III
—ALBERT, está usted totalmente al corriente de las peculiaridades de la misión. Su cometido es sencillo, pero no es Hungría ni Checoslovaquia. Es la Unión Soviética. Son muy buenos protegiendo secretos, y el castigo por su revelación es bastante severo. Si le arrestan con todos sus artefactos encima, no podremos ayudarle. No habrá elección, tendremos que abandonarle. Así que no caiga en ninguna provocación y asegúrese de que no se deja llevar. Debe sopesar la situación con máximo cuidado.
—Entiendo perfectamente, señor. —Albert asintió.
—Excelente. Por tanto, no hay necesidad de recordarle de nuevo las leyes rusas en lo que se refiere a los espías... Cuando llegue a Moscú, antes del vuelo, debe pasar la información que haya recogido a nuestro oficial en la embajada. Bueno, ya le conoce, se han visto antes. Podría suceder cualquier cosa durante el embarque o el vuelo, y nos disgustaría perder esa información. Vamos a estudiar todo de forma más detallada. Están ocurriendo muchas cosas extrañas, y sin duda continuarán ocurriendo en el futuro. Hay un tratado, vale, pero no podemos descartar alguna treta. Creemos que los soviéticos mienten y que sus misiles siguen apuntando a nuestras ciudades; la redistribución tan sólo pretende desorientarnos. Las medidas de control oficiales son sólo la mitad del trabajo. Hay que vigilarlo todo. Esta operación es muy especial.
—Comprendo. ¿Puedo irme?
—Sí, la salida es dentro de dos horas. Y recuerde: quiero que vea con sus propios ojos todo lo que detecten los sensores. Busque por todas partes. Si logra desvelar un engaño o algún intento por confundirnos, los tendremos en nuestras manos. Seguramente se verían obligados a ceder a las exigencias que antes encontraron tan inconvenientes y que rechazaron. Antes los arruinábamos con la carrera armamentística; ahora vamos a arruinarlos con la carrera del desarme.
Albert abandonó el espacioso despacho llevando consigo un archivo con los informes personales de Andrey Nikolayev. Parecía un joven, aunque experimentado, oficial del KGB, con suficiente capacidad para hacer frente a sus actividades. Le despertó un cierto estímulo; hacía el viaje especialmente interesante.
—Bien, empieza el juego —dijo Albert con una sonrisa, tratando de memorizar la mirada tenaz del agente de contrainteligencia de la foto.
Quedaba poco tiempo. Tenía que meterse en el papel del turista curioso que va a realizar su primer gran viaje por la Unión Soviética, tan misteriosa y lejana para un occidental. Estaba un poco nervioso. En su imaginación, comparaba la Unión Soviética con la selva. Por un lado, todo estaba absolutamente claro, pero la selva es la selva, quién sabe qué sorpresas te aguardan. En su juventud había recorrido gran parte de Europa occidental y oriental, pero nunca había tenido esas sensaciones.
Desde niño, Lenz se había empapado de hostilidad hacia todo lo relacionado con la Unión Soviética. A veces, el origen de tal sentimiento se le escapaba. Trataba de reflexionar sobre ello, pero nunca supo responder a su propia pregunta. Aunque tampoco era sorprendente. La propaganda era muy eficaz a ambos lados del océano, de modo que entre la población se afianzaban las actitudes correspondientes.
Albert había oído hablar del poderío de las armas soviéticas que habían golpeado a la Alemania nazi. Pero aquéllas eran armas convencionales, mientras que lo que en esos momentos amenazaba al mundo era una guerra nuclear. Y el poder que se concentraba en las manos de un inmenso Estado como la Unión Soviética era suficiente para devastarlo todo. Por otra parte, Albert era consciente de quién había instigado los problemas en los albores del desarrollo de las armas nucleares.
Al principio, antes del comienzo de las pruebas nucleares, se había extendido una firme corriente de opinión según la cual no tenía sentido abrir la caja de Pandora nuclear. Pero esa visión no fue tenida en consideración. Y ése era el resultado. Había en el mundo suficientes armas nucleares como para arrasar el planeta entero. ¿De quién sería la victoria, pues, si no quedan ni vencedores ni vencidos?
Moscú dio la bienvenida a los turistas con una fina llovizna. Los integrantes del grupo procedían de diversos lugares del mundo. A cada cual se le asignó inmediatamente una habitación en alguno de los hoteles del centro de la ciudad. El viaje comenzaría a la mañana siguiente. Era un evento infrecuente, organizado especialmente a petición de varias agencias de viajes extranjeras. El tour de tres semanas incluía visitas a las principales ciudades de la zona central de Rusia, y también a algunas repúblicas soviéticas. Se habían programado estancias relativamente largas tanto en ciudades grandes como en pequeñas poblaciones. El viaje costaría a los turistas una cantidad considerable, pero eso no detenía a quienes estaban deseosos de partir.
Albert llegó de los últimos. En cuanto salió del avión se dio cuenta de que trabajar allí sería mucho más difícil que en cualquier otro lugar. Había vigilancia de campo por todas partes. Como profesional, Albert era capaz de distinguir fácilmente a las personas que supervisaban cada movimiento de los extranjeros en todas las áreas del aeropuerto. Trató de reconfortarse con la idea de que estaba en Moscú, en un aeropuerto internacional. Esperaba que las cosas fueran mucho más sencillas fuera de la capital; que probablemente no habría una vigilancia intensiva. Allí, sus viejos trucos le servirían de poco. Pero el viaje tenía un objetivo, así que Albert podía tomarse el resto del tiempo para actuar como un turista más de vacaciones en Rusia.
De hecho, Lenz sentía pasión por los viajes. Dondequiera que lo llevase la vida, siempre trataba de adquirir conocimientos sobre la historia y las gentes del país. A la larga, era útil para su trabajo.
Cada día iban conociendo un poco más el país. Estaban asombrados, impresionados. Pese a las terribles dificultades que la población había tenido que atravesar durante la primera mitad del siglo, mantenía su belleza original, que convivía con una cultura moderna, altamente desarrollada. Aquellas difíciles experiencias no habían endurecido el alma de sus gentes, que habían logrado conservar las tradiciones de sus antepasados, enraizadas tanto en la ortodoxia como en el paganismo, a pesar de todos los esfuerzos para erradicarlas, en ocasiones de manera cruel. Junto con las costumbres nacionales, la amabilidad, la pureza, la sinceridad y el amor a la patria se habían transmitido de generación en generación. El tedio y la frustración por la realidad pasaban a un segundo plano gracias a la maravillosa capacidad de los rusos para observarse con ironía. En una ocasión, los turistas vieron películas soviéticas. Aquellos extranjeros rieron con ganas las comedias, por más que anteriormente tuviesen la idea de que en la Unión Soviética sólo se rodaban películas «de miedo» de la propaganda.
