Capítulo 10

El carruaje de Lady Carrington tenía los asientos acojinados y los muelles tan ligeros, que a pesar de su pesada apariencia, Georgia advirtió que transitaban a paso bastante rápido hacia la Plaza Berkeley.

No se atrevería a moverse para no maltratar la elegancia y belleza de su nuevo vestido. Al levantar la vista hacia el duque que iba sentado frente a ella, notó que la miraba con lo que le pareció una extraña expresión. Como se sintió turbada, volvió la cabeza hacia la viuda.

—Esto es tan emocionante y novedoso para mí, señora. Sólo espero no cometer ningún error, ya que no estoy acostumbrada a alternar con gente tan encumbrada como la que conoceré hoy.

—No tenga miedo del príncipe —la tranquilizó la dama—. Le encantan las caras bonitas y sin duda le hará toda clase de cumplidos. El único peligro será Lady Hertford, que a medida que pasa el tiempo se vuelve más posesiva con Su Alteza Real. Y aunque no lo diría yo fuera de aquí, prefiero mucho más la reserva y dignidad de María Fitzherbert.

—Creo, abuela, que de quien debería estar celosa Lady Hertford es de ti —intervino Pereguine—. Sabes que el príncipe es uno de tus admiradores.

La vieja dama rió.

—A decir verdad, Pereguine, esta noche estoy tan emocionada como una jovencita con su primer baile, no por mí, sino porque tengo a alguien joven y atractiva a quien presentar. Siempre detesté las charlas de los viejos como yo, me matan de aburrimiento. Y con frecuencia deseé haber tenido una hija a quien presentar a la Corte, lo que me hubiera dado una enorme satisfacción.

—Habrías sido la más inveterada casamentera de todo Londres —bromeó Pereguine.

—Y sin duda obtendría el primer premio. Si tuviera una hija, Trydon, le aseguro que ya lo habría obligado a ir con ella al altar.

—Si hubiera sido como usted, señora, no habría necesitado que me obligara —respondió el duque.

La anciana se mostró encantada.

—¡Adulador! —exclamó—. Pero es en verdad una tristeza que mi dulce Georgia sea casada, por lo que no puedo planear un futuro.

—Y te puedo asegurar —observó Pereguine—, que el hecho de que no puedas llevar a cabo tus planes, hace que tanto Trydon como yo suspiremos con alivio. Te dije hace años que cuando me case será con alguien de mi elección, no de la tuya. Y Trydon, después de su última experiencia, ya abjuró de todas las mujeres.

—¿Cuál experiencia? —preguntó con curiosidad la dama.

—Pereguine habla sólo tonterías —intervino el duque a toda prisa—. Le suplico que no le haga caso, señora.

—Te contaré en secreto lo sucedido, abuela —indicó malicioso Pereguine—, pero te aseguro que se le tendió una muy buena trampa a nuestro amigo el duque, y sólo con gran astucia la evadió al hacerse el cobarde y huir.

—¡No permitiré que me llames cobarde! —exclamó indignado el duque—. Basta, Pereguine, habla de tus asuntos, no de los míos.

—Sólo bromeaba —respondió Pereguine para disculparse, al darse cuenta de que se había excedido.

—No preste atención a este hablador —le dijo el duque a Georgia.

Si ella lo escuchó no lo demostró. Miraba por la ventana. La noche de pronto se tornó oscura y húmeda, parte de la alegría y emoción se había evaporado. No sabía por qué, pero sentía que sobre ella había caído una nube de depresión. Por un momento deseó estar de regreso en su hogar, con Nana, donde no la esperaba ningún compromiso social.

Trató de recordar el rostro del espía francés que viera a la luz de su linterna. ¿Podría reconocerlo de nuevo?

La invadió el pánico y de haber tenido valor, habría suplicado a Lady Carrington que detuviera el carruaje y lo hiciera volver a la Plaza Grosvenor de nuevo.

«Soy una impostora», pensó. «Estoy aquí bajo una falsa expectativa, dudo que cuando llegue el momento, pueda reconocer al hombre».

Casi como si adivinara lo que sentía, el duque se inclinó y puso su mano sobre la de ella. Por un momento sus dedos se estremecieron, como si desearan escapar, luego, casi sin pensar, Georgia le devolvió el cálido apretón.

