Capítulo 4
Lucille entró en la casa como una tromba.
Delia la estaba esperando en el salón.
Al observarla, advirtió que su hermana estaba muy bonita. En realidad, la vio mucho más hermosa de lo que la había visto en mucho tiempo. Era evidente que la jovencita se sentía muy dichosa.
Delia pensó que aquello era algo de lo cual debía haberse dado cuenta antes.
—¡Ya estoy aquí! —exclamó Lucille.
—Ven Lucille, tengo que hablarte.
Algo en la voz de Delia hizo que Lucille se sintiera inquieta. Sin embargo, consiguió responder con ligereza.
—¿Acerca de qué?
—¡Yo tenía confianza en ti! —afirmó Delia—. Jamás hubiera imaginado que me engañaras.
Lucille contuvo la respiración.
—Oh… eso…
—¡Sí, eso! Y estoy muy disgustada.
—Lo temía —respondió Lucille—, pero… ¿quién te lo ha dicho?
—¡Lord Kenyon Shaw!
Lucille miró a su hermana, incrédula.
—¿Lord Kenyon? Pero ¿cómo ha podido él… quiero decir… dónde lo has visto?
—Ha venido hasta aquí para hablar contigo —respondió Delia—. Me ha asegurado que el marqués está comprometido con una joven aristócrata de Londres.
—¡Eso no es verdad! —contestó Lucille—. Y no me explico cómo lord Kenyon ha podido enterarse de lo nuestro. Yo pensaba que estaba en la India.
—Es obvio que ya ha vuelto —contestó Delia—, y la verdad es que se ha comportado con bastante insolencia.
—¿Insolencia? —replicó Lucille, sorprendida.
—Ha insinuado que tú habías convencido al marqués de que se quedara aquí en lugar de cumplir con sus obligaciones.
Delia parecía muy disgustada. Después de hacer una pausa, añadió:
—Ha dicho que si se casa contigo, su matrimonio será un fracaso seguro.
Para sorpresa suya, en lugar de enfurecerse, Lucille se dirigió hacia la ventana. Permaneció de espaldas a su hermana y después de un momento, habló:
—Supongo que ahora me dirás que tú tenías razón.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Delia.
—Marcus me ha pedido que me case con él, pero…
—¿Te ha pedido que te cases con él?
—No entiendo por qué te sorprende tanto —exclamó Lucille—. Nos amamos, pero ahora que lord Kenyon ha vuelto, tal vez las cosas sean muy diferentes.
—¿Has aceptado su proposición? —preguntó Delia.
—He intentado convencerle de que casarnos podía ser un… error desde su punto de vista.
—Pero ¿él te ama?
—Así lo asegura y yo pensaba que nada más importaba hasta que tú me has dicho que lord Kenyon está aquí.
—No entiendo —dijo Delia—. ¿Qué tiene que ver lord Kenyon con todo esto?
—Supongo que la gente del campo ignora su gran personalidad —respondió Lucille—. Marcus dice que en su club todos le admiran.
—¿Por qué?
—Porque aparentemente, él ha llevado a cabo las más increíbles hazañas en la India. Él pertenece al «Gran Juego» o como se llame. Pero supongo que tú no has oído hablar acerca de eso.
—Papá me comentó algo al respecto —respondió Delia—. ¿Quieres decir que lord Kenyon es uno de los ingleses que se disfrazaron para infiltrarse entre los miembros de las tribus y así poder evitar que los rusos ganaran posiciones en la frontera noroeste?
—Marcus me ha dicho que es algo confidencial —respondió Lucille—, y que jamás deberíamos mencionarlo. Hacerlo podría perjudicar a su tío, a quien él admira más que a cualquier otra persona en el mundo.
—Yo no tenía idea de que lord Kenyon realizaba ese tipo de misiones —murmuró Delia.
—¿Ha sido grosero contigo? —preguntó Lucille.
—Sí. Pero no conmigo, sino contigo.
Al ver que Lucille no comprendía, explicó:
—Ha venido con la intención de entrevistarse con papá. Pero cuando yo le he dicho que está muerto, él ha supuesto que yo era la señorita Winterton, es decir, la mujer causante de que su sobrino no haya vuelto a Londres cuando se le esperaba.
