Capítulo 6

Al principio, cubierta por el saco y aturdida por la rudeza con que la habían arrojado sobre el asiento del carruaje, Valeta apenas podía respirar y menos aún pensar.

Cuando sintió que el vehículo se ponía en marcha y oyó a Harry empezar a llorar de miedo, levantó las manos para quitarse el saco de la cabeza.

—¡No lo haga! —ordenó una voz dura.

Se dio cuenta de que había un hombre sentado frente a ella y el tono de esa voz la dejó sin habla.

Trató de recordar lo sucedido.

Estaba hablando con Harry cuando había oído acercarse a un vehículo.

Había pensado que sería el marqués y había sentido, como siempre que él se aproximaba, un súbito e inevitable vuelco en su interior.

Pero al mirar los caballos se había dado cuenta de que no eran del tipo de los del marqués y se había preguntado si sería algún comerciante y para qué las visitaría ya que no sabía que Nanny hubiera encargado nada.

Cuando el vehículo se acercó, había visto que el conductor era un hombre de aspecto desagradable, con una gorra sobre la cabeza y un pañuelo rojo anudado en el cuello.

Le había mirado con curiosidad y estaba a punto de decir a Harry que no necesitaba nada y que podía irse a casa, cuando el vehículo se paró y de él saltaron dos hombres.

Corrieron hacia ella y antes de que pudiera entender qué sucedía se había encontrado en la oscuridad, con la cabeza cubierta por su saco. Unos fuertes brazos la habían levantado y después la habían echado con violencia sobre el asiento de un carruaje.

Un segundo más tarde había oído el grito de Harry cuando le habían tirado a su lado.

Valeta luchó por pensar con claridad e imaginar qué sucedía y por qué le habían tratado de ese modo.

El carruaje debía de haber llegado al final de la vereda y daba la vuelta hacia el camino que cruzaba la aldea.

Se preguntó si podría atraer la atención si gritaba bastante fuerte o si conseguiría llegar hasta la ventanilla para que alguien de la aldea acudiera en su auxilio.

Pero tuvo la desagradable sensación de que mucho antes de que lo hubiera logrado, el hombre que estaba sentado frente a ella la obligaría a guardar silencio.

No le agradó pensar en los métodos que seguramente emplearía para lograrlo.

«¿Qué me va a suceder?», se preguntó y temió la respuesta.

Ya debían haber recorrido más de un kilómetro. Habrían salido ya de la aldea y no estarían lejos del camino principal.

Con un tono tranquilo y que esperaba sonara conciliatorio, preguntó:

—Le pido, por favor, que me deje quitarme esto de la cabeza porque me da mucho calor y apenas puedo respirar.

Después de un silencio, de mala gana, el hombre contestó:

—Puede hacerlo, pero si grita o trata de llamar la atención la vuelvo a tapar.

Con lentitud y temiendo que cambiara de opinión, Valeta se quitó el saco de la cabeza.

Frente a ella estaba un tipo muy desagradable.

Era joven, de unos veinte años. Sus facciones eran toscas, tenía señales de viruela en la cara y estaba muy sucio.

La miraba con una expresión especulativa que le causó miedo y ella desvió la vista hacia Harry.

Lloraba bajo el saco que le cubría; Valeta vio que estaba manchado de hollín.

—¿Puedo destapar al niño? —preguntó.

—Hágalo.

Ella le quitó el saco y lo tiró al suelo.

Entonces, cuando Harry levantó su cara asustada y húmeda de lágrimas hacia ella, oyó que el hombre exclamaba:

—¡No es Nicolás!

—No, claro que no. Es Harry, hijo de un granjero de la localidad y le aseguro que se armará un gran lío cuando su padre se dé cuenta de su ausencia.

—¡Quiero volver con mi padre! —sollozó Harry.

—No llores. Han cometido un error y no deberías estar aquí.

Miró el saco manchado de hollín en el suelo, después al hombre que observaba a Harry como si no pudiera creer lo que veía y dijo con un tono acusador:

—Era a Nicolás a quien quería raptar, ¿verdad?

—Se parece a Nicolás —contestó el hombre, como si tratara de justificarse.

