Capítulo 2

Valeta miró a su alrededor con aire desamparado. Se encontraba en la pequeña pero atractiva sala que siempre le había parecido diferente desde la muerte de su madre.

En ella había una colección de tesoros reunidos a través de los años. No sólo piezas de porcelana que provenían del hogar materno, sino también pequeños objetos que Valeta había hecho o comprado como regalos a sus padres en cumpleaños o Navidades.

También había numerosas acuarelas muy bien ejecutadas, algunas con marcos y otras sin ellos, y siluetas de papel que Valeta recortaba con habilidad casi profesional.

Además, estaban los libros, que llenaban no sólo las elegantes estanterías, sino que, como eran tantos, habían tenido que ser apilados sobre mesas y sillas que se utilizaban poco.

Valeta sabía que no soportaría separarse de los cientos de cosas que había allí, y que sería peor lo que sentiría en el estudio de su padre.

Como a él le gustaba leer, igual que a su madre, también es esa habitación había libros por doquier: amontonados en el suelo, las mesas, las sillas, tantos que por mucho que intentara mantener arreglada la habitación resultaba imposible.

«¿Cómo podría irme de aquí?», se preguntó. «Y de ser así, ¿dónde?».

Cada habitación de la casa era parte de sí misma y, aunque el sentido común le indicaba que ahora que su padre había muerto no podría costear su vida allí, no tenía respuesta a la pregunta de dónde podría ir.

Ya lo había discutido con su vieja niñera, que estaba con ella desde que nació; la mujer le había dicho con toda claridad que era demasiado vieja para trasladarse.

—Pero, Nanny, no podemos quedarnos aquí.

—¿Por qué no?

—Porque tendremos que pagar la renta y sabes que sin la pensión de papá no nos quedará suficiente para vivir dignamente.

—Si su señoría tiene la menor decencia, lo cual dudo, no le cobrará nada por vivir aquí, ya que ha sido por su culpa, por sus locas ideas, por lo que su padre no está vivo todavía.

Nanny lo había repetido una y otra vez y Valeta sintió que ya no lo podía soportar más y salió de la cocina para que no viera sus lágrimas.

—Oh, papá —susurró cuando se refugió en el estudio—. ¿Cómo voy a vivir sin ti? ¿Qué voy a hacer ahora que no tengo a nadie con quien reír o hablar?

Su padre odiaba que las mujeres lloraran, y por eso luchó por contener las lágrimas que acudían a sus ojos y se dirigió a la ventana para mirar hacia el jardín.

Estaba lleno de flores porque tanto su padre como su madre habían sido muy aficionados a la jardinería. Así que el viejo Jake sólo se había tenido que limitar a cultivar verduras y hortalizas para el consumo de la casa.

Había sido difícil mantener feliz a su padre después de que su madre muriera, pero como se querían, ambos habían conseguido ocultarse, el uno al otro, el dolor de sus corazones y la sensación de que algo muy vital faltaba en sus vidas.

«Ahora estoy sola», se dijo Valeta y comprendió que debía enfrentarse a ello con el valor que había sido una de las características más destacadas de su padre.

Él había demostrado una valentía notable en el ejército, y también para hacer frente a todas las vicisitudes de la vida con la cabeza bien alta y la convicción de que la adversidad jamás le vencería.

—Ha muerto porque era valiente —susurró Valeta y de nuevo luchó contra las lágrimas.

Apenas había conseguido controlarlas cuando se abrió la puerta y Nanny, con tono desaprobatorio, anunció:

—El marqués de Troon ha venido a visitarla.

—¿El marqués?

—Ya era hora; ha debido venir antes a expresar sus condolencias.

Valeta no la oyó.

Alisó los pliegues de su vestido y se pasó una mano por el pelo con nerviosismo.

Entonces, con una expresión que Nanny no reconoció, salió del estudio y cruzó el vestíbulo hacia el salón.

Al llegar a la puerta, aspiró profundamente antes de girar el picaporte.

El marqués estaba junto a una de las ventanas y, como Valeta poco antes, contemplaba el jardín.

Pensaba en lo agradable que era con su reloj de sol en el centro y las plantas de rosas que lo adornaban.