Se produjo un tenso silencio que fue roto por Lucille al decir:
—Bueno, supongo que si lord Kenyon ha vuelto, Marcus hará lo que él le diga.
—Si él te ama realmente, lo que sus parientes le digan no le influirá.
—A él no le importan sus parientes, pues ninguno se ocupó de él hasta que heredó el título. Sólo le importa lord Kenyon.
Había tanto dolor en la manera de hablar de Lucille que Delia se conmovió.
Cruzó la habitación para acercarse a su hermana y dijo:
—Lo siento, querida. Haría todo lo que estuviera en mi mano porque nadie te hiciera sufrir.
—¡Él me ama, yo sé que me ama! —afirmó Lucille—. Yo no quería comunicarte que pensamos casarnos, como él me ha pedido porque sabía que sus parientes lo iban a impedir.
Había tanta amargura en su voz, que Delia la abrazó.
—Lo siento, querida, si he empeorado la situación —dijo—, pero yo sólo quería defenderte de las crueles acusaciones de lord Kenyon. Además, me ha tratado como si fuera una campesina.
Delia se dijo que aquélla era una forma muy suave de decir que el aristócrata había insinuado que era una mujer indeseable. Alguien que trataba de conquistar al marqués sólo por su título.
Pero supuso que si lo decía sólo conseguiría que Lucille se sintiera más desgraciada de lo que ya se sentía.
Así que, se limitó a decir de nuevo:
—Lo siento, querida, lo siento mucho, pero yo sólo quería defenderte.
—Amo a Marcus —confesó Lucille—. Le amé desde el primer momento en que le vi.
—No has conocido a muchos jóvenes —opinó Delia con delicadeza.
—Eso es exactamente lo que me imaginaba que dirías —contestó Lucille—, pero supongo que el amor, cuando llega, es algo tan tremendo, tan… diferente a todo cuanto se ha sentido antes, que las muchas o pocas personas que se conozcan carecen de importancia.
Contuvo la respiración y añadió:
—Es como si uno ya conociera a la persona amada y la identificara nada más verla.
Delia miró a su hermana, sorprendida.
—¿Eso es lo que tú sientes?
—Eso es lo que Marcus siente. Ha leído mucho acerca de la India y me ha asegurado que desde el momento en que me conoció supo que estábamos hechos el uno para el otro y, que, como creen los hindúes, ya habíamos estado juntos en otra vida anterior.
—¡Nunca hubiera imaginado que ibas a decir algo semejante! —afirmó Delia—. Yo solía hablar con papá de la India, pero pensaba que tú era demasiado joven para comprender.
—Tengo edad suficiente para enamorarme —repuso Lucille—, y es algo muy doloroso.
Lanzó un sollozo y añadió:
—Oh, Delia, ¿crees que él se marchará a Londres y jamás volverá a pensar en mí?
—Sólo lo hará si en realidad no está enamorado de ti —contestó Delia—, y sería lo mejor para los dos.
—Quizá fuera lo mejor para él —dijo Lucille en voz baja—, pero… no para mí. Te aseguro que nunca volveré a amar a nadie con la misma intensidad que amo a Marcus.
Mientras hablaba cruzó la habitación y salió al vestíbulo sin volver la mirada.
Delia se quedó mirando, pero no hizo ningún intento por seguirla. Sabía que Lucille deseaba estar sola. Era consciente de que, por primera vez en su vida, su hermana estaba conociendo el sufrimiento.
«¿Cómo ha podido suceder esto?», se preguntó. «Supongo que, en realidad, es culpa mía».
Recapacitando admitió lo muy ocupada que había estado la semana anterior a causa de la exposición de flores.
Ahora sabía que si se hubiera preocupado un poco más por su hermana, se habría dado cuenta de que había experimentado un notable cambio durante las últimas semanas.
«Es culpa mía», se dijo, «he debido ocuparme más de ella y no tanto de la exposición».
Sin embargo, ahora ya era demasiado tarde y el corazón de Lucille estