Capítulo 2

Lucille avanzaba montada en su caballo por la inclinada pendiente que conducía a La Locura.

Ésta se encontraba sobre una de las colinas que circundaban la finca de la casa del marquesado, había sido construida por el segundo marqués, un hombre considerado por todos un excéntrico.

Tenía una torre muy alta que recordaba a los faros y la parte posterior poseía cierto aire oriental.

En el centro había una estatua de Krishna, el dios hindú del amor.

Aquél había sido el sitio favorito de muchas pandillas de niños y adolescentes quienes solían jugar al escondite por entre los arbustos cercanos.

Además, desde el tejado se contemplaba una vista panorámica de toda la región.

A pesar de los consejos de Delia, Lucille se había vuelto a encontrar con el marqués varias veces en la pista de carreras.

La mañana anterior él había dicho:

—Como usted no quiere cenar conmigo, tengo una idea para que podamos comer juntos sin que nadie se entere.

—No creo que pueda encontrar un lugar libre de miradas curiosas —respondió Lucille.

Mientras hablaba miró por encima de su hombro con temor.

—Ya he encontrado el sitio ideal —dijo el marqués con aire de triunfo—. Se trata de La Locura.

Lucille le miró sorprendida y después se echó a reír.

—¡La verdad es que es el lugar idóneo!

—Me he enterado de que mi padre lo mandó cerrar al público, por lo que si usted y yo vamos allí, dudo mucho que alguien lo descubra.

—Eso es cierto —admitió Lucille—, pero también es verdad que debo decirle que no.

Sin embargo, ya había descubierto que era imposible decir no al marqués.

Él le había rogado que se encontraran muy temprano en la pista y ella había aceptado sin pararse a pensar en las consecuencias.

—Me han informado que usted suele ir a montar muy temprano —dijo él—, así que a nadie le sorprenderá que lo haga mañana y menos aún que nos encontremos por casualidad.

Lucille recordó que después de la primera mañana, Delia le había dicho de forma categórica que no debía ver al marqués nunca más. Había sido muy firme y a la vez muy elocuente sobre el daño que el hacerlo le podría hacer.

Pero Lucille no podía evitar sentirse atraída por aquel apuesto hombre.

En la escuela siempre había sido muy frustrante para la muchacha que las demás alumnas contaran las aventuras románticas que habían vivido durante sus vacaciones y ella nunca tuviera nada que decir.

La verdad era que había muy pocas diversiones para la gente joven de los alrededores de Little Bunbury.

Ahora casi sentía no tener que volver a la escuela para poder describir al marqués.

Sin duda, todas sus amigas la envidiarían.

—Deseo verle de nuevo —se había dicho en la oscuridad, antes de quedarse profundamente dormida.

* * *

Lucille despertó al alba. Mucho más temprano que de costumbre y decidió que le resultaría imposible permanecer en la cama.

Deseaba montar a Shallow, su caballo favorito, y saltar por encima de los obstáculos.

—Sólo porque Delia opine que no debo volver a ver al marqués no voy a echar a perder mi oportunidad de ganar la carrera de obstáculos —decidió.

Aquél era un acontecimiento local al cual asistían tanto los campesinos como los terratenientes.

En la carrera de mujeres participaban por lo general un buen número de duras competidoras.

Aquel año, Lucille estaba firmemente decidida a ser la ganadora.

Saltó de la cama y se puso rápidamente su traje de montar.

Hacía demasiado calor para llevar chaqueta.

En vez de ponerse sombrero, se recogió el pelo en un moño.

Sin casi mirarse al espejo, salió de su habitación y empezó a bajar las escaleras procurando no hacer ruido.

No quería despertar a su hermana.

Ésta sólo le advertiría por centésima vez que evitara por todos los medios a su alcance al marqués.

—Si le encuentras —le había dicho Delia con firmeza—, salúdale pero inventa cualquier excusa para despedirte de él inmediatamente.

«No es muy probable que él salga a montar a las cinco de la mañana», pensó Lucille.

Pero no pudo evitar desear que lo hiciera.

No se sintió desilusionada.

Él ya se encontraba esperándola en la pista.

Cuando se le acercó, el marqués se quitó el sombrero.

A ella le pareció que estaba aún más guapo que el día anterior.