—Han cometido un error, así que sugiero que detengan el vehículo y nos dejen en el camino. Encontraremos la forma de volver a casa.

—Se parece a Nicolás —repitió el hombre.

—Pero no es Nicolás. Por lo tanto, ha cometido un error. Y no sé por qué intentaban raptar a Nicolás, ya que su señoría pagó mucho por su libertad.

No cabía duda de que Cibber se había arrepentido y, ahora que ya tenía el dinero que el marqués le había dado, intentaba recobrar al niño.

Aunque sabía lo asustado que estaba Harry y sentía lástima por él, la invadió una irreprimible alegría de que no hubiera sido Nicolás quien hubiera sufrido una vejación más a manos de los hombres que tanto le habían maltratado.

Apenas la noche anterior, Valeta había dicho a Nanny después de acostarle:

—Otra criatura habría enloquecido al ser tratada de esa manera tan inhumana.

—Eso nunca volverá a suceder —respondió Nanny—, y el tiempo curará las huellas del sufrimiento en su mente.

—Eso espero.

Dos veces, la noche anterior, se había levantado para acudir a la cama de Nicolás, que lloraba dormido.

Aun cuando Nanny había querido quedarse con él, Veleta había pensado que era responsabilidad suya, por lo que le había acomodado en el pequeño vestidor contiguo a su dormitorio.

Con la puerta de comunicación abierta, podía verle acostado en la cama y al oír que se movía y murmuraba frases incoherentes dormido, le había abrazado con fuerza y le había acariciado hasta que se había tranquilizado.

Que esos monstruos intentaran llevárselo otra vez le parecía una maldad mayor a cuanto pudiera imaginar.

Haciendo un esfuerzo, se obligó a sonreír mientras decía al hombre:

—Ahora que se ha dado cuenta del error, ¿por qué no confiesa a sus amigos que hubo una confusión?

Mientras hablaba pensaba que, en cuanto volviera, enviaría a buscar al marqués para que llevaran a Nicolás a un sitio seguro.

En lugar de hacer caso a su sugerencia, el hombre, con una mueca muy desagradable, respondió:

—Tal vez nos hayamos equivocado con él, pero no con usted.

—¿Conmigo? ¿Pero por qué querrían raptarme a mí?

—Quién sabe.

—¿Le han enviado no sólo a devolver a Nicolás a su cruel maestro sino también a raptarme a mí? ¡No puede ser verdad!

—Lo es, la quieren a usted.

Valeta recordó su discusión con el deshollinador y la mirada que le había dirigido antes de salir del salón.

¿Así que ésta era su venganza?

Sin embargo, no le parecía posible que alguien se arriesgara a ser deportado sólo por vengarse, ya que ése era el castigo impuesto por rapto.

Entonces pensó que tal vez tuviera la intención de utilizarla para exigir un rescate al marqués y se dijo que entonces se vería en una situación incómoda y muy humillante.

—Tal vez sea muy tonta —dijo—, pero no comprendo por qué el señor Cibber quiere complicarse la vida con una mujer como yo. Además, el marqués de Troon, que es mi tutor, enviará a la policía a buscarme, lo que puede resultar muy peligroso para todos ustedes.

—El marqués de Troon es el hermano del señor Stev…

El hombre se detuvo al darse cuenta de que estaba a punto de cometer una indiscreción, pero Valeta adivinó lo que iba a decir.

¿Qué tenía que ver Lionel Stevington con eso?

Con frecuencia había oído comentar a su padre lo reprobable que era su comportamiento en Londres.

Sus amigos, que voluntariamente trabajaban para ayudar a aliviar los sufrimientos de los pobres, siempre hablaban de Lionel Stevington con desprecio.

En realidad no hacía nada por la gente que manifestaba representar, sólo los incitaba a la violencia para conseguir sus propios fines.

—Creo que el viejo marqués se revolvería en su tumba —había dicho sir Charles más de una vez—, si conociera el comportamiento de su hijo menor.

En una ocasión su padre había comentado el asunto con el obispo de Londres, que había ocupado el lugar de su abuelo a la muerte de éste.