Albert se sentía especialmente impresionado por la tradición rusa de dar la bienvenida a los invitados con «pan y sal». Había oído hablar de ella muchas veces, pero no entendía su significado. Cuando lo vio con sus propios ojos, quedó asombrado por la profundidad de esa costumbre aparentemente simple, empapada de toda la hondura y sinceridad del alma rusa. Al ofrecer pan y sal a los extranjeros, los rusos les hacían partícipes de su cara más íntima, esperando recibir en respuesta la pureza espiritual y la apertura de miras de sus huéspedes. Sin duda, bajo las condiciones del régimen soviético del momento estaba concebido como una representación teatral dirigida a los turistas; sin embargo, era imposible fingir la hospitalidad que mostraban. Eso era real. Resultaba increíble que aquellos a los que la prensa oficial había descrito como enemigos, villanos, opresores, fueran recibidos por la gente corriente como viejos amigos. A veces, agradables sonrisas y carcajadas hacían olvidar a Albert que estaba en el extranjero. Era algo que sólo se podía experimentar en persona; no había libros ni guías turísticas capaces de transmitir tales sensaciones. Albert comprendió que era imposible conquistar a un pueblo con tanto respeto por su propia historia, con semejante robustez espiritual. Esta nación sobreviviría aunque el mundo entero se volviese loco. Y resultaba cada vez más claro que la hostilidad enfrentaba a los Estados, y no a los pueblos.
Observando a la gente en el país soviético, Albert entendió lo polifacéticos e impredecibles que son los rusos. Para luchar contra ellos era necesario comprender su espíritu y sus valores, que a un extranjero le podían parecer obvios en un momento dado y completamente profundos e incomprensibles al siguiente.
El autobús con el enorme cartel INTOURIST circulaba por una carretera mojada por la lluvia. Ya habían pasado dos semanas de viaje por Rusia. Un mundo desconocido, nuevo y maravilloso se abría ante los ojos de personas procedentes de otros países y continentes, que ahora observaban esta tierra de un modo diferente.
A veces, durante los largos trayectos entre ciudades, Albert dormitaba en su asiento junto a la ventana. De vez en cuando abría los ojos y observaba los campos, los bosques, las ciudades y poblaciones que iban atravesando. Aquí todo era diferente. No se parecía en nada a Europa; ni siquiera a Europa del Este. Por momentos, escrutaba el horizonte intensamente durante un buen rato, como tratando de encontrar algo. En alguna ocasión, llegaban a sus oídos conversaciones atenuadas de la cabina.
En los asientos que había detrás de él viajaban un hombre japonés de mediana edad y una señora mayor inglesa. Su conversación debía haber empezado un buen rato antes, pero en algún punto captó el interés de Albert.
—Soy de un pueblo cerca de Hiroshima. Mis padres y yo vivimos allí hasta 1945 —dijo el hombre japonés—. Y cuando la ciudad fue destruida, tuvimos que irnos. Yo tenía cinco años.
La mujer inglesa lo miraba fijamente y escuchaba con mucha atención.
—Vi muchas cosas entonces, de niño. No puede imaginar mis sensaciones. Vi morir a gente. Era realmente insoportable. Suena terrible, pero ahora me doy cuenta de que los más afortunados fueron los que perecieron en seguida. No quedó ni rastro de ellos. No sufrieron. Quienes murieron más tarde se vieron condenados a un suplicio. Después de un tiempo, mi padre enfermó de leucemia. Al principio, los médicos le aseguraron que viviría un par de años más. Pero la enfermedad se agravó terriblemente de prisa. Dos meses después, mi padre falleció. Mi madre tampoco vivió mucho tiempo. Sus médicos ni siquiera entendían qué era lo que la hacía languidecer. La mayoría de la gente que había vivido en nuestra ciudad murió en los diez años siguientes. Hubo muy pocas excepciones. Fue horrible... realmente horrible. Yo tuve la suerte de sobrevivir. Ha sido la invención más terrible de toda la historia de la humanidad. Aunque la pólvora también debió haber parecido una terrible invención alguna vez...
—Lo siento de veras —dijo de pronto la señora inglesa, que se había mantenido en silencio—. Pero se trataba de la guerra, y era el único modo de que terminase.
—¿Eso cree? ¿A costa del miedo de toda una nación, de un miedo que ya se ha convertido en genético? ¿Sabe? Nunca dejaré de tener pesadillas. Sobre todo, temo que se repita aquel bombardeo. Sueño con aviones que sobrevuelan nuestra casa; veo en sueños una nube de hongo elevándose en el horizonte y me despierto cubierto por sudor frío. Nunca podré olvidar la terrible nube de polvo y cenizas disparándose hacia el cielo, ascendiendo sobre las ruinas como una gigantesca columna. Y la explosión... Cien soles ardiendo sobre nosotros... Poco después, la gente huía en nuestra dirección. Era casi imposible reconocer a personas en aquellas criaturas: llevaban jirones de piel colgando de las manos y la barbilla; tenían el rostro enrojecido y tan hinchado que no se les veía la boca ni los ojos. Se apresuraban hacia el agua, que se había vuelto negra, sin saber que estaba envenenada por la radiación... ¡Todos murieron! ¿Es ése el precio de la victoria? —el japonés se quedó en silencio.
La mujer inglesa bajó la mirada. No respondió. Lamentó que aquella conversación hubiese comenzado.
Albert se recostó en su asiento, pensativo. Sin duda, se trataba de la guerra, y la gente nunca dejaría de discutir si se podía justificar cualquier medio para finalizarla. Pero al japonés se le pasaba por alto lo más importante: aquel acto no se había limitado a la aplicación de una arma mortal contra su país. El bombardeo tenía un sentido mucho más profundo. Era un experimento, un gran experimento, con el que alguien quiso evidenciar el poder de semejante arma. Una de las directrices relativas a aquellos bombardeos lo atestiguaba con claridad. Decía: «Para demostrar la capacidad de la bomba ha de haber tanto instalaciones industriales como edificios de viviendas en su radio de acción.» Así se hizo. Las dos bombas que alcanzaron sus objetivos establecieron nuevas prioridades en todo el planeta. Había aparecido un nuevo tipo de arma, más poderosa y mortífera, capaz de poner de rodillas a cualquier país y de hacer que cualquier Estado que la poseyera se convirtiese en amo del mundo. Y, realmente, así era en 1945. Rusia estaba lejos todavía de esa tecnología, y si entonces se hubiese lanzado un golpe aplastante sobre la Unión Soviética, habría sido posible resolver los problemas de entonces para siempre, y ya no se habrían agudizado tanto. Albert había estudiado documentos de aquella época en diversas ocasiones, y cuanto más leía sobre los acontecimientos que habían tenido lugar, mejor comprendía lo que sucedía en el mundo contemporáneo. Sí, el ataque a Japón realmente podía haber sido un experimento, y el japonés que iba sentado detrás de él era una desafortunada víctima. Una de tantos miles.