—No esperaba que estuviera usted aquí tan temprano —comentó Lucille cuando llegó a su lado.

—Lo suponía —contestó él.

Se miraron fijamente y no fueron necesarias más palabras.

Al cabo de un momento, él dijo:

—¡Tenía que verla!

No sin un gran esfuerzo, Lucille apartó la mirada.

—Mi hermana me ha prohibido ver a su señoría.

—Lo esperaba, pero usted sabe que no podemos dejar de vernos.

—Debo obedecerla.

—¿Por qué no quiere ella que nos veamos?

—Delia piensa que usted arruinará mi reputación y nadie me invitará a sus fiestas cuando vaya a Londres.

Se produjo un breve silencio. Luego el marqués, preguntó:

—¿Desea que me vaya de verdad?

Lucille abrió la boca para decirle que sí, sin embargo, él la miró a los ojos en ese momento y se sintió perdida.

—Ahora escúcheme exclamó él. —Yo no deseo perjudicarla y juro que no lo haré. Pero necesito seguir viéndola.

Antes de que Lucille pudiera decir algo, él continuó:

—Me paso los días y las noches deseando verla y hablarla.

Su voz era tan convincente que Lucille olvidó todos sus buenos propósitos.

Cabalgaron alrededor de la pista.

Cuando el marqués ganó por segunda vez, decidieron cambiar de caballos.

Esta vez fue Lucille la ganadora y aunque sólo fue por una nariz, pensó que aquello era lo más emocionante que jamás le había ocurrido.

Inesperadamente, el marqués, dijo:

—Como no quiero que tenga dificultades por mi causa y como desearía volver a verla, debo despedirme Lucille.

Lucille reprimió una exclamación de desilusión y él continuó:

—Pero tengo que verla hoy una vez más. ¿Dónde podemos encontrarnos?

—¡Es imposible!

De pronto, Lucille dejó escapar una leve exclamación.

—Sé que mi hermana va a encontrarse con el vicario a las tres y media.

Ése fue el principio y al día siguiente cabalgaron juntos al amanecer y de nuevo al siguiente, convencidos de que nadie los había visto.

Y nuevamente horas más tarde, cuando les era posible, se encontraban en el bosque más espeso de la finca.

Ahora el marqués había sugerido que comieran en La Locura.

Aquello sonaba tan divertido que Lucille no pudo negarse.

Le dijo a Delia que iba a visitar a una amiga. Se trataba de una chica de su edad cuyo padre era el alto comisario del condado.

—Me parece muy buena idea, querida —opinó Delia—, me gustaría que invitaras a Eleen a comer con nosotras el miércoles que viene.

—Lo haré —asintió Lucille.

—Creo que Timothy Bladen ya estará aquí para ese día, así que podemos invitarle también —sugirió Delia.

Lucille hizo un gesto de disgusto, pero su hermana no se dio cuenta.

Delia estaba haciendo una lista de los jóvenes que había en la región.

Llevando uno de sus trajes de montar más bonitos, y un sombrero a juego, Lucille salió de su casa a las once y media.

Demasiado tarde, Delia pensó que debía haber mandado a algún palafrenero que la acompañara.

Los dos hombres que cuidaban de sus caballos empezaban a hacerse viejos.

Lucille siempre había cabalgado sola desde que era niña. Y en realidad no era una cosa descabellada en aquellas tierras en que todos los vecinos se conocían.

—Supongo que ahora que Lucille ha crecido debo contratar a un palafrenero más joven —se dijo Delia.

Pero fue solo una idea pasajera.

La joven tenía cosas más importantes en qué pensar ya que un considerable número de pequeñas obligaciones habían caído sobre sus hombros a la muerte de su madre.

* * *

Lucille no corrió.

Sabía que ella tardaría menos en llegar a La Locura y no quería tener que esperar al marqués.

«Es él el que debe esperarme a mí», se dijo.

Todos los trucos para atraer a los hombres que sus condiscípulas le habían enseñado, le estaban siendo muy útiles.

—El mayor error —le había asegurado una de las alumnas francesas que era mayor que Lucille—, es parecer demasiado interesada por ellos.

—¿Y cómo se consigue eso? —había preguntado otra de las chicas.

