Tres días después de aquella promesa en el desván, Rogelio escucha el murmullo de una conversación en el cementerio, justo al lado de la tumba materna, el lugar donde, sin acuerdos ni citas, lo espera Rubén todas las tardes, llueva o granice, acuda o no, para recibir en sus manos el trozo de pan que borra, un poco, las sombras donde habita desde aquel remoto día en el Barranco del Lobo. Un día que siempre es presente. El único presente real.

Antes de haberse transformado en un espadachín, antes de haber recibido el beso de Lisseta; antes… cuando aún era un niño, Rogelio habría huido. Ahora vive alerta, vigilando cualquier peligro capaz de arrastrar a su dama de vuelta a la cárcel del Beaterío; por eso, jugando al escondite entre los cipreses y los matojos, se acerca hasta el ronroneo de palabras: Rubén y don Tirso, sentados sobre el mármol blanco de la tumba de Cristina, charlan con la tranquilidad de viejos amigos.

—¿Traes la merienda, Rogelio? —pregunta el médico, sin volverse, alertado por el ruido ya imprudente de sus pasos. Sin que se hayan producido cambios aparentes en la vida del pueblo, todos se comportan como si hubiera pasado un huracán por sus vidas.

—Sólo para Rubén.

—Bien.

Y en ese asentimiento de médico, Rogelio cree escuchar permiso para otros asuntos, esos que tal vez no se mencionen. La mirada del loco se vuelve, golosa, hacia el muchacho y extiende sus manos, cuencos primitivos. Después parece olvidarlos mientras su boca sin encías convierte en dulce la miga blanca del pan.

—Deberías traerle leche, una dieta a base de pan no es suficiente. —El médico sonríe ante la felicidad de Rubén, que gravita entre la masa dulce del pan como un ángel sobre las nubes—. Aunque, bien mirado, ningún otro alimento resulta más humano, sobre todo en estos tiempos.

—¿Cómo sabía que…?

—Lisseta.

Todas las alertas se despiertan en Rogelio, se endurece su espalda y, casi sin darse cuenta, lleva sus manos al lugar donde Lagardere hubiera buscado su espada.

—Tranquilo, estoy en el secreto. No tenemos mucho tiempo, rapaz, y aún quedan muchos detalles por terminar…

—¿Por qué no hay tiempo?

—La mejor oportunidad para salvarlas es el barco que partirá pronto desde La Coruña. —¡Los números del almanaque cobran sentido! Como Lagardere, sabe que la suerte ha jugado su partida—. Para empezar necesitamos que te pongas enfermo.

—¿Enfermo?

—Bueno, basta con que lo parezca. Lisseta te dirá cómo.

Recuerda entonces el chico aquella receta de la interna en el Beaterío para fugarse fingiéndose enferma, guijarros bajo los sobacos y una buena ración de ceniza, pero ¿para quién fingirá la enfermedad?

—Pasado mañana, como muy tarde, tendrás que amanecer con fiebre y cuando Cándida suba a levantarte le dirás que te duele todo el cuerpo. Será suficiente porque la fiebre alarmará lo suyo.

—¿Y qué harán?

—Me llamarán a mí.

—¿Y si buscan a otro médico?

—Soy el único del pueblo. Además, Josefina —evita el tratamiento del parentesco— pedirá que me llamen…

—Pero la abuela…

—Ella aún conserva algún privilegio con respecto a ti. —Levanta la mano para evitar la pregunta que baila en los labios de Rogelio—. Ahora no importan las razones. Me llamarán y yo hablaré con tu abuelo.

—Mi abuelo no habla con nadie.

—Hablará.

Jamás imaginó el chico tanto poder como el que ahora parece mostrar aquel hombre de chaqueta deshilachada y camisa a punto del desgarro.

—Ha llegado el tiempo de despertar.

También don Tirso actúa como si le hubiera nacido un espadachín dentro del cuerpo enflaquecido.

—¿Lo harás?

—¿Qué van a hacer?

—Sí, tienes derecho a saberlo, porque has ayudado a Lisseta y por otras razones que no me corresponde a mí contarte, aunque pronto las conocerás. Josefina debe huir a un lugar donde la vida no sea un encierro y encuentre el modo de volver a ser la mujer que fue. —Guarda un momento de silencio, recordando tal vez la bella muchacha llena de rebeldía de quien se enamoró años atrás sin esperanzas—. Y, de paso, que Lisseta tenga también su oportunidad. Y tal posibilidad no está en nuestras tierras, han de tomar ese barco.

