Capítulo 9

El almuerzo transcurrió en un ambiente alegre y por primera vez en años Georgia se sintió feliz y divertida con gente de su edad. Olvidó que le disgustaba el mundo en que vivían el duque y sus amigos y reía de los ingeniosos comentarios de Pereguine y de los duelos de palabras que sostenía con el duque.

Lady Carrington también reía y los animaba. A pesar de su edad, era fácil comprender por qué había tenido tanto éxito en su juventud. Todos celebraron algo que había dicho Pereguine, cuando se abrió la puerta y un sirviente entregó una nota a la viuda, en una fuente de plata.

—De la Casa Carlton, su señoría.

—Será tu invitación para la recepción que da mañana en la noche su Alteza Real, Georgia —comentó ella mientras abría el sobre.

Después de leerla, exclamó:

—¡Es algo todavía mejor!

—¿Qué, abuela? —preguntó Pereguine.

—El príncipe nos invita a cenar esta noche. Le informé que teníamos intención de ir a Almack y que tal vez desearía reunirse con nosotros allí más tarde, ya que con frecuencia asiste al lugar.

—¡Abuela, eres astuta como una serpiente! Veo que lanzaste el anzuelo y el príncipe se lo tragó.

—Hago lo más que puedo para presentar a Georgia en el gran mundo. ¿Y qué puede ser más ventajoso para una joven que ser invitada del Príncipe de Gales en su primera noche en Londres?

—Bien, cenar en la Casa Carlton, aunque sea aburrido a morir, pondrá a Georgia en la cresta de la ola.

—No me aburriré —protestó Georgia, con la sensación de que Pereguine se mostraba demasiado crítico con los planes de su abuela.

—Por supuesto que no lo hará —estuvo de acuerdo la señora—. El príncipe puede ser encantador cuando está de buen humor y conmigo siempre despliega su máximo encanto.

—¿Por qué será? —preguntó Pereguine.

Su abuela lo miró y sonrió.

—Yo jugaba con él de niño sentado en mis rodillas. Paro, tal vez lo más importante es que yo era muy amable con la señora Fitzherbert cuando empezó a entusiasmarse con ella. Con frecuencia, se encontraban en esta casa, cuando por lamentables razones, yo me encontraba ausente.

Pereguine lanzó una carcajada.

—¡Eres incorregible, abuela! No resistes una intriga de ninguna índole y esta noche estarás en tu elemento cuando presumas a Georgia ante Su Alteza Real y mañana le cuentes a todo Londres lo mucho que él la admiró.

—Como será —afirmó la viuda—, y sin que yo insista, puedes estar seguro.

Georgia se ruborizó, no podía acostumbrarse a ser halagada. Jamás, ni en sus más intrépidos sueños, imaginó que nadie la admirara, y mucho menos el propio heredero al trono de Inglaterra.

Sus ojos resplandecían, cuando se dio cuenta de que el duque la observaba.

—¿Emocionada? —le preguntó él.

—Todo es tan abrumador. No ceso de pellizcarme para asegurarme que no estoy dormida.

—Si ya todos terminaron —dijo la viuda—, debo ir a escribir una nota para aceptar la invitación de Su Alteza. Le dije quiénes formábamos el grupo y que usted, Trydon, iría con nosotros.

—Encantado —contestó el duque e hizo una leve inclinación.

La viuda lo miró, iba a decir algo, pero se contuvo. Se dirigió hacia la puerta mientras indicaba a Georgia:

—Enviaré en seguida por su mejor vestido de noche, aunque le dije a madame Bertin que no lo necesitaría hasta mañana, debe estrenarlo hoy. Y será mejor que descanse un rato antes que llegue la peinadora. No debemos retrasarnos, al príncipe le gusta cenar temprano.

Ya iba a cruzar la puerta, cuando la voz del duque la hizo detenerse.

—¿Me permitiría unas palabras a solas con Georgia, señora? Tengo algo importante que decirle.

—Por supuesto, Trydon, pero no la entretenga.

—Le prometo que no la entretendré —respondió el duque y se volvió hacia Georgia—. Vayamos a la biblioteca.

—Sí, claro —respondió ella mientras nerviosa se preguntaba qué desearía decirle.

