Capítulo 5

Lord Rothwyn salió de la Cámara de los Lores. Su amigo, Henry Grey Bennet, lo esperaba.

—Lo lamento, Henry.

—Era lo que esperaba, pero lo volveré a intentar, no temas. Lo haré una y otra vez hasta que logre que se apruebe esta enmienda.

—Y te apoyaré.

—Hiciste cuanto pudiste. Tu discurso fue excelente y muy elocuente.

—Gracias.

—¿En dónde ahogaremos nuestras penas?

Lord Rothwyn titubeó un momento. Estaba a punto de aceptar la sugerencia de ir a tomar una copa, pero tuvo la indefinible sensación de que debía regresar a la Casa Roth.

No podía explicárselo, pero lo acometió la súbita urgencia de marcharse a casa.

—Discúlpame, Henry, será en otra ocasión. Vine del campo sólo para cumplir mi compromiso contigo y ahora debo regresar.

—No sueles estar fuera de Londres en esta época del año. Te perdiste la carrera de Ascot —replicó su amigo.

No recibió respuesta, porque Lord Rothwyn ya se había alejado, dirigiéndose al carruaje que lo esperaba.

El vehículo tirado por cuatro excelentes pura sangre, recorría la distancia hasta la Casa Roth con asombrosa rapidez.

Al subir, recordó que había tenido el propósito de ir a la Casa Carlton. El Regente había regresado desde Londres a Brighton, para asistir al bautizo de la hija del Duque y la Duquesa de Kent en el Palacio Kessington.

Sabía que su alteza anhelaba discutir con él ciertas alteraciones y adiciones que deseaba realizar en el Pabellón Real en Brighton.

—La gente me critica y se burla del pabellón —le había comentado con amargura su alteza durante la última visita que Lord Rothwyn le hiciera en Brighton.

—La posteridad admirará las mejorías que ha realizado usted en Londres, señor —contestó Lord Rothwyn— y un día, el Pabellón Real será uno de los sitios principales de atracción en Brighton.

Pero a pesar de que sabía que lo correcto sería visitar al Regente, Lord Rothwyn deseaba llegar a la Casa Roth.

Tomó las riendas y lanzó sus caballos a toda velocidad. Su palafrenero notaba, con gran satisfacción, cómo todos volvían la cabeza y lanzaban miradas de admiración al verlos pasar.

Resultaba imposible no admirar a Lord Rothwyn. No sólo era apuesto, sino que su sombrero de copa y su impecable aspecto complementaban la elegancia del carruaje y la magnificencia de los caballos.

Muy pronto, dejaron a Londres atrás y, manteniendo el mismo paso veloz, llegaron al valle sobre el cual se erguía la Casa Roth.

La gran mansión se veía soberbia a la luz de la tarde, que hacía brillar los rojos ladrillos como piedras preciosas.

Una bandera ondeaba en lo alto del techo y, abajo, el lago, en cuya superficie flotaban blancos cisnes, refulgía dorado.

Como siempre que veía la casa, Lord Rothwyn sintió orgullo, no sólo de ser su poseedor, sino de proceder de una larga línea de antepasados inteligentes y creativos.

Se detuvo ante la puerta del frente, bajó, y se dirigió a lo alto de la escalinata, donde lo esperaba el mayordomo.

El mayordomo, al recibir el sombrero y los guantes, le indicó:

—Una dama lo espera en el salón plateado, señor.

—¿Una dama?

—La señorita Studley, señor.

Por un momento, Lord Rothwyn permaneció rígido y luego, con el ceño fruncido cruzó el vestíbulo.

Un lacayo le abrió la puerta del salón y al entrar vio a Sophie de pie junto a la ventana.

Se había quitado el sombrero y la luz del sol se reflejaba en su dorada cabellera, revelando a la vez la perfección de su piel blanca y sonrosada, el transparente azul de sus ojos y la curva clásica de su boca.

