Capítulo 2
—¡Un aventurero! —Paolina repitió las palabras y miró a Sir Harvey con asombro.
Por primera vez notó lo apuesto que era: tenía el cabello oscuro peinado hacia atrás y ojos grises y profundos que miraban con un brillo permanente de alegría, como si el mundo entero lo divirtiera. Su barbilla era firme y su boca, que se curvaba un poco en las comisuras, denotaba una voluntad férrea.
—Sí, soy un aventurero —repitió Sir Harvey.
—Pero… no entiendo —insistió Paolina—. ¿Qué significa eso?
—Significa, querida mía —dijo él con una sonrisa—, que vivo del ingenio que Dios se dignó concederme. Algunas veces vivo bien; otras, me veo hundido en una pobreza casi insoportable. Ayer era una de esas ocasiones… Hoy, todo ha cambiado.
La frente de Paolina, tersa y blanca, se arrugó un poco al fruncir el ceño.
—Pero ¿cómo puede haber cambiado? —preguntó—. Debo ser muy tonta, pero a mí me parece que usted debió perder todo lo que tenía en la tormenta, como me sucedió a mí.
Sir Harvey se echó a reír.
—Mi ingenio acudió de nuevo a mi rescate. Eso, y el hecho de que sé nadar; algo que, por fortuna para mí, estos pescadores nunca aprendieron a hacer.
—No comprendo —insistió Paolina.
—Entonces, no trate de hacerlo. Pero déjeme repetirle que yo cuidaré de usted. Iremos juntos a Venecia.
—No puedo depender de usted de ese modo —protestó Paolina—. Si me ayuda a conseguir empleo, le quedaré muy agradecida.
—¿Y qué podría hacer una muchacha tan hermosa como usted?
Paolina se ruborizó un poco ante sus palabras y levantó la vista hacia él.
—Tengo la solución perfecta para su problema —continuó Sir Harvey al ver que ella no decía nada—. Debe usted casarse.
—Es muy fácil decir eso —contestó Paolina con cierta amargura—. Es lo que mi padre solía decirme. Pero nadie en este país quiere una esposa sin dote. Así que no es de sorprender que, durante todos estos años, ningún pretendiente me haya hecho una proposición honesta.
—Pero sin duda alguna, debe haber recibido muchas deshonestas —sonrió Sir Harvey—. No se preocupe, ya le he dicho que cuidaré de usted.
Paolina extendió una mano y la puso sobre el brazo de él.
—Usted es un hombre bondadoso —dijo—. Lo sé. Y, aunque me atrevo a pensar que está mal confiar en un desconocido, le estoy diciendo la verdad. Pero debe decirme qué sugiere que haga yo. Es desesperante ir por la vida a ciegas.
Sir Harvey puso una mano sobre la de ella. Sus dedos eran tibios y fuertes y Paolina resistió la tentación de aferrarse a ellos.
—Es muy sencillo —declaró él con tranquilidad—. Voy a presentarla en Venecia. Conocerá a los nobles más ilustres e influyentes. Venecia es una ciudad que aprecia a las mujeres hermosas y uno de ellos, sin duda alguna, pedirá su mano en matrimonio.
—Hasta que sepa que no soy nadie… que no tengo dinero…
—No lo sabrá hasta que ya sea demásiado tarde —contestó Sir Harvey—. Tal vez no se entere nunca. Usted irá a Venecia como mi hermana.
Paolina lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Por qué? —preguntó por fin.
—Porque, querida mía, aunque yo sea un aventurero, procedo de una familia decente. Los Drake, que se remontan a mi reverenciado ancestro Sir Francis Drake, son muy respetados en Devon. Las puertas de la alta sociedad italiana están abiertas para mí y, a donde yo vaya, usted irá conmigo.
—Pero… ¿y… si nos… descubren?
Sir Harvey se encogió de hombros.
—No hay necesidad de temer eso —dijo—. Uno tiene que correr aún mayores riesgos en la vida. Y además, para decirlo con toda franqueza, no hay otro modo de que viajemos juntos.