En cuanto el duque cerró la puerta de la biblioteca, se volvió hacia él con el rostro pálido y expresión preocupada. Como se había quitado el sombrero, el sol que penetraba por las altas ventanas francesas iluminaba su cabellera dorada. La ansiedad hacía que sus ojos se vieran muy grandes y sus rojos labios temblaban al preguntar:

—¿Qué sucede?

El duque la miró con expresión reflexiva. Después, sobresaltado, como si sus pensamientos hubieran estado en otro lugar, dijo:

—Tengo algo para usted, un regalo.

—¿Un regalo para mí? —la voz de Georgia mostró entusiasmo, pero en seguida añadió—: no, no debe darme nada. Me siento muy perturbada porque su señoría insistió en pagar mi ropa. Sé que yo no lo habría podido hacer, pero no debía aceptar algo de tanto valor, de desconocidos.

—Yo no soy un desconocido —protestó el duque—, y en realidad, mi regalo no tiene valor intrínseco.

—¿Qué es, entonces?

Por toda respuesta, el duque sacó un papel del bolsillo interior de su chaqueta y se lo entregó.

Ella lo tomó y al leer la nota de confesión escrita por su hermano, por un momento la observó incrédula. Después, lanzó una exclamación.

—¡Es la nota que mi madrastra hizo que Charles… firmara! ¿Cómo es que usted la tiene? ¿Cómo… la consiguió?

—Yo no haría demasiadas preguntas. Confórmese con que ahora está en su poder. Charles queda libre.

—¿Libre? ¡Oh, Trydon, Trydon! ¿Qué puedo decir?

Georgia miró la nota de nuevo, como si no alcanzara a creer que era real. Y aturdida, sin pensar en lo que hacía, se acercó al duque y lo abrazó.

—¡Gracias… gracias! ¿Cómo… podré… agradecérselo?

Su voz se quebró y se aferró a él mientras ocultaba el rostro en su hombro y él comprendió que las lágrimas corrían por sus mejillas. La rodeó con sus brazos y la ciñó a él.

—No llore, Georgia. No hay nada por qué llorar. Ya todo terminó.

—No puede ser verdad… no puede —sollozó Georgia—. Si sólo supiera… lo asustada que estaba… cómo permanecía despierta… noche tras noche… preocupada por Charles… y aterrada de… lo que debía… hacer para… protegerlo. Y ahora… ahora…

Era incapaz de detener el llanto y el duque sintió su delgado cuerpo temblar en sus brazos.

—Ya todo está bien, Georgia —la consoló—. La pesadilla terminó y tanto usted como Charles, son libres.

Ella levantó el rostro hacia él, las lágrimas pendían como gotas de rocío en la punta de sus largas pestañas y sus mejillas estaban húmedas.

—Gracias —susurró—, gracias… gracias.

El duque sacó su fino pañuelo con orilla de encaje y con suavidad le enjugó las lágrimas de las mejillas. Ella parecía no percatarse de que todavía continuaba en sus brazos, con la cabeza apoyada en su hombro.

—Todavía no puedo creer que sea verdad —murmuró.

El duque inclinó la cabeza.

—Olvide todo lo pasado —le dijo y sus labios tocaron su mejilla.

La sintió estremecerse y se separó de él, caminó de espaldas al duque mientras se limpiaba el rostro con el pañuelo que él le diera. Miró el papel que tenía en las manos y de pronto, preguntó:

—¿Podríamos… quemarlo?

—Por supuesto.

El duque tomó un candelero, encendió una de las velas y extendió una mano, Georgia le entregó la nota y lo observó mantener la punta del papel sobre la llama.

—¡Somos libres! —exclamó Georgia, gozosa—. Libres… y le estoy tan agradecida.

—Como ya dije, olvide que sucedió.

—¿Pero qué dijo mi madrastra? ¿Cómo la convenció?

—Por lo que sé, su madrastra ignora que la confesión ha desaparecido.

—¿Quiere decir…? —preguntó Georgia con los ojos muy abiertos.

—Me temo que es usted culpable de convertirme en criminal. Primero en contrabandista y ahora, ¡en ladrón!

—¡Se la robó! ¡Qué valiente! ¿Y ella no descubrirá el robo… y lo denunciará?

—Creo que le resultaría difícil explicar cómo llegó a sus manos ese documento.

—Sí, es verdad, no había pensado en eso.

—Por lo tanto, imagino que no mencionará a nadie su pérdida y mucho menos a usted. Sin embargo, ya no tiene por qué obedecer más sus órdenes.

Georgia se estremeció.

—Todavía le temo —confesó.

—Creo que sólo por hábito, ha estado demasiado tiempo bajo su yugo. Pero ahora ya no puede hacer nada que la perjudique, excepto gastarse el dinero de su padre.

—Supongo que ya lo hizo. Oh, si Charles estuviera aquí, sabría qué hacer. No se atreve a regresar a casa, por eso permanece siempre en altamar.

—Debemos enviarle un mensaje para que se entere —sonrió el duque.

—¿Podría hacerlo? Pero… ¿cómo es que tiene tanta influencia… y cómo es que vendrá con nosotros esta noche? Supuse que se ocultaba.

El duque se apoyó sobre la repisa de la chimenea y miró las cenizas.

—Tengo algo que confesarle, Georgia.

—¿Tiene mayores problemas?

—No, a menos que usted se disguste conmigo. Eso sería un grave problema para mí, lo reconozco.

—¿Por qué habría de disgustarme con usted? ¿Se trata de algo que hizo?

—Podríamos considerarlo así.

—Después de su bondad conmigo y con… Charles, jamás podría disgustarme con usted, sin importar lo que hiciera, por malo que fuera. Debe comprender que seremos sus amigos de por vida y jamás lo abandonaremos sea cual sea el problema que tenga.

El duque extendió la mano y tomó la de Georgia.

—Gracias, Georgia —inclinó la cabeza y le besó los dedos.

La sintió estremecerse al contacto de sus labios antes de levantar la vista para mirarla a los ojos. Por un momento ambos permanecieron inmóviles. En seguida el pálido rostro de Georgia enrojeció, con lentitud, bajó la mirada y el duque le soltó la mano.

—Lo que debo decirle será una sorpresa, porque no soy quien usted cree.

—¿No es Trydon Raven? ¿Me dio un nombre falso?

—En realidad ese es mi nombre verdadero, pero tengo otro por el que me conocen más.

—¿Cuál?

—Soy el Duque de Westacre.

Ella se sobresaltó y por la expresión de sus ojos se notó que era lo que menos esperaba.

—El Duque de Westacre —repitió lentamente—. Entonces, ¿no tiene problemas? Se burló de mí.

—¡No, nada de eso! Huía de la casa donde me hospedaba. Salí a medianoche por razones que prefiero no mencionar. No la engañé, Georgia.

—Pensé que tenía problemas con las autoridades, tal vez por deudas o por apuestas. Como viajaba solo, nunca imaginé que fuera tan importante.

—Tenía razones para ello.

—¿En verdad huía? —insistió Georgia.

—Así es, de una trampa muy bien tendida que habría sido muy desagradable para mí caer en ella.

Ella permaneció en silencio por un momento, hasta que dijo con voz muy baja:

—Una trampa de ese tipo sólo podría tenderla una mujer.

—Es demasiado perceptiva. No haga preguntas, Georgia, a usted no le gusta que yo se las haga.

—Yo no le mentí, le conté la verdad.

—Es cierto, pero en realidad yo tampoco le mentí. Le dije que tenía problemas, lo cual era verdad y que mi nombre era Trydon Raven. Y lo es, aunque heredé varios más.

—¡Un duque! Y puedo adivinar de qué tipo de trampa huía. Es usted, sospecho, lo que Lady Carrington llamaría una presa muy apetecible, desde el punto de vista matrimonial.

—Como ya dije, es demasiado perceptiva.

—Así que huía de una mujer, ¿no es así?

—¡De todas las mujeres! Le dije a Pereguine que estaba harto de ellas y que no deseaba tener nada más que ver con el sexo opuesto. Ahora ya ve adonde me condujo esa decisión… a cargar toneles de brandy de contrabando, bajo las órdenes de una mujer.

Se reía, pero Georgia dijo con tono grave:

—Lo lamento.

—Yo no. Me encolericé en ese momento y más cuando me encerró en la habitación secreta. Ahora todo es muy diferente. Logré hacerle un servicio liberándola del yugo de su madrastra y todavía tenemos otra tarea pendiente para el bien de nuestro país.

—Sí, por supuesto, no debemos olvidarlo —confirmó Georgia.

No lo miró y él percibió que su tono era frío y que de alguna manera se alejaba de él. Extendió la mano y tomó la de ella.