Pero en esos momentos, la mayoría de los misiles tenían blancos exactos. Sus objetivos eran Moscú, Leningrado, Gorky, Kiev... En ocasiones, Albert había pensado en que había gente real detrás de las estadísticas que describían aquellas ciudades, y que esas personas eran como él mismo. Ahora podía verlo todo con sus propios ojos, y era consciente de que, en caso de conflicto, grandes civilizaciones y sus culturas podían ser aniquiladas en cuestión de minutos. Albert quería creer que su supervisión de los procesos de desarme, aun no siendo amistosa, contribuía realmente a la causa de la paz. Sin embargo, al mismo tiempo, sabía que los americanos no estaban desarmándose por completo. «Desarma a los otros y vence usando lo que puedas esconder», decía un eslogan de los falsos procesos de paz. La situación era absurda, puesto que los Estados, que estaban plenamente al tanto de la amenaza de una destrucción del planeta, organizaban cumbres mientras trataban de idear modos de sortear los acuerdos. En esto, cada parte pensaba que el oponente mentía.
Eso sí, Kissinger tenía planes «más humanos»: destrozar la Unión Soviética desde dentro, de forma que el armamento quedase destruido junto con las ciudades y la gente que vivía en ellas. La historia lo había visto antes: grandes imperios se habían desmoronado, consumidos por conflictos irresolubles y problemas económicos. Y con ellos había desaparecido su poder.
El autobús pasó la señal con el nombre de la población. Primero aparecieron pequeñas casas de una planta a ambos lados de la carretera; después, los llamados «edificios Khrushchov».[1] Albert ya estaba cerca de su destino. Era por llegar a este lugar por lo que todo el viaje se había preparado. Tenía a su disposición exactamente tres días para cumplir la misión. Primero, tenía que averiguar qué estaba ocurriendo en la ciudad, qué se estaba debatiendo. Su contacto con militares estaba estrictamente prohibido; además, era muy difícil «procesarlos». Muchos encargos y muy poco tiempo.
Lenz miró a su alrededor con atención. Recordó las fotos que había estudiado antes de partir. Todo parecía igual que lo que había visto en ellas, lo cual era bueno. Trató de imaginar el mapa de la ciudad, que también había estudiado, y una serie de posibles rutas que lo condujesen a la cercana unidad militar. Dado que un solo minuto de ausencia del grupo de turistas podría levantar sospechas, había calculado la duración de cada ruta. No tenía tiempo para pensar en qué ocurriría después.
La guía les hablaba de la historia de la ciudad y de la gente que había vivido allí en diferentes épocas; al tiempo, recordó que cuidarían de cada turista. Pero Albert no la escuchaba. Se había decidido a emprender su primer intento de aproximarse a la base esa misma noche, sin esperar al día siguiente.
—Estamos llegando al hotel en el que pasaremos las dos próximas noches. Mañana realizaremos una fascinante excursión por la ciudad y visitaremos varios museos. Y ahora, después de instalarse en sus habitaciones y cenar, tendrán un poco de tiempo libre. Pueden pasear por las proximidades del hotel. Asegúrense de no distanciarse hacia la oscuridad... para evitar situaciones desagradables. Eso es todo. Nos veremos mañana.
Albert salió a la calle inmediatamente después de la cena. La ciudad languidecía en el crepúsculo. Había pocos transeúntes; unos cuantos coches circulaban por la amplia carretera asfaltada. Un hombre más bien bajo siguió a Albert; en el porche, de pie, encendió un cigarrillo. Lenz bajó la escalera despacio. El hombre esperó un momento y lo siguió. Albert había visto muchas cosas en la vida, pero se quedó perplejo ante una vigilancia tan descarada. Si es que era vigilancia. Se detuvo en seguida, fingiendo haber olvidado algo en el hotel, y observó al hombre. Éste no se detuvo ni reaccionó; siguió caminando como si no se hubiera percatado de la presencia de Albert. ¿Era así? ¿Un incidente casual o un torpe intento de seguimiento?
Lenz esperó hasta que hubo desaparecido, aspiró el fresco aire de la noche y repasó el plan, siguiendo la ruta que había memorizado antes del viaje utilizando un mapa. Dos manzanas hacia abajo desde el hotel, hasta el quiosco; después, girar a la izquierda, pasar la tienda Zarya y meterse en un callejón. Seguir recto hasta la calle Severnaya, girar a la izquierda al final de la vía; el control de carretera de la unidad de misiles estará a cien metros. ¡Eso es todo! Era el camino más corto, pero... ¿Quién dijo que sería fácil? «Vaya, han comenzado con la vigilancia en el mismo porche», pensó Albert.
Caminaba silbando alguna absurda melodía, haciéndose pasar por un turista descuidado que había decidido darse una vuelta por la ciudad después de un largo trayecto en autobús. Con aire despreocupado, Albert se detuvo a la altura del quiosco y echó un vistazo a la prensa soviética. Un titular intrigante le llamó la atención: «LOS PUEBLOS DEL MUNDO PROTESTAN CONTRA LA BOMBA DE NEUTRONES.» Sacó unas monedas del bolsillo y compró el periódico sin pensarlo dos veces. Se hizo a un lado y comenzó a pasar páginas; miraba por encima del diario, escudriñando la calle que tenía delante. Ni una sola persona. Albert estaba asombrado. Todavía no era demasiado tarde y, aún más importante, tampoco había vigilancia. Aparte de aquel hombre en el porche, no había notado nada sospechoso. No había donde esconderse, y si lo hubieran seguido, sin duda lo habría notado. Lenz esperó un poco más y después, tras caminar unos metros por la acera, desapareció hacia la izquierda, al lado de la tienda con grandes escaparates y enormes letras de neón sobre el tejado: ZARYA.
Tras volver a casa, Andrey se sentó a cenar y empezó a pensar en lo que había sucedido durante el día. Miraba distraídamente su propio reflejo sobre la ventana oscura.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos repentinamente por el timbre del teléfono.
—Hola —dijo, contestando la llamada.