Paolina volvió a ruborizarse y bajó los ojos. Por un momento se hizo el silencio, pero después descubrió que él la estaba mirando con fijeza.
—Con la ropa adecuada, usted será una verdadera sensación —dijo Sir Harvey con aire reflexivo—. Los tonos azules y verdes le sentarán mucho; aunque, algunas veces, un toque de color de rosa es efectivo con el cabello dorado.
—¿Cómo sabe usted estas cosas? —preguntó Paolina asombrada.
—Rodar por la vida tiene sus ventajas. Hace cosa de un año, más o menos, viví en París. Una hermosa actriz, muy famosa, me honró con sus favores. Ella me permitía acompañarla a escoger sus vestidos y así me enteré de lo importante que es para una mujer que sé vea lo mejor posible.
—¡Qué inteligente es usted! —exclamó Paolina.
—Me honra que así lo crea —contestó Sir Harvey y sus ojos parecieron brillar con mayor alegría que nunca al añadir—: ése es el tono exacto de voz con el que debe hablar a un hombre. La admiración es, desde luego, la forma más sincera de adulación.
—Lo dice como si yo estuviera tratando de impresionarlo a usted —protestó Paolina.
—Es el tipo de esfuerzo que debe hacer. Querida mía, usted es muy hermosa, pero la verdadera belleza es una obra de arte. Voy a tomar el material crudo que Dios le dio y lo convertiré en algo tan exquisito que encontrará a un hombre dispuesto a pagar cualquier precio por el privilegio de poseerla.
Paolina desvió la vista para mirar hacia el mar.
—¿Tendrá el amor alguna intervención en todo esto? —preguntó en voz muy baja.
—El amor es algo que de manera invariable salta por la ventana en cuanto la pobreza entra por la puerta —contestó Sir Harvey, y su voz era dura—. Para poder amar uno necesita comodidades, un ambiente lujoso, música suave, perfumes, vinos y buena comida. Cuando ya tenga todas esas cosas, Paolina, podrá pensar en el amor.
Ella no contestó, pero la forma repentina con que dejó caer los hombros y la tristeza que invadió sus ojos lo hicieron a él decir:
—No tenga miedo. No la obligaré a casarse con alguien que le parezca repulsivo. Pero, una vez que tenga un marido noble y rico, descubrirá que dispone de tiempo más que suficiente para buscar el amor.
—Me gustaría poder casarme con el hombre que amara, o amar al hombre con quien tuviera que casarme.
—Está pidiendo demásiado. La naturaleza da con una mano y quita con la otra. A usted le ha dado belleza; aunque no dinero para adornarla. A mí, me dio pobreza, pero, a la vez, ingenio para sacar provecho a todas las oportunidades. Debemos contentarnos con lo que tenemos. Cultive sus sueños si lo desea, pequeña Paolina, pero recuerde que la riqueza, la seguridad y una buena posición significan mucho más al llegar a la vejez, que todas las penas de un amor insustancial.
—Es usted un cínico —exclamó Paolina.
—No; soy realista. Sucede que he amado a muchas mujeres y he descubierto que, tarde o temprano, todas palidecen ante mis ojos. Es fácil para un hombre, en esas circunstancias, tomar su sombrero y marcharse. Pero; una mujer sólo tiene unos cuantos años en los cuales puede ofrecer algo digno de ser adquirido a cambio de un anillo en el dedo.
Paolina se puso de pie de un salto.
—¡Es usted horrible! —rugió—. El amor no es así. No es cruel, duro, ni feo, ni mucho menos codicioso. Es gentil, dulce y tierno. Y, cuando llega, nada más importa. Los besos no pueden calcularse en dinero. Nada me hará creer lo contrario. Yo… no iré con usted.
Se quedó de pie, temblando por la intensidad de sus sentimientos. Sir Harvey se levantó con lentitud.