Ella se volvió al escucharlo entrar y, con una exclamación de alegría, corrió a su encuentro.

—¡Iñigo!

—¿Qué haces aquí?

La pregunta era abrupta y cortante.

—¿Necesitas preguntarlo?

Como Lord Rothwyn la miraba sin hablar, extendió sus brazos hacia él como si deseara rodearle el cuello.

—¡Tenía que venir, Iñigo! —exclamó con tono dramático—. ¡Tenía que hacerlo!

Estuvo a punto de arrojarse en sus brazos, pero él se alejó y se detuvo de espaldas a la chimenea.

—No te invité.

—Lo sé, pero no podía estar sin verte. Así que decidí venir esta tarde.

—No tenemos nada qué decirnos. ¡Nada!

—Yo tengo mucho qué decir —insistió Sophie con tono meloso, acercándose de nuevo a él—. Me he dado cuenta de cuánto te amo y de que no puedo vivir sin ti.

Lord Rothwyn la miró y sus labios se plegaron en una sonrisa cínica.

—¿Qué pudo haberte provocado este estallido de pasión? ¿No será el hecho de que Verton haya partido para el continente? —observó.

El súbito brillo de los ojos de Sophie le indicó que ella no esperaba que él lo supiera. Sophie, sin embargo, no cambió su tono de voz al añadir:

—Cometí un error, Iñigo, cuando te envié a Lalitha esa noche, o más bien, al permitir que mamá me obligara. Ya sabes que me prohibía siquiera pensar en casarme contigo.

—¿Así que fue tu madre quien te obligó a fallarme en el último momento?

—Sí, sí, fue mamá. Como sabes, es muy autoritaria y no podía desobedecerla. Te amo, y se lo dije, pero no quiso escucharme.

Los ojos de Lord Rothwyn eran duros.

—Eres buena actriz, Sophie, pero no lo suficiente. Sé por qué has venido hoy aquí. Verton habló y la sociedad ya no te sonríe tanto como antes.

—¡No es verdad! Y, de todas maneras, no importa. Te amo, es lo único que interesa.

—¿Aun cuando no soy duque?

—Jamás me quise casar con Julius. Mamá me obligaba y mientras él permaneció en Inglaterra no me atreví a ponerme en contacto contigo. Pero ahora que se fue, soy libre. Libre para venir a ti, que es lo que deseo.

—¿No has pensado que ya es demasiado tarde? Como sabes, estoy casado.

Hizo una pausa y preguntó:

—¿Viste a Lalitha? ¿Qué le has dicho?

—No te inquietes. Lalitha no interferirá en nuestros planes.

—¿Cuáles planes? ¡No permitiré que inquietes a Lalitha!

Lord Rothwyn se dispuso a tirar del cordón de la campanilla y al adivinar sus intenciones, Sophie se apresuró a decir:

—No tiene caso que la llames. Lalitha se fue.

—¿Qué quieres decir con que se fue?

—Le dije lo mucho que te amo —le explicó Sophie— y estuvo de acuerdo en alejarse de tu vida. Después de todo, sólo te casaste con ella para vengarte de mí, para castigarme.

—¿Lalitha estuvo de acuerdo en alejarse de mi vida? ¿Cómo? ¿Adónde fue?

—No te molestará ya más. Hice arreglos para su futuro. Estará bien. No hay necesidad de que pienses más en ella.

—¿Adónde se fue?

—Vamos… ¿qué importa? No has anunciado tu matrimonio, así que nadie en Londres lo sabe. Estoy dispuesta a casarme contigo en cuanto sea posible, mañana o el día siguiente. Así estaremos siempre juntos, tal como lo deseabas. Se detuvo al darse cuenta de que el rostro de Lord Rothwyn se contraía con una ira incontenible.

—¿Te imaginas que te tocaría, ya no digamos que me casaría contigo, después de la forma en que tú y tu madre trataron a Lalitha?