—Siendo evasiva —contestó la francesa—. Mi hermana me lo ha asegurado.

—Yo creía que tu hermana estaba casada —intervino otra alumna.

—Lo está —fue la respuesta—. Pero su enlace fue concertado por mis padres, naturalmente, y aunque ella estima mucho a su esposo, no está enamorada de él.

Las chicas la escuchaban fascinadas, pero fue Lucille quien preguntó:

—¿Quieres decir que tu hermana tiene galanes que la cortejan a pesar de estar casada?

—¡Por supuesto que sí! —contestó la chica francesa—. Su casa de París, es concurrida por jóvenes enamorados que le escriben poemas, le envían cartas de amor por medio de la doncella y hasta se baten por ella.

Todo aquello parecía terriblemente romántico, pero Lucille estaba convencida de que eso jamás podría sucederle a ella.

«Debo estar segura de que él no me cree una chica fácil, como las mujeres que según Flo, asisten a sus fiestas», pensó Lucille.

Había sido muy fácil obtener amplia información acerca de las fiestas del marqués por medio de la doncella.

—¡Jamás había oído cosas semejantes, señorita Lucille! —comentó Flo—, y no estaría bien que yo se lo contara a usted.

Por supuesto, la joven no necesitó mucha persuasión para contar todo lo que sabía.

Incluso teniendo en cuenta la fértil imaginación de Flo y las exageraciones habituales, aquellas fiestas debían ser bastante escandalosas.

Ciertamente contrastaban fuertemente con la lúgubre pomposidad que siempre había imperado en la gran casa.

Pero se trataba de un hombre joven, y era fácil comprender que disfrutaba haciendo u organizando cosas escandalosas.

De todas formas, Lucille era lo suficientemente inteligente como para no desear ser clasificada en la misma categoría que aquellos invitados.

Habiendo vivido en París, tenía una idea mucho más acertada que Delia de lo que ocurría en aquellas fiestas.

Pensaba, aunque no estaba segura, que las mujeres que asistían eran la versión británica de las famosas cortesanas francesas.

Aunque se pensaba que las jóvenes escolapias no debían saber nada acerca de semejantes mujeres, éstas eran tema constante de conversación.

Las muchachas repetían lo que escuchaban comentar a sus hermanos, sus primos, sus tíos y hasta a sus padres.

Algunas veces habían encontrado fotografías de dichas cortesanas en periódicos y revistas.

Y las habían llevado a la escuela para enseñárselas a sus amigas.

Por lo tanto, Lucille era muy consciente de que entre una dama y una mujer de esa condición, existía una enorme diferencia.

Estaba un poco preocupada por lo que Delia había comentado sobre la posibilidad de que el marqués ya estuviera comprometido, así que debía tener mucho cuidado.

Ella estaba muy orgullosa del linaje al que pertenecía y por nada del mundo lo mancharía.

Comprendía, sin embargo, que el marqués de Shawford estaba solo a un paso de la realeza.

Por lo tanto, debía pensar que cualquiera que estuviera por debajo de él carecía de importancia.

Lucille era consciente de que la mitad de las alumnas de la escuela a la cual había asistido cerca de París, ya estaban comprometidas con hombres escogidos por sus padres.

Un antiguo linaje no debía mancharse jamás…

Aquello era algo que ella había aceptado como una obsesión peculiar en los extranjeros, pero ahora se daba cuenta de que en Inglaterra la situación era similar.

Se acercó a La Locura sabiendo que estaba actuando indebidamente y traicionando a su querida hermana.

De todas formas, estaba firmemente decidida a hacerse respetar por el marqués.

«No vamos a hacer nada malo», se dijo intentando tranquilizar su conciencia. «Simplemente creo que sería divertido pasar unas horas de esparcimiento con un hombre joven y agradable en lugar de no hacer nada hasta que pueda ir a Londres».

Cuando llegó al pie de La Locura vio el caballo del marqués amarrado a un árbol cercano.

Con un vuelco del corazón, pensó que él ya se encontraba allí.

Sin duda la observaba mientras ella subía.

En el momento en que Lucille llegó a la cumbre, el marqués salió de entre los árboles.

La ayudó a bajar de la silla.

Ella no pudo evitar que un pequeño estremecimiento le recorriera todo el cuerpo.

Las manos de él parecieron rodearle el talle más tiempo del necesario.

—Ha venido —afirmó—. Tenía mucho miedo de que algo se lo impidiera.

—He tenido que mentir para poder hacerlo —contestó Lucille—, y eso es algo que me disgusta mucho.

—¡Está usted muy hermosa! —comentó él— tanto que cada vez que la veo me digo a mí mismo que no puede ser usted real.

—¡Soy real y tengo hambre! —sonrió Lucille—. Me preguntaba cómo se las arreglaría usted para traer la comida hasta aquí sin que nadie se diera cuenta.

—Sé usar la cabeza —dijo el marqués—, he dicho a mi mayordomo que iba a hacer un extenso recorrido por la finca y que no tenía idea de dónde comería. He pedido al cocinero que me preparara algo de comer y que me echara bastante cantidad por si tenía que compartir la comida con algún campesino o cualquier otra persona con la que me encontrara.

Lucille rió divertida y él comentó:

—Entre y vea lo que la está esperando.

Ella entró en La Locura.

La comida se encontraba sobre el escalón de mármol del pedestal de Krishna y era ciertamente abundante, y no tenía nada que ver con lo que ella comía normalmente.

Había caviar, paté de ganso, pollo trufado y una gran cantidad de quesos.

También había una botella de champaña.

—¡Un festín digno de los dioses! —exclamó Lucille.

—¡Y también de una diosa! —añadió el marqués.

Lucille pensó que así era como deseaba que él pensara en ella.

Como hacía mucho calor, ella se quitó el sombrero y la chaqueta.

—¿Qué ha hecho desde que nos vimos? —preguntó la joven.

Mientras hablaban, Lucille era consciente de que los ojos de él estaban fijos en su cara.

Por lo tanto, le resultaba muy difícil hablar con ligereza.

—Esperar con ansiedad verla de nuevo —respondió el marqués.

—Me siento halagada, pero a la vez espero que no haya olvidado lo que le dije ayer.

—¿Se refiere a lo de que debo conocer a los campesinos y a la gente de la finca? —preguntó el marqués—. Hoy he ido a visitar a algunos.

—¿De verdad? —preguntó Lucille, con evidente expresión de alegría.

—Un buen hombre llamado Jackson me ha explicado todos sus problemas y yo le he prometido ayudarle.

Lucille unió las manos.

—¡Eso es maravilloso! Sé que todos en la finca quedarán muy bien impresionados, pero hay muchas otras cosas que usted debe atender.

Mientras hablaba pensó que había sido muy lista. Sin que Delia se diera cuenta había averiguado por medio de ella cuáles eran las necesidades más apremiantes del marquesado.

Lucille sabía que si el marqués se ocupaba de sus terrenos y de su gente, no se aburriría allí.

Flo había comentado que corrían muchos rumores acerca de la razón por la que él se estaba quedando tanto tiempo.

—La señora Geary piensa que tal vez está locamente enamorado, pero jamás podría casarse con ninguna de las mujeres que frecuenta.

—¿Por qué no? —había preguntado Lucille con fingida indiferencia.

—Porque no son el tipo de mujer que su madre quisiera que usted conociera —había respondido Flo después de una pausa—, y no es necesario que un hombre se case con ellas… para tenerlas.

Como de costumbre, Flo había hablado sin pensar. De pronto como dándose cuenta de que estaba siendo muy indiscreta, había vuelto a sus menesteres.

Ahora, Lucille se sentó en el escalón inferior con una amplia sonrisa.

—Me gustaría poder pintar un retrato de usted —dijo el marqués—. Ni imaginaba lo apropiado que era que nos viéramos aquí.

—¿Por qué apropiado? —preguntó Lucille mientras se servía caviar.

—Porque es un templo dedicado al dios del amor.

Lucille miró al dios danzante que había sufrido algunos daños a través de los años.

Éste aún personificaba la alegría y la juventud con las cuales los hindúes lo asociaban.

—Quizá él nos esté dando su bendición —exclamó el marqués.

—Lo dudo —contestó Lucille—. Más bien debe estar sorprendido de que yo comportando de una manera tan reprobable.

—¡Tonterías! —exclamó el marqués.

—Anoche estaba pensando que Delia tiene razón —continuó ella—. Si cualquiera de nuestros vecinos supiera que estoy aquí, se escandalizaría.

—¿Y por qué tiene alguien que saberlo?

—Hasta los pájaros y las abejas chismorrean en el campo y francamente tengo mucho miedo.

—¿Está insinuando que no desea volver a verme? —preguntó el marqués con voz extraña.

—Por supuesto que quiero volver a verle —respondió Lucille—. Todo sería muy gris si usted no estuviera presente. Sin embargo, debo tener mucho cuidado.

—Ésa es una palabra absurda —se quejó él—, como sensata, razonable y por supuesto hacer lo que se debe.

Lucille rió sin poder evitarlo.

Mientras comían la deliciosa comida, y se tomaban casi toda la botella de champaña, la joven tuvo la sensación de que estaba jugando con su futuro.

Cuando terminaron de comer, Lucille echó fuera las migajas para que las aves pudieran cogerlas.

Mientras tanto, el marqués tiró la botella de champaña a los arbustos, donde nadie pudiera encontrarla.

Después, cuando Lucille entró en el edificio para buscar su chaqueta y su sombrero, él la siguió, diciendo:

—¡Dígame que lo ha pasado bien comiendo conmigo!

—Sí, lo he pasado muy bien.

—Entonces, ¿le gustaría repetir la experiencia?

El marqués habló con ansiedad.

Ella apartó la mirada de él.

—Creo que ya es hora de que usted vuelva a Londres.

—¡No tengo la menor intención de dejarla!

Ella no respondió y, después de un momento, él dijo:

—¡Por el amor de Dios, Lucille, sabe muy bien que estoy enamorado de usted! ¡No puedo dejar de pensar en usted, su recuerdo me persigue dondequiera que voy!

Lentamente, ella se volvió hacia el marqués.

—¿Qué ha dicho?

—¿Quiere que se lo repita? —contestó él—. ¡La amo y deseo besarla más que cualquier otra cosa en el mundo!

Él extendió los brazos hacia ella, pero Lucille se apartó.

—¡No!

—¿Por qué no?

—Porque jamás he sido besada… y sé, por instinto, que… sería un error.

—¿Un error para quién? —preguntó el marqués.

—Para mí. Estamos solos y yo debo velar por mí misma.

—¿Cómo puede decir semejantes cosas? —preguntó el marqués—. Yo cuidaré de usted, y prometo no hacerla daño. Pero la amo, Lucille, y necesito verla. ¡Ansío estar siempre con usted!

De nuevo intentó rodear a Lucille, pero ésta se lo impidió separándose aún más de él. Cogió su sombrero y su chaqueta y se dirigió hacia la puerta.

Él no la siguió.

Sólo cuando ella estaba a punto de salir, le preguntó:

—¿Dónde va?

—A casa.

—¿Por qué?

—Porque lo que era interesante y divertido se está volviendo… serio y eso no debe suceder.

—Sé perfectamente lo que está pensando.

Ella le miró. Entonces, con voz baja, el marqués dijo:

—Quiero que se case conmigo, Lucille.

* * *

Las puertas dobles se abrieron y el mayordomo anunció:

—Lord Kenyon Shaw, milady.

La condesa de Dulwich se levantó de su sillón favorito con un gesto de alegría, cuando su hermano entró en la sala.

—¡Kenyon! —exclamó ella—. Me enteré anoche de que habías vuelto y no sabes cuánto me alegra verte.

Se acercaron el uno al otro y lord Kenyon besó la mejilla de su hermana y le dijo con una sonrisa:

—En tu nota me decías que me necesitabas urgentemente. ¿Qué ha ocurrido? ¿Acaso mi estimado cuñado se ha escapado con una bailarina?

—¡No, por supuesto que no! —exclamó la condesa sorprendida—. Lionel jamás haría algo tan reprochable.

Entonces se dio cuenta de que su hermano estaba bromeando y dijo:

—Tienes muy buen aspecto, Kenyon, aunque estás un poco más delgado.

—Hacía mucho calor en la India y he tenido muchas cosas que hacer.

La condesa lo miró de arriba a abajo y pensó que era imposible que hubiera un hombre más apuesto que él.