—Para bailar.

Rogelio no puede imaginarse a Lisseta sin vincularla a los pasos de baile, a la necesidad que ella siente por bailar, tan imprescindible como el aire para respirar.

—Alguien ha de ver cumplidos sus sueños alguna vez. Ya son muchos los deseos asesinados en nuestra tierra…

—Muertos, todos muertos —murmura el loco recién despertado de su sueño dulce que le regala el pan.

—Aún no, Rubén, aún no. Al menos lo intentaremos.

Don Tirso recuerda, como si estuviera viéndola ahora, una pintada en tinta roja leída en un muro del Madrid sitiado del treinta y ocho, muy cerca del hospital donde él intentaba detener la muerte que rondaba rabiosa por la ciudad.

«Si luchamos, podemos perder. Si no luchamos, estamos perdidos».

—Lucharemos —murmura sólo para su recuerdo.

—No disparé ni un solo tiro —contesta Rubén desde la bruma de su propia pesadilla.

—Todos hemos vivido un Barranco del Lobo, amigo mío. Tengo que irme.

Don Tirso se levanta, posa su mano derecha sobre el hombro del loco, lo aprieta brevemente, después vuelve la vista sobre Rogelio.

—Esos ojos, muchacho, esos ojos… —Luego el hombre que acaba de renacer de sus propias cenizas movido por la esperanza, recuerda algo y se vuelve a Rogelio—. Un día, cuando pase esta tormenta, cuando tengamos que acostumbrarnos a estar sin ellas…

—Sin ellas —repite el chico como si pudiera acostumbrarse a una ausencia que ya duele.

—La vida es una larga sucesión de despedidas —mueve la cabeza el médico para esquivar los nubarrones—. Bueno, pues entonces buscaremos una buena tarde de domingo y te enseñaré el lugar donde debió de estar el Paraíso…

—¿Cuál?

—Tienes razón, eres tan listo como ella —no especifica a qué ella se refiere—. Cualquier paraíso soñado o prohibido… Déjalo, si me da por filosofar estamos perdidos —ríe y es la primera vez que Rogelio lo ve reír—. Te llevaré a conocer la Carballeira de Quiroga, donde conviven castaños y robles en un bosque único. Son como una parábola de convivencia, como si rojos y azules vivieran en la misma casa.

—¿Sin guerra?

—Algún día habremos de perdonarnos. Todos. Perdonarnos y compartir tierra y dolores.

Rogelio recuerda la mirada baja de Lola, la lavandera, el rencor en la madre de Andrés. Se pregunta si se puede perdonar así, sin más, como árboles de un mismo bosque.

—Incluso amores —sonríe triste don Tirso.

—Amores —repite Rogelio, sintiendo burbujas de beso en los labios.

—Esos ojos, muchacho, esos ojos… —repite a modo de despedida don Tirso.

El chico no se atreve a preguntar qué esconden sus ojos y que él no logra ver cuando escudriña en los espejos. Lo ve alejarse con el paso decidido de quien conoce con exactitud su misión y avanza decidido a cumplirla. El médico ha rejuvenecido, ha recuperado una seguridad desconocida. Se ha transformado. También Rogelio.

—No estamos muertos, Rubén —afirma sentándose a su lado y dejando que pasen los minutos, retrasando la vuelta al pazo, a la mirada inquisitiva de Cándida, a la mirada gris y fría de Palmira, a las horas que aún habrá de aguardar antes de subir al desván. Se han transformado, el loco y el muchacho, en dos figuras de piedra por entre las esculturas quietas del cementerio.

—¡Eh, chis, eh!

Rogelio despierta de golpe. Sin atreverse a ponerse a la vista del loco, Andrés lo busca y le hace señas con la mano cuando se da la vuelta.

—Tengo algo que enseñarte. Ven.

—Me voy, Rubén. Mañana te traeré un poco de leche.

No encuentra respuesta. Como tantas veces, el hombre que murió en África se esconde en un refugio de afasia donde nadie, salvo sus fantasmas, se cobija.

—Creí que te daba miedo el cementerio.

—Y me lo da. —Andrés se sorbe un resto de sus permanentes mocos—. La compañía de los muertos es sólo para los muertos y puede andar alguno deseando llevarse con él nuevos vecinos.

—No seas tonto, hombre, los muertos son inofensivos.

—Ya, porque tú lo digas.

Andrés piensa que los ricos son bastante tontos y creen que todo, incluidas las maldiciones y los prodigios, puede comprarse con su dinero. Ha escuchado demasiadas historias de la Santa Compaña, de muertos que no quieren morir y andan buscando vivos incautos, como para fiarse de Rogelio.