—Yo nada tuve que ver, y si te ha contado un montón de mentiras, no tienes por qué creerlas. Siempre ha sido una embustera y tramposa. Después de todo, no es más que una bastarda. Mi madre la cuidaba por caridad.

—¿Adónde se fue?

—¿Por qué te interesas en ella? ¡Es una pobre fea y macilenta! Y yo estoy dispuesta a entregarme a ti, Iñigo. ¿Qué más puedes pedir?

—¡Me das asco! Y aun cuando no quisiera ni tocarte, si no me dices a dónde se fue Lalitha te obligaré a revelármelo, aunque tenga que golpearte como tu madre golpeaba a esa pobre criatura.

Hablaba con tal vehemencia que, por instinto, Sophie retrocedió.

—¡Debes estar loco para hablarme así!

—¡Y será peor si no contestas a mi pregunta! ¿En dónde está Lalitha?

Dio un paso hacia ella y Sophie se atemorizó.

—¡No me toques! ¡Te lo diré!

—¡Qué sea rápido! —ordenó Lord Rothwyn.

—Le di dinero para que se fuera a Norfolk. No sé con exactitud adónde, pero tomó la diligencia.

—¿En el cruce de caminos?

—La llevé hasta allí.

Lord Rothwyn se dirigió hacia la puerta, y al llegar a ella, se volvió para decir:

—¡Fuera de mi casa! Si te encuentro aquí a mi regreso, ordenaré que te echen.

Cerró la puerta con un violento portazo.

El mayordomo lo vio pasar con el rostro descompuesto por la ira, pero Lord Rothwyn no se detuvo, dirigiéndose a las caballerizas.

—¡Mi carruaje de viaje con cuatro caballos frescos, enseguida! —ordenó.

En unos minutos, tenía listo el carruaje y, si había viajado desde Londres con gran rapidez, ahora obligaba a sus caballos a correr a una velocidad descomunal.

Al llegar al cruce de caminos, aminoró un poco la marcha para preguntar a Ned, que iba a su lado:

—¿Qué camino toma la diligencia que va a Londres?

—El de la derecha, señor.

Lord Rothwyn tomó ese camino y, a pesar de las curvas, mantuvo la misma velocidad. Ned tenía que asirse con fuerza del pescante para no caer, diciéndose que era la primera vez que su señoría forzaba tanto sus caballos.

Caía la tarde cuando, unos metros más adelante, divisaron la diligencia. Como el camino era angosto, a Lord Rothwyn le tomó un poco de tiempo pasarla, pero cuando lo consiguió hizo detenerse a sus sudorosos caballos, atravesándolos en el camino, a fin de cerrar el paso a la diligencia.

—¿Qué piensa que hace? —preguntó amenazador el cochero.

Milady, debe ir en el interior, Ned —indicó Lord Rothwyn— dile que venga conmigo.

—Sí, señor.

El cochero y su acompañante protestaron; pero él, sin prestarles atención, abrió la pesada portezuela.

Comprimida entre gordos granjeros, unos niños, un pastor y dos viajantes de comercio, vio a Lalitha.

Tenía la cabeza inclinada, y la capucha de la capa casi le cubría la frente, a fin de que los demás pasajeros no la vieran llorar.

Los sollozos habían acudido incontenibles a su garganta conforme la diligencia la llevaba cada vez más lejos de cuanto significaba seguridad y felicidad.

Al cruzar las puertas de la Casa Roth, Lalitha admitió para sí que perdía para siempre al hombre que amaba.

Lo amaba, pensó, desde que la besó en la iglesia al confundirla con Sophie.

Lo había amado, aunque le temía, cuando, al entrar en su habitación, le pareció el hombre más apuesto que había visto en toda su vida.

Y no se trataba sólo de su apariencia. Algo en él la atraía de forma instintiva, como si la zona más secreta de su alma reconociera en él a su igual.

Cuando permanecía sola en su habitación, le parecía que la casa, el mobiliario, los cuadros, formaban parte de él. Así como su antepasado había construido la mansión con lo mejor de sí mismo, Lord Rothwyn había imprimido en ella su personalidad.