—Escuche, Georgia. Soy todavía el mismo en quien usted confió, con quien se rió y charló y a quien hizo confidencias durante el viaje a Londres. Los títulos y posiciones altas sólo son malas y amenazantes cuando se abusa del poder y de la responsabilidad que conllevan. Permítame que le pruebe que no todos somos malvados, que también podemos ser hombres decentes, normales, de los que no tiene por qué sentir miedo.

Antes que terminara de hablar, Georgia lo miró a los ojos. Sintió como si buscara en ellos algo en que pudiera creer y depositar su confianza.

—Tiene razón —dijo con voz pausada—. Es una tontería de mi parte, pero cuando pienso en alguien que tiene un título recuerdo… recuerdo a… Lord Ravenscroft.

—Es otra de las cosas que debe olvidar del pasado —sugirió el duque.

—Lo intentaré —asintió Georgia, algo dudosa.

—No piense en mí como el duque, sino como Trydon, sólo un hombre como su hermano Charles, un hombre que desea que sea usted feliz.

Una repentina sonrisa iluminó el rostro de Georgia.

—Es usted tan bondadoso y yo, tan tonta. Intentaré olvidar que es un duque y sólo recordaré lo que ha hecho por Charles y por mí.

De nuevo, el duque se llevó su mano a los labios.

—Gracias y ahora me voy, tengo que hablar con Pereguine respecto a esta noche. Lo más probable, si es que Lady Carrington se lo ha propuesto, es que el príncipe nos acompañe a Almack.

—¿Y si vamos allí? —preguntó Georgia.

—Tal vez encontremos al francés que buscamos. Tenemos que pensar en una señal para que nos haga usted saber a Pereguine y a mí si lo reconoce.

—Lo comprendo. Me dirán lo que debo hacer y trataré de asegurarme de que es él. Aunque estoy convencida que lo reconocería si lo veo de nuevo. Tenía un rostro extraño.

—Ya no se inquiete. Deseo que disfrute de esta noche sin dramas. Si como sospechamos, ese espía se mueve en el mundo social, es más probable que lo encontremos mañana entre los cientos de invitados a la Casa Carlton.

—Espero no defraudarlo.

—Jamás podría hacerlo —respondió el duque con voz muy suave.

Se volvió y caminó hacia la puerta sin volverse a mirarla. Ella permaneció durante un largo rato inmóvil con la vista fija en la puerta después de que él la había cruzado.

Le parecía todavía sentir sus labios en su mejilla. Se obligó a reaccionar y se dirigió hacia el jardín. Era un duque y, sin embargo, aunque le causara impacto el saberlo, comprendía que eso hacía poca diferencia. Todavía era Trydon Raven, el hombre en quien confiara y que la había recompensado alejando la sombra de maldad que había llevado sobre sus hombros durante tanto tiempo que no podía creer que se había liberado de ella.

Se preguntó cómo habría logrado obtener la nota, cómo supo dónde buscarla y sacarla sin que se dieran cuenta.

Eran preguntas para las que sentía que nunca tendría respuesta. El duque era un hombre reservado y había ciertos temas que jamás discutiría con ella.

No tuvo idea de cuánto tiempo permaneció inmóvil contemplando el jardín iluminado por la luz del sol y una fuente de piedra con la estatua de un fauno. De pronto se abrió la puerta y un sirviente anunció:

—Lady Grazebrook.

Georgia se volvió e instintivamente, se llevó la mano al pecho como si quisiera detener el súbito palpitar apresurado de su corazón. Caroline entró vestida a la última moda, con un sombrero de plumas escarlata y una capa de satén del mismo tono.

—Así que es verdad —dijo cortante y su voz resonó en la habitación—. No podía dar crédito a mis propios ojos cuando te vi salir de la tienda de la calle Bond poco antes del almuerzo. Madame Bertin me informó que cierta señora Baillie se hospedaba con Lady Carrington y vine para convencerme de que era cierto.

Georgia tenía la boca seca, pero logró responder con firmeza.

—Sí, aquí estoy, como puede ver.

—¿Y por qué? ¿Cómo lo lograste? ¿Qué significa? ¿Quién te invitó? —las preguntas surgían como disparos mientras Caroline avanzaba y miraba a su alrededor—. ¡Vaya elegancia! Siempre oí decir que la viuda era una mujer rica, pero ¿cómo la conociste? ¿Y cómo llegaste aquí si hace sólo dos días te dejé en Cuatro Vientos?

—Me invitaron a hospedarme con su señoría.