—Dice el obispo que Lionel Stevington incita a los jóvenes buenos para nada y que, tarde o temprano, causará un motín que provocará la intervención del ejército.

—¡Espero que eso no suceda! —había exclamado Valeta.

La había impresionado mucho enterarse de los medios casi brutales con que se había tenido que aplacar algunos desórdenes en Londres, y otros lugares del país.

Ese año, cuando el regente había abierto el Parlamento en enero, había tenido que hacer el trayecto en medio de una multitud hostil. Incluso habían arrojado piedras al carruaje real rompiendo algunas ventanas.

El resultado había sido la suspensión del acta de Habeas Corpus, lo que significaba que cualquiera que estuviera bajo sospecha de causar problemas podía ser detenido.

Tanto Valeta como su padre pensaron que, en esas circunstancias, mucha gente inocente podría ser arrestada, cuando no hacía nada más que andar en paz por las calles.

Una vez en prisión, tenían pocas posibilidades de salir a menos que alguien con influencia intercediera en su favor.

Los magistrados de todo el país tenían poder para detener a cualquiera del que sospecharan que podría hacer algo que alterara el orden público, incluso antes de que siquiera lo hubiera intentado.

Sir Charles se enteró de casos de muchachos traviesos que habían sido enviados a prisión sólo por hacer muecas o algún ruido ofensivo.

Y lo más aterrador era que los ciudadanos no podían hacer nada contra tales injusticias.

No valía la pena acudir a Westminster a presentar una protesta contra ese abuso de poder, porque se prohibían las reuniones de más de cincuenta personas en un radio de kilómetro y medio alrededor de Westminster Hall.

Se aplicaban severos castigos por las más ligeras ofensas, sólo porque el gobierno temía a los revolucionarios.

En esas circunstancias, a Valeta le parecía extraordinario que un tipo sin educación como Cibber, por cruel que fuera con sus aprendices, pensara en cometer algo tan arriesgado como raptar a una dama.

«A menos, claro», se dijo, «que le haya instigado alguien más, de una clase social muy diferente y tal persona bien ha podido ser Lionel Stevington».

¿Pero por qué? ¿Qué tenía que ver Lionel con ella, ya que ni siquiera la conocía?

Ella sí le había visto algunas veces cabalgar por la propiedad, cuando era más joven y vivía en su casa, y, en fecha reciente, cuando iba a visitar a su hermano.

Desde su casa era posible ver los carruajes que circulaban por la vereda y como ella solía pasear mucho para hacer ejercicio, podía ver a los visitantes que iban a la mansión o salían de allí.

Lionel se parecía bastante al marqués, pensó, pero aunque éste le inspiraba desprecio por su ligero comportamiento, no le asustaban ni le causaba repulsa como hombre.

En cambio, Lionel sí le provocaba las dos cosas de forma instintiva.

Al ver su expresión sombría y dura, se había dado cuenta de que no tenía corazón.

Pensó que debía confirmar sus sospechas y preguntó:

—¿Dónde va a ver al señor Stevington?

—Ha dicho… —empezó a decir el hombre, pero se detuvo y le gritó indignado—: ¡Deje de hacer preguntas! ¡No le voy a decir nada! ¿Entiende?

—Entiendo —asintió Valeta, pero ya sabía lo que deseaba.

Se dedicó a hablar con Harry y lo abrazó para que se sintiera más tranquilo y cómodo.

Era un chiquillo robusto y de nuevo pensó en lo que se alegraba de que no fuera Nicolás, tan sensible y maltratado, y que ahora estaría muerto de miedo si se encontrara a su lado.

Continuaron el trayecto y, aunque Valeta hizo varios intentos para conversar, el hombre no respondió.

De hecho, se dio cuenta de que le asustaba con sus preguntas, cuando le dijo:

—¡Deje de hablar de una vez o le vuelvo a tapar la cabeza!

—Está bien.

Temiendo que cumpliera su amenaza, no volvió a dirigirle la palabra y sólo habló con Harry.

—Mi papá se preocupará cuando vea que no llego a casa —observó el niño.

—Estoy segura de que irá a mi casa a buscarte, en cuyo caso Nicolás le dirá quién te ha raptado.