—Todo está bien —le dijo él con voz muy suave—, no hay por qué tener miedo, esta noche no sucederá nada; y aun cuando vayamos a Almack, es probable que no aparezca allí. Diviértase, piense en otras cosas.

La viuda los observó con mirada escrutadora a la que nada escapaba, no obstante, permaneció en silencio, así como Pereguine. Por un segundo, Georgia los olvidó y sintió como si estuviera sola con el duque, que le hablaba con suavidad y la consolaba, como lo hiciera en la posada en la que se detuvieran rumbo a Londres.

—Lo que pasa es que temo no reconocerlo —repuso ella en un susurro.

—Lo hará. La memoria se comporta de forma extraña; a veces uno se siente seguro de haber olvidado algo importante y de pronto una mirada, un gesto, una palabra, lo hace surgir como en un resplandor.

—¿Y si no lo vemos? —preguntó Georgia.

—Lo veremos —afirmó el duque—. Y recuerde que no debe darse cuenta de que lo ha reconocido. Es poco probable que él la recuerde a usted.

—Muy poco probable —Georgia sonrió, a pesar de sus preocupaciones.

—¡Así está mejor! —comentó la viuda—. No permitiré que me arruinen la velada con esas molestas intrigas. Son un trío de dramáticos. No puedo creer, ni por un momento, que nadie deseara asesinar al príncipe, a menos que fuera un lunático y mucho menos en la Casa Carlton, donde a Su Alteza Real lo rodean sus mejores amigos. Olvide todas esas tonterías, Georgia y diviértase. Recuerde que será la más hermosa de las presentes.

El duque soltó la mano de Georgia y se reclinó en su asiento. Ella ya no se sintió deprimida ni temerosa. La señora tenía razón, tal vez eran exageraciones absurdas y vestida como estaba ahora y en esa compañía, era difícil creer que tuviera alguna vez el valor de enfrentarse a la oscuridad y a los peligros del canal para traer a Inglaterra un espía de Bonaparte.

Los caballos se detuvieron frente a un pórtico, y Georgia, con la sensación de que soñaba, tuvo una vivida impresión del vestíbulo de entrada con altas columnas y una majestuosa escalinata; de muros decorados y paneles dorados; de nichos que albergaban bustos, estatuas y urnas. Todo un ejército de sirvientes lucía resplandecientes uniformes. Después subió la escalinata al lado de Lady Carrington y entraron en un salón con cortinajes de seda amarilla y mobiliario tipo chino.

Cuando el príncipe recibía en su casa a sus amigos íntimos, prescindía de la etiqueta formal y ya se encontraba en el salón para recibirlos. A su lado, Lady Hertford, regordeta, lucía un atuendo de encaje, lazos y demasiadas joyas. Tenía un rostro joven, sin arrugas, lo que era casi increíble para una mujer que ya era abuela y sus manos regordetas no soltaban al príncipe.

Cuando la viuda le hizo una profunda reverencia, el príncipe se llevó una de sus manos a los labios.

—Encantado de verla, señora, hacía mucho tiempo que no me concedía el placer de su compañía.

—Su Alteza Real, como siempre, es muy gentil conmigo. Me alegra verlo tan bien y más elegante que nunca.

Georgia había oído decir que el príncipe jamás resistía un halago y de no haber estado tan asustada, le habría divertido la expresión complacida del rostro bastante abotagado de Su Alteza Real. Ya ella le había llamado la atención.

—Así que ésta es la nueva belleza que me prometió —comentó, mientras la observaba con sus grandes y protuberantes ojos.

—Su Alteza, le presento a la señora Georgia Baillie —indicó la viuda.

Georgia hizo una profunda reverencia, que había ensayado sin cesar en su habitación mientras se vestía para la cena.

—¡Encantadora, encantadora! —exclamó el príncipe—. Tiene razón, Lady Carrington, como siempre, es toda una belleza. Mucho se hablará de ella mañana en St. James.

—Sin duda, ya que cuenta con la aprobación de Su Alteza Real —afirmó la viuda con mirada maliciosa.

Asombrada, Georgia sintió que el príncipe le acariciaba la mano antes de soltársela.

—Debemos verla con frecuencia, señora Baillie —y casi con un esfuerzo, el príncipe se volvió hacia el duque, que estaba junto a ella.

—Gusto en verlo, Westacre. ¿En dónde se había escondido? ¿O ya la Casa Carlton no le agrada?

Era un franco reproche, ya que el príncipe no toleraba que sus amigos se interesaran en nada que no le concerniera a él.

—Tuve que salir de Londres para atender unos asuntos, señor. Ahora no puedo comentarlo, pero más tarde debo hablar con Su Alteza Real para darle una información muy importante.

—¿Información importante? —preguntó el príncipe. Como durante tantos años el rey lo había mantenido al margen de los asuntos de estado, siempre le agradaba que se le tomara en cuenta para algo importante.

—Bien, bien —palmeó el hombro del duque—. Más tarde hablaremos, no lo olvidaré.

—Muchas gracias, señor —respondió respetuoso el duque. Después de saludar a Pereguine, como llegaron otros invitados, el príncipe se alejó para recibirlos. Georgia miró lo que la rodeaba para observar a la gente que ya se encontraba ahí, de pronto el mayordomo anunció un nombre que la sobresaltó e hizo que se volviera temblorosa hacia el duque.

—¡Lord Ravenscroft!

El nombre resonó en la habitación y Georgia, por un momento, sintió que debía huir, aunque no tenía idea cómo.

—Tranquila, no la reconocerá.

Fue el duque quien lo dijo. Ella levantó los ojos oscuros y asustados, hacia él.

—¿Está seguro? —susurró.

—Claro. No espera encontrarla aquí. Y aunque la reconozca, no puede hacer otra cosa más que mostrarse galante y mantener su distancia, yo me encargaré de eso.

—¿Me… me… protegerá?

El duque sonrió, con gran ternura.

—La protegeré, Georgia, usted lo sabe.

Ella levantó los ojos hacia él y de nuevo algo sucedió entre ellos, algo que hizo que el color regresara a su rostro, que su corazón diera un vuelco y su respiración se tornara más agitada. Por un momento todo se esfumó; estaban solos, dos jóvenes en un mundo que de pronto era dorado y encantado, en el que flotaba una extraña música que parecía surgir del interior de ellos mismos.

—Georgia, quiero presentarle a Lord Denman.

La voz de Lady Carrington rompió el hechizo y Georgia desvió la vista con la sensación de haber caído desde lo alto de una montaña en un valle.

Miró, casi sin verlo, al hombre maduro y resplandeciente de medallas que la viuda le presentaba. Ella pronunció algunas palabras convencionales y al parecer, respondió lo adecuado a una pregunta que él le hizo. Pero sabía que algo había sucedido que no era capaz de explicarse o expresar ni a sí misma. Como en un sueño fue presentada por la viuda a una docena de personas. Después, regresaron al lado del príncipe.

—Ya conoce a mi amigo, el Conde St. Clare, señora, ¿verdad? —lo escuchó decir Georgia—. Y le presentaremos a la bonita señora Baillie, el Conde Jules St, James.

Georgia hizo una cortesía y sintió como si un rayo hubiera caído en la habitación. El hombre que le presentaron tomó su mano, la llevó a los labios, murmuró un «encantado» y por la forma en que la miró, ella comprendió que no la había reconocido.

Por un momento pensó que sus piernas no la sostendrían. Entonces, mientras el conde comentaba algo a la viuda, logró, sin mostrarse evasiva, llegar junto al duque. Este charlaba con un hombre muy distinguido, y Georgia esperó un momento hasta que terminó lo que decía.

—Disculpen —rogó y se obligó a simular una sonrisa.

—¿Qué sucede? —murmuró el duque, al ver la expresión de su rostro.

—El hombre que está con Lady Carrington —dijo ella, olvidando el plan que habían hecho.

—¿El de gris? —preguntó el duque y antes que Georgia lo confirmara, supo que no había duda respecto a la identidad del hombre.

Era el que viera en Cuatro Vientos a través de la mirilla de la escalera. A quien Caroline anunciara que todo estaba arreglado para la noche siguiente. Por supuesto, ése era el hombre, ¿por qué no lo había pensado antes? Alguien que gozaba del favor del príncipe y que tal vez tenía varios años de residir en Inglaterra.

Ese hombre de gris, bienvenido a la casa del príncipe, estaba pagado por Napoleón. Había cruzado el canal, otra banda de contrabandistas debió llevarlo a Francia, había visto a Napoleón y preparado el plan de asesinar al príncipe. Debió ser idea suya, ya que conocía bien la locura del rey, la crítica situación política y el caos que tal suceso provocaría. Después había regresado a Inglaterra llevado por Georgia y su tripulación para esperar instrucciones posteriores del Emperador.

—¿Lo ve? —la voz de Georgia interrumpió los pensamientos del duque, ocupados en reconstruir lo sucedido.

—Sí, lo veo. Actúe con naturalidad. Debo presentarle a alguien.

Sin esperar más se volvió a la persona que tenía más cerca, al descubrir que era Lady Hertford le besó la mano.

—Señora, cada vez que la veo está más joven y bella. Empiezo a creer que vendió su alma al diablo a cambio del secreto de la eterna juventud.

Lady Hertford lanzó una risita encantadora, como las que fascinaban al príncipe.

—Me alegra el regreso de su señoría. El príncipe lo echa de menos.

—Me siento muy honrado y deseo presentarle a la señora Georgia Baillie, que está aquí como invitada de Lady Carrington.

—Encantada de conocerla —dijo Lady Hertfod, pero con un tono de voz fría mientras observaba con mirada dura el rostro de Georgia.

—Hoy será sólo un grupo pequeño —añadió dirigiéndose al duque, como si Georgia no existiera—. Su Alteza sólo deseaba estar con sus amigos más íntimos. No seremos más de veinticinco.

—Entonces es un privilegio estar presente —contestó el duque.

Lo que se dijo durante los minutos hasta que se anunció la cena, nunca lo recordó Georgia. Sólo era consciente de la presencia de los dos hombres que la hacían estremecer con sólo pensar en ellos: Lord Ravenscroft y el hombre de gris. Lord Ravenscroft parecía no haber reparado en ella; pero cuando el príncipe ofreció su brazo a Lady Hertford para dirigirse hacia el comedor, Georgia escuchó la gruesa y odiosa voz que durante años la había perseguido en sus sueños, decir:

—No puedo equivocarme, es Georgia, la pequeña Georgia Grazebrook.

Ella pensó que se desmayaría por el profundo terror de volverlo a ver. Pero un valor que ni siquiera sabía que poseía, llegó a rescatarla.

—Está equivocado, señor. Ya no soy Georgia Grazebrook, me casé.

Tal vez lo imaginó, pero le pareció ver que una expresión de disgusto cruzaba por el rostro disoluto de su señoría.

—¿Su marido está aquí?

—No, se encuentra en altamar —respondió Georgia y en seguida se dio cuenta de que había cometido un error al darle esa información, ya que la mirada que más temía, regresó a los ojos de Lord Ravenscroft.

—Está mucho más linda que la última vez que la vi. Y ya que se encuentra en Londres, debemos reunimos con frecuencia. La visitaré mañana.

—No… no… estaré… ya —respondió Georgia, con voz quebrada. Ante la presión, cedía su coraza de valor, seguridad y sofisticación.

—Yo la encontraré —afirmó Lord Ravenscroft.

El terror que la invadiera durante tanto tiempo, volvió a apoderarse de ella. No pudo contestarle, y se limitó a mirarlo con expresión de odio en sus ojos, como un conejo pequeño hipnotizado por una serpiente. Repentinamente alguien se interpuso entre ella y el hombre que detestaba.

—Me han indicado que la acompañe a la mesa —dijo con tono alegre la voz de Pereguine—. Tengo la suerte de sentarme a su derecha.

Ella deslizó su brazo en el de Pereguine y sintió que la había salvado de desplomarse.

—Está un poco rara —indicó él, con la franqueza de un hermano—. ¿Se siente bien?

—Es… es… ese… hombre —logró murmurar Georgia.

—¿El que buscamos… está aquí?

—Sí, pero no es él quien me molestó. Fue Lord Ravenscroft.

—¡Oh, ese despreciable! Es un cobarde. Nunca me he explicado por qué el príncipe lo incluye en su círculo.

Mientras se dirigían hacia el comedor, Georgia sentía que la confianza regresaba a ella conforme se alejaban de Lord Ravenscroft, ya que la voz alegre de Pereguine parecía iluminar todo lo que a ella le parecía sombrío y aterrador.

—No se altere por ese tipo, Trydon se encargará de él. Hábleme del otro, ¿quién es?

La última frase la dijo con tal tono de conspirador, que Georgia no pudo evitar sonreír.

—El hombre vestido de gris.

—¡No! ¿El Conde St. Clare? —exclamó—. ¡Debe estar equivocada! Pero si se le recibe muy bien en los grandes círculos y muchos opinan que es bastante decente para ser francés.

—Él es —afirmó Georgia.

—¡Santo cielo! ¿Lo sabe Trydon? —preguntó Pereguine cuando llegaban al comedor.

—Ya se lo dije.

El comedor era de un colorido fantástico, distinto a cuanto Georgia podía imaginar como decoración de un palacio real. Se encontró sentada en la larga mesa con Pereguine a su derecha y un viejo general, a su izquierda.

El príncipe se sentó a la cabecera con Lady Hertford a su derecha y Lady Carrington a su izquierda. En el otro extremo, Lord Ravenscroft ocupaba el sitio de honor, con dos mujeres muy atractivas a cada lado. Conforme transcurrió la cena, sin embargo, Georgia no pudo evitar sentir que las damas no lograban conservar su atención.

Sirvieron gran variedad de platillos en platos de oro, pero él no le quitaba la vista. Todo lo que ella se llevaba a la boca, por delicioso que fuera, le parecía arena. Con el horror tanto tiempo contenido, volvió a sentir que sería capaz de cumplir la amenaza que le hiciera aquella noche en la puerta de su dormitorio. Era como un temible animal, pensó ella, muy confiado de su fuerza y de su astucia, que sabía que si persistía lo suficiente, lograría que su presa no escapara.

En busca de consuelo, miró a través de la mesa. El duque, como correspondía a su rango, estaba muy cerca del príncipe, separado del conde por una dama que lucía una tiara de ópalos con perlas, Lady Hertford podría decir que era un pequeño grupo, pero había veintiocho comensales sentados a la mesa ovalada de madera pulida.

Estaba decorada con enormes adornos de oro y ramos de pequeñas orquídeas blancas con puntos rojos. Por un momento Georgia pensó que parecían pequeñas gotas de sangre y se estremeció. ¿Se habría equivocado? ¿Podría ser el conde, que a todos agradaba, el mismo hombre que ella había ayudado a cruzar el canal una noche oscura tres semanas antes? No, sabía que no se equivocaba. Algo en su rostro era inconfundible.

A los múltiples platillos los acompañaban vinos especiales servidos en altas copas de cristal cortado con la insignia real. Cuando ya llegaban al postre y Georgia pensó con alivio que pronto las damas dejarían el comedor, el duque se inclinó.

—¿Me permite, señor —preguntó al príncipe—, relatar una historia que creo interesará a todos los presentes?

—¿Una historia? —preguntó el príncipe, que había susurrado algo al oído de Lady Hertford, quien se cubría el rostro con el abanico para ocultar su rubor.

—Sí señor, una historia muy interesante y de importancia, porque concierne a Su Alteza Real.

—¿Me concierne? —repitió el príncipe, encantado ante la idea de escuchar algo sobre sí mismo—. Adelante, Westacre, pero no la haga larga como los sermones de mi capellán.

—No, señor —prometió el duque—. La historia empieza, Su Alteza, en Francia, donde Napoleón Bonaparte concedió audiencia hace como tres semanas a un visitante de Inglaterra.

—¿Lo hizo, cómo diablos fue? —preguntó el príncipe, que se incorporó en su silla.

—Se lo diré, pero primero permítame explicarle qué se dijo en esta secreta y muy importante entrevista con Bonaparte. El visitante de Inglaterra tenía un plan, Su Alteza, para deshacerse de alguien de máxima importancia y muy valioso para el país. Esa persona es usted.

—¿Deshacerse de mí? ¿De qué forma? ¿Quién se lo dijo, Westacre?

—Permítame que continué, señor. El plan se consideró excelente, ya que se cree que con su muerte, en este momento en particular —hizo una pausa y todos los presentes pensaron en el rey—, se causaría el caos político y una gran inquietud entre las fuerzas armadas, en especial en la marina, que tiene gran afecto a Su Alteza Real.

—Sí, así es, me lo tienen —estuvo de acuerdo el príncipe—. ¡Pero, asesinarme, por Dios!

—La sola idea me hace sentir que me desmayo —exclamó Lady Hertford, pero al ver que nadie se interesaba en sus sentimientos, se inclinó, como todos los demás, sobre la mesa, con los ojos fijos en el duque.

—El visitante de Bonaparte volvió a Inglaterra —continuó éste.

—¿Y cómo diablos lo hizo? —lo interrumpió el príncipe—. ¿Qué es lo que hace Collingwood si la gente puede ir y venir por el canal con la misma facilidad que si paseara por la calle de Picadilly?

—El hombre viajó —respondió el duque, que elegía con cuidado sus palabras—, con los contrabandistas, quienes, como su Alteza Real sabe, continúan su tráfico a pesar de las autoridades, quienes es lamentable que sólo logren apresar un diez por ciento del contrabando que cruza el canal.

El duque calló un momento para mirar alrededor de la mesa.

—Por supuesto, ese caballero tenía la forma de que se le facilitara el viaje. Contaba con un amigo en Inglaterra, alguien con influencia y autoridad que ha organizado la mayor parte del mercado de contrabando. Por lo tanto, resultaba fácil para ese espía de Bonaparte, ya que eso es, pedir a su amigo que lo transportaran a la costa de Francia y de la misma manera, que lo regresaran a Inglaterra. Lo que es más, en Francia, el espía arregló que otro francés le trajera a Inglaterra un mensaje de Napoleón con instrucciones de cuándo debía llevarse a cabo el asesinato. Puede ver, con toda claridad, qué útil le resultaba contar con alguien que controle las embarcaciones de los contrabandistas.

—¡Santo Dios, jamás había escuchado algo semejante! —exclamó el príncipe y a su alrededor se desató una ola de murmullos—. ¿Y quién es este tipo?

—Es un inglés, de hecho alguien a quien su Alteza Real conoce muy bien… su nombre es…

En la cabecera opuesta de la mesa se escuchó el ruido de una silla que se empujaba y se caía y Lord Ravenscroft, con el rostro contorsionado sacó una pistola del bolsillo de su chaqueta.

—Atrás —amenazó—, no se muevan ni me toquen. Mataré al primero que levante un dedo. Maldito, Westacre, no imagino cómo pudo adivinar que era yo. ¡Maldito y ojala se pudra en el infierno!

Mientras hablaba, retrocedía hacia la puerta, pero Pereguine, que se movió con increíble rapidez, ya estaba allí antes que él.

Lord Ravenscroft, con los ojos fijos en los rostros de los atónitos comensales, no se dio cuenta hasta que casi había llegado a ella, que su salida se la cerraban. Mientras se volvía y disparaba, Pereguine se hizo a un lado y la bala dio en la madera de la puerta.

Las damas gritaron y los caballeros, de pronto libres del hechizo que los mantenía inmóviles como estatuas, se pusieron de pie. Mientras se movían, se escuchó otro disparo y Lord Ravenscroft se derrumbó en el suelo. Pereguine, todavía de espaldas a la puerta, sostenía en la mano una pistola humeante.

Se formó una algarabía mientras los caballeros acudían junto a él. En cambio el duque no miraba en la misma dirección, observaba al hombre de gris que se llevaba la mano al bolsillo interior de su chaqueta de etiqueta de brocado gris. Lady Hertford lanzó un grito agudo. Durante un momento, como petrificado, el príncipe observó el largo puñal que se dirigía hacia su corazón.

Pero el duque se apoderó de la mano que blandía el arma, obligó al conde a volverse y le asestó un sólido puñetazo en la barbilla.

El conde pareció volar en el aire antes de caer al suelo inconsciente, el puñal brillaba sobre la alfombra, a su lado. Reinó una terrible confusión en el comedor hasta que el General Lord Darlington asumió el mando.

—Saquen de inmediato a estos señores de la presencia de su Alteza Real —ordenó a los aterrados sirvientes—. Por favor, caballeros, regresen a sus asientos, el ruido es excesivo.