Lalitha tuvo que reconocer que le había entregado a él el corazón de manera irrevocable y sin esperanzas.

«Lo amo, lo amo», había susurrado para sí, «y ahora jamás lo volveré a ver».

Sophie no había esperado a verla partir. En cuanto vio que Lalitha subió a la diligencia, regresó a toda prisa a la Casa Roth.

A pesar del ruido, el olor a tabaco y el sudor de la atestada diligencia, Lalitha no podía dejar de pensar en la belleza de Sophie.

Lord Rothwyn la admiraría al volver esa tarde. Lo imaginaba al entrar en la casa, y creía ver a los perros cuando corrían para saludarlo. Entonces descubriría que no era ella quien lo esperaba, sino Sophie.

La rodearía con sus brazos y la besaría. Al pensarlo, Lalitha sentía un dolor mayor que el que le producían las golpizas de su madrastra.

«¿Cómo soportaré pensar en él el resto de mi vida?», se había preguntado, y las lágrimas acudieron a sus ojos.

La diligencia rodaba a tumbos y se detenía en cada pequeño poblado. Algunos pasajeros descendieron; otros subieron y del techo subían y bajaban paquetes.

Pero Lalitha sólo podía pensar en Lord Rothwyn; en sus charlas amistosas y comprensivas, en las ocasionales miradas que la dejaban sin aliento y la hacían perder el habla.

¿Sentiría algún cariño por ella?, se preguntaba. ¿O sólo había sido para él una molestia, alguien a quien había encontrado por casualidad y de quien ahora se alegraba de librarse?

Intentó recobrar él orgullo y el valor que siempre pensó que poseía. Debía enfrentarse a los hechos: Ella no le importaba, era para él sólo una mujer a la que jamás habría prestado atención y que había conocido sólo por la perfidia de Sophie.

Había sentido pena por ella, eso era evidente, ¿pero qué otro sentimiento podría despertarle alguien tan poco atractiva?

Se dijo que nadie que hubiera conocido la increíble belleza de Sophie podría reparar en ninguna otra mujer, por fascinante que fuera y como ella no tenía ningún atractivo, no podría aspirar siquiera a llamar la atención de un hombre tan exigente como Lord Rothwyn.

Siempre supuso que en la vida de él existían muchas mujeres, y la charla de Nattie lo confirmó.

—Su señoría siempre ha recibido demasiado de la vida —le dijo una vez—. Desde que era pequeño lo echaron a perder todos con su admiración.

—¿Siempre fue tan apuesto? —preguntó Lalitha.

—¡Era el niño más bello que yo haya conocido, como un pequeño ángel! Y cuando creció, cómo lo perseguían las damas. Y con su físico, su fortuna y su posición social, es el sueño dorado de cualquier jovencita y, sin duda, el marido que todas las madres desean para sus hijas.

—Es extraño que no se haya casado antes.

—Eso le decía yo con frecuencia. Pero siempre se reía y me decía que todavía no encontraba una mujer que correspondiera a su ideal.

Pero la encontró, había pensado Lalitha ahogando un sollozo. Conoció a Sophie, que era tan bella como apuesto su señoría.

¡Una pareja ideal! Ya podía imaginar la emoción que su matrimonio causaría entre la alta sociedad.

El llevaría a Sophie a la Casa Carlton. Sería una hermosa asistente en la apertura del Parlamento y, sin duda, la noble más bella de la coronación.

Lalitha no había podido contener los sollozos que sacudían su pecho. Se había enamorado de un hombre que estaba tan fuera de su alcance como las estrellas del cielo.

«¿Cómo pude ser tan tonta?, parecían repetir las ruedas de la diligencia. Y también repetían su propia respuesta:

»¡No puedo evitarlo!».

Escuchó que uno de los pasajeros, un granjero, protestaba:

—¿Por qué nos detenemos ahora? Ya es muy tarde.

