Obtener cien victorias en cien batallas no es el colmo de la habilidad.
Someter al enemigo sin combatir es el colmo de la habilidad.
Sun Tzu.
Más allá de golpear y de marcharse: el arte de no luchar
Pelear o discutir no es lo más sensato que puedes hacer. Porque cualquier riña en la que te metas tendrá efectos secundarios, sobre todo para ti. Por ejemplo, el estrés que se crea en tu cuerpo cuando te peleas. Ese estrés va acompañado de una secreción reiterada de cortisol.
El cortisol, la hormona del estrés, hace que tu cuerpo enferme por todos lados. Ataca el corazón y la circulación de la sangre, daña la digestión y la libido, debilita, acelera el envejecimiento y causa infelicidad. Según la OMS (Organización Mundial de la Salud), el estrés y el correspondiente cortisol son la principal causa de muerte en los países industrializados.
Luchar causa estrés. Y ese estrés te lastima. Por mucho éxito que tengas en la disputa, tu cuerpo y tu mente sufrirán en ella.
Cómo nos herimos en la lucha
Cuando empiezas a pelear con otra persona es como si metieras la mano en un montón de cristales rotos. Podrás tirarle unos cuantos a tu contrincante y a lo mejor incluso le provocas heridas. Pero tú te lastimarás todavía más. Imagínatelo. Te has hecho cortes profundos en las manos. No ha sido tu adversario. Te los has hecho tú.
De hecho, tu contrincante no necesita hacer nada para herirte.
Sólo tiene que esperar tranquilamente cualquier acción que emprendas contra él. Puede observarte mientras te obsesionas con él, te alteras y experimentas todas las sensaciones de agobio posibles. Puede dar por hecho que te quejarás de él ante otras personas. ¿Y qué pasa mientras te quejas? Tú explicas lo mal que se porta tu adversario. Y, mientras hablas de ello, aumenta en ti el enfado y la tensión muscular y la acidez de estómago. Dicho lisa y llanamente: te encuentras mal.
Tu adversario puede dar por hecho que le darás vueltas y más vueltas al asunto y acabarás mareándote. Mientras te dedicas a luchar mentalmente, tu cuerpo segrega cortisol, la hormona del estrés. Una y otra vez. Y de ese modo te lastimas mucho más y durante mucho más tiempo de lo que podría lograr tu oponente.
La víctima, el luchador y la sabiduría
No pretendo afirmar que luchar sea malo o contraproducente en general. Para alguien que siempre ha sido víctima y nunca se ha defendido, combatir puede ser un avance. La persona en cuestión siempre ha sido el tonto que nunca se defendía. Y luego demuestra que tiene valor para replicar. Es un paso importante para alguien que siempre ha estado en el bando perdedor. Se pone en pie, demuestra que tiene agallas y no rehúye el conflicto. Hasta aquí, todo bien.
Desgraciadamente, algunas personas se quedan en ese paso. Creen que siempre tendrán que combatir para que las respeten. Sus gritos de batalla son: «¡Eso no lo tolero!» y «¡Por ahí no paso!». A quienes piensan así, les parecerá que sólo hay dos posibilidades: o luchan, y quizás ganan, o no luchan, pero entonces seguro que pierden.
Por suerte, existen más posibilidades.
Combatir no es la solución ideal. No es el grado máximo de la evolución ni tampoco lo mejor que podemos hacer por nosotros mismos. No luchar y, aun así, ganar es otra posibilidad que debemos tener en cuenta.
La acción de no luchar se sitúa en una esfera más elevada, más allá de golpear y de marcharse. En los siguientes capítulos te recomendaré vivamente esta posibilidad. Lo bueno es que no te obliga a abandonar ni a descartar ningún aspecto de tu conducta habitual. Puedes seguir discutiendo con los demás, enfadarte y sentir el desagradable estrés que todo eso comporta. Pero considera también la posibilidad de no pelear. En esa estrategia encontrarás un alivio enorme. Y eso es muy importante para todos los que ya van sobrados de estrés.
El arte de no luchar en su máxima perfección
En su libro sobre el aikido, Terry Dobson narra situaciones delicadas que vivió en un tren de cercanías de Tokio. La historia que resumo a continuación ilustra muy bien cómo se puede ganar un combate sin luchar.
Terry Dobson se subió en Tokio a un tren abarrotado de gente. Se fijó en un trabajador japonés que iba bastante borracho y se metía con la gente. El hombre, lleno de rabia y odio, increpó a una mujer que llevaba un bebé en brazos. Luego insultó a una mujer mayor. Terry Dobson, un hombre de más de 1,80 m de altura, había practicado aikido durante años. Vio que el borracho atosigaba a aquella pobre gente y aquello le pareció un buen motivo para intervenir. Quería pararle los pies a aquel borracho agresivo. Además, por fin tenía la oportunidad de usar el aikido con fines éticos.
Se levantó de su asiento. El borracho lo miró y empezó a insultarlo. Terry Dobson, el luchador de aikido, hizo con la boca el gesto de mandarle un beso. El borracho se enfureció. Y se abalanzó hacia él.
Entonces alguien exclamó con voz clara y alta: «¡Eh!». El borracho se detuvo y avanzó tambaleándose en la dirección de donde había venido el grito. Terry Dobson, que ya se había preparado para responder al ataque, también miró en aquella dirección.
Un viejo con una complexión menuda le dijo en tono jovial al borracho:
—Ven aquí.
El borracho se plantó delante del viejecito y, con ganas de pelea, le preguntó agresivo:
—¿Qué quieres, viejo de mierda?
—¿Qué has bebido? —le preguntó el anciano afablemente.
El borracho, todavía muy agresivo, contestó que había bebido sake.
El anciano empezó a explicar contento que a él también le gustaba beber sake con su mujer, sentados en el banco del jardín. Y miró con los ojos radiantes al borracho, que se tranquilizó un poco. El viejo le preguntó por su mujer.
Entonces el borracho se puso triste. No tenía mujer, ni dinero, ni sitio para dormir. Y se avergonzaba de ello.
El viejo siguió hablando afablemente:
—¿Por qué no te sientas aquí conmigo y me lo explicas todo?
El borracho se sentó y los dos se pusieron a hablar.
Terry Dobson se dio cuenta de que acababa de ver una demostración de aikido en su máxima perfección.
Él, un experto en aikido, iba a combatir al borracho con la fuerza de sus músculos. Al anciano, en cambio, sólo le habían hecho falta unas palabras amables para vencer.
Ésa es la actitud mental necesaria para no luchar.