—Padre, dile que volveré y entrégale esta carta.

Josefina sabe que no volverán a verse, que no vivirá su padre el tiempo suficiente para que ambos se encuentren en esta tierra. Se han perdonado las viejas debilidades. El anciano podrá morir sin que los remordimientos le atenacen el último aliento, porque un gesto puede redimir casi todas las culpas.

—¿Conseguirás los pasajes?

—Dentro de una semana zarpará el Rosiña con dos pasajeras más. —El capitán mutilado, aun manteniendo la vieja tristura de viudo, ha recuperado la fuerza de otros días, cuando tenía fe en sus propias acciones—. Mientras, yo me encargaré de su seguridad.

—¿No me detendrán? —pregunta Lisseta.

—Estamos en buenas manos. —Josefina mira a Teodoro—. No te culpo de nada, tú también has perdido demasiado. Él —y los dos saben que hablan de Rogelio— siempre te ha querido y ahora va a necesitarte mucho más, ¿le hablarás?

—¿Qué le diré, que yo también participé en la mentira?

—Le dirás la verdad por una vez, que lo hiciste para salvarlo de algo peor. Terminará por entenderlo.

—Cristina lo salvó —murmura el capitán.

—Tal vez nos salvó a todos. —Josefina acaricia el rostro del mutilado—. La cercanía de la muerte le hizo ver más allá de nuestras propias miserias. Nos regaló a Rogelio, no lo olvides nunca.

Un nudo en la garganta del hombre frena las palabras que aguardan años. El viejo Luis recupera la cordura de la urgencia.

—Hija, recuerda, cuando desembarquéis en Argentina, ve a la dirección del sobre, mi viejo compañero os ayudará. Sé que lo hará.

—Y algún día, Rogelio tomará otro barco y vendrá con nosotras, ¿verdad? —pregunta Lisseta mirando al capitán como si en él estuviera la clave.

—Te lo prometo —asegura él—. Y ahora será mejor que nos vayamos.

—Cuídate, Tirso —se despide Josefina.

Evitan todos alargar los adioses fingiendo que aquello es sólo un viaje breve del que regresarán en unas semanas.

Cuando el coche gira en el patio cargado con dos fugitivas protegidas por un glorioso capitán mutilado del ejército vencedor, los muros del pazo crujen levemente. Nada volverá a ser como antes.

Dos días más tarde, sin que el médico y el abuelo hayan abandonado los turnos a la cabecera de Rogelio mientras Cándida preparaba sopas y emplastos sin escuchar ya a sus espaldas el bastón de Palmira, Rogelio abre los ojos sin fiebre, pálido, escuálido, pero recuperado.

—¿Qué pasó? —pregunta mirando al abuelo mientras intenta encajar las imágenes confusas agolpadas en un rompecabezas y sin distinguir cuáles pertenecen al sueño, cuáles al deseo, cuáles a la realidad.

—¿Han estado aquí?

—Josefina —el abuelo ha omitido el tratamiento de tía— y Lisseta te han velado durante la fiebre. Y don Tirso y Cándida… También tu padre. —Y pronuncia el nombre con orgullo.

—¿Dónde están?

—Esperando el barco que las lleve hasta la libertad. No temas, Teodoro las protege.

—¿Adónde? —Y la voz tiembla como un gorrión en mitad de la tormenta.

—Vivirán en Argentina. —Antes de que las palabras lleguen a cruzar el corazón del nieto, añade—: Donde tú irás pronto a reunirte con ellas.

África late en el corazón triste y aliviado de Rogelio.

—¿Y la abuela?

—Ya no podrá impedirlo.

—¿Y mi padre?

—Hablará contigo, tal vez sea él quien te compre el pasaje.

Rogelio no termina de comprender cómo es posible tanta transformación. Siente que los avatares del caballero Lagardere se han repetido ante sus narices y él ha permanecido dormido, viajando en el sueño de la fiebre, sin poder presenciarlos.

—Pero ¿cuánto tiempo llevo…? —No encuentra el nombre apropiado.

—Desmadejado por la fiebre, que no has perdido los pies de puro milagro, ¡diablo de hombre! —No lo ha llamado chico, ni niño—. Dos días.

—¿Sólo?

—Una riada dura unas horas y puede borrar todo un pueblo y hasta cambiar el perfil de los montes. Una tormenta apenas minutos y tragarse a cuanto barco surque las olas… La vida es así: como una semilla que se esconde durante meses, alguna durante años, para despertar en un segundo.

Rogelio mira, cree que por primera vez, los ojos del abuelo se parecen a los de la tía Josefina, pero andan velados por culpa de tanto silencio cómplice, porque hace años que debió abrir la jaula de «su gorrión», como la llamaba de niña, cuando Josefina inventaba historias sobre el futuro y él temía que se cumpliera en ella la profecía de que quien mucho sueña mucho pierde. Pardos, son pardos, casi miel, como los suyos.

Aún les quedarán días de preguntas y repasos, aunque el abuelo sabe que habrá de silenciar alguna respuesta hasta que pueda entregarle la carta que su hija le encomendó. La parte más dura de la historia le corresponde a Josefina.

Una semana más tarde, mientras un barco con nombre de mujer surca los caminos del Atlántico, el abuelo, con las manos entorpecidas y tratando de superar los temblores, entrega la carta a Rogelio.

—Ella me pidió que te la entregara cuando te recuperases.

El hombre regresa a su cuarto y Rogelio, sin saber bien el porqué de su elección, decide leerla en el cuarto de la tía Josefina.

—Ni se te ocurra entrar ahí.

La voz de Palmira recupera el acero perdido durante días y el bastón trata de frenar los pasos de Rogelio. Ninguno de los dos, mirándose desde el azul frío hasta el dorado, esperaba la presencia del hombre que aferró la mano de Palmira, tiró su bastón, enfrentó el hielo de su mirada y, sin alzar la voz ni bajar la guardia, dijo:

—Ya no podrás frenar los pasos del destino. Se acabó.

Rogelio se desliza hasta el cuarto, cierra la puerta tras de sí, se sienta en la mecedora que aún guarda el perfume a lilas de su tía y abre la carta.