—Buenas noches, Andrey Ivanovich.[2] Lamento molestarle, pero Lenz acaba de salir del hotel y va camino de la unidad militar. La vigilancia está en marcha.
—¿Y los demás?
—Los demás siguen en el hotel.
—Bien. Mantenga la vigilancia. Asegúrese de informarme si hay algo importante y tome las medidas correspondientes según las instrucciones.
—De acuerdo.
Andrey colgó el receptor. De modo que la información inicial era correcta. Lenz partió inmediatamente, sin siquiera tomarse un tiempo para estudiar los alrededores. Parecía necesitar veinticuatro horas de parámetros de la unidad. El trabajo ya estaba listo y no podría conseguir información de interés. El arma estaba ubicada y preparada para el transporte. Además, el primer tren cargado de equipos ya había partido, pero la unidad todavía estaba en funcionamiento. Así, toda la información que Lenz iba a recopilar sería la que le facilitase la contrainteligencia. «Vamos por delante; estupendo. Lo único que tenemos que hacer es esperar a que den el siguiente paso y vigilar cualquier aproximación a la unidad militar.»
Andrey sonrió satisfecho, suspiró con alivio y se recostó en su silla. Ahora, la situación con Lenz era simple; lo principal era evitar que fisgonease donde no debía. Pero ¿y el traidor de entre el personal? Después de un día de trabajo, Andrey había llegado a la conclusión de que su elección inicial de tres candidatos posibles había sido errónea, aunque merecía la pena mantenerlos bajo control, así que trasladó su atención a trabajadores civiles y se centró en un tal Piotr Polushin, que ejercía de cocinero en el comedor de los oficiales. Pese a algunos momentos dudosos en su biografía, se había adaptado bien a su trabajo y había entablado amistad con algunos oficiales. Por otro lado, según le habían informado, mostraba mucho interés por todo lo que ocurría en la unidad. A menudo se refería al hecho de que en su momento había querido convertirse en especialista en cohetes, pero no lo logró, de modo que consiguió otro trabajo allí, después de todo, etcétera. Formulaba preguntas muy sospechosas y, lo que es peor, recibía respuestas detalladas. Últimamente, siempre aparecía donde no debía estar. Además, y eso era lo que Andrey encontraba particularmente alarmante, las ventanas del comedor daban directamente a los vagones de carga. Así que el cocinero tenía la oportunidad de admirar su trabajo soñado. Andrey decidió que tendría que seguirlo con más atención al día siguiente. Pero estaba seguro de que el traidor había sido identificado.
Albert se aproximaba al control de carretera. Debía caminar unos pocos pasos más, doblar la esquina... y allí estaría el objetivo, justo delante. Miró a su alrededor mientras caminaba. Las calles todavía estaban desiertas. A un movimiento casi imperceptible de su mano siguieron un par de leves chasquidos, que pusieron en marcha dispositivos de grabación camuflados en forma de un reloj japonés sumergible y una pequeña radio.
Albert dobló la esquina y caminó despacio al lado de un muro de cemento alto, con alambre de espino sobre el borde superior. En ese momento, un oficial salió del puesto de control y empezó a caminar hacia él. «¡Mierda! ¿Dónde demonios están esas grietas?» Trataba de recordar las fotos que se habían realizado en torno a aquel lugar, en las que había estrechas aberturas marcadas con flechas rojas. Las grietas podían utilizarse para tratar de atisbar lo que ocurría en el interior. Pero lo único que veía en esos momentos era un muro con pintura fresca. La única opción era buscar él mismo un agujero en algún otro lugar. Pero su siguiente paso fue interrumpido por una agradable voz femenina.
—¡Albert! ¿Qué está haciendo aquí?
Miró hacia atrás. Natalya, la guía permanente del grupo, estaba allí, a diez metros de él. Albert se volvió con una amplia sonrisa. La chica, joven y muy atractiva, le había impresionado con sus conocimientos y agilidad mental. Lenz habría estado realmente encantado de encontrársela en otras circunstancias. Pero no en ésas.
—Yo... estoy dando un paseo antes de ir a dormir; echando un vistazo a la ciudad. ¿Y usted?
—Yo... me... me he pasado a visitar a un amigo del colegio. Por desgracia, ha partido en viaje de negocios, así que me quedé un rato a charlar con su mujer; ahora voy de regreso. —Esbozó una sonrisa pícara—. Vaya, Albert. ¿No les había pedido que no se alejasen del hotel? Ya ve que las calles están vacías, podría ocurrir cualquier cosa —continuó, mostrándose seria de pronto—. Además, esta zona de la ciudad no es apropiada para los paseos de los extranjeros, o para chicas solas como yo. ¿Me acompañaría al hotel? Casi ha oscurecido, me da un poco de miedo caminar sola.
—Por supuesto. —Albert sonrió de nuevo—. Simplemente estaba paseando y he aparecido aquí; no sé cómo he llegado a este lugar. ¿Qué hay aquí, tras esta valla? —preguntó con aire ingenuo.
—Hay... —Natalia se detuvo, confusa—. Ni yo misma lo sé. —Al instante dio con la respuesta correcta—. Quizá una especie de fábrica, o algo así. En fin, si estuviésemos en el centro histórico podría contarle todo sobre cualquier edificio. Pero no conozco esta zona. Aquí todo se ha construido recientemente. Todavía no forma parte de la historia.
Caminaron lentamente hacia el hotel charlando sobre la historia de la ciudad y los nombres de las calles que iban recorriendo. Albert intentó bromear, haciendo lo posible por ocultar su decepción tras el fracaso de su plan. Se le pasó por la cabeza otro pensamiento. «Natalya, la guía... ¿Apareció allí por casualidad, o se trataba de un movimiento premeditado para evitar que se aproximase más?» Si era así, ¿finalmente lo habían estado siguiendo? Habría sido un seguimiento tan habilidoso, tan discreto... ¿Trabajaría también ella para el KGB? Siempre le había parecido tan natural, tan real. Incluso en esos momentos, mientras caminaban hacia el hotel bajo la fina lluvia primaveral, no había en ella rastro de malicia. Una chica absolutamente sincera... Tal vez...
La mañana siguiente también amaneció lluviosa. Salir de excursión por la ciudad con un paraguas no es muy agradable para un turista, pero tampoco es un grave problema. Albert buscaba alguna excusa para separarse del grupo de forma imprevista y regresar al lugar del día anterior. Pese a la lluvia, la ciudad parecía mucho más ajetreada. Había mucha gente en la calle; todo el mundo se apresuraba hacia sus quehaceres personales. Era mucho más sencillo pasar desapercibido. Albert observó a los viandantes saltando sobre los charcos de la carretera, y se le ocurrió una idea.