El hombre la oyó y al notar su expresión se dio cuenta de que esa posibilidad nunca se le había ocurrido.

«Supongo», se dijo, «que ese hombre, Cibber, pensó que podrían raptarnos a Nicolás y a mí sin que nadie supiera dónde nos llevaban. Pero tal vez Nicolás haya reconocido a alguno de estos hombres».

Por otro lado, siempre cabía la posibilidad de que, atento a su juego, Nicolás no se hubiera dado ni cuenta de lo que sucedía fuera.

Pero Nanny encontraría la forma de avisar al marqués.

Dándole un vuelco al corazón, Valeta recordó que él había quedado en recogerla a las once para llevarla a comer con su madre.

No se había acordado de ello hasta ese momento por lo asustada que estaba.

Al llegar, Nanny le diría lo que había sucedido.

Sintió que la invadía un cálido alivio y el temor que tenía clavado como un puñal en el corazón, aunque luchaba por controlarlo, cedió un poco.

¿Qué hora sería?, se preguntó. No más de las nueve y media. Al cabo de hora y media, el marqués se enteraría de su rapto.

Sintió tal consuelo de saber que pronto conocería lo sucedido, que dijo a Henry:

—No tienes por qué asustarte. Estos malvados recibirán su merecido, tal vez antes de lo que se imaginan.

—¡Ya verá lo que le espera a usted! —Gruñó el hombre.

—Al menos, no me deportarán. Tengo entendido que los barcos en los cuales encadenan a los presos son muy incómodos y muchos de ellos mueren de hambre.

—¡Cállese la boca o se la callo yo! —gritó indignado.

—Lo siento, lo siento muchísimo por usted.

Él miró sobre su hombro como si deseara comunicarse con sus amigos que iban en el pescante, pero no hizo esfuerzo alguno por llamar su atención y Valeta pensó que no podría hacer nada más hasta que llegaran a su destino.

Después de lo que le parecieron horas, llegaron a las afueras de la ciudad y se dirigieron hacia calles muy estrechas y llenas de gente. Valeta no recordaba haber visto nunca tanta pobreza y miseria.

Su padre le había descrito con frecuencia los horrores de los barrios bajos de Londres y de la miseria en que se veían obligados a vivir sus habitantes.

De pronto, acudió a su mente la idea de que Cibber y sus desdichados y hambrientos aprendices vivirían en St. Giles. Había leído y oído hablar mucho acerca de esa parte de Londres que, según decía sir Charles, —donde se reúnen los peores tipos: vagabundos, ladrones y quienes han caído tan bajo que no tienen sitio en ningún otro lado.

—Mi padre me dijo —había comentado lady Lingfield con su suave voz—, que las casas viejas están llenas, desde el sótano hasta el techo, ya que llegan a vivir de seis a ocho personas en cada habitación, y que las calles donde no hay luz, pues ni siquiera llega el sol, apestan de tanta basura y desperdicio acumulados.

—Algo debe hacerse al respecto —había afirmado sir Charles.

Y había continuado, después de la muerte de la madre de Valeta, esforzándose por convencer a diferentes organizaciones para que ayudaran a las mujeres embarazadas y pudiera salvarse así a algunos niños de convertirse en criminales desde el mismo momento en que aprendían a andar.

Valeta recordó haberse enterado de que algunas de las casas de St. Giles eran una especie de escuelas donde se enseñaba a los muchachos a ser criminales.

Tanto a niños como a niñas se les enseñaba a robar carteras y a mendigar, como único medio de subsistencia.

—Mi padre me contaba con frecuencia que cuando de joven trabajó en ese horrible lugar —había contado lady Lingfield—, solía oír los gritos de quienes volvían a casa con las manos vacías y recibían una paliza como castigo.

No sabía por qué, pero Valeta estaba segura de que allí la conducirían a ella y a Harry.

¡St. Giles!

El área que hacía contener el aliento hasta a los más fuertes jóvenes sacerdotes y que era sinónimo de todo lo criminal y fuera de la ley.

Rezó porque el marqués consiguiera salvarla y, sin embargo, ¿cómo podía adivinar que su hermano estaba involucrado en algo tan reprobable como un rapto?