Al sentir que alguien entraba, el marqués se volvió y nada más verla, quedó asombrado por la apariencia de Valeta.

Como sir Charles había sido un hombre muy apuesto, él daba por sentado que su hija también sería atractiva, pero jamás había imaginado una belleza así.

La joven, que seguía de pie junto a la puerta, tenía una pequeña ara en forma de corazón que parecían llenar dos grandes ojos grises rodeados de oscuras pestañas.

Su piel poseía la transparencia de la más fina porcelana y su pelo, que era muy rubio, tenía reflejos dorados que parecían haber capturado los rayos del sol de la montaña.

Él esperaba verla vestida de negro, sin embargo, llevaba puesto un vestido de muselina blanca, que la experta mirada del marqués reconoció como de material barato, pero la prenda se ceñía a la grácil figura y la hacía parecer como una diosa griega que hubiera cobrado vida.

La única muestra de su duelo eran dos lazos de terciopelo negro que sin duda habían sido colocados en el vestido hacía muy poco y que delineaban sus pequeños senos.

Por un momento, no el marqués ni Valeta hablaron.

Por fin, con voz suave, ella dijo:

—¿Desea verme su señoría?

Hizo una breve reverencia al hablar y con lentitud se dirigió hacia la chimenea.

El marqués la siguió.

Permaneció de pie y no le invitó a sentarse.

En su cara había una mirada que el marqués no comprendió al principio.

—He venido a visitarla, señorita Lingfield, para expresarle mi profunda pena por la muerte de su padre. Espero que leyera la tarjeta que envié, junto con la ofrenda floral para su funeral, la semana pasada.

Valeta no habló, se limitó a inclinar un poco la cabeza.

Se hizo una pausa y era evidente que el marqués esperaba algún comentario.

Como no se produjo ninguno, continuó:

—No he venido antes porque pensaba que lo correcto era darle tiempo para reponerse del primer impacto por su pérdida, pero ahora creo que debemos discutir algunas cosas.

—Supongo, su señoría, que se refiere a la renta.

El marqués arqueó una ceja.

—En realidad, no había pensado en eso. He venido a preguntarle, primero, por qué devolvió las quinientas guineas que su padre ganó en la carrera.

De nuevo se hizo el silencio pero, consciente de que debía responder, Valeta dijo:

—¡No sé cómo esperaba usted que aceptara el dinero que fue la causa de que mi padre perdiera la vida!

—Temía que ésa fuera su actitud, aunque tenía la esperanza de que no atribuyera su muerte a la carrera en la que participó con indiscutible éxito.

Titubeó un momento y luego dijo:

—El doctor Moorland me ha informado de que su padre tenía problemas con el corazón desde hace tiempo.

—Es verdad, y también ha debido informar a su señoría de que había recomendado a mi padre que no se esforzara no sometiera a ninguna actividad fuerte a su corazón.

—En ese caso, fue muy arriesgado participar en la carrera.

—Muy arriesgado —estuvo de acuerdo Valeta.

—Comprendo que el espíritu deportivo de su padre de su padre haya sobrepasado su sentido de preocupación, pero no puede hacerme a mí responsable de ello.

—¿A quién, entonces? —preguntó Valeta y antes de que el marqués pudiera decir nada, añadió—: supongo que, al pensar en sus alocadas diversiones, jamás se le ha pasado por la imaginación la idea de que hombres como mi padre podían ser capaces de arriesgar su vida sólo porque necesitaran el dinero.

El tono de voz de Valeta se había vuelto despectivo y el marqués se dio cuenta de que la expresión de su cara, que no había comprendido al principio, era tanto de indignación como de desprecio.

No estaba acostumbrado a que una mujer, en particular si era bella, le mirara de esa forma y por el momento se quedó confuso.

Luego observó:

—La considero una acusación injusta.

—Es la verdad, su señoría. Mi padre aún viviría si usted no hubiera ofrecido premios tan altos por lo que considero un espectáculo degradante de adultos haciendo el papel de niños.

—¡Así que eso es lo que opina de mi carrera!

—Así es, y lo mismo se aplica a las otras que ha organizado y que han sido muy comentadas en el vecindario. Si desea saber la verdad, resultan un mal ejemplo para quienes trabajan en la propiedad de Troon.