Sus palabras, como una cubetada de agua helada, hicieron cesar los exaltados comentarios. Todos se volvieron hacia el príncipe, quien con el rostro carmesí, jadeaba sentado a la cabecera de la mesa, mientras Lady Hertford, con la cabeza apoyada en su hombro, sollozaba. Sólo Lady Carrington permanecía sentada, erguida, con una sonrisa divertida en los labios.

—¿Está ileso, Su Alteza? —preguntó uno de los guardias.

—Sí, muy bien, muy bien —contestó el príncipe.

Su Alteza Real, pensó el duque, se había comportado con admirable valor y compostura.

—Solicito el perdón de Su Alteza Real —dijo Pereguine, de pie junto a su silla.

—¿Por qué? —preguntó el príncipe.

—Por portar un arma en su real presencia. Sabía que era una ofensa, aunque tenía razones para pensar que algo así podría ocurrir.

—¿Cómo? —exclamó el príncipe.

—Reconozco que lo de Lord Ravenscroft fue una sorpresa —respondió Pereguine—, pero me enteré de que el hombre de gris era el instrumento elegido por Napoleón para asesinarlo a usted.

—Veo que está con Westacre. Entonces, ¿por qué diablos si sabían quién era no lo arrestaron antes que me amenazara?

El duque sonrió.

—¿Nos habría creído, Su Alteza? Además, yo no tenía idea de que llevaría a cabo sus planes hoy. De hecho, estoy seguro que no estaba en sus planes, ya que habría sido demasiado público y evidente, lo que le habría impedido escapar. Pero en la confusión provocada por la muerte de Lord Ravenscroft, vio la oportunidad de atacarlo y desvanecerse, sin que nadie se hubiera dado cuenta quién había sido el asesino de usted.

El príncipe sacó su pañuelo y se enjugó la frente.

—Me salvó la vida, Westacre. No lo olvidaré. Y ahora que alguien me sirva una copa de brandy. ¡Vaya que la necesito después de lo sucedido!

Le sirvieron el brandy y Lady Hertford, todavía sin dejar de sollozar, condujo a las damas al salón, donde se sentaron a comentar lo ocurrido.

Georgia ya no escuchaba; estaba inmersa en el pensamiento de que su tarea había terminado. Ya no había razón de que fueran a Almack esa noche; ni tampoco para que asistiera a la recepción de la noche siguiente; tampoco necesitaría la ropa que la viuda había ordenado para ella; el duque la escoltaría de vuelta a su hogar, ¡y sería la última vez que lo viera!

Al fin comprendía que lo amaba con todo su ser y estaba segura de que ya hacía tiempo que lo quería; por eso se sentía a salvo y segura en su presencia; por eso había deseado con intensidad que la acompañara en la travesía a Francia; por eso el viaje a Londres había significado las horas más felices que pasara en toda su vida.

Sentada en el salón estilo chino de la Casa Carltón, mientras las damas parloteaban como una bandada de coloridas aves, se deslizó a un mundo propio y sintió de nuevo los labios del duque en su mejilla y en su mano. Debió comprender entonces que lo amaba, pero no se atrevió a reconocerlo ni ante sí misma. Debió comprender que era amor lo que sentía por él cuando se inclinó en el carruaje para tomarla de la mano y tranquilizarla.

Aun cuando su amor le producía un embeleso que estaba más allá de las palabras, sabía que era imposible. Jamás podría expresarlo porque nunca se pertenecerían el uno al otro. Sintió que las lágrimas hacían arder sus ojos y por un terrible momento temió que rompería a llorar. Pero como sucediera con tanta frecuencia en su vida, el orgullo la salvó. Lo amaba, pero él nunca debía saberlo.

El resto de la velada lo pasó perdida en sus reflexiones. El príncipe le mostró algunos de los tesoros que había acumulado en la Casa Carlton; ella miró sin ver los ejemplos invaluables de piezas chinas, las pinturas y las estatuas.

Ni siquiera se dio cuenta de que el príncipe se acercaba a ella más de lo necesario; que le tocaba la mejilla y que, de nuevo, cuando se despidieron, le acarició la mano con la suya. Sólo era consciente de una persona, el duque: calmado, tranquilo, que charlaba y reía y compartía con sus amigos, pero volvía una y otra vez a su lado.

Cuando ya se despedían todos, el príncipe dio las gracias de nuevo al duque y entonces advirtió a todos los presentes.