—¡Cuánta pasión por nada! Si no viene conmigo, ¿qué será de usted? ¿Se quedará aquí? Su belleza no durará mucho si trabaja entre los pescadores.
—Se está riendo de mí —dijo Paolina casi sollozando.
—Por su propio bien, debo hacerla despertar de sus sueños y enfrentarla a la realidad. Seamos sensatos. Le he dicho la verdad. Le he explicado lo que intento hacer. Si no lo acepta, debemos separarnos.
—¿Me dejará aquí sola? —preguntó Paolina con voz temblorosa.
—Me temo que sí —contestó él—. Ya le he dicho que soy un aventurero, y puedo ser inmisericorde si la gente interfiere o no coopera conmigo. Voy a Venecia. Estoy dispuesto a llevar a mi hermana conmigo, pero no estoy interesado en complicarme la vida con ningún otro tipo de relación.
—¡Es usted imposible! —exclamó Paolina—. ¿Piensa que estoy sugiriendo que iría con usted como… como su…?
No pudo completar la frase. Sir Harvey se echó a reír y extendiendo una mano la hizo levantar la barbilla.
—Se ve más linda a cada momento. Aún furiosa se ve encantadora. Pero debemos deshacernos de esa ropa mal hecha. Volvamos a la casa. Debemos partir en una media hora más.
—Está seguro de que iré con usted, ¿verdad?
Él se echó a reír de nuevo.
—No tiene otra alternativa. Si cambia de opinión, cuando lleguemos a Ferrara puedo dejarla allí. Tal vez encuentre suficiente costura para ganarse un mendrugo de pan. Sin embargo, no puedo evitar el pensar que, una vez que pongan los ojos en usted, los caballeros de Ferrara van a tener ideas muy diferentes.
—Debo acompañarlo, por lo que veo —dijo Paolina—. Le estoy muy agradecida, aunque tengo miedo.
—¿De mí o del futuro?
—De ambos, pero especialmente de usted —confesó Paolina.
—Tal vez he sido poco gentil —concedió él—. Pero quería que se enfrentara a la realidad y no la insultaría tratando de engañarla. Debo, para decirlo con toda franqueza, venderla al mejor postor y le aseguro que, en lo personal, haré que la operación me resulte productiva.
—Pero supongamos que… después de todo, soy un fracaso. ¿Entonces qué? Supongamos que nadie me quiere y se quede usted conmigo en las manos.
—En ese caso trataré de encontrar otra forma de librarme de usted —dijo Sir Harvey—. Puedo siempre, desde luego, tirarla en la laguna en una noche oscura.
Su sonrisa y el brillo alegre de sus ojos reveló a Paolina que hablaba en broma. Tuvo la repentina impresión dé, que bajo su apariencia cínica y mundana, él era un hombre bondadoso y que, sin importar lo que sucediera, jamás la abandonaría a su suerte.
Estaban ahora caminando hacia el pueblo y ella puso una mano en su brazo.
—Confío en usted —dijo—. No sé por qué y, aunque usted no lo crea, no es sólo porque me vea en la necesidad de hacerlo. Algo en mi corazón me dice que estoy en lo cierto.
—Entonces, desde luego, debe seguir los impulsos de su corazón… excepto cuando intervengan en los planes que yo tenga para su matrimonio.
—Sólo… espero que seleccione a alguien a quien, al menos… yo pueda… respetar —observó Paolina titubeante.
—Le prometo que seleccionaré para usted a un marido alegre; alguien que la haga reír, que haga de su vida una eterna fiesta. Viajará en la gran góndola dorada en la que toda novia es conducida a su boda… pero no puedo prometerle que usted respetará al novio.
—Suena mejor de lo que me imaginaba —dijo Paolina.
Cuando entraron en la casa donde habían pasado la noche, Gasparo y su mujer apenas se estaban levantando de la siesta. Pasó bastante tiempo antes que la carreta, tirada por una mula desnutrida, estuviera lista y dedicaron un poco más de tiempo a las despedidas.