—¿Ah, sí y ella fue quien te vistió tan elegante? ¿Y por qué razón? No puedes interesarle como pareja para su nieto, ya que estás casada. Además, sólo alguien con cerebro de pájaro pensaría en casarse contigo.

—Lady Carrington ha sido muy bondadosa. Y no sé por qué ha de importarle a usted, ya que nunca se ha interesado en mi bienestar.

—Lo que me interesa es que permanezcas en el campo. Y no voy a permitir que te quedes en Londres y te relaciones con un círculo social que no me considera digna de alternar con ellos. ¡Volverás en seguida! ¿Me entiendes? ¡Y dejas aquí todos esos vestidos que la señora ordenó para ti! No está bien que tengas ideas que no corresponden a tu posición.

—¿Y cuál es mi posición? ¿Contrabandista? ¿Es la única que tengo en la vida?

—¡No te atrevas a hablarme con ese tono! —gritó Caroline—. Algo te ha hecho cambiar. ¡Algo anda mal! No sé qué es, ya bastante increíble resulta que estés aquí. ¿Quién te trajo? No creo que hayas viajado sola.

—No es asunto suyo. Dejó bien en claro, desde la muerte de mi padre, que yo no le interesaba. Usó mi casa sólo para lograr sus objetivos, que por cierto no son muy loables. Me ha golpeado, humillado y sojuzgado más allá de toda decencia ¡Pero se acabó! ¡Nunca más la obedeceré y no podrá hacerme daño!

—¿Que no puedo hacerte daño? ¿Olvidas lo que tengo en mi poder? ¿No recuerdas que si entrego la confesión de Charles al Almirantazgo lo harán bajar de su barco encadenado?

—Sospecho que los Lores del Almirantazgo no le harían caso.

Georgia había logrado reponerse y su voz era firme. No sólo saber que su madrastra ya no podría perjudicarlos le daba valor, sino también el que, por primera vez en su vida, pudiera enfrentarse a ella en igualdad de condiciones, al no estar desarrapada, ni tener que humillarse.

Lanzó una rápida mirada al espejo para verse y se dio cuenta de que, comparadas, ella era más joven, más elegante y aunque casi no se atrevía a admitirlo, más bella que la otra.

—Algo ha sucedido —repitió Carolina—. Eres diferente. ¿Por qué ya no tienes miedo? ¿Ha muerto Charles?

—No, tengo entendido que goza de cabal salud. Y ahora creo que será mejor que se retire. No ha sido invitada y no deseo abusar de la hospitalidad que se me brinda recibiendo desconocidos en esta casa.

—¡Desconocidos! —exclamó Caroline—. Yo no lo soy, soy tu madrastra. Si deseas ser presentada en sociedad, soy yo quien debe presentarte.

—¿Y quién lo pagaría? —preguntó Georgia—. No creo que usted esté dispuesta a pagar ni un penique de su bolsillo por mí, porque integrarse en la sociedad requiere de muchos gastos.

—¿Y quién los paga? —exigió saber Caroline.

—Lady Carrington ha sido más que bondadosa.

—¡Esto es un complot para humillarme! —explotó Caroline—. Ah, te sentirás muy importante por el momento, puedes darte aires de grandeza, vestida de esta manera y en una casa así. Pero espera, espera hasta que yo lleve esa confesión de tu hermano ante quienes pueden castigarlo… y a ti también.

—¿Y qué hay de su participación en el contrabando? —preguntó con voz fría Georgia—. No será difícil averiguar adonde se dirigía la mercancía al salir de Cuatro Vientos. Una vez que se inicie la investigación, no faltarán testigos de lo que sucede. Yo, en su lugar, tendría cuidado antes de comprometerme, y también de comprometer a sus amigos, ya que no me será difícil probar que no tenía conocimiento de lo que sucedía con el contrabando después de que salía del sótano.

Georgia tuvo la satisfacción de ver que Caroline se ponía pálida, en parte de miedo y en parte de indignación.

—¡Te destruiré por esto! —la amenazó con vehemencia—. Te destruiré, aunque sea lo último que haga en mi vida. Hay algo en este asunto que no comprendo, pero lo descubriré, puedes estar segura que lo haré.

Se volvió y al salir, cerró la puerta con violencia. Georgia escuchó sus pisadas alejándose por el vestíbulo de mármol y se percató de que temblaba. El encuentro la había obligado a mostrarse bastante más valiente de lo que en realidad se sentía. ¡Ahora estaba a, punto de desmayarse!