Entonces se abrió la puerta y un sirviente de librea asomó la cabeza. Vio a Lalitha y se dirigió a ella:

—Su señoría la espera afuera, milady.

Ella levantó el rostro con rapidez. Lo miró, incrédula.

—¿Su… señoría?

—La espera, milady.

Ned la ayudó a descender y ella vio el carruaje con los cuatro caballos atravesado en el camino.

Su corazón palpitaba, sofocándola, mientras caminaba hacia él. Ned la ayudó a subir y luego le cubrió las piernas con una manta cuando se sentó junto a Lord Rothwyn.

Los caballos iniciaron de nuevo la marcha.

Durante un momento, Lalitha no se atrevió siquiera a mirar a Lord Rothwyn, ya que Ned escucharía cuanto dijera y como él tampoco hablaba, le dirigió al fin una mirada furtiva.

Aunque él estaba de perfil, pudo notar que tenía el ceño fruncido y la boca apretada. ¡Estaba furioso! Y era con ella, a pesar de que había hecho lo que creyó mejor para él. ¡Lo que pensó que lo haría feliz!

Lord Rothwyn condujo el carruaje hasta que llegaron a un lugar donde los caballos podían dar vuelta y se detuvo para dejar pasar a la diligencia.

El sol, que se hundía en un resplandor glorioso, ya había desaparecido en el horizonte. Oscurecía y el camino hacia la casa Roth se cubría de sombras.

—¿Por qué se fue? —preguntó Lord Rothwyn antes de reiniciar la marcha.

—Pensé… que no querría… que me quedara… más tiempo —tartamudeó Lalitha.

—¿Y usted deseaba irse?

Ella levantó el rostro para mirarlo, entre asombrada y temerosa, y él notó huellas de lágrimas en sus mejillas y vio que sus pestañas estaban húmedas.

Entonces sonrió y su expresión se animó al añadir:

—¿No ha aprendido todavía que nunca dejo un edificio sin terminar?

El dolor desapareció del pecho de Lalitha y ya no sintió temor.

Una ola de increíble felicidad la envolvió, pero antes que pudiera responderle, él tiró de las riendas y los caballos empezaron a moverse.

«¡Me lleva de vuelta!», se dijo. «¡De vuelta… a casa!».

Los caballos galopaban, pero ahora con menor velocidad que antes.

Lalitha ya no tenía que soportar el olor, el calor y la proximidad de los otros pasajeros. El viento rozaba su rostro y una profunda emoción embargaba su corazón.

No había necesidad de palabras. Lord Rothwyn de nuevo, la rescataba de un profundo calabozo para sacarla a la deslumbrante luz.

Un grupo de vacas que cruzaban el camino los detuvo, lo cual aprovechó Lord Rothwyn para preguntarle:

—¿Se siente bien?

—Sí… bastante… bien.

Su pena había desaparecido. Todo le parecía luminoso y lleno de esplendor. Estaba al lado de él y eso era todo lo que le pedía a la vida.

Oscurecía y las nubes se hacían más densas, presagiando lluvia, pero como transitaban por un camino estrecho, y zigzagueante, con el bosque a ambos lados, era peligroso avanzar con rapidez.

Se movía por lo tanto con lentitud cuando, al salir de una curva, escucharon un grito al lado derecho del camino.

Lord Rothwyn, instintivamente, se detuvo cuando dos hombres a caballo aparecieron frente a ellos.

—¡Alto y manos arriba!

Lalitha lanzó un grito ahogado y vio que Lord Rothwyn volvía la cabeza hacia los dos enmascarados, que se detuvieron junto al vehículo.

El bajó la mano hacia una bolsa donde siempre llevaba una pistola para casos de emergencia, pero antes que pudiera alcanzarla, el salteador disparó y lo hirió en un hombro.

Lalitha lanzó un grito y Lord Rothwyn, soltando las riendas, se llevó la mano izquierda hacia el hombro lastimado.