—Me temo que no puedo pagarle en efectivo su hospitalidad —oyó a Sir Harvey decir a Gasparo—. Todo lo que poseía se perdió en el naufragio. Pero ¿aceptaría esta piedra preciosa? Es un zafiro de buena calidad y, si lo vende a un joyero respetable, le proporcionará una buena suma que puede ser una tranquilidad para su vejez.
—Es usted más que generoso, señor —dijo Gasparo tomando la piedra en la mano—. El naufragio ha traído riqueza al pueblo, por la que estamos muy agradecidos. Si le brindé la hospitalidad de mi humilde casa fue sin interés alguno de recompensa.
Hubo un intercambio final de cortesías y por fin se pusieron en marcha. Cuando se alejaron del pueblo, Paolina le dijo Sir Harvey en un susurro:
—¿Es verdad que no tiene dinero? ¿Qué haremos para pagar la comida y el hospedaje?
—Deje esos problemás en mis manos —contestó Sir Harvey—. Y no necesita hablar en voz baja, querida mía. El hombre que conduce la carreta no conoce una palabra de nuestro idioma.
—Olvidaba que estaba hablando en inglés —dijo Paolina sonriendo—. Me he acostumbrado a hablar indistintamente en los dos idiomás.
—Es muy útil que sepa italiano. Hubiera sido un problema adicional tener que enseñarle el idioma.
—¿Cómo aprendió usted a hablar tan bien el italiano? —preguntó Paolina.
—Tuve una maestra muy atractiva.
—¡Oh, ya veo!… Así que aprendió italiano y francés en la misma forma, ¿no? ¿Y sabe algo de alemán?
—No, lamento confesar que mi alemán no es nada fluido. Pero estoy muy agradecido a cierta dama que cantaba óperas en alemán como un ángel, porque ella hizo posibles ciertas cosas para usted y para mí.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Paolina, desconcertada.
Sir Harvey no contestó. Se quedó sentado con la mano metida en el bolsillo de la chaqueta, deslizando los brillantes y las perlas con lentitud entre los dedos.
El viaje a Ferrara fue cansado e incómodo, y llegaron a la ciudad cuando empezaba a oscurecer. Las grandes torres y campanarios recortaban su silueta contra el cielo, que tenía ya un tono azul marino. La historia de la ciudad parecía estar escrita en las angostas callecitas medievales que rodeaban la Catedral. Paolina lo observaba todo admirada. No había esperado nada tan impresionante.
—¿Adónde vamos? —preguntó en voz baja cuando el carruaje en que viajaban dio vuelta en dirección de una calle muy transitada.
—A la mejor hostería de la ciudad —contestó Sir Harvey—. Y recuerda que ahora debemos tutearnos porque somos hermanos y tu nombre es Paolina Drake.
El carruaje se detuvo. El bajó y entró en la posada llamando imperiosamente al posadero. Un hombre salió corriendo, reparando con asombro en el lamentable aspecto de Sir Harvey.
—Quiero las mejores habitaciones, buen hombre —dijo Sir Harvey en tono autoritario—. Mi hermana y yo naufragamos en sus malditas costas. Nuestro equipaje se perdió, venimos llenos de agua salada y llegamos aquí en el colmo de la incomodidad, avanzando por sus descuidados caminos.
—¡Qué desastre, su señoría! —exclamó el posadero.
—Condúzcanos a nuestras habitaciones y ruegue al cielo porque nuestras camás sean cómodas —ordenó Sir Harvey—. Prepárenos una comida decente y tráiganos un buen vino. También quiero que vengan el mejor sastre y la mejor costurera de la ciudad a atendernos inmediatamente.
El posadero se veía impresionado por el tono de voz de Sir Harvey.
—Sí, sí, su señoría —contestó—. Todo se hará como usted ordena. Mis mejores cuartos, por fortuna, están desocupados ahora. Tengan la bondad de seguirme.
