adivinaba que otro ocultaba alguna cosa, y no entregaba la totalidad de sus bienes materiales, sería denunciado cobardemente con tal de que, cuando los Sullivan marcharan quedasen tan pobres los unos como los otros.
El sol se estaba ocultando en el horizonte y una oscuridad grisácea empezaba a caer sobre el pueblo.
Aprovechando los grupos que se dirigían hacia el edificio del banco, François y la muchacha, pegados a los edificios, por la zona más sombría, se acercaron al lugar donde se veía el poste al que seguía atado el cuerpo de Pat Sleiter.
Tuvieron que esperar a que algunos de los grupos se arremolinaran en la parte del banco, en cuyo interior debían de estar gozando de lo lindo los hermanos Sullivan, para acercarse al lugar donde habían caído los revólveres del viejo sheriff. La muchacha se apoderó de ellos y después acercóse al poste donde, con el corazón por el dolor, se atrevió a desatar el cinturón canana de Pat. Luego alejóse rápidamente, aterrorizada por la proximidad de aquel cuerpo inmóvil, maculado de sangre y de polvo por todas partes.
François la seguía, con dificultad, ya que la muchacha había apretado el paso y no tardó mucho en llegar a la habitación donde le esperaba Dan.
—Aquí lo tienes —dijo, tendiéndole los Colt y el cinturón.
El joven tuvo que hacer un poderoso esfuerzo para que las lágrimas no asomasen a sus ojos. Tomó lo que la muchacha le daba, lo tuvo en las manos unos instantes y luego, con reverencia emocionante, se llevó el cinturón y los revólveres a los labios y los besó con cariño.
Después alzó el rostro y, con una mirada brillante y llena de cólera, dijo:
—Yo te prometo, padre, vengar todas las afrentas que has sufrido. Daría mil vidas que tuviese por devolverte la tuya. Pero si, desde el otro mundo puedes verlo, quiero que contemples algo que siempre esperaste que hiciera. ¡Qué necio fui! ¡Cuánta razón tenías, padre!
Helen lloraba, emocionada.
—Ve, Dan —dijo, de repente, con una firmeza que hasta sorprendió al joven—. Haz morder el polvo a esos canallas. Demuestra a toda la cobarde población de Yellow Creek que eres el hijo de Pat Sleiter y que por tus venas corre la misma sangre que él ha derramado por todos los que no lo merecían.
Se abrazó con fuerza a Dan y dejó que el joven posara, por vez primera, un largo beso sobre los ardientes labios que parecían quemarse por la fiebre. Luego, cogida de su brazo, lo condujo hacia la puerta.
—Así he soñado verte muchas veces, Dan —dijo, con una emoción profunda que se traslucía en su voz—. Así deben ver las mujeres a sus hombres, así debieron verlos todas las de Yellow Creek. Si tuvieras la mala suerte de morir en el empeño, yo sabré vengarte. Nadie me detendrá entonces...
—Gracias, amor mío...
Se separó de ella y, con el cinturón canana puesto y las manos tocando las culatas de los revólveres, avanzó por la calle, entre dos luces, mientras los grupos que volvían o se dirigían hacia el banco se retiraban precipitadamente a las aceras, no dando crédito a sus ojos y sintiendo un pánico estremecedor al mismo tiempo que una vergüenza que les quemaba el rostro.
* * *
Los Sullivan habían encendido media docena de quinqués y la sala del banco estaba profusamente iluminada.
Habían reunido todas las mesas y obligaban a los habitantes de Yellow Creek a que dejaran el contenido de sus sacos sobre ellas. Luego, con los ojos brillantes de avidez y ambición, iban sacando las cosas preciosas, y colocándolas, distribuyéndolas y observándolas sin cansarse. Ninguno de ellos, incluso Taffy, había soñado que se escondiesen tantas cosas de valor en una pequeña localidad como aquélla. Pero la verdad era que allí estaba el producto de años de esfuerzo, de sacrificio, de trabajo ininterrumpido. Era fácil imaginar las lágrimas de las mujeres al verse desposeídas, de repente, por la cobardía de sus maridos, de todo lo que habían ido guardando celosamente a través del tiempo. Los pendientes que pertenecieron a la abuela, los collares que adornaban sus cuellos en aquel feliz día de su boda, los anillos y sortijas que tantas y tantas cosas emocionantes representaban en la vida de un ser humano. Cosas de las que jamás se hubiesen desprendido, aun ni en la mayor miseria. Allí estaban, sobre la mesa, bajo los ávidos deseos de los Sullivan, aquellos tesoros que más que valor intrínseco, poseían una incalculable riqueza emocional y formaban parte, se quisiera o no, de la vida de los que los habían poseído.