Tomó un frasco de sales que había sobre una mesa e iba a llevárselo a la nariz, pero lo colocó de nuevo en su sitio.

—¡No hay razón para estar asustada —se dijo con voz alta—, no puede hacerme nada, nada!

Sintió un repentino deseo de correr en busca de Trydon para decirle lo que había sucedido y pedirle que le asegurara de nuevo que era libre y que Charles ya no corría peligro. Había mantenido el valor en presencia de su madrastra, pero ahora la invadía un miedo desesperado.

Recordó la fuerza de los brazos del duque al abrazarla, el aroma de su chaqueta mientras apoyaba el rostro contra ella. Sobre una silla vio el pañuelo que él le diera para secarse las lágrimas. Automáticamente lo tomó, era de lino y en una esquina tenía bordado un monograma con la corona ducal y las hojas de fresa. Lo miró largo rato, lanzó un breve suspiro y corrió hacia su habitación.

* * *

Cuatro horas más tarde, Georgia bajó por la amplia escalinata alfombrada y en la expresión de los ojos de Pereguine y del duque, que la observaban, descubrió lo que deseaba ver. Su vestido, de gasa bordada, resplandecía a cada paso que daba. Su capa plateada, adornada con maribú del mismo tono azul que sus ojos, se abría para revelar un magnífico collar de diamantes que la viuda había colocado en su cuello.

—Como está casada puede lucir diamantes —le dijo—. De lo contrario, habría sido sólo un pequeño collar de perlas. Como ve, tiene ciertas ventajas el matrimonio.

Georgia rió.

—Hasta el más pequeño hilo de perlas me habría parecido maravilloso, pero esto… es demasiado grandioso para mí.

—Nada es demasiado grandioso y si no fuera por lo joven que es, le habría prestado una tiara. Pero esas flores que le colocaron en el cabello la favorecen más y hacen juego con los pendientes que le daré.

—¡Su señoría es tan bondadosa conmigo! —exclamó Georgia—. ¿Cómo mostrarle mi gratitud?

—Siendo un éxito esta noche. Sabe que siempre han dicho que todo lo que toco se convierte en oro. ¡Tienen razón! No he tenido tiempo para desperdicios en mi vida y mucho menos con la gente. Y usted es oro, criatura, ¡oro puro! Lo supe en cuanto la vi.

—Gracias —susurró Georgia.

—Es una tristeza que ya esté casada, me habría gustado buscarle un buen marido, Trydon, por ejemplo. Ya es hora de que se case.

—Me sorprende que no esté casado —comentó Georgia.

La dama rió.

—Ha tenido demasiadas protegidas costosas y amantes casadas y bellas.

—¿Casadas? —preguntó Georgia, que sin saber por qué sintió como si una mano helada le oprimiera el corazón.

—Así es —la viuda se rió entre dientes—. ¡No, no, muchacha, ese lazo está mal colocado —riñó a la doncella—. ¿Qué te decía? ¡Ah, sí, casadas! Lady Valerie Voxon fue una de ellas, pero ahora es la Condesa de Davenport.

—¿Y… es… muy hermosa? —preguntó Georgia.

—¡Una ambiciosa, eso es lo que es, una ambiciosa! ¡Pero Valerie carece del espíritu que yo tenía de joven! Eso es lo malo con las jóvenes de hoy, por bellas que sean carecen de espíritu. Los hombres se cansan de ver la misma cara bonita en su mesa. Desean mujeres con algo de carácter, como usted, querida. Su esposo es un hombre afortunado, jamás se aburrirá de usted. ¿Lo ama mucho?

La pregunta sorprendió a Georgia.

—Sí… sí… claro —balbuceó.

—Bueno, como decía, es una pena que no pueda buscarle pareja. Pero no importa, diviértase ahora, la vejez es muy larga.

De pronto la viuda hizo una pausa y se miró al espejo.

—Demasiadas arrugas —comentó—, si sólo se pudiera retroceder el reloj, al menos durante una hora. Me gustaría que me hubiera conocido en mis buenos tiempos. Mis pretendientes solían decir que cuando yo entraba en un lugar era como si saliera el sol. ¡Cómo me detestaban las demás! ¡Siempre era yo la bella de a cuanto baile asistía!