—¡Será mejor que no intente ninguna otra tontería! —amenazó el salteador con voz ronca.

—¡Sáquenlos del camino! —ordenó otra voz y Lalitha se volvió hacia la izquierda, donde había otro enmascarado más.

¡Y Lord Rothwyn herido!

El hombre que disparó se acercó más al carruaje. Lord Rothwyn, a quien el disparo había hecho inclinarse hacia adelante, se había incorporado de nuevo y miró desafiante al salteador.

—¿Qué diablos quieren? ¡Traemos poco de valor!

—Necesitamos con urgencia buenos caballos.

—¡Malditos! —exclamó furioso Lord Rothwyn.

Lalitha notó entonces que el salteador volteaba su pistola y la tomaba del cañón. Levantó el brazo y ella comprendió que se disponía a golpear a Lord Rothwyn en la cabeza con la cacha.

Se puso de pie enseguida y extendió las manos para proteger a Lord Rothwyn.

—¡No! —gritó desesperada—. ¡No puede hacerlo!

—¿Por qué no? —preguntó el salteador.

Con voz quebrada por el miedo, ella logró tartamudear:

—Porque… a usted… lo conocen como… «El caballero de los… caminos» y ningún… caballero… golpearía a un hombre… desarmado y herido.

El salteador lo miró.

—Tiene valor, señorita. Está bien, pero dígale al señor que se guarde sus maldiciones.

Lord Rothwyn iba a decir algo, pero Lalitha le tapó la boca con la mano. Sabía que estaba furioso y que era incapaz de controlarse y de medir las consecuencias de sus actos.

Al sentir los temblorosos dedos de ella contra sus labios, él dijo en voz muy baja y controlada:

—No lo provocaré.

—Por favor… no lo haga —le suplicó Lalitha—. ¡Estoy… muy… asustada!

El la miró y ella se sentó de nuevo a su lado, con la respiración entrecortada y el corazón palpitante.

Rodeó el brazo de Lord Rothwyn con sus dos manos, como para darse valor y sentir su protección.

Los asaltantes condujeron los caballos del carruaje fuera del camino y se adentraron por una vereda dentro del bosque. No se detuvieron hasta llegar a un claro, donde, en fecha reciente, se habían derribado algunos árboles.

Mientras unos empezaban a soltar los caballos, otro asaltante hizo descender a Ned y lo ató a un árbol.

El que disparó contra Lord Rothwyn se acercó a ellos a un lado del vehículo y ordenó:

—Sus carteras y bolsa y todo lo demás que traigan de valor ¡y rápido!

Se inclinó y tomó la pistola que Lord Rothwyn había tratado de sacar y, mirándola, exclamó:

—Es mucho mejor de las que yo puedo comprar. Y también sus caballos son de los más finos que hemos conseguido.

Lalitha comprendió que trataba de provocar deliberadamente, a Lord Rothwyn, por lo que le apretó a él el brazo con más fuerza.

—Entregue mi cartera al «Caballero de los caminos» —indicó con voz calmada, pero sarcástica.

Lalitha hizo lo que él decía y los ojos del hombre se dirigieron hacia su bolso de mano.

—También me lo llevaré. Se lo regalaré a una mujer que me gusta.

Lalitha se lo entregó, y cuando el hombre lo abrió lanzó un pequeño silbido de sorpresa al ver su contenido.

—¡Es usted una mujer valiente! ¡Así es como me gustan!

Le dirigió una mirada maliciosa con los ojos entrecerrados e hizo un gesto con los labios que la atemorizó.

De pronto, sintió un miedo desesperado de algo que no comprendía y se acercó más a Lord Rothwyn. El salteador extendió la mano hacia ella y Lalitha notó que Lord Rothwyn se ponía rígido.

Entonces se escuchó un grito de los hombres que soltaban los caballos. Ya empezaban a alejarse con los animales de su señoría y le indicaban a su compañero que se les uniera.