Tenía que usar un poco de su talento interpretativo para manchar sus pantalones claros. Mientras fingía admirar un antiguo edificio, Albert caminó hacia atrás, tratando de abarcar la hermosa fachada con su cámara. El pequeño hoyo en el que pisó resultó ser muy útil. Albert se desequilibró y, simulando dolor en el tobillo torcido, se metió en un pequeño charco, que mojó y ensució una de las perneras de su pantalón.
—Albert, ¿se encuentra bien? —preguntó Natalya, preocupada.
—Vaya, sí, estoy bien —replicó él, frotándose la pierna «lastimada»—. Pero tengo los pantalones empapados. ¿Qué voy a hacer ahora?
Natalya se quedó pensativa. Debía encontrar el mejor modo de salir del aprieto, porque no podía dejar a ningún turista sin supervisión.
—¿Le acompaño al hotel? —propuso.
—Bueno, puedo ir solo; el hotel está cerca, recuerdo bien el camino por el que hemos venido con usted. Creo que me uniré al grupo después de la comida; debería quedarme en cama un rato para recuperar la pierna. No se preocupe por mí, continúen con la excursión. De todos modos, no me gustan los museos pequeños.
—¿Tal vez debería verle un médico? —inquirió Natalya.
—No, gracias; seguro que estaré bien después de la comida.
—Bien, de acuerdo entonces —aceptó la guía—. Me pasaré a verle en cuanto regresemos al hotel.
Albert salió cojeando hacia el hotel. Pero sólo hasta que alcanzó la esquina. Después, echó a correr. Como mucho, tendría una hora y media a su disposición. No podría repetir la artimaña sin despertar sospechas, de modo que tenía que actuar de manera rápida y resuelta.
Entró en la habitación y se puso unos pantalones limpios y un abrigo claro. A continuación debía salir del hotel sin ser visto. ¿La lavandería? Perfecto. Por la mañana había visto que tenía una estupenda salida lateral. Llevando los pantalones en las manos, Albert bajó la escalera y entró en una pequeña habitación. Había una puerta grande entornada, de modo que no fue difícil salir a la calle, donde una empleada del servicio que llevaba un delantal azul estaba ocupada hablando con un cliente.
Esa vez tomó otra ruta hacia la unidad. Evitó las calles principales, rodeándolas y atravesando callejuelas secundarias. Un buen agente de inteligencia siempre tiene un «plan B». Pero en esa ocasión, Lenz topó con un obstáculo inesperado.
—Oye, tú, ¿llevas un pitillo? —Un hombre corpulento se interpuso en el camino de Albert con aire resuelto.
—No entender. Turista —respondió Lenz, que había supuesto que no le convenía hacerse pasar por ruso.
—Ah, eres extranjero... Ya, he visto un autobús en la plaza. Estáis muchos por aquí. Es interesante, ¿verdad? Es una pena que no os enseñen nuestros patios traseros. Ahí podríais ver la realidad. Bueno, ¿qué pasa con ese pitillo? ¿Tienes? —El hombre colocó dos dedos sobre los labios, como si sostuviese un cigarrillo.
—Turista. Deporte.
—Vale, venga, muévete —desistió el hombre.
«Mala suerte... Lo último que necesito es que me atraquen a plena luz del día.» El consejo de Natalya de no alejarse del hotel sería seguramente muy útil para un turista normal, concluyó Albert, tratando de imaginar qué diría si tuviese que explicar a sus jefes que no había podido cumplir con su importante misión de Estado porque un tipo fornido le había robado el reloj y la radio en algún callejón.
Esa vez se aproximó al muro de cemento desde otra zona en la que no había viviendas. Un pequeño parque terminaba en la pared que ya le resultaba familiar. Albert caminó en paralelo al muro. Sus dispositivos iban grabando todos los parámetros requeridos, mientras trataba de encontrar la ocasión de mirar dentro. Pero, a juzgar por lo que estaba viendo, esperaban su visita: la verja acababa de ser reparada.
Albert continuó recorriendo la tapia, todavía con la esperanza de ver qué ocurría dentro del área de la unidad militar. Pronto tuvo suerte y dio con una oportunidad: había una pequeña grieta en la pared de cemento. Tras mirar a su alrededor, se acercó y echó una ojeada. Detrás del muro, todo parecía normal; nada sugería que se estuviese preparando una reubicación. Albert se sobresaltó por el murmullo de una cadena de bicicleta. Un ciclista pasó de prisa sin prestar atención al extranjero. Lenz se separó del muro y continuó caminando. La pared este; después, la pared sur. En los alrededores no había gente, y el tabique no tenía defectos.
Así pues, sólo una parte de su misión pudo ser cumplida. Lástima, no fue capaz de confirmar visualmente la información recogida. Bueno; cuando regresara a casa las grabaciones serían descifradas; entonces podrían ver qué era lo que sucedía en realidad dentro de aquella «fábrica» que los rusos vigilaban con tanto celo. Con un poco de suerte, tal vez podría repetir el procedimiento por la noche para obtener una idea más completa de lo que estaba ocurriendo.
Ahora tenía que regresar a su habitación discretamente. Disponía de poco tiempo; si llegaba tarde a la visita de Natalya, tendría que responder preguntas incómodas. Así que Lenz volvió de prisa, tratando de deshacerse de la gruesa capa de suciedad de sus zapatos para evitar sospechas innecesarias al llegar al hotel.
La puerta de la lavandería aún estaba entornada. Albert subió, se calzó unos zapatos limpios, se sentó en un cómodo sillón y comenzó a leer el periódico La Estrella Roja, que había comprado el día anterior. Cuando dio con el titular que había atraído su mirada, se puso a leer. Lo hizo con atención, analizando cada palabra:
La declaración adoptada por los participantes en una reciente conferencia internacional para prohibir las bombas de neutrones dice así: «Los pueblos del mundo ponen el semáforo en rojo a la bomba de neutrones, así como a otras armas de destrucción masiva.» El Consejo Mundial de la Paz, con la participación activa de la Unión Soviética y movimientos pacifistas de Suiza, ha involucrado a representantes de más de cincuenta países y decenas de organizaciones internacionales. La declaración firmada recoge los principales resultados del movimiento mundial contra la bomba de neutrones y el borrador de un programa para desarrollar posteriores actividades en este ámbito.
Como consecuencia de las protestas desatadas, numerosos políticos y miembros de diversos gobiernos han criticado o desaprobado el despliegue de este tipo de armas en sus países. El resultado más llamativo ha sido la necesidad de posponer la resolución final sobre esta cuestión por parte del Consejo de la OTAN.