Eso era hablar claro y el marqués pensó que nunca en su vida una mujer se había dirigido a él de esa manera.

Resultaba más doloroso para su orgullo porque Valeta no sólo era preciosa, sino muy joven. Por un momento, él se quedó casi sin habla; entonces, haciendo un esfuerzo por defender su dignidad, respondió:

—No tengo la costumbre de justificar mis actos ante nadie y creo que hay otras cosas, señorita Lingfield, que tenemos que discutir y que son más importantes para usted, en el aspecto personal.

—No puedo pensar en nada más importante que el hecho de que mi padre ha muerto por una enorme tontería. Ahora tal vez comprenda usted por qué no puedo aceptar ese dinero sangriento, que, dadas las circunstancias, considero un insulto que me lo enviara.

—¡Esa actitud es absurda! Dice que su padre participó en la carrera porque necesitaba el dinero. Ganó el segundo premio porque cabalgó de forma espléndida y, como conocía a sir Charles, estoy seguro de que disfrutó de cada minuto de su participación.

Miró a su alrededor antes de añadir:

—Usted necesita el dinero y sería absurdo por su parte no aceptar las quinientas guineas. Sin embargo, tal y como están las cosas, no importa.

—Nada que diga usted alterará mi decisión, señoría, pero lo que sí es importante es que, como deseo quedarme en mi hogar, y la pensión que recibíamos ha muerto con él, le agradecería que me redujera la renta.

—Las rentas de mis propiedades no son algo de lo que yo me ocupe personalmente.

—¡Pues debería hacerlo! Supongo que se da cuenta de que, por ejemplo, sus granjeros arrendatarios encuentran ya muy difícil pagar sus rentas y tengo entendido…

Valeta se detuvo.

El marqués supuso que había tenido de nuevo la intención de ser grosera, pero lo había pensado mejor.

—Si los granjeros consideran excesivas sus rentas —señaló con una voz helada que habría hecho sentir incómodos a la mayoría de sus conocidos—, pueden hablar con mi administrador.

—Su administrador, señor, es difícil que se muestre generoso con un dinero que no es suyo, a menos que se le dé autoridad para ello.

El marqués lanzó un suspiro de exasperación.

—De verdad, señorita Lingfield, no creo que esta conversación nos conduzca a nada. Mis rentas no son asunto que le concierna a usted.

—¡Pero sí a usted, su señoría! Incluso en la campiña se conocen sus extravagancias en Londres y se habla de las fiestas donde el dinero se derrocha como en el grotesco espectáculo de la otra noche, en el que se comportaron como payasos. Sólo me resta suponer que usted no está enterado de que, como la cosecha del años pasado se arruinó, la comunidad agrícola únicamente puede rezar porque se produzca un milagro que les permita sobrevivir hasta que esté lista la de éste.

Su voz casi se quebró en un sollozo al añadir:

—¿Tiene idea de lo que significa, cuando no se tiene para vivir más que la esperanza, observar a alguien que, como usted, derrocha el dinero tan pródigamente?

Hablaba con un tono agresivo, pero como su voz era suave y musical, y tenía labios de suaves curvas, sorprendentemente, el marqués no se enfureció.

Se sentó en un sillón y cruzó las piernas.

—He venido aquí, señorita Lingfield, para hablar de usted. Parece que nos hemos desviado mucho del tema.

—No hay necesidad de que se interese por mí, su señoría, excepto en lo que respecta a la renta de esta casa.

—No es verdad. De hecho, su bienestar me concierne mucho más de lo que usted se imagina.

—Si se debe a que se siente responsable de la muerte de papá, puede estar tranquilo. Como ya le he dicho, no es necesario que se ocupe de mí.

—Yo lo considero muy necesario. Después de todo es muy joven y me interesa saber qué se propone hacer ahora que se ha quedado sola en el mundo. ¿Tiene familiares con quienes pueda ir a vivir?

—Eso es asunto mío, señor, pero me gustaría quedarme aquí.

—¿Sola?

Valeta deseaba decirle que se ocupara de sus asuntos.

Pero como él esperaba una respuesta, contestó con lentitud:

—Está conmigo mi niñera, que me ha cuidado desde que yo era una niña. Ya nos las arreglaremos, de una u otra forma.