El tercer marqués, es decir, el padre de los dos había tenido cuatro hijos: dos hombres y dos mujeres, y los cuatro eran muy atractivos.

Es más, las mujeres habían sido aclamadas como verdaderas bellezas y las dos se habían casado con los mejores pretendientes de la ciudad.

Lord Kenyon, el miembro más joven de la familia, tenía treinta y tres años, y siempre había sido el favorito de sus hermanas. En realidad, lo era de todas las muchachas casaderas de Londres. Sus aventuras amorosas habían sido muy comentadas por todos.

Sin embargo, desde que había abandonado Eton, lord Kenyon parecía no sentirse atraído por la vida social que tanto fascinaba a sus hermanas.

En la India había descubierto que las misiones que le encomendaban le gustaban tanto que rara vez volvía a Inglaterra.

Ahora había regresado a casa sin ninguna razón aparente y su hermana le preguntó:

—¿Qué te ha hecho volver?

—Ésa es una pregunta que no te puedo contestar.

—Supongo que eso significa que has estado en peligro otra vez. Lionel me ha hablado de la ayuda tan brillante que has prestado al virrey y me ha asegurado que si todo no fuera tan confidencial ya te hubieran concedido media docena de medallas.

—¡Liones debería mantener la boca cerrada! —exclamó lord Kenyon con energía.

—Puedo asegurarte que Lionel es la discreción en persona —respondió la condesa—, y que sólo a mí me ha comentado eso.

—De acuerdo, pero por favor no digas nada de esto a nadie.

—Descuida —dijo la condesa—. Pero, sinceramente, ¿has estado en peligro?

—La verdad es que sí —admitió lord Kenyon—. Por el momento, se me ha aconsejado regresar a casa a descansar, eso responde a tu primera pregunta acerca de por qué estoy aquí.

La condesa suspiró.

—Sin duda, todo lo que haces, vale la pena, y sólo espero que el Imperio te lo agradezca. Pero si algo te ocurriera, se me rompería el corazón.

—Bueno, por el momento estoy a salvo.

Él habló con ligereza. Pero recordó que en la última misión que le había sido encomendada en la India, él se había escapado de la muerte por verdadero milagro.

Le habían hecho salir de la India inmediatamente y él sabía muy bien que eso se debía a que era un hombre al que sus contrarios habían decidido eliminar.

Nadie excepto el virrey y los jefes de su equipo, sabían cómo se había infiltrado en Afganistán disfrazado.

Allí había descubierto muchos de los planes preparados por los rusos para crear problemas en la frontera noroeste.

Aquello tenía como finalidad principal facilitar la invasión de la India.

Por lo tanto, sus descubrimientos habían sido un verdadero triunfo.

Había sido felicitado por el virrey, quien le había dicho:

—Si se hiciera justicia, usted recibiría el más alto honor que la virreina emperatriz puede otorgar. Pero tal y como están las cosas últimamente, sólo podemos darle las gracias de todo corazón por haber salvado la vida de nuestros soldados y quizá a la India misma.

Con estas palabras resonando aún en sus oídos, lord Kenyon había vuelto a casa.

Después de todo lo que él había pasado, no pudo evitar pensar con curiosidad cuál sería el pequeño problema doméstico que ahora preocupaba a su hermana.

Ella le había enviado una nota pidiéndole que fuera a verla inmediatamente.

Sin embargo, antes de que pudiera preguntar nada, la puerta se abrió.

El fiel mayordomo que llevaba más de treinta años al servicio de la condesa, entró con una bandeja de plata sobre la cual reposaba una botella de champán.

Llenó la copa para lord Kenyon y otra para la condesa, luego, se retiró haciendo una profunda reverencia.

Lord Kenyon levantó su copa y dijo:

—¡Por ti, Charlotte! —Tomó un sorbo con evidente deleite—. Ahora dime qué es lo que te pasa.

—Se trata de Marcus, lo cual estoy segura de que no te sorprende.

Lord Kenyon sonrió.

—¿Qué ha hecho esta vez? Espero que siga disfrutando tanto de la vida.

—¡Disfrutando de la vida! —exclamó la condesa—. No tienes idea de lo mal que se ha portado, Kenyon.

—Cuéntame qué ha hecho —pidió su hermano, pensando que a sus hermanas siempre les había gustado mucho exagerar.