Si era cuestión de rescate, tarde o temprano Lionel Stevington se podría en contacto con su hermano.

Sabía que siempre estaba necesitado de dinero porque eso era un secreto a voces entre los empleados de la propiedad Troon.

—El amo Lionel ha venido de nuevo —había oído decir a un hombre que no sabía que ella le estaba oyendo—. Supongo que el único motivo es ver qué puede sacarle a su señoría.

Valeta había pensado que ésa no era la forma más correcta de referirse a un miembro de la familia Stevington.

Pero ¿cómo era posible que quienes habían servido en la mansión durante toda su vida sintieran algún respeto por Lionel cuando se enteraban de sus revolucionarios discursos y de cómo insultaba a su hermano y a los de su propia clase social en público?

Las calles se hicieron más estrechas y ahora Valeta tuvo la certeza de que se encontraban en St. Giles.

Toda la gente que veía a través de las ventanillas parecía tener caras grotescas, muchas de ellas desfiguradas por enfermedad o abotagadas por el licor.

Al fin los caballos entraron en un pequeño patio y Valeta al ver que estaba lleno de sacos de hollín, comprendió que habían llegado a su destino.

Se detuvieron y el hombre que viajaba a su lado salió del carruaje.

Ella le oyó decir a los otros dos, que en ese momento estaban bajando del pescante, en un lenguaje vulgar y mal pronunciado que se habían equivocado de niño.

—No es Nicolás, le hemos dejado allí, y la mujer dice que él les dirá dónde los hemos traído.

Valeta no podía ver bien la cara del los otros, pero tuvo la sensación de que les había alarmado la información.

Entonces, el que conducía y que parecía el mayor de ellos, indicó:

—Enciérralos, ya veremos qué dice Cibber.

El hombre que iba con ellos antes, se acercó a la ventanilla.

—¡Bajen, deprisa!

Valeta bajó primero y se levantó un poco la falda mientras seguía al hombre que, delante de ellos, se dirigía hacia la casa.

La habitación en la que entraron daba hacia una calle lateral y estaba amueblada con una polvorienta estufa, una mesa redonda y varias sillas, la mayoría de las cuales tenía algo roto.

Las paredes estaban negras de mugre y humo y, como todos los cristales de las ventanas se habían roto, éstas estaban cubiertas de trapos, por lo que resultaba imposible ver el exterior.

El hombre no se paró allí, los guió a otra habitación.

En ella, como en el patio, sólo había sacos de hollín y de varios de derramaba el contenido.

No había sillas en qué sentarse, sólo los sacos; Valeta comprendió que se pondría negra con sólo acercarse a ellos.

Se disponía a preguntar algo al hombre, pero éste salió y cerró la puerta inmediatamente.

—¡Espere! —gritó, pero fue inútil y oyó cómo corría un cerrojo.

—¿Por qué nos ha traído aquí? —preguntó Harry.

—No lo sé —contestó Valeta.

Entonces se llevó un dedo a los labios y se acercó un poco a la puerta desde donde se podía oír lo que los hombres decían en la habitación contigua.

Discutían entre ellos porque se habían equivocado de niño.

—¿Cómo iba a saber yo que no era Nicolás? —preguntó uno con un tono molesto—. Es rubio, ¿o no? Y estaba con la muñeca.

Valeta se dio cuenta de que se refería a ella.

—Tendremos que decírselo a Cibber y a Nibs.

—Hazlo tú, ya que tú has sido el que se ha equivocado.

—¿Y cómo iba a saberlo? Tiene el mismo pelo que Nicolás y es de su edad.

—No, no lo es. No va a caber en las chimeneas estrechas. ¡Ya lo verás!

Valeta contuvo el aliento.

Como sospechaba, tenían la intención de utilizar de nuevo a Nicolás en las chimeneas y, aunque se alegró de que se hubiera salvado de ese horror, no toleraba pensar que Harry fuera sometido a la misma tortura.

¿Dónde estaría el marqués?

Ya se habría enterado de lo ocurrido y tal vez fuera camino a Londres.

Pero, insidiosamente surgió la duda de si haría algo por ella. No la quería como pupila y ésta era su oportunidad para librarse de ella.