Por otro lado, la Alianza del Atlántico Norte deja la cuestión abierta por un período indeterminado, mientras que la Asamblea General de la ONU trata de encontrar medidas eficaces para el desarme. Participantes en la conferencia, entre ellos la delegación soviética, realizaron un llamamiento a todas las fuerzas pacifistas del planeta para que redoblen sus esfuerzos en la lucha por la prohibición de estas terribles armas. Se mostraron partidarios de emprender acciones conjuntas frente a una amenaza común, la bomba de neutrones, en nombre de organizaciones y movimientos con diferentes orientaciones políticas.
Albert leyó el artículo hasta el final y se quedó pensativo. No esperaba ese tipo de actitud hacia el proceso de desarme por parte de la Unión Soviética. Lenz estaba totalmente convencido de que era esa nación la que atizaba el fuego de la guerra, pero ahora veía una postura completamente distinta. En el artículo no había ni una sola palabra sobre una agresión. Al contrario, todo indicaba que la Unión Soviética reunía a países pacíficos y organizaciones de todos los continentes, emprendiendo todo tipo de esfuerzos para evitar la producción y despliegue de bombas de neutrones, y que por su parte no estaba llevando a cabo ningún desarrollo en este campo.
Sin duda, el material publicado en la prensa oficial pretendía hacer creer al pueblo las palabras de los políticos. Albert había observado estrategias similares en su país: Estados Unidos debía combatir al chiflado oso ruso, que estaba preparado para saltar el océano y despedazar la democracia. Era una confirmación más que una simple conclusión: la distinción entre la verdad y la mentira no siempre es obvia. Las relaciones internacionales mezclan lo que ocurre en el escenario y entre bastidores; palabras oficiales y acciones subrepticias. Y si no formas parte de esa telaraña, sólo puedes elegir si apoyas a este o a aquel lado, en función de tus propios intereses. De lo contrario, tendrás constantes dudas. En cualquier caso, Albert ya había tomado su decisión cuando empezó a trabajar para la CIA.
Llamaron a la puerta.
—Pase —dijo Albert sin levantarse, ocultando el periódico en medio de una pila de revistas.
Entró Natalya.
—¿Cómo está? —preguntó.
—La pierna se mueve, los pantalones están en la lavandería y yo estoy listo para la comida —respondió con una sonrisa Albert, incorporándose.
—Vamos, entonces —sonrió la chica, y se dirigieron a un pequeño y acogedor restaurante del hotel.
Andrey había sido informado de la segunda salida de Lenz. El americano fue fotografiado varias veces justo al lado de la unidad, y también cuando trataba de observar el interior a través de la grieta, que habían dejado allí convenientemente para él. Aún no había necesidad de molestarlo; mejor hacerle creer que había cumplido su encargo. Y la información recabada podría utilizarse en caso de que surgieran problemas.
En ese preciso instante, Andrey estaba más interesado en otro integrante de ese viaje cultural: Alex Woodstock. Ese día había dejado una señal que recogió a continuación nada más y nada menos que Piotr Polushin. El dispositivo de vigilancia había constatado perfectamente ambos hechos.
Así pues, todo se iba aclarando. En primer lugar, Andrey tenía razón y Polushin resultó ser quien esperaba que fuese; en segundo lugar, los oficiales quedaron libres de toda sospecha. Esto último era incluso más importante para él. Desde su infancia, Andrey, hijo de militar, sentía un profundo respeto por las personas de uniforme y valoraba el honor de un oficial. Por supuesto, dada la naturaleza de su profesión, sabía algo más sobre sus colegas; conocía sus puntos débiles, su cara oculta, sus errores. Pero nunca los acusaría de algo sin estar convencido al ciento por ciento de tener la razón. Le resultaba tremendamente embarazoso siquiera sospechar de un oficial, alguien que, por cierto, había jurado defender su país y a su gente; pero era su trabajo hacerlo. No importaba lo trillado que pudiera sonar. En cuanto a Polushin, debía de haber sido un estúpido, una víctima de las circunstancias; sin duda, no entendía lo seria que era la situación. Pero para él no tenía mayor importancia: aunque uno podía sentir lástima por Piotr, había tratado de cometer un crimen contra el Estado. Y eso no se perdona nunca.
Bastaba esperar a la entrega de la información. Eso era todo; los dos podrían ser detenidos. El grupo de turistas partiría al día siguiente, así que todo tenía que ocurrir o esa noche o la mañana siguiente, antes de la salida.
Resultaba bastante extraño que el segundo integrante del supuesto grupo de inteligencia actuase de forma extremadamente discreta. Simplemente hacía fotos de lugares de interés. Ningún lugar secreto. Un turista respetuoso con la ley pasándoselo bien. Por supuesto, estaba sometido a vigilancia, pero parecía que con él la contrainteligencia había cometido un error.
Albert aguardaba el atardecer. Estaba seguro de que la salida de ese día había sido un gran éxito, y sólo tenía que cumplir la misión una vez más, de noche. Sin duda, sería más difícil escabullirse del hotel; al mismo tiempo, tendría la oportunidad de salir sin ser visto. Albert estaba convencido de que nadie lo había visto por la mañana y de que no había ninguna razón en absoluto para preocuparse. Estaba de excelente humor, bromeando con los otros turistas constantemente. Sus compañeros de viaje notaron que había cambiado; estaba irreconocible. Lenz respondía a tales comentarios con chanzas, afirmando que tras su «grave» lesión en la pierna tenía ganas de vivir la vida a tope.
Por la noche, después de la cena, Albert jugó un par de partidas de billar, dio las buenas noches y se encerró en su cuarto. Recogió el equipo y se sentó en un sofá, con las manos sobre las rodillas, hasta que el reloj marcó la una. Después, bajó con paso lento pero confiado. Todos los huéspedes estaban en sus habitaciones. Sólo quedaba la recepcionista; ningún otro empleado.
Su problema era atravesar el vestíbulo sin que lo viesen. En ese mismo instante, sonó el teléfono en recepción. La responsable, una chica joven, parecía asustada escuchando una voz enfadada al teléfono. Después se levantó y fue a la oficina trasera. «¡Qué suerte!», pensó Lenz con una sonrisa. Cruzó el vestíbulo rápidamente y salió a la calle.
Era mucho más difícil encontrar el camino en una ciudad desconocida y mal iluminada, pero Lenz caminaba con decisión; en ocasiones miraba a su alrededor, esperando toparse con algún transeúnte «casual» vigilándolo de cerca. No, no se veía a nadie. «Parece que en el KGB sólo trabajan hombres invisibles», pensó.