Sir Harvey y Paolina lo siguieron, subiendo una angosta escalera, hasta llegar a dos amplias habitaciones, bien amuebladas y decoradas, cada una con su propia salita. Paolina iba a comentar lo lindas que eran, cuando Sir Harvey exclamó en tono desdeñoso:
—¿Esto es lo mejor que tiene?
—Son las mejores que hay en toda Ferrara, su señoría. Todo personaje de importancia se hospeda aquí. El mes pasado…
—Está bien, está bien —lo interrumpió Sir Harvey—. Si es lo mejor que hay; nos resignaremos. Dése prisa con el vino y no olvide mandar llamar al mejor sastre de la ciudad.
—Ahora mismo, su señoría —dijo el posadero y cuando llegaba ya a la puerta, Sir Harvey exclamó:
—Quiero también ver a un joyero. ¿Me puede recomendar alguno?
—Sí, su señoría. Todo el mundo consulta a Farusi cuando viene a Ferrara. Es el joyero más famoso de toda Lombardía.
—Dígale que venga aquí dentro de una hora —ordenó Sir Harvey.
—Pero, Farusi no sale de la tienda, su señora. Los clientes van a verlo a él.
Sir Harvey se irguió.
—Diga a Farusi que, si quiere hacer negocio con Sir Harvey Drake, de Inglaterra, debe venir aquí. De lo contrario, acudiré a otro joyero.
—Muy bien, muy bien, su señoría.
El posadero hizo una gran reverencia y salió corriendo. Cuando cerró la puerta tras él, Paolina se volvió hacia Sir Harvey.
—Estuvo usted magnífico —dijo—. Pero ¿para qué quiere al joyero?
—No hagas preguntas y recuerda tutearme. La costurera no tardará y debemos concentrarnos en seleccionar vestidos que te conviertan en la sensación de Venecia.
—Empiezo a disfrutar de esta aventura, a pesar mío —confesó Paolina—. Lo único que me aterroriza es que pueda fallarle.
—No fallarás si dejas todo en mis manos. Todo lo que tienes que hacer es verte hermosa y hacer lo que yo te diga.
—Lo que usted necesita es una muñeca, no una mujer —replicó Paolina.
Él se echó a reír, tomó la mano de ella y se la llevó a los labios.
—Eres mucho más divertida de lo que podría ser nunca una muñeca. Pero la idea no es mala, después de todo.
* * *
Tres horas más tarde, Paolina empezaba a desear ser en realidad una muñeca y no tener las sensaciones y fatigas de una joven de carne y hueso. Se le doblaba la cabeza de cansancio y el cuerpo le dolía todavía a resultas de los golpes recibidos durante el naufragio la noche anterior, pero Sir Harvey no le permitió que se retirara a descansar.
Tuvo que permanecer de pie mientras le colocaban sedas, satenes, brocados y gasas sobre los hombros, o se los ceñían a la cintura.
Por momentos, pensaba que se iba a quedar dormida de pie. Todo había tomado mucho tiempo porque Sir Harvey era llamado en forma casi continua. Tuvo que dar instrucciones a su sastre, someterse a medidas y escoger él mismo brocados, satenes, chalecos bordados, botones de pedrería y encajes antiguos.
Luego, un sirviente anunció que Farusi esperaba para verlo. Sir Harvey volvió a marcharse, pero regresó unos minutos más tarde, y ella comprendió, por la expresión de su rostro, que venía muy satisfecho.
—Y ahora, querida mía, a concentrarnos en tu guardarropa —dijo él.
—Se está haciendo tarde —protestó Paolina—. ¿No podríamos posponerlo para mañana?
—No tenemos tiempo que perder. Queremos estos vestidos tan pronto como sea posible. No podemos permanecer en Ferrara por tiempo indefinido. Ahora, veamos otro traje de noche.
Tomó un pedazo de una tela brillante, muy costosa, y ordenó un traje para ella.
—Pero ¿cómo podemos pagar todo esto? —preguntó Paolina en inglés.
—Te sorprendería saber lo mucho que podemos pagar —contestó él.