—¿Qué significa eso?

—Podemos cultivar gran parte de lo que necesitamos para comer y tal vez yo pueda ganar algún dinero.

—¿Cómo?

Se hizo el silencio y él tuvo la sensación de que ella no le respondería.

—Quiero saberlo —dijo el marqués después de unos segundos.

—¿Por qué?

—Porque resulta que tengo derecho a saberlo.

—¿Derecho?

—Hay otra razón por la que he venido a verla. Antes de salir de mi casa la noche de la carrera, su padre hizo testamento.

—¿Testamento?

Era indudable el asombro de Valeta.

—Algunos de mis invitados hicieron testamentos en broma, pero su padre lo hizo con toda seriedad y lo que es más aún, firmaron como testigos sus compañeros de mesa durante la cena.

Valeta le miraba como si no creyera lo que decía.

—¿Qué decía ese testamento?

—Me nombró su tutor hasta que usted se case o llegue a la edad de veinticinco años.

Valeta había permanecido de pie, pero ahora, como si sus piernas no la sostuvieran, se sentó frente al marqués y sus ojos, fijos en él, parecieron haber aumentado de tamaño.

—¿Mi… tutor? —murmuró ella, entre dientes.

—Por lo tanto, ahora comprenderá por qué tengo derecho a interesarme por su futuro.

—¡No puede haber tomado eso en serio! Mi padre, creo, hizo un testamento que está en poder de sus abogados y en el que me deja a mí cuanto poseía.

—Lo que, por lo que veo, no es mucho.

—Es todo lo que necesito —contestó Valeta desafiante.

—Eso no es verdad, porque si fuera suficiente para cubrir sus necesidades, no necesitaría que le bajara la renta.

La lógica era irrefutable.

—Lo que deseo, su señoría, es continuar viviendo aquí y que me dejen en paz.

—Me parece una vida poco natural y sin ambiciones para una joven.

—Es lo que deseo hacer.

—La cuestión es si yo se lo permitiré hacer.

Si se había propuesto ser provocativo, lo consiguió y vio pasar un rayo de furia por los ojos de Valeta.

Un tanto divertido, pensó que al fin se estaba desquitando y, después de un momento, con voz muy suave, ella preguntó:

—¿De verdad podría impedir que yo hiciera lo que quiero?

—Le aseguro que el testamento de su padre es legal y, en tal caso, como su tutor, soy responsable de usted. Si pregunta a su abogado, le dirá que tiene que obedecerme.

Valeta reflexionó un momento antes de decir:

—Lo mejor que puede hacer, señor, es que olvidemos ese absurdo testamento que con toda seguridad mi padre hizo después de haber disfrutado de una muy copiosa cena.

El marqués no pasó por alto la insinuación de Valeta de que su padre estaba bajo la influencia del alcohol y preguntó de forma abrupta:

—¿Solía su padre beber en exceso?

—¡No, por supuesto que no! Bebía poco y menos antes de competir en una carrera.

El marqués sonrió.

—En tal caso, es evidente que tuvo la intención de que su testamento se tomara en serio porque pensaba que estaba haciendo lo mejor para usted. Más aún, pudo tener la premonición de lo que iba a sucederle.

Valeta permaneció en silencio un momento, hasta que dijo:

—No es posible que de verdad desee ocuparse de mí.

—Puede estar segura de que lo considero una molestia, pero tengo el deber de cumplir el último deseo de su padre.

—Me gustaría ver ese testamento antes de sentirme convencida de que es válido.

—El señor Chamberlain, mi administrador, se lo enseñará cuando usted lo desee. Como varias personas vieron a su padre escribirlo y dos caballeros eminentes y respetables testificaron con su firma, creo que le resultaría muy difícil probar que es falso.

Valeta bajó la vista hacia sus manos, como si buscara algo con qué enfrentarse al marqués.

Él la miró y se fijó en las largas y oscuras pestañas que resaltaban sobre la pálida piel.

La luz del sol, que entraba a través de la ventana, se reflejaba en su pelo que, aunque no estaba peinado a la moda, era, pensó el marqués, del color más atractivo que había visto desde hacía mucho tiempo.