Lenz ya estaba llegando cuando se percató de una figura oscura detrás de él. ¿Qué significaba aquello? ¿Lo habían visto salir del hotel y lo habían seguido? Cambió de dirección repentinamente; volvió hacia los patios de los edificios de cinco plantas; pero la persona que lo seguía torció por un callejón paralelo próximo, sin perderlo de vista. Albert dobló una esquina, después otra; atravesó un seto y se encontró en una pequeña calle. Detrás se oían pasos. Caminó más de prisa, volvió a cruzar el seto y se metió en otro patio. Unos metros más y llegaría al quiosco en el que había comprado el periódico el día anterior. Lenz se acercó al portal y tiró de la puerta que había en la verja con enrejado metálico... ¡Estaba cerrada! ¿Debía entrar por el portalón principal del bloque de viviendas? Pero ¿qué haría después? ¿Saltar desde el tejado? Los pasos se escuchaban cada vez con más fuerza. Albert volvió al patio, donde vio una pila de cajas de madera junto a un muro no demasiado alto. En cuanto se subió a ella, la débil estructura comenzó a tambalearse, y Lenz apenas consiguió aferrarse a lo alto de la pared. Superó la tapia mientras escuchaba los gritos de vecinos a los que había despertado el ruido de las cajas al caer. Al fin estaba al otro lado de la pared. Ya no lo seguían.
¿Sería inteligente regresar? Con todo el ruido, seguro que estarían esperándolo cerca de la tapia que rodeaba la unidad militar. Pero nunca se sabe. Albert calculó que dispondría de diez minutos mientras la persona que lo había seguido corría hasta un teléfono y la gente se despertaba. Decidió llegar hasta el final. Ya había echado a andar cuando un UAZ[3] pasó a su lado a toda prisa, con otro coche siguiéndole. «¿Se las habrán arreglado para ir a por miembros del personal?», se preguntó. Si era así, aunque la unidad no hubiese sido alertada, en cuestión de minutos se habría establecido un perímetro adicional de protección. «¿Qué sentido tiene ir allí ahora? Podría perder todo mi trabajo de campo.» Decepcionado, Lenz dio media vuelta y callejeó de vuelta al hotel.
Tratando de no despertar a la recepcionista, que dormía profundamente en el mostrador, Albert se dirigió en silencio a su habitación. «No he logrado cumplir la misión completamente; no van a estar contentos en la oficina —pensaba, tumbado en la cama—. Pero la información que recogí durante el día debería ser suficiente. Lástima que no haya nada con que compararla. Y eso fue lo que el director solicitó específicamente... Mierda, es el segundo par de pantalones que mancho hoy.»
«¿Así que decidió llegar hasta el final?», reflexionó Andrey. No había podido dormir en toda la noche. Esos hechos realmente le parecían un control muy informal de la implementación de acuerdos sobre misiles. «Vaya, este Lenz es un tipo valiente. Gracias a Dios que su coraje tiene un límite. Si se hubiera atrevido a entrar en el área de la unidad, habríamos tenido que arrestarlo. Habría sido imposible evitar un escándalo internacional. Woodstock se habría alarmado. Y tendríamos que haber cancelado la detención de Polushin. Albert, debemos estarle agradecidos por haberse detenido.»
Andrey concluyó que no había por qué tener prisa. Además, había recibido instrucciones del alto mando de no interferir en las actividades de Lenz y Woodstock a menos que la situación fuese extrema y, más aún, para evitar cualquier provocación. Seguramente había en juego una gran partida, y el descubrimiento de agentes de inteligencia americanos podía poner en peligro su éxito. O, tal vez, el grupo contaba con una tapadera de alto nivel y alguien le proporcionaba la oportunidad de cumplir con cualquier misión.
Andrey suponía que, con toda seguridad, Lenz no había podido cumplir íntegramente su misión, pero apenas había posibilidad de que fuese a intentarlo otra vez. Así que ya era hora de centrarse en Woodstock. No podían permitir que se hiciese con la información recabada por Polushin. Pero sería una torpeza detener al cocinero antes de que depositase la información en el punto de transferencia. Así que debían esperar a la tarde y preparar documentos falsos. El grupo de turistas tenía previsto partir en el tren de las cinco. A esa misma hora, Polushin había planeado acudir con su novia a un pequeño restaurante próximo a la estación de tren. Por tanto, seguramente iba a pasar la información en algún punto cercano a la estación.
Una estación de tren... El típico lugar para llevar a cabo una operación de ese tipo con riesgo mínimo. El alboroto general y el gentío permiten arreglar cualquier asunto en secreto y pasar desapercibido. Prácticamente todas las dependencias interiores de la estación, la plaza de enfrente y las tiendas y cafés fueron puestos bajo vigilancia.
La espera era larga y pesada; horas, minutos... Sentado en su estudio, Andrey observaba en esos momentos el reloj y a continuación el teléfono. En ese punto llegaba el clímax, como en el cine. Lo principal es no cometer errores, no descuidar ni el más mínimo detalle. Si la vigilancia se hacía demasiado evidente, sin duda Woodstock la notaría y abandonaría el intento.
Sonó el teléfono. Nikolayev cogió el receptor.
—Andrey Ivanovich. Todo ha ido según lo previsto. Hoy, durante la excursión, Woodstock pidió a la guía que le indicase dónde había un lavabo —dijo la voz al otro lado—. Por supuesto, el único lavabo cercano era el de la estación de tren. Woodstock pasó unos tres minutos en un cubículo y después volvió con el grupo. En el cubículo en el que había estado, bajo la tapa de la cisterna del váter, encontramos una pequeña cápsula hermética blanca, un poco más grande que la caja de un carrete fotográfico Swema. La examinamos, buscamos en su interior y la colocamos de nuevo en su sitio. La cápsula está vacía. Creo que pondrán algún mensaje en su interior y Woodstock la recogerá más tarde.
—Opino lo mismo. Esperamos a Polushin, pues —contestó Andrey—. Ahora, lo principal es no asustar al americano. Tal como están las cosas, estamos seguros de que es él, así que lo más importante es que arrestemos a Polushin y nos aseguremos de que la salida del grupo discurra con toda normalidad.
Lentamente, las manillas del reloj señalaron las cuatro. Sólo quedaba una hora para la partida del grupo. Andrey fue informado de que Polushin estaba sentado en un pequeño restaurante de la plaza, frente a la estación de tren. A juzgar por su comportamiento, estaba de buen humor. No parecía sospechar nada.