La costurera, muy emocionada por el pedido que acababa de recibir, estaba guardando todos sus materiales, lista para marcharse.
—Le doy una semana —le dijo Sir Harvey—. Todo lo que no esté listo en ese tiempo será cancelado. ¿Entendido?
—Muy bien, su señoría. Todo estará listo. Es un placer vestir a una persona tan hermosa como su hermana.
La mujer hizo una reverencia y se retiró. Sir Harvey se dirigió a donde estaba Paolina, que se había sentado en su cama, vencida por el cansancio.
—Estás agotada —le dijo—. Ambos dormiremos bien esta noche y con la conciencia tranquila. El primer paso ya ha sido dado. Ahora podemos disponer del dinero suficiente para los siguientes.
—Está bien… quiero decir, ¿dispones ya del dinero? —preguntó Paolina.
—Ya te he dicho que no abrumes tu cabecita con problemás que son míos.
Sir Harvey sacó algo de su bolsillo y lo extendió hacia ella. Paolina miró lo que le mostraba con ojos opacos de fatiga, pero de pronto lanzó una exclamación emocionada.
Él tenía, entre los dedos, un collar de perlas con un broche que parecía demásiado grande para ellas.
—¡Perlas! —exclamó Paolina.
—Son para ti —dijo él.
—¡Para mí!
Con un grito de placer, las manos de ella se extendieron hacia el collar, pero después las dejó caer a los lados.
—Pero, no puedo aceptarlas —dijo—. Deben costar una fortuna y vas a necesitar ese dinero.
—En caso de que lo necesitemos, nuestro capital estará a buen recaudo alrededor de tu cuello —dijo él—. Y piensa en la impresión que causarán. Son perlas de la mejor calidad. Me lo ha dicho una autoridad en la materia.
—Son hermosísima, pero…
—No hay pero que valga —la interrumpió Sir Harvey—. Son tuyas y quiero que las uses.
—¿Fue por eso que hiciste llamar al joyero?
—Una de las razones. Pero no pierdas el tiempo haciendo preguntas. Déjame ponértelas.
Ella inclinó su graciosa cabeza hacia él, para qué colocara las perlas alrededor de la tibia columna de marfil de su cuello. Paolina las acarició con los dedos y después caminó hacia el espejo para mirarse.
—Nunca pensé que llegaría a usar perlas —dijo asombrada.
—Te sientan muy bien —contestó él.
Paolina se volvió hacia él y corrió a su lado en un pequeño gesto impulsivo.
—¡Oh, gracias! Muchas gracias —le dijo.
Radiante, casi bailando de emoción, olvidada toda la fatiga, sus ojos se iluminaron con la emoción de sus primeras joyas.
Él se quedó de pie, mirándola con grave expresión. Entonces inclinó la cabeza y le besó la mejilla.
—Buenas noches, hermanita —dijo, y salió de la habitación cerrando la puerta tras él.
Paolina volvió hacia el tocador y contempló las perlas de nuevo, tratando de vencer todas sus inquietudes respecto a ellas.
Se desvistió con lentitud, mirándose de vez en cuando en el espejo, y después se metió entre las frescas sábanas de la cama rodeada de cortinas y dejó caer la cansada cabeza sobre la almohada.
Pensó que se iba a quedar dormida en el acto, pero, ahora que ya podía descansar, se veía impedida de hacerlo. Sus pensamientos daban vueltas en círculos constantes.
Recordó a su padre y el último largo año que había pasado enfermo. Le pareció escuchar de nuevo sus impacientes gritos y las maldiciones que solía lanzarle cuando ella no hacía con exactitud lo que él quería.
Antes de eso, sólo podía recordar los largos días y las noches interminables que había pasado sola, encerrada bajo llave en el cuarto de alguna modesta casa de huéspedes o de una posada de mala nota, esperando a que él volviera del club o del casino.