Tal vez sólo enviaría a un criado o al señor Chamberlain y tenía la sensación de que a cualquiera de ellos esos rufianes los podrían confundir; en cambio, les sería imposible hacerlo con el marqués.

Había sido tan valiente en la guerra…

No temería a nada.

«Nos encontrará», pensó Valeta para darse ánimos. «¡Sé que lo hará!».

Harry se aferraba a su mano y Valeta iba a consolarle cuando oyó que los hombres decían, temerosos:

—¡Ahí viene!

Se oyeron fuertes pasos y Valeta reconoció la voz dura y agresiva de Cibber.

—¡Ya estáis aquí! Quería estar aquí para recibiros, pero un condenado chico se ha quedado atrapado en una chimenea y he tenido que sacarlo medio sofocado, menos mal que se recuperará.

Como los otros no hablaban, preguntó:

—¿Y bien? ¿Qué tenéis que decirme? ¿Los habéis traído?

—Sí, están ahí dentro.

—Lo que pasa es que ha habido un error.

—¿Un error? ¿Qué error?

—No hemos traído a Nicolás.

—¿No? ¿Por qué?

—Hemos traído a otro por equivocación.

—¿Por equivocación?

La voz de Cibber fue como un rugido.

Harry se asustó y se pegó más a Valeta.

Entonces se oyó otra voz, más refinada, pero, al mismo tiempo, muy desagradable.

—¡Aquí estáis todos! Como he visto fuera el carruaje vacío, supongo que nuestra mercancía está encerrada aquí.

—Sí, señor, ahí dentro. Como usted quería.

—¿Habéis traído a la mujer y al niño?

—Sí, señor, pero…

—¿Pero qué?

—Le estábamos diciendo a Cibber que ha habido un pequeño error. Hemos traído a otro niño.

—¿Queréis decir que habéis dejado a Nicolás?

—Sí, señor, por accidente, por decirlo de alguna manera.

—Ha sido una imperdonable tontería.

La voz de Lionel Stevington restalló como un látigo.

—Ha sido un error, señor, pero hemos traído a la mujer, como nos dijo.

—Ya me encargaré de ella. Supongo que os dais cuenta de que Nicolás puede delatarnos si ha reconocido a alguno de vosotros.

—No nos ha visto, señor. No estaba allí.

—¿Estáis seguros de que nos os ha visto?

Valeta se dio cuenta de que Lionel Stevington no sabía si creerles o no.

Entonces uno de ellos dijo:

—Si puede pagarnos ya, señor, nos vamos.

—Bien, supongo que lo habéis hecho lo mejor que habéis podido. ¡Es increíble cómo nada sale bien a menos que yo mismo lo haga!

No hubo respuesta, pero se oyó el sonido de monedas y algunos murmullos que debieron ser de agradecimiento y, después, pasos que se alejaban.

—¡Malditos estúpidos! —exclamó Lionel—. ¿Por qué demonios no han traído al chico que debían?

—No pasará nada si Nicolás no ha visto a Bill.

—¿Podemos creer que el muchacho no estaba a la vista?

—Eso espero —dijo Cibber—, pero, para asegurarnos, venderé el chico a uno de mis colegas; así no le encontrarán conmigo.

—Sí, eso estaría bien. Y si necesito otro niño, se podría intentar de nuevo raptar al otro.

—Es demasiado peligroso. No me gustan los riesgos. ¿Y qué hay de la mujer?

—No se preocupe por ella —dijo Lionel—. La vieja mamá Baggot no tardará en llegar y, cuando se la lleve, no volveremos jamás a saber de ella.

—¿Está seguro? Podría hablar.

—No cuando la Baggot le dé a beber su poción.

La risa de Cibber fue siniestra.

—Me habían dicho que trabajaba así, pero no podía creerlo.

—Las mantiene aturdidas las primeras semanas y después ya están enganchadas. No desean siquiera escapar.

Valeta contuvo la respiración.

Cualquier otra joven de su edad no hubiera entendido, pero sus padres solían comentar delante de ella los horrores que sucedían en Londres.