Era de esperar que su sobrino, que había heredado el título a la edad de veintidós años, estuviera disfrutando de la vida y sus placeres.

Su cuñada; la marquesa de Shawford, había abandonado a su esposo, y se había llevado a su único hijo con ella para criarlo en Northumberland.

Había tenido tutores, y para disgusto de la familia, no se le había permitido asistir a Eton. En su lugar, había sido enviado a lo que su madre consideraba una escuela adecuada en Edimburgo.

Todos sabían que allí la disciplina era más severa que en cualquier otra escuela del sur.

Lord Kenyon era un buen juez de los hombres.

Sus hazañas no hubieran sido brillantes si no hubiera tenido una percepción tan aguda.

Por lo tanto, había adivinado que una vez que su sobrino cumpliera los veintiún años, se rebelaría.

Las restricciones padecidas desde que era un niño hubieran sido tediosas para cualquiera.

Y no se había equivocado.

Marcus, en realidad, no había sido libre hasta la muerte de su padre.

Y cuando a la edad de veintidós años se había convertido en el quinto marqués de Shawford, su madre había perdido toda la influencia que ejercía sobre él.

Por lo tanto, lord Kenyon, escuchó de buen humor mientras su hermana le narraba los escándalos que Marcus había dado en Londres.

Por su vida ya habían pasado muchas mujeres, que iban desde las bailarinas de Drury Lane hasta la bellísima lady Swinneton, quien parecía encontrarle muy atractivo.

La verdad era que había suficientes razones para que su marido se sintiera molesto.

Todo aquello era exactamente lo que lord Kenyon esperaba que sucediera, pero su hermana continuó:

—¡Ahora tengo algo peor aún que contarte y sé que te horrorizarás tanto como yo!

—¿Peor? —preguntó lord Kenyon.

—Llevo algún tiempo preparando el terreno para que Marcus se case con la hija de los duques de Cumberland.

Hizo una pausa antes de explicar:

—Recordarás que Emil Cumberland siempre ha sido una gran amiga mía, y su hija es tan atractiva como lo era ella, a su edad. Una chica deliciosa, con modales encantadores y la debutante más destacada del año.

—¿Y qué opina Marcus al respecto? —preguntó lord Kenyon.

—Estaba de acuerdo conmigo en que sería un buen matrimonio, sobre todo porque Sarah es una excelente jinete y Marcus, como todos los Shawford, parece haber nacido montado en un caballo.

—Entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó lord Kenyon.

—Marcus y Sarah debían anunciar su compromiso en una cena que yo iba a ofrecer esta semana, pero él se marchó al campo hace diez días y aún no ha regresado.

La condesa se dio cuenta de que su hermano estaba realmente intrigado y continuó:

—Al parecer ha caído en las garras de una campesina que vive cerca de su finca y aunque casi no puedo creerlo, ¡parece que está loco por ella!

—¿Una campesina? —exclamó lord Kenyon—. Eso no parece estar en concordancia con sus gustos.

La condesa no sonrió.

—¡Esto es más serio de lo que crees! —exclamó la condesa—. El muchacho es impulsivo y es lógico que se haya sentido atraído por una mujer muy diferente a las que ha conocido en Londres.

Su voz se hizo más aguda cuando agregó:

—Si ella es tan lista como imagino, quizá hasta le convenza de que se case con ella.

—Estoy seguro de que eso sería un error —comentó lord Kenyon.

—¿Un error? —gritó su hermana, levantando la voz—. ¡Sería un desastre! Sabes tan bien como yo que los Shaw, aunque tienen múltiples defectos, jamás, a lo largo de la historia, han manchado o difamado su ilustre linaje.

Y viendo que sus palabras no surtían el efecto deseado, continuó:

—Como tú sabes muy bien, se han producido algunos escándalos. Tu tío abuelo mantuvo a una actriz durante muchos años, pero jamás se casó con ella.

Su voz se llenó de orgullo cuando continuó:

—Si revisas el árbol familiar encontrarás que la esposa de cada marqués siempre ha sido de un nivel social similar al suyo.

Y como si adivinase lo que su hermano estaba pensando, la condesa continuó:

—Por supuesto que creo que la madre de Marcus se comportó de una forma indigna al dejar a George de la manera que lo hizo, pero al menos ella era la hija de un conde y tan enormemente rica que, supongo, debemos perdonarla.