—¡No tengo tiempo! —exclamó mientras se echaba la pistola al bolsillo—. ¡Lástima, es usted una bonita pieza!

Espoleó su caballo y se reunió con los demás y un instante después desaparecieron entre la espesura.

Entonces empezó a llover. Lalitha, inmediatamente, miró a Lord Rothwyn.

—Le atenderé el brazo, pero primero debemos buscar dónde cobijarnos. ¿Cree poder caminar?

—Sí, por supuesto.

Lalitha notó que la chaqueta de él tenía una gran mancha escarlata. Bajó con presteza y, rápidamente, rodeó el vehículo para ayudarlo a descender, pero él se movió con cierta facilidad y se apresuró a caminar hacia los árboles.

Lalitha se volvió hacia Ned.

—Vuelvo en un momento a desatarlo, pero primero debo encontrar un lugar para que su señoría no se moje.

—Estaré bien, milady.

Mientras se dirigían hacia la espesura, donde los árboles podrían protegerlos de la lluvia, Lalitha lanzó una exclamación. Delante de ellos se alzaba una rústica cabaña de troncos.

Con seguridad la habían hecho los leñadores que trabajaban en las cercanías, se dijo, y corriendo hacia la puerta la abrió y sintió una oleada de calor.

Quedaba aún el rescoldo de una chimenea improvisada, en la que apenas unas horas antes había ardido un buen fuego.

Lalitha dejó la puerta abierta y corrió hacia donde Lord Rothwyn, lento y tambaleante, caminaba entre los árboles.

—¡Encontré una cabaña!

—Será un alivio —le contestó y ella notó que era un esfuerzo para él hablar.

Al llegar a la, cabaña, se dejó caer exhausto en el suelo de tierra. Lalitha llevaba con ella su pequeño bulto de costura que había tomado de la Casa Roth. Lo abrió y dijo:

—Voy a cortar su manga para poder vendarle el brazo. Trataré de no lastimarlo, aun cuando será imposible quitarle la chaqueta sin que le duela.

Sólo tenía sus pequeñas tijeras de bordar, pero logró cortar la manga de la fina chaqueta. Vio que la herida estaba en lo alto del hombro y pensó con cierto alivio, que tal vez la bala sólo había rozado la piel, sin tocar el hueso.

La sangre le impedía sentirse segura de nada. Escurría por el brazo de Lord Rothwyn y lo cubría todo, incluso su mano, con un hilo escarlata.

Lalitha hizo una compresa con su ropa interior, la presionó contra la herida para detener la sangre y la vendó con tiras que había cortado de su camisón.

Cuando terminó pudo notar, a pesar de la penumbra de la cabaña, la palidez de Lord Rothwyn y comprendió que debía sufrir mucho.

—Iré a liberar a Ned.

—Hay una botella de coñac en el carruaje. ¿Sería tan amable de traerla?

—Por supuesto, ¿por qué no me lo dijo antes?

Corrió tan rápido como pudo hacia el vehículo. Ya para entonces llovía con fuerza.

Tomó el coñac, así como la manta, y regresó presurosa a la cabaña. Entregó la botella abierta a Lord Rothwyn, tomó sus tijeras y volvió a donde estaba Ned.

Resultaba difícil tratar de cortar la gruesa cuerda con que lo habían atado. Primero, intentó deshacer el nudo, pero no lo logró.

—Iré por ayuda, milady —dijo Ned cuando al fin logró soltarlo.

—Sí, por favor. Me temo que la villa más cercana se encuentra lejos. Recuerdo que hace bastante la dejamos atrás.

—Tal vez tengo que ir todavía más lejos. En esos lugares pequeños será difícil encontrar algo conveniente en qué transportar a su señoría.

—Supongo que tienes razón, Ned. En ese caso, lleva por favor los cojines del vehículo a la cabaña, para que su señoría esté más cómodo. Allí había un fuego en la chimenea.