En un impulso, se inclinó hacia delante.

—Supongamos, señorita Lingfield —empezó a decir en un tono que era irresistible para la mayoría de las mujeres—, que dejamos de discutir y nos enfrentamos con los hechos.

Ella le miró y la expresión de sus ojos le indicó que todavía le odiaba, pero él continuó:

—Usted no desea ser mi pupila y le puedo asegurar que yo no he buscado ser su tutor. Pero sin duda intentaré hacer las cosas más sencillas posible para ambos. Ahora bien, necesito su colaboración.

—¿En qué sentido?

—¿Empezamos por el problema de su futuro?

—Ya le he dicho que deseo quedarme aquí, con mi niñera.

—Creo que no habrá ningún inconveniente por el momento, hasta que pueda conseguirle una dama de compañía más adecuada.

Valeta se puso rígida.

—¿Una dama de compañía? ¿Para qué voy a necesitar una?

—Me parece que está claro. No es normal que una joven atractiva y de su edad viva sola, con sólo una criada a su lado.

—¡Nanny es mucho más que eso!

—Era empleada de sus padres.

Valeta apretó los labios.

—¡No quiero una dama de compañía!

—No puedo creer que desee ser víctima de murmuraciones malintencionadas.

Ella sonrió.

—No hay mucha gente que pueda hablar de mí. Mis vecinos tenían afecto hacia mis padres y estoy segura de que comprenderán mi situación y no me criticarán.

—Eso podría ser verdad en otras circunstancias.

Al ver que Valeta no comprendía, explicó:

—Es usted mi inquilina, pero también soy su tutor.

Por un momento, la implicación de lo que decía no penetró en la mente de la muchacha; por primera vez, se dio cuenta de que él era un hombre joven y apuesto y se ruborizó.

Con voz titubeante, preguntó:

—¿No podría romper el testamento de papá… y olvidarlo?

—Eso sería posible si fuera el único que lo conociera.

Valeta bajó de nuevo la vista hacia sus manos.

—¿Qué desea que haga?

—Que permanezca aquí por el momento y piense si tiene algún pariente o amistad que pueda venir a vivir con usted. Si no, supongo que no me resultaría difícil encontrar a alguien.

Mientras hablaba, sabía que era muy poco probable. En el elegante, alocado y sediento de diversión mundo social en que se desenvolvía en Londres no había ninguna mujer que deseara enterrarse en la campiña y en una casa pequeña sin importancia.

Como si Valeta hubiera leído sus pensamientos, dijo, después de un momento:

—Intentaré pensar en alguien, se lo prometo, porque me gustaría mucho quedarme aquí.

—La mayoría de las jóvenes de su edad desearían ir a Londres y conocer caballeros solteros con quienes pudieran casarse.

—Eso es imposible para mí.

—¿Por qué?

—Porque no tengo dinero con qué vivir en Londres.

—Lo entiendo, pero tal vez yo pueda hacer algo al respecto.

—¿Qué quiere decir?

—Pensaba que, como tutor suyo, tal vez debiera buscar a alguien que la presente en sociedad.

—No es necesario; como ya le he dicho, deseo quedarme aquí. Me gustaría aclarar esto de una vez por todas: aunque sea mi tutor nunca aceptaré nada de usted, ni olvidaré que ha sido el responsable de la muerte de mi padre.

La indignación había vuelto a la voz de Valeta, por lo que el marqués respondió, molesto:

—Me parece que su actitud es tonta y absurda. Ambos sabemos que a su padre se le había advertido que no se esforzara mucho y sabía los riesgos que corría al participar en una carrera con jinetes mucho más jóvenes que él.

—Veo que intenta librarse de toda la culpa, pero cuando la gente es tentada más allá de lo que es capaz de tolerar, culpamos al diablo, no a la tentación.

—Así que eso piensa de mí.

—No puede esperar que piense de otra manera. No es la primera vez que para matar su aburrimiento, supongo, ha ideado diversiones que han terminado con un hombre herido.

—¿A quién se refiere ahora?

—Un joven que no era un buen jinete se rompió una pierna en la última carrera que usted organizó y todavía está casi inválido.

—¿De quién se trata?

—De Nigel Stone.