—Estoy segura que lo era —sonrió Georgia. Y como si no pudiera evitarlo, preguntó—. ¿Cree que todavía… él duque esté… enamorado de Lady Davenport?

—¿Enamorado? ¿Quién dijo que estuviera enamorado? Entusiasmado, quizás. Había otra mujer con la que andaba, pero no recuerdo su nombre. Alguien bastante vulgar. Los hombres, como los niños, tienen que morder algo duro para que les broten los dientes, pero eso no es amor. Cuando lo es, bueno, se pierden para el mundo social, la felicidad no tiene historia.

Había tristeza en la voz de la dama y Georgia preguntó, con suavidad:

—¿Usted se enamoró, señora?

—Muchas veces, aunque sólo una vez de importancia. Nos fuimos a vivir al campo, mi esposo y yo, y pasamos allí veintitrés maravillosos años juntos, hasta que murió en un accidente de cacería. Mi hijo pereció dos años más tarde en un duelo, un gesto absurdo de caballerosidad que le costó la vida. Pereguine es lo único que me queda. Y tengo la esperanza de que algún día encuentre a la mujer adecuada.

—Yo también espero que así sea —señaló Georgia, con tristeza.

—¿Y usted? ¿Lo encontró?

Antes que Georgia pudiera responder, las interrumpió una llamada a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó la señora a la doncella—. ¿No se puede tener un minuto de paz en esta casa?

—Los caballeros ya llegaron y esperan abajo, señora —respondió la doncella al volver de la puerta.

—Bajemos, criatura, deseo que la vean. Camine con gracia, con la cabeza en alto. Su vestido necesita llevarse con dignidad. Pensé que la haría verse mundana, pero aún parece insegura, como un pajarillo que se cayó del nido. Pero no por eso, menos atractiva.

Georgia se sintió turbada al llegar a lo alto de la escalinata. ¿Y si la señora había cometido un error y ni Pereguine ni el duque la admiraban como ella esperaba que lo hicieran?

—¡Dios mío! —exclamó Pereguine—. ¿En verdad es la misma que entró en mi casa como salida de la «Opera de los Limosneros»?

—Soy la misma —contestó Georgia—, y espero que no se sientan avergonzados de mí.

Mantenía la vista fija en Pereguine; de alguna manera, después de verlo desde lo alto de la escalera, no se atrevía a mirar al duque.

—¡Está sensacional! —afirmó Pereguine—. Arrasará con todo. Si alguna vez vi una «Incomparable», es usted, Georgia y lo digo con la mano en el corazón. ¿No estás de acuerdo, Trydon?

Ahora, Georgia se vio obligada a mirar al duque.

—No nos avergonzará —contestó él con voz baja. En seguida, como si se obligara a reaccionar, añadió—: vengan al salón, deseo hablar con los dos.

Lo obedecieron y cruzaron el vestíbulo.

—Escuchen —dijo el duque cuando estuvieron a solas—, tal vez nos encontremos con el tipo en Almack. Si lo ve, Georgia, debe acercarse a Pereguine o a mí, el que esté más a la mano y decir: «Hace mucho calor aquí, ¿podría pedirle al caballero de chaqueta azul o roja», o el color que sea, «que fuera tan gentil de conseguirme un frasco de sales»?

—¡Me parece muy violento, viejo! —exclamó Pereguine.

—¿Qué sugieres, entonces? —preguntó el duque, molesto—. Es evidente que Georgia no podrá señalar al tipo.

—No, claro que no. Bueno, supongo que es lo mejor que podemos hacer, a menos, claro, que estemos a gran distancia de él.

—Lo que debemos evitar a toda costa es ponerlo en guardia —indicó el duque.

—Tienes razón —reconoció Pereguine—. De cualquier manera, actúe lo mejor que pueda, Georgia.

—Lo intentaré.

—¡Y no se le vaya a olvidar! —se rió Pereguine—. Será el foco de atención de todas las miradas esta noche.

—No lo olvidaré —prometió Georgia.

Miró al duque.

—No me ha dicho si le gustó mi vestido.

Trató de hablar con ligereza, casi con coquetería, pero por alguna razón, sonó patético. Por un momento sus miradas se encontraron. Entonces el duque desvió la vista y se dirigió hacia la puerta para abrirla.

—Supongo que mis aplausos se añadirán al coro —contestó con rigidez.

Georgia sintió como si se hubieran apagado todas las luces.