Andrey miraba a la gente en la plaza a través del parabrisas de su coche, aparcado en las proximidades, mientras escuchaba las conversaciones del dispositivo de vigilancia. Polushin salió del restaurante y caminó aceleradamente hacia la estación de tren, atravesando la plaza en diagonal. Andrey observó que tenía prisa y miraba el reloj todo el tiempo, como si cada segundo fuese vital. En aquel instante, el autobús de los turistas entró en la plaza; el tren llegaría en cualquier momento. El grupo al completo atravesó la plaza despacio. Andrey trató de localizar a Lenz o Woodstock entre la multitud, pero no pudo ver a ninguno de los dos.
—Polushin ha entrado en el lavabo —anunció una voz en el walkie-talkie—. Vamos a detenerlo.
En ese momento, la pequeña y oronda silueta de Woodstock surgió de entre el grupo. Se apresuró hacia la entrada de la estación. Seguramente, según los cálculos del espía, Woodstock entraría en el lavabo unos pocos segundos después de que Polushin hubiese estado allí.
Andrey se dio cuenta de que el grupo operativo no tendría tiempo de detener a Polushin, reemplazar el contenido de la cápsula y salir sin ser vistos. «¡No lo conseguirán! ¡Echaremos todo a perder!» Nikolayev saltó del coche y corrió hacia Woodstock. Cuando llegó hasta el americano, Andrey se apresuró a saludarlo, gritando:
—¡Kolya! ¡Kolya! ¡Hace siglos que no nos vemos!
Pillado por sorpresa, Woodstock dio un respingo y gruñó:
—No soy Kolya. —Mezclaba palabras en inglés y ruso—. Soy un ciudadano extranjero.
Sus mejillas redondeadas enrojecieron en seguida. Sus ojos, pequeños y profundos, miraban con pánico a aquel extraño de dos metros, cuyo abrazo era ahora algo menos decidido.
—¡Venga, hombre, Kolya! Es verdad que nos peleamos. Pero ¡hace muchos años de aquello! ¿Qué vamos a hacer, fingir que no nos conocemos?
—¡NO SOY KOLYA! Soy americano. ¿Está usted loco?
—Oh, lo siento mucho. —Simulando confusión, Andrey dejó marchar al extranjero antes de añadir—: Se parece usted mucho a mi amigo Nikolay.
Woodstock, que no entendía qué estaba ocurriendo, se sorbió la nariz, miró a su alrededor con nerviosismo y se apresuró. No tenía tiempo para pararse a mirar bien a Andrey. Subió la escalera hacia la entrada y entonces se detuvo para observar a aquel tipo extraño. Pero no estaba por ningún lado. No había rastro de él. Woodstock se entretuvo un instante más y entró en el edificio. Tenía una sensación incómoda, desagradable.
En ese momento, en el lavabo, la puerta del cubículo de Polushin se abrió de repente y una mano fuerte agarró al cocinero por el hombro. La tapa de la cisterna todavía estaba abierta, pero la cápsula ya estaba en el agua.
—Comité para la seguridad del Estado. Queda usted detenido bajo sospecha de espionaje —musitó en su oído un hombre alto con traje.
Los ojos de Polushin expresaban una evidente confusión. Tuvo la tentación de gritar que aquello era un error, que lo habían tomado por otra persona, pero era consciente de que sonaría estúpido. Lo habían pillado in fraganti y ya no tenía sentido negar su implicación.
Salió escoltado del lavabo y lo llevaron al cuarto de servicio de la estación. Mientras, un agente cogió la cápsula, cambió su contenido por información falsa y volvió a colocarla. El minuto que Andrey había ganado fue suficiente: cuando Woodstock entró en el cubículo, no había pruebas de lo ocurrido, y sin asomo de duda se llevó la cápsula que le habían dejado.
Polushin no negó las acusaciones de las que fue objeto. Admitió que había sido captado y reveló el encargo que le habían asignado. Según dijo, le habían prometido asilo político a cambio de la información que iba a pasar, pero parecía bastante claro que no tenían la intención de mantener la promesa. Polushin era un pobre diablo. ¿Cómo un cocinero iba a ser interesante para la inteligencia extranjera? Debían de haberlo utilizado a falta de mejores fuentes de información. Pero difícilmente lo ayudarían a abandonar el país. Lo más probable era que no hubieran podido reclutar a un oficial, de modo que tuvieron que recurrir a un civil.
Mientras, el tren de los turistas extranjeros ya salía de la estación. Los días de intenso trabajo habían terminado; Andrey debía cumplir una serie de acciones rutinarias y después irse a un nuevo lugar, acompañando la unidad estratégica. El hecho de que aquel cargamento fuese reubicado no era un secreto para nadie, pero su nueva localización sí era una incógnita.
Andrey caminó despacio de vuelta al estudio, angustiado por sombríos pensamientos. Aquella terrible arma mortal seguía allí, tras el muro de cemento con tres líneas de alambre de espino, protegida por tiradores con ametralladoras; camuflada y lista para su transporte. No había sido utilizada, no se habían producido explosiones, pero ya había causado sufrimiento a mucha gente. Polushin y Woodstock no eran más que dos víctimas de la guerra fría. ¡Cuántas vidas y destinos habían quedado destruidos durante años de invisibles batallas por los secretos! Si un agente de inteligencia comete un error garrafal, ya no puede volver a su oficio. En cuanto a los que eran captados y revelaban los secretos de su país al enemigo, no importa por qué recompensas, perdían la libertad. Las redes de inteligencia, construidas durante años involucrando a miles de personas, se desmoronaban. Y prácticamente todos los agentes tenían una familia detrás. ¿Qué era aquello, más que una auténtica guerra mundial, por más que los ejércitos no tomaran ciudades y los aviones no lanzaran bombas sobre la población civil?
Andrey acababa de conocer estadísticas terribles que le hacían ver el mundo bajo una nueva luz. Durante sus últimos 5.500 años de existencia, las civilizaciones habían librado más de quince mil guerras, en las que habían muerto 3,5 millones de personas. Sólo noventa y dos años habían estado libres del derramamiento de sangre, pero incluso ese tiempo se debió de dedicar a preparar batallas o esperarlas. Las armas bacteriológicas y químicas no eran nuevas. Ahora se usarían bombas de neutrones en lugar de bombas atómicas. El arma atómica era eficaz, buena para intimidar, pero sólo dejaba tierra arrasada. En cuanto al arma de neutrones, podía ser utilizada para aniquilar sólo a personas y animales, dejando intactos plantas, equipos, carreteras, edificios. El sueño de cualquier agresor. Durante la guerra fría, la gente moría sin disparos. ¿Era la naturaleza humana? ¿Era la agresión una fuerza motriz? Y si era así, ¿dónde buscar una oportunidad para salvarse?