—¿El hijo del general?

—Sí.

—Me enteré de que se había roto la pierna, pero no tenía la menor idea de que aún no había recuperado su salud.

—Supongo que olvida con facilidad a quienes participan en sus diversiones, una vez que el circo ha terminado.

—Tiene usted una forma muy poco normal de decir lo que piensa, señorita Lingfield. Tal vez haga bien en enterrarse en el campo. Tal franqueza provocaría furor en cualquier otra parte.

El marqués pensó que, de nuevo, se había apuntado un tanto, pero Valeta respondió, con un fingido tono sumiso:

—Papá siempre decía que cuando un combatiente recurre a la ofensa personal, significa que ha perdido la discusión.

Inesperadamente, el marqués se echó a reír y Valeta le miró, sorprendida.

—He venido —dijo después de un momento—, pensando que, después de ofrecerle mis condolencias, tendría que secarle las lágrimas y que usted se mostraría muy agradecida por la generosidad que pudiera manifestarle en el futuro. Veo que estaba equivocado.

—¡Muy equivocado, su señoría! Ya le he dicho que no tengo la menor intención de aceptar nada de usted.

—Yo no estaría muy seguro de eso. Como le he explicado, puesto que soy su tutor, según la ley tiene que obedecerme.

Mientras hablaba, se dijo que la entrevista había sido inesperada y, en cierto sentido, más divertida de lo que había supuesto.

Ahora que ya no estaba indignado, le parecía increíble que esa pequeña y adorable criatura le desafiara y le mirara con un odio violento en la expresión que él nunca había visto antes… mucho menos en una mujer.

Se puso de pie.

—Tengo que despedirme, señorita Lingfield. Creo que los dos debemos reflexionar acerca de nuestra conversación. La visitaré mañana para que podamos discutir su futuro con más tranquilidad.

—Le aseguro que no hay necesidad. Si pienso en algo que desee decirle, le enviaré una nota.

Consciente de que su insistencia la molestaba, se dirigió hacia la puerta con un brillo malicioso en los ojos.

Cuando llegó allí se dio la vuelta y vio que ella no le había seguido.

—Adiós, señorita Lingfield, o mejor como eso suena muy formal y dada nuestra nueva relación, será mejor que la llame Valeta.

Resultó inconfundible la furia que asomó a los ojos de Valeta y la forma en que sus labios se entreabrieron, como rechazando el privilegio.

Pero el marqués salió, cerró la puerta y sólo se oyeron sus pasos mientras cruzaban el vestíbulo.

Mientras subía a su faetón y con gran habilidad conducía sus caballos por la vereda que le llevaría de regreso a Troon, el marqués sonreía.

* * *

Valeta oyó alejarse el faetón del marqués con las manos apretadas y sin moverse del sitio donde él la había dejado.

Se dio cuenta de que estaba temblando de rabia.

«¿Cómo se ha atrevido a tratarme así? ¿Cómo pudo papá nombrarle mi tutor?», se preguntó.

En ese momento, lo único que deseaba era estar segura de que jamás volvería a ver al marqués ni a oír su voz que parecía indiferente a todos los insultos que ella le había dirigido.

Al verle ponerse de pie para despedirse, había tenido el impulso de golpearle y hasta de arañarle la cara, es decir, de hacer algo que habría horrorizado a sus padres y hasta a ella misma.

Pero jamás en su vida había conocido a un hombre a quien odiara más.

Todo cuanto sabía del marqués la hacía despreciarle, excepto, por supuesto, su comportamiento en la guerra.

Cuando su padre mencionaba su valentía y arrojo, ella sentía respeto por el joven, cuyo progenitor había mostrado tanta amabilidad con su familia.

El viejo marqués había sido un autócrata que pensaba que poca gente merecía su interés y que podía contar a sus amigos personales con los dedos de una sola mano.

Sin embargo, con frecuencia invitaba a cazar a sir Charles Lingfield y una o dos veces al año, incluso a cenar con su esposa.

A su muerte, sir Charles había sentido genuina tristeza y cuando el nuevo marqués abandonó su regimiento, toda la atmósfera de Troon cambió de la noche a la mañana.

Ningún comentario era exagerado respecto a las fiestas que organizaba en Londres y en la campiña.