Sabía que los tratantes de blancas mantenían a las jovencitas bebidas o drogadas con opio para aturdirlas hasta el punto de que no sabían ni lo que hacían.

Pensó que lo que le estaba pasando solo podía suceder en una pesadilla y, sin embargo, era aterrador enterarse del destino que la esperaba.

Resistió el impulso de gritar y golpear con los puños la puerta, pues hacerlo hubiera atraído su atención y tal vez la dejaran inconsciente antes de lo que habían planeado.

Parecía increíble que Lionel Stevington, que pertenecía a una de las familias más prestigiosas de Inglaterra, se comportara de esa manera y comprendió que era peor de lo que sospechaba.

¿Cómo era posible, se preguntó, que ella odiara al marqués o criticara su comportamiento cuando su hermano Lionel, desde todos los puntos de vista, era tan perverso como el propio diablo?

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Harry.

Valeta no pudo articular ni una palabra.

Cerró los ojos y rezó porque si el marqués no llegaba a tiempo, se muriera antes de que se presentara la mujer que la iba a llevar a una casa mala.

En ese momento oyó la voz de Cibber decir:

—Creo, señor, que lo mejor será que me lleve al niño, no tiene sentido perder más tiempo.

—Está bien, Cibber. Yo esperaré aquí a mamá Baggot. No me fallará, le conviene venir.

El tono diabólico de la voz de Lionel denotaba cuánto disfrutaba con la idea de entregar a Valeta a esa mujer.

Cibber debió dirigirse a la puerta, porque Valeta oyó que sus pasos se acercaban hacia donde estaban ellos.

Instintivamente, Valeta retrocedió, cogida de la mano de Harry.

Había poco espacio para moverse debido a que el suelo estaba lleno de sacos y, en el preciso momento en que oyó una voz autoritaria que preguntó:

—¿Está aquí un hombre llamado Cibber?

Valeta lanzó una pequeña exclamación que casi se ahogó en sus labios.

Su corazón dio un vuelco y empezó a latir frenéticamente al darse cuenta de que el marqués había llegado y se encontraba en el patio.

Cibber volvió a la otra habitación, mientras el marqués decía:

—¡Qué sorpresa encontrarte aquí, Lionel, aunque debía haberlo supuesto!

—¿Qué quieres? —preguntó indignado Lionel Stevington—. ¿Ya no te basta Troon que tienes que venir a invadir mis territorios?

—Si consideras territorio tuyo este hediondo lugar, allá tú, pero tengo entendido que tú y tus compañeros tenéis aquí algo que me pertenece.

—¿Qué puede ser?

—No hay necesidad de que finjas, aunque todavía no comprendo por qué te interesa mi pupila.

—No tengo la menor idea de qué estás hablando —protestó Lionel.

—Te lo explicaré. Cibber, que será entregado a las autoridades por ello, ha raptado al hijo de uno de mis granjeros y ya conoces la pena que recibirá por ese delito.

—¡Yo no he hecho tal cosa! —gritó Cibber—. El señor Stevington nos ordenó que se le trajera al niño a Londres. Yo no iba a quedarme con él, señor, ya que usted me pagó por él. ¡No he hecho nada malo!

—Ya dirá eso durante el juicio. Pero ¿cuál es tu excusa, Lionel, para secuestrar a una joven que es mi pupila?

—Ya te he dicho que no sé de qué hablas y te será muy difícil probar tu acusación.

Aunque Valeta estaba segura de que el marqués no se dejaría engañar por tales mentiras, no quiso correr el riesgo.

Golpeó la puerta y gritó:

—¡Estamos aquí, estamos aquí! ¡Sálvenos!

El marqués sonrió.

—Eso resulta una prueba contundente, Lionel. Ahora, apártate y permíteme liberar a mi pupila y al hijo de mi granjero antes de darte una lección que no olvidarás en mucho tiempo.

Mientras hablaba, el marqués se dijo que aunque Lionel y Cibber los hicieran frente, Freddie y él los vencerían con facilidad.

Cibber era robusto y alto, pero estaba seguro de que no tendría más que elementales conocimientos de boxeo, mientras que Freddie y él eran alumnos del salón del caballero Jackson de la calle Bond.