—¿Qué quieres?

—Enseñarte algo. —Y le brillan los ojos—. Algo que no has visto en toda tu vida de rico.

Tal vez Rogelio no sepa nunca que aquél es un regalo tan preciado para Andrés como la peonza de madera.

—¿Qué?

—Espera y verás.

Andrés conoce el bosque de memoria, lo ha convertido en su hogar, un lugar donde no existe una madre cansada, con las manos agrietadas y el corazón paralizado por el miedo, donde no hay que vigilar cerdos capaces de comerse las paredes de la pocilga. Un lugar donde puede reinar. Sus pies han conseguido volverse duros como suelas de las mejores botas, ni siente los arañazos, ni el frío, ni las piedras. A Rogelio, pese a sus buenas botas, le cuesta seguirlo, especialmente esa tarde que parecen ir subiendo por entre un muro de sombras, tan altos y frondosos son los árboles. Cuando por fin llegan a la cima, Andrés elige una pequeña atalaya donde rocas que les triplican la estatura han compuesto algo parecido a una cueva.

—La guarida de los gigantes —señala ufano el niño descalzo—. Dicen que al principio de los tiempos estas tierras estaban habitadas por guerreros gigantes invencibles.

—¿Y qué pasó?

—Murieron. —Y se encoge de hombros siguiendo la lógica de lo inevitable.

—¿No eran invencibles?

—Psss, pues sí, pero sólo si luchaban abiertamente.

—Entonces.

—Bueno, quienes los vencieron eran débiles de cuerpo, pero taimados como raposos, así que terminaron con ellos a base de trampas y mentiras.

Rogelio piensa que Lagardere, el mejor espadachín de París, también sabe defenderse de las mentiras y las trampas, tal vez los gigantes carecieran de cerebro.

—Y ahora no hagas mucho ruido —ordena Andrés mientras achica los ojos buscando algo en el monte que se observa justo enfrente, un poco más bajo, casi despoblado de árboles donde un manto verde oscuro cambia de color movido por la brisa.

—¡Allí, mira!

La uña negra del dedo índice señala un lugar donde Rogelio no logra distinguir nada.

—¿Dónde?

—¿Ves aquel tronco caído?

A la izquierda del prado, inclinado como si fuera a deslizarse ladera abajo, un inmenso tronco ennegrecido se muestra en todo su desastre. Entonces una figura anaranjada emerge desde su interior y cuatro figuras más pequeñas la siguen. Por entre las nubes se abre paso la luz del sol a punto de extinguirse y el cuadro de cinco figuras brilla como espasmo de fuego correteando por el verde oscuro.

—Es una raposa, y tiene cuatro crías.

Andrés se siente importante mostrando el tesoro de aquel cuadro familiar como un navegante mostraría, orgulloso, las playas de un nuevo continente recién descubierto. Permanecen quietos mientras la joven zorra se sienta sobre sus patas traseras observando los alrededores y los cuatro cachorros eligen sitio para alimentarse.

—Que no te vea mirarla —ordena Andrés.

—¿Por qué?

—Porque si te siente los ojos huirá.

Rogelio piensa en su madre, en la imagen amarillenta de aquel retrato que pocas veces se atreve a encarar con calma por temor a sentirse aún más culpable de su muerte. Envidia a los cuatro zorros disputando el alimento y se le nubla la mirada con lágrimas detenidas y dolorosas.

—Son mi tesoro. No te creas que es fácil descubrir una madriguera de raposos, ahora tengo que pensar en el lugar donde colocaré una trampa y esperar… Se paga bien la piel de raposo, y además evitaré que bajen a la aldea durante el invierno y roben huevos y gallinas…

—¿Cuánto?

—¿Cuánto, qué?

—¿Cuánto te pagan por la piel?

—Pss, no sé…

—Te la compro.

Andrés mira sorprendido al chico rico del pazo. Le nace, de nuevo, un nudo de rabia y envidia en el estómago capaz de despertar sus viejos y casi olvidados rencores.

—¿Para qué la quieres?

—Te pago para que no pongas la trampa.

Si pudiera poner palabras a la rabia, Andrés escupiría su impotencia al niño rico gritándole que no todo se puede comprar, sobre todo los buenos sentimientos, esos vedados a los pobres porque han de pensar en sobrevivir como sea.

—¡No! ¡No me da la gana!