—Creo que te estás preocupando sin tener razones suficientes para ello —dijo—, la última vez que vi a Marcus me pareció un joven muy inteligente. No le creo tan ingenuo como para unirse a una mujer de la cual después se avergonzaría.

—Eso es exactamente lo que quiere hacer —afirmó la condesa—, y por eso te he llamado. ¡Sólo tú puedes hablar con Marcus!

—¿Por qué yo? —preguntó lord Kenyon.

—¡No seas tonto, Kenyon! —exclamó su hermana—. Marcus siempre te ha admirado.

Lord Kenyon sonrió.

—El único miembro de la familia que ha hecho algo interesante eres tú —concluyó la condesa.

Lord Kenyon frunció el ceño.

—No pongas esa cara, yo sólo te he comentado que te aprecian en la India y cuando él vino a visitarme, la primera persona por la que preguntó fue por ti.

La condesa se cuidó de contarle que lo que Marcus había preguntado en realidad había sido:

—¿Qué hace el tío Kenyon ahora? En el club se rumorea que es un agente secreto y que los rusos quieren eliminarlo.

Porque aquél era el tipo de comentario que solía enfurecer a su hermano.

Por lo tanto, simplemente añadió:

—Como nunca ha conocido a su padre, tú has sido su único modelo.

—¡Me haces sentirme viejo! —dijo lord Kenyon—. Pareces olvidar que George era veinte años mayor que yo y no creo que yo deba actuar como padre de su hijo.

—Cómo actúes no tiene importancia —dijo la condesa cortante—. Lo que tienes que hacer, Kenyon, es ir a la casa de tu sobrino y averiguar cuáles son sus planes.

—Eso es algo que no me apetece nada hacer.

La condesa ignoró las palabras de su hermano y continuó:

—Si esa mujer ha vuelto loco a Marcus realmente, tendremos que intervenir para alejarla de él.

—¿Cómo sabes que tu teoría es cierta? —inquirió lord Kenyon.

Se produjo un silencio mientras la condesa se preguntaba si debía decirle la verdad o no.

Por fin habló:

—Da la casualidad de que mi doncella, que lleva a mis servicios más de treinta años, es hermana de Jones, la doncella principal de Shaw. Quizá te acuerdes de ella, una mujer gruesa que protestaba por todo, pero que era excelente en su trabajo.

—¡Debí suponer que esos comentarios provenían de los criados! —repuso lord Kenyon con tono burlón.

—Jones no es precisamente una criada sino más bien un miembro de la familia —afirmó la condesa—, pues lleva con nosotros mucho tiempo. Ella mantuvo la casa en pie cuando George tuvo que irse a Oriente.

Con un tono más cálido, concluyó:

—Cuando yo me hospedé en la casa para asistir a sus funerales me di cuenta de que no había cambiado nada. Todo continuaba como cuando vivía mamá y eso se debía a Jones.

—¿Y ha mencionado Jones quién es esa mujer?

—Sí. Su nombre es… déjame recordar… su nombre es Winterton.

La condesa frunció el ceño antes de continuar:

—Creo recordar a los Winterton, pero no estoy segura. De todas maneras, son gente sin importancia.

Hizo un gesto con la mano.

—¡Sería un desastre, un desastre total, que Marcus se casara con una joven que no supiera comportarse como la marquesa de Shawford!

—Estoy de acuerdo contigo —aceptó lord Kenyon—, y ciertamente no queremos un divorcio en la familia u otra pareja separada como George y su esposa.

—¿Cómo puedes pensar en algo semejante? —exclamó la condesa alarmada—. ¡Un divorcio sería una humillación para todos nosotros!

—He venido a descansar —observó lord Kenyon—, pero mañana iré a la finca para hablar con Marcus y averiguar qué está ocurriendo.

Suspiró y se puso de pie.

—Espero que todo esto no sea más que una tormenta en un vaso de agua y que las intenciones de Marcus, si es que tiene alguna, se limiten a vivir una simple aventura.

—¡Espero que tengas razón! —dijo la condesa—. Gracias, querido Kenyon. Sabía que podía contar contigo para que nos salvaras.