¡Qué miserable había sido su vida, qué terriblemente vacía de amistad o de bondad! Recordó las terribles ocasiones en que habían salido furtivamente, sin pagar a personas que habían confiado en ellos…
A su padre nunca le importó eso. Había aniquilado en él hasta la última chispa de decencia, y parecía apostar, no sólo su dinero, sino su propia alma. Viajaban de una población a otra, y a medida que el dinero se iba acabando, los alojamientos se volvían más modestos y menos respetables.
Luego, él había caído enfermo… una especie de fiebre reumática lo dejó casi paralizado, de modo que sus manos no pudieron ya sostener las cartas. Eso fue lo más terrible que podía sucederle, pues el juego era lo único que le interesaba en la vida.
Habían ido de médico en médico, sin pagarle a ninguno, huyendo en cuanto las cuentas se acumulaban y no podían cubrirlas. Después, él había decidido que quería ir a Venecia. Alguien le había hablado de lo divertido que era el juego allí y de las altas apuestas que se hacían en sus casinos.
Desesperaba de lograr su deseo cuando, de pronto, llegó de Inglaterra una carta que contenía dinero. Era un pequeño legado de un primo distante que los había andado siguiendo desde hacía meses. Se trataba de una cantidad modesta, y Paolina había sugerido que la gastaran con especial cuidado. Pero su padre no podía pensar en otra cosa que en invertir el dinero en adquirir los pasajes para ir a Venecia.
—¿Qué sucederá cuando lleguemos? —había preguntado Paolina.
—Ganaré dinero, no te preocupes por eso —contestó él, lleno de confianza.
Ella conocía demásiado bien ese tono de voz, esa ansiosa esperanza y la codicia de sus ojos.
Le había suplicado, de rodillas, que no fueran; pero él la había maldecido, ordenándole que obedeciera.
Comprendió ahora que no podía lamentar mucho su muerte. Tal vez las desventuras que había sufrido en esos últimos años habían adormecido su corazón. Se preguntó cómo se había atrevido a hablar de amor a Sir Harvey. ¿Acaso el amor significaba algo para ella?
De niña, había deseado con desesperación amar y ser amada. Trató de amar a su padre, porque él era lo único que tenía. Había volcado todo su afecto en él, pensando que él le correspondería, porque ella lo amaba muy profundamente. Pero, poco a poco se dio cuenta de que eso no significaba nada para él.
¡Su padre no la había amado nunca! Paolina descubrió de pronto que su almohada estaba húmeda de lágrimás. Trató de reírse por ser tan tonta. Debía haberse sobrepuesto a lo sucedido largo tiempo atrás. Había llorado con mucha frecuencia en el pasado y ahora se propuso no llorar más. Se volvería tan dura e indiferente con el mundo como el mundo lo era con ella.
Y, sin embargo, ¡cuán agradecida debía estar! Si Sir Harvey no la hubiera tomado bajo su protección, ¿qué habría sido de ella? Por un momento, volvió a pensar que tal vez hubiera sido mejor que muriera en la tormenta, pero, como era tan joven y tenía miedo a la muerte, se alegró de estar viva.
Aquel pensamiento cosquilleó por todo su cuerpo hasta llegar a la punta de los pies… estaba viva. Tenía aún mucho por vivir y Sir Harvey la protegería.
—Estoy agradecida… claro que lo estoy —murmuró, y se enjugó las lágrimás con un gesto decidido, en la oscuridad de su alcoba, avergonzada de su propia debilidad.
Se llevó las manos hacia las perlas que adornaban su cuello. Él se las había regalado. Era el primer regalo que recibía de un hombre, las primeras joyas que poseía… ¡Perlas que valían una fortuna!
Una cálida emoción inundó su alma. ¿Por qué no le había dado a él las gracias de manera más efusiva? Recordó que había sentido un impulso casi irresistible de echarle los brazos al cuello y besarlo.
Sintió cómo se ruborizaba en la oscuridad. Por fortuna, no lo había hecho. Ciertamente, no era la conducta que él habría esperado de su hermanita.