—No creo que tengamos que tocar el ganado —dijo Taffy—. Sería perder demasiado tiempo. Vamos a llevarnos lo suficiente para poder vivir como príncipes. ¿Os dais cuenta?
Larry se bebió un trago de la botella que tenía a su lado, eructó y luego dijo:
—Es el mayor golpe que se ha dado en la historia de la Unión. ¿No estáis de acuerdo, hermanos?
Los otros dos hicieron un gesto de asentimiento.
* * *
Larry se alejó un poco de la mesa donde se iban amontonando las riquezas de los habitantes de Yellow Creek, y fue a buscar una nueva botella de las tres que su hermano había cogido del saloon. El gordo se prometió a sí mismo que, antes de abandonar el pueblo, pasaría por el establecimiento del Al Torrester para llevarse una buena provisión de alcohol.
«Lo bastante hasta que pueda probar la tequila mexicana...», se dijo, sonriendo.
Había bebido bastante y empezaba a sentirse de aquella manera especial que siempre experimentaba y que le hacía ver las cosas de color rosa y olvidar peligrosamente la realidad de cuanto le rodeaba.
—¡Larry! —llamó entonces David, el mayor de los hermanos.
El gordo rezongó algo y después se acercó a Taffy.
—¿Qué hay? —preguntó, sonriente pero sin sostenerse muy seguro sobre sus piernas.
—¡Deja de beber, estúpido! ¿O quieres que tengamos que llevarte atado al caballo, como tantas veces? Te aseguro que esta vez será distinto.
—Y... ¿por... qué...? —eructó Larry.
—Porque te dejaremos aquí.
—Tú no harás eso, hermano.
—¿Que no lo haré? —se enfureció Taffy—. ¡Claro que lo haré! ¿Quién podría impedírmelo?
—¡Yo!
Y Larry lanzó su enorme puño derecho contra el rostro de Taffy que no pudo esquivar el golpe por entero y se vio proyectado hacia atrás, como si acabase de chocar con una locomotora.
Se levantó, rápido como la luz, esgrimiendo los dos Colt que habían aparecido como por ensalmo en sus manos.
—¡Voy a matarte, cerdo! —rugió.
Luke intervino.
—¡Vamos, vamos! —dijo—. Ven conmigo, Larry —luego agregó en voz baja, de modo que sólo Taffy lo oyese—. Impediré que beba más. No te preocupes. Procuraré tranquilizarle.
Pero el gordo protestaba con vehemencia, dando grandes gritos.
—¡Déjame, Luke! ¡Quiero dar una lección a ese puerco! ¿Qué se ha creído? Es nuestro hermano mayor, pero no debe subírsele la jefatura a la cabeza. ¡Ya empiezo a estar harto! ¡Harto! —se volvió hacia Taffy y le fulminó con la mirada—. ¡Harto! ¿Lo oyes, bocazas? Te romperé la crisma un día de éstos. ¡Lo juro!
Refrenando la rabia que le consumía, David se volvió hacia los habitantes de la ciudad que seguían dejando sus cosas sobre la mesa. No podía olvidar, a pesar de todo, el incidente que acababa de tener con Larry, pero sonrió al pensar que, una vez en México, se separaría definitivamente de los otros tres y empezaría una vida completamente solo.
«¡Que se vayan al infierno!», pensó.
Fue entonces cuando vio que dos hombres, uno viejo y otro joven cargados con sendos sacos y que ya se disponían a avanzar, retrocedían, al tiempo que en la calle se oían exclamaciones ininteligibles.
—¡Eh, vosotros! —rugió el mayor de los Sullivan—. ¡Traed eso aquí!
Pero la pareja retrocedió más.
Eran Antón Matews y su hijo menor, Richard. Fue éste quien, al llegar al dintel de la puerta del banco, exclamó, dirigiéndose a su padre:
—¡Vamos! ¡Dicen que Dan, el hijo del sheriff, viene hacia acá y que lleva las armas de su padre!