La negativa es tajante, fiera y directa como un tajo de matarife. Ignora si logrará cazar a la raposa y sus crías, pero no está dispuesto a consentirle otro capricho a Rogelio. Él come todos los días, va bien abrigado, duerme en una cama de lana que no cruje como la suya fabricada con hojas secas de maíz, no vive pendiente del hambre del cerdo ni tiene una madre enferma de pobreza. Además, se ha adueñado de Lisseta.

—No —repite para convencerse porque teme verse privado de las meriendas.

—Te regalo mis botas.

Andrés las mira: relucientes, fuertes, capaces de resistir las embestidas de varios inviernos. Está casi a punto de ceder, pero, como un jugador suicida, decide que esta vez no será suficiente, Rogelio habrá de pagar con sangre la vida de la raposa y sus crías.

—Vale, si me las das ahora y vuelves descalzo.

Rogelio desata los cordones de sus botas, se las quita sintiendo que, de algún modo, salvando la vida de aquella madre, la deuda por la muerte de Cristina, en parte, queda saldada.

Sólo los niños cuentan con el valor necesario para saldar deudas, aún no han perdido enteramente el polvo de estrellas desde donde llegaron.

El camino de regreso se transforma en una dura prueba. Mientras Andrés piensa en que habrá de envolver con trapos sus pies para cubrir las tallas que le sobran y en los posibles golpes que lloverán de su madre temiendo las represalias del pazo, Rogelio siente cada piedra del camino, cada espina clavada en las plantas de sus pies como la prueba capaz de abrirle las puertas para ser un espadachín por derecho de sufrimiento probado. Para no llorar, imagina los pies de Lisseta volando sobre el suelo del desván, y su sonrisa y sus ojos verdes moteados de oro y las flores del pañuelo que cubre sus hombros.

—¿Ya no me darás merienda? —pregunta Andrés en el cruce de caminos donde han de separarse.

—Sí. —Y Rogelio lo mira desde los ojos enfebrecidos por el dolor de las heridas y la superioridad que le concede sentirse un espadachín obligado a cumplir siempre su palabra.

—¿Vendrán a quitármelas?

En la memoria de Andrés, en la de su madre, de todos sus antepasados, ha quedado grabada la huella del arrebato siempre atenazando sus gargantas, su ganado, sus siembras, sus deseos de cambio. «Si un pobre levanta la cabeza, los ricos vendrán a cortarla», sentencia su madre en el recuerdo del niño.

—Les dirás que me las diste por la piel de una raposa, ¿verdad?

Y Rogelio asiente con la cabeza porque no logra que las palabras salgan de su garganta. Piensa que ya no será necesario fingirse enfermo, que la fiebre le va subiendo desde los pies como si las heridas buscaran su corazón y su cabeza siguiendo el curso de sus venas abiertas.

—¡Virgen santísima!

Cándida se lleva las manos a la cabeza y repite jaculatorias para contrarrestar el asombro ante los pies de Rogelio.

—¿Y qué dirá tu abuela? Tú lo que quieres es matarme a disgustos, que andas como un salvaje por esos montes en compañía de no se sabe quién, aprendiendo maldades… ¡Ay, Señor! Si es que no se puede criar a un hombre a las faldas de una vieja y una criada, que necesitas un padre para ponerte firme y enseñarte…

Cándida frena las quejas, Rogelio se ha desvanecido. Su cabeza ha golpeado la mesa de la cocina, vencida como un pájaro muerto en invierno. Sus gritos han llamado a la guardiana del pazo que aparece ahora en la cocina, apoyada en el bastón, conteniendo su ira en el frío metálico de sus ojos y todas las carnes de la criada se ponen a temblar.

—¿Qué demonios haces ahí parada como un pasmarote? Prepara agua caliente con hojas de caléndula.

Durante las horas siguientes, la cocina se transforma en una cueva de sanación: le desinfectan los pies con agua templada y pétalos de caléndula que la criada y Leal recogen en las lindes del huerto, después Cándida improvisa vendas con restos de una sábana que va desgarrando con sus manos en largas tiras y, tras untarle las heridas con grasa de cerdo, las envuelve entre blancas tiras de algodón. Por último, comprueba el calor de su frente.

—Esperemos que no se infecten. —Y en sus ojos el chico cree ver un gesto de madre comprobando el sueño del hijo.

—¡Mala hierba…! —murmura la abuela alejándose.

—¡Bruja!

No ha podido evitar el insulto Cándida, que recoge el cuerpo de Rogelio contra su fuerte pecho y lo sube en brazos hasta la cama.