Muy pocos de sus amigos podrían derrotarle en una pelea.

En ese momento, el marqués no pensó en que llevaba una pistola y que Freddie, de pie en el umbral de la puerta, tenía otra.

Estaba dispuesto a luchar de hombre a hombre y, de hecho, la idea le resultaba placentera.

Hacía tiempo que esperaba la oportunidad de dar a Lionel la paliza que merecía, sin ventajas injustas para ninguno de los dos, excepto que el lugar donde tendrían que pelear era algo pequeño.

Y mientras miraba a su hermano con una ligera sonrisa en los labios, ya que sabía que éste le tenía un odio fanático y nada natural desde que eran niños, Lionel sacó una pistola de su bolsillo.

—¡No tan deprisa! —exclamó enfurecido—. Si no salís de aquí dentro de los próximos tres segundos, Serle, os mato, a Freddie y a ti.

—No seas tonto, Lionel. Por mucho que me odies, no creo que merezca la pena morir en la horca.

—No lo haré. Cibber declarará que me atacaste primero.

—¡Te has vuelto loco! Vamos, Lionel, permite que te impida cometer un crimen mayor, rescataré a la señorita Lingfield y al niño y me los llevaré de nuevo a Troon.

El marqués vio en la cara de Lionel esa expresión que ya había percibido antes dos o tres veces y que le había parecido entonces, como ahora, signo de locura.

Durante varios años había pensado que su hermano mostraba un constante avance en ese sentido y al mencionar sus sospechas al médico de la familia, que los conocía desde pequeños, éste le había dicho:

—Hace tiempo que sospecho que su hermano Lionel padece un mal peligroso. Debe ser un problema cerebral ya que las rabietas que tenía de niño son cada vez peores y debería recibir tratamiento médico.

—Dudo que pueda convencerle de que lo haga —había contestado el marqués—, aunque estoy dispuesto a pagar lo que sea por ello.

El viejo médico había movido la cabeza y no había dicho nada, pero cada vez que el marqués veía a su hermano, pensaba que su diagnóstico había sido correcto.

Por lo tanto, trató de elegir sus palabras y hablar en tono conciliatorio, lo que llamó la atención de Freddie.

—Vamos, Lionel. Deja de apuntarme con ese arma. Lo mejor es que nos riamos de esta travesura tuya. Los dos sabemos que no estás hablando en serio.

—¡Claro que estoy hablando en serio! ¿Qué crees que sentí cuando esa mujer con la que dilapidas la fortuna de la familia me dijo que te ibas a casar con la joven?

Su voz se elevó y casi gritó:

—¡Casarte y robarme mi herencia! ¡Yo impediré que tengas un hijo!

Disparó mientras hablaba, pero el marqués, consciente de que su dedo iba a apretar el gatillo, se tiró al suelo un instante antes de que la bala se incrustara en la sucia pared.

Al primer tiro de Lionel siguió casi inmediatamente otro.

Por un momento pareció que no había alcanzado su objetivo. Luego, de forma lenta y dramática, Lionel se desplomó en el suelo.

Cibber lanzó un grito de terror, saltó sobre el cuerpo del caído y corrió hacia el patio para perderse entre la multitud de la calle.

El marqués se puso en pie lentamente.

—¿Está muerto? —preguntó.

Freddie se acercó a Lionel y vio que la sangre que brotaba de su pecho, un poco más arriba del corazón, empezaba a teñir su camisa.

—¡Creía que te había matado!

—Me di cuenta, justo a tiempo, de lo que se proponía hacer —respondió el marqués.

Se sacudió un poco la ropa y cruzó la habitación para quitar el cerrojo de la puerta.

Al abrirla, encontró a Valeta, frenética de pavor, ensordecida por los balazos y sin saber lo que había sucedido después.

Le miró con la cara tan blanca como su vestido.

Enseguida lanzó un grito y corrió hacia él.

Ninguno de los dos supo cómo sucedió, pero, al cabo de unos instantes, el marqués la apretaba entre sus brazos, mientras ella temblaba, con la cara oculta en su hombro.

—Ya todo está bien. ¡Está usted a salvo!