Taffy comprendió inmediatamente el brusco cambio que se producía en la situación, pero no se alteró en lo más mínimo y, levantando la voz, llamó:
—¡Vosotros! ¡Venid! ¡Hay complicaciones!
Los hermanos se acercaron a él y David les dijo lo que acababa de oír. Miró con reproche al menor.
—Si lo hubiese matado... —rezongó.
Luke se encogió de hombros.
—No te preocupes —repuso—. Eso se arregla ahora mismo.
E inició la marcha hacia la puerta.
—¡Espera! —le ordenó Taffy.
Se asomaron primero.
La gente había retrocedido, y se la veía, expectante y nerviosa, más allá del almacén de Tiwf, donde se habían agolpado casi todos. En primer término, avanzando por el centro de la calle, venía Dan, tieso, pálido, con los ojos semicerrados y los revólveres de su padre colgando de sus caderas, meciéndose al ritmo de sus pasos.
Luke dejó escapar una risita cortante.
—¡Pobre imbécil! —dijo—. ¡Deja que me encargue yo, Taffy!
—No, lo haré yo...
—Y ¿por qué? —le increpó el otro—. ¡Basta de dar órdenes, Taffy! Si quieres que sigamos juntos, no exageres... Además tú me encargaste de ese tipo y ahora voy a terminar el asunto.
David miró a sus hermanos y comprendió que debía ceder por aquella vez. Pero sonrió al pensar que su intervención sería acogida favorablemente por los tres.
—Está bien —dijo—, pero ten cuidado.
Una sonrisa despectiva apareció en los delgados labios de Luke que, después de comprobar que sus armas salían fácilmente de sus fundas, cruzó el umbral, saltó a la calzada y avanzó lentamente hacia la alta y tiesa silueta de Dan.
El hijo de Pat se detuvo unos instantes para contemplar, con horror, el cuerpo de su padre atado al poste y con aquel infamante letrero en el pecho. Luego miró a Luke, al que reconoció inmediatamente.
El benjamín de los Sullivan se había detenido, con las manos cerca de las culatas de sus armas, dispuesto a usarlas con rapidez.
Dan avanzó media docena de pasos y se detuvo también.
—Ya te lo advertí, muchacho —dijo Luke, haciendo un gesto con la cabeza hacia el poste en el que estaba atado el sheriff—: tu padre no podía salir victorioso con los Sullivan. Y ahora ¿puedo saber quién te ha metido en la cabeza la idea de venir a morir? ¿Es que estás cansado de la vida?
—Tienes la lengua muy suelta—repuso Sleiter—. ¡Saca tus armas!
—No tengas tanta prisa, novato. De todos modos, estarás muerto antes de que puedas sacar las tuyas... Me han contado que tu propio padre te echó de Yellow Creek porque eras un cobarde.
Dan sintió que una especie de oleada de fuego le subía al rostro.
Y fue en aquel momento cuando una voz, que le hizo estremecerse de pies a cabeza, sonó a su espalda:
—¡Hijo!
Se volvió.
Pat había conseguido levantar un poco la cabeza. Dan vio en los de su padre la fría luz de la muerte de que se acercaba. Había perdido demasiada sangre, abandonado allí, dado por muerto por todos...
—¡Padre!
Se acercó a él e intentó quitarle las cuerdas que le ataban
al poste.
—No... —suplicó el moribundo—. No me toques... sería peor... Defiéndete, hijo, y ten cuidado... Tú sacabas muy bien... Olvida todo lo que te hice y perdóname... Yo hubiera desea...
El estampido coincidió con el silbido de la bala y el estremecimiento del cuerpo del sheriff. Un agujero enorme apareció en su frente.
Al volverse como si una serpiente le hubiese picado, Dan vio el Colt humeante en la mano derecha de Luke. Este se acercaba el cañón a la boca, para soplar.
—No me gustan las escenas idiotas... —empezó a decir.
Pero no terminó la frase.
Dan desenfundó a una velocidad que nunca creyó poder lograr, y disparó con ambos Colt. Se sorprendió al ver que Luke daba un salto, abría desmesuradamente los ojos y después caía, como si un hilo que, invisible, le hubiera sujetado hasta entonces, se hubiese roto.