—Los periódicos no deben enterarse de nada. Confío en todos ustedes en que no repetirán a nadie lo que sucedió esta noche. Dejemos que Bonaparte se pregunte qué sucedió con su plan y con quienes envió a asesinarme. Será más exasperante para él no saber qué ocurrió o por qué fracasó. ¿Confío en ustedes?

Todos le aseguraron que ni una palabra surgiría de sus labios.

—Gracias por su cooperación y continua amistad —dijo el príncipe.

Georgia siguió a Lady Carrington mientras bajaban la amplia escalinata de mármol. Cuando llegaron al vestíbulo, un oficial, con el uniforme de los húsares entró a toda prisa.

—¡Buen Dios, si es Arthur! —exclamó el duque—. Supe que estabas prisionero, ¿qué haces aquí?

—Hola, Trydon, vine a ver al príncipe —contestó el oficial—. Acabo de regresar, me canjearon por dos almirantes de Napoleón, ¡jamás imaginé tener tanta suerte! Suponía que iba a podrirme en alguna maloliente prisión francesa hasta que la guerra terminara.

—Entonces es usted un joven muy afortunado —intervino la viuda.

—Mil perdones —pidió el duque—. Lady Carrington, le presento al Coronel Arthur Goodwin, un viejo amigo. Luchamos juntos en la península.

—Hasta que fui tan tonto como para dejarme capturar —explicó el coronel—. Fue una ingeniosa emboscada, debo reconocerlo, pero durante un año me reproché constantemente por haber caído en ella.

—Quiero que me lo cuentes —dijo el duque—. Almuerza conmigo mañana.

—No puedo —explicó el Coronel Goodwin—. Esta noche debo ver al príncipe y mañana partir a Sussex. Debo encontrar un lugar llamado Little Chadbury, ¿lo conoces? Voy a visitar a una joven llamada Georgia Grazebrook, le traigo un mensaje de su hermano.

El coronel se inclinó y empezó a correr hacia la escalera, Georgia fue la primera en reaccionar.

—¡Deténgase, por favor! Yo soy Georgia Grazebrook. ¡No sabía que Charles estaba prisionero!

El coronel se detuvo y regresó sobre sus pasos con lentitud.

—Hace varios meses que lo atraparon mientras intentaba salvar la vida de un marinero que había caído al agua durante una tormenta —explicó—. Los franceses lo recogieron antes que los ingleses llegaran a él y también se encuentra en el Castillo de Calais.

—¡Qué terrible! ¿Está bien? —preguntó Georgia.

—Tanto como puede esperarse, pero se siente frustrado y molesto por ser prisionero de guerra.

—Debe decírmelo todo —pidió Georgia.

El coronel dirigió al duque una muda súplica con la mirada.

—Escuche, Georgia —intervino el duque—. El coronel debe ver primero a Su Alteza Real. Cuando salga de aquí, tal vez acceda a reunirse con nosotros en la Plaza Grosvenor, si su señoría accede.

—Sabe tan bien como yo que estoy tan impaciente como Georgia por conocer el resto de la historia —afirmó Lady Carrington.

—Me reuniré con ustedes tan pronto me sea posible —prometió el coronel.

—La Casa Carrington —le indicó el duque—. Te enviaré el carruaje para recogerte, ¿o tienes el tuyo?

—No soy tan rico como para eso, viejo —respondió el coronel con un guiño—. Y tú tampoco lo eras en aquellos días cuando nos conocimos.

—Así es —se rió el duque—. Pero apresúrate a reunirte con Su Alteza Real. Sabes que le enfurecería saber que hablaste con alguien antes de contarle a él todos los detalles de tu aventura.

La viuda los precedió hacia el carruaje que esperaba.

—Charles está prisionero —murmuró Georgia casi como si hablara consigo misma, pero el duque la escuchó—. ¿Qué voy a hacer ahora? No puedo tolerar pensar que está en manos del enemigo.

—Tal vez encontremos la solución —le indicó el duque.

—¿Puede? —ella se volvió, con los ojos brillantes.

—No le prometo nada, pero tengo una idea.

—Creo que usted podría hacer cualquier cosa —susurró Georgia en un impulso. Entonces, con temor de haberse traicionado, se apresuró a abordar el carruaje.