Su padre había intentado buscar excusas para el nuevo marqués.

—Su forma de actuar se debe a la guerra. Después de todo, durante años ha estado combatiendo en el extranjero y eso deja huella en todo hombre.

—Tú no te comportas de forma alocada, papá —había comentado Valeta.

Su padre había sonreído.

—Soy demasiado viejo y no tengo dinero para hacerlo.

—No creo que, aunque pudieras, hicieras jamás tales cosas. El dinero del marqués podría dedicarse a otras cosas.

—Bríndale la oportunidad. Tiene tras él generaciones de antepasados que sirvieron al país en tiempos de guerra y de paz.

Valeta pensó que el joven marqués no parecía tener intención de servir a nadie más que a sí mismo.

Se había enterado de los regalos que hacía a las jovencitas que frecuentaban Covent Garden y Drury Lane, y de las arriesgadas y locas proezas en que retaba a otros para probar que era mejor jinete o tirador que cualquiera.

Todos en la propiedad habían oído hablar de una carrera de faetones entre Londres y Newmarket donde dos de los competidores habían chocado y se había tenido que sacrificar a tres caballos heridos.

—¡Jamás había oído que un hombre de esa edad se comportara de una forma tan ridícula! —había protestado Valeta.

Su padre suspiró.

—Hasta ahora nos ha decepcionado a todos, pero espero que siente la cabeza tarde o temprano.

—¡Ojalá sea pronto! —exclamó Valeta—. Ya es hora de que se ocupe de su propiedad. Andrews está demasiado viejo para continuar como administrador y no le gusta que le molesten con problemas o dificultades.

—Es verdad y sería estupendo que el marqués viera por sí mismo lo que necesita hacer aquí.

—¿No podrías sugerírselo tú, papá?

—¿Supones que alguna vez le veo a solas? Es amable y me invita a sus fiestas, pero eso es muy diferente.

Cuando llevaron a su padre muerto al día siguiente de la carrera del marqués, Valeta había pensado que se habría alegrado de enterarse de que, al mismo tiempo, él se había roto el cuello.

«¡Le odio, le odio!», se dijo ahora. «Y de alguna manera, algún día tal vez pueda vengarme de él».

Entonces se dio cuenta de que era un pensamiento infantil. El marqués era invulnerable a cuanto ella pudiera hacerle y, además, era su tutor.

Con lentitud cruzó el salón y se dirigió a la cocina.

Como esperaba, allí encontró a Nanny, quien levantó la vista con evidente curiosidad cuando Valeta entró.

—¿Y bien? —preguntó.

Valeta se sentó a la mesa y después exclamó:

—¡Creo que, sin excepción, el marqués es el hombre más egoísta y cruel de todo el mundo!

—¿Qué le ha dicho? Creía que sólo había venido a ofrecerle sus condolencias, como debía haber hecho mucho antes.

—No ha venido solo a eso.

—¿A qué se refiere?

—No puedo creer que sea verdad —respondió Valeta con un tono de desesperación—, pero papá le nombró mi tutor.

—¿De verdad?

Valeta asintió con un movimiento de cabeza.

—Bueno, podría ser peor. Sin duda, en su posición, usted necesita un tutor y el marqués es un hombre rico.

—¿Qué es lo que dices, Nanny? ¿No comprendes que es lo más terrible que ha podido sucederme?

—No estoy segura de ello. Lo que me preocupaba es qué haría usted sin dinero ni quién la cuidara. Y si el marqués cumple su deber, el futuro nos traerá muchos cambios.

Valeta se puso de pie de un salto.

—¡Eres tan mala como él! Mi futuro está aquí, contigo, y ni todos los marqueses del mundo me obligarán a hacer algo diferente.

—No lo crea. Un tutor es como un padre y su señoría tendrá derecho a decirle lo que puede y no puede hacer.

—¿Qué te sucede, Nanny? ¡Parece que te alegras! ¿Cómo vas a querer que ese monstruo, ese hombre responsable de la muerte de papá me dé órdenes y me diga qué debo hacer?

—Esperemos y veamos, queridita, pero creo que de una u otra forma usted saldrá beneficiada. Sí, esperemos y veamos.