Lanzando un sordo juramento, Taffy salió a la calle con los Colt ya empuñados, y disparó ambos a la vez, aunque sin afinar la puntería. No obstante, las balas se clavaron en el suelo, muy cerca de los pies de Dan.
Entonces estalló aquella horrísona detonación.
Dan vio el fogonazo que partía de la puerta de la casa de los Ruler, pero su atención fue requerida por el alarido que lanzaba Taffy que, después de abrir los brazos, se desplomaba de bruces, con un orificio tremendo entre los dos omóplatos.
Entonces oyó el joven los gritos de los dos Sullivan que quedaban, como si Mat y Larry se estuviesen querellando.
Y eso sucedía.
Mat quiso ser el primero en salir, pero el gordo le dio un formidable empellón, y salió casi de lado, lo que le permitió ver, antes que a Dan, la silueta de la muchacha quien avanzaba empuñando la escopeta que antes había disparado contra Taffy.
—¡Perra! —rugió el borracho, echando mano a sus armas.
Dan se dio cuenta y disparó, pero, en su nerviosismo, no hizo más que llamar la atención del gordo, que se volvió a disparar, al tiempo que la vista se le nublaba y caía de rodillas. Larry Sullivan dio un respingo antes de desplomarse definitivamente. La bala de Dan le había atravesado la garganta.
Al ver a su enemigo en el suelo, Mat salió como una tromba, disparando sin cesar y corriendo al mismo tiempo hacia Dan, a cuyo alrededor levantaban nubes de polvo las balas del segundo de los Sullivan.
Pero entonces, una vez más, el estampido de la escopeta dominó el sonido de los disparos de los Colt de Mat, y éste, con la cabeza casi arrancada del tronco por la carga de perdigones loberos, se desplomó en medio de un tremendo charco de sangre.
Helen miró la escopeta y corrió hacia Dan, que se desplomaba en aquellos instantes sobre el polvo.
—¡Dan!
Una silueta salió del grupo de los espectadores que permanecían junto al almacén de Tiwf.
Era el doctor Foster.
Andrew se arrodilló junto al joven, al que examinó rápidamente.
—No es más que un rasguño en el cuello —le dijo a la muchacha.
—Pero ¿cómo es que ha perdido el sentido?
—Estaba aún débil por el vapuleo que le dio el caballo. Voy a llamar para que me ayuden a llevarle...
—¡No! —y ella se puso en pie—. Sólo François le tocará... ¡Los demás que no se acerquen!
Y algunos, que se aproximaban ya, retrocedieron, asustados y avergonzados al mismo tiempo.
* * *
El sol del sexto día, después de aquella memorable fecha, asomó su redonda y luminosa cabeza por el horizonte. Ante la casa de François había un carro con dos caballos uncidos a las varas, y dos más atados a la parte posterior, éstos con sillas.
Los habitantes de la calle estaban asomados a las ventanas, en medio de un completo silencio. La verdad era que habían empezado a temer a aquella decidida muchacha que, además de no dirigirles la palabra, no permitió que enterrasen al sheriff. Ella y el canadiense se encargaron de tan macabra tarea.
Se abrió la puerta y salió Helen, seguida de Dan. El joven estaba aún un poco pálido. François les seguía y ayudó a Sleiter a que subiese al vehículo, cuyas riendas cogió Helen.
—Buen viaje —dijo François.
—Gracias —repuso Dan.
Helen hizo sonar la tralla y los caballos arrancaron al trote. Desafiante, la muchacha fue mirando los rostros serios de los que estaban asomados a las ventanas y permanecían en las puertas de las casas, sobre las aceras de madera.
Los Tower, los Thomason, los Tiwf, el barbero Spencer, el viejo Torrester, los Matews y el avaro Custer, ante la entrada del banco rural. Luego, casi al salir del pueblo, su padre y sus hermanos, callados y avergonzados como los otros.
—¡Arre! —rugió la muchacha, fustigando a los caballos.
* * *
Los viajeros, mucho más tarde, siguiendo el camino hacia Rio Grande, ciñéndose al curso del arroyo de aguas amarillentas, pasaron rápidamente por la calle de un pueblo desierto, cuyas casas se iban desmoronando poco a poco. Una ciudad vacía, cuyo nombre no aparecía por parte alguna, pero cuyo cementerio tenía, sobre una tumba, un puñado de flores que alguien dejaba allí una vez al año.
F I N