—Lo encenderé de nuevo, así tendrán calor y algo de luz mientras yo vuelvo.

Ned arrancó los asientos acojinados, los llevó a la cabaña y ayudó a Lalitha a colocarlos, de modo que Lord Rothwyn pudiera sentarse en uno de ellos y recostarse en el otro.

Para entonces, la oscuridad era casi total. Por fortuna, había suficiente madera y la chimenea tenía buen tiro. Hubo más claridad cuando Ned encendió de nuevo el fuego.

—Me iré ahora, su señoría. Volveré tan rápido como pueda.

—Gracias, Ned —contestó Lord Rothwyn.

Ned desapareció en la oscuridad, después de apilar una buena cantidad de madera, que según calculó Lalitha alcanzaría para varias horas.

Entonces, al darse cuenta de que Lord Rothwyn sostenía con mucho trabajo el brazo lastimado, lanzó una exclamación y salió de la cabaña.

Unos segundos después, regresó con su enagua en la mano, después de quitársela afuera. La extendió en el piso y cortó con las tijeras una tira larga.

Con mucha suavidad, la cruzó por el cuello de Lord Rothwyn, para que le sirviera de cabestrillo.

—¿Está mejor así? —preguntó.

—Es usted una enfermera muy competente.

—Sólo espero haber hecho lo correcto. Mamá estaba muy orgullosa de sus vendajes y siempre le enviaban a quienes se lastimaban, en especial los niños. Yo siempre le ayudé, pero jamás lo había hecho sola.

—Le estoy muy agradecido.

Ella lo miró dudosa, y dijo con voz queda:

—Es mi… culpa… que le haya sucedido esto. ¿Cómo podré… pagarle… la pérdida… de sus… caballos?

—¡Pudimos perder algo más valioso!

Ella pensó que se refería al hecho de que el forajido podía haberlo matado. Luego recordó también que el hombre había extendido la mano hacia ella y tembló.

—Ya todo está bien —dijo Lord Rothwyn como si adivinara sus pensamientos—. Todo ha terminado. Sólo tendremos que soportar una larga espera hasta que Ned traiga ayuda. Le sugiero que se siente junto a mí para que la manta nos cubra a ambos.

—Sí, claro.

Lalitha no pudo evitar experimentar una extraña emoción cuando sintió el cuerpo de él junto al suyo. Estaba a su lado, y apenas unas cuantas horas antes sufría con la idea de que no volvería a verlo.

Desde el fondo de su corazón, elevó una plegaria de agradecimiento.

—Me temo que hemos perdido la cena. ¡Y se trataba de una ocasión especial!

—Yo estoy… feliz… aquí.

—Se portó muy valiente y como me parece que debe haberse agotado, me gustaría que tomara un poco de coñac.

Lalitha iba a negarse, pero le pareció que sería un error discutir. Tomó unos pequeños sorbos y sintió que el coñac la quemaba por dentro. Luego, le entrego a él la botella para que bebiera el resto.

—¿Se siente mejor? —le preguntó.

—Estoy… bastante… bien. Es de… usted… de quien… debemos preocuparnos.

—Creo que lo más sensato que podemos hacer sería tratar de dormir un rato —le indicó con voz cansada.

Cerró los ojos después de un bostezo y Lalitha se volvió para mirarlo. ¡Qué apuesto era!, pensó. Estaba con él a solas y ya no tendría que decirle nunca adiós.

¿Qué había sucedido? ¿Qué le dijo a Sophie y por qué había ido a buscarla? Tenía una decena de preguntas qué hacer, pero sabía que no era el momento de que él las contestara.

Por lo pronto, debía conformarse con lo que los dioses le brindaban. El hombre que amaba estaba a su lado y sin importar lo que el futuro le deparara, al menos estaría con él un poco más de tiempo.

«¡Te amo!», hubiera deseado decir con voz alta y su corazón repetía una y otra vez:

«¡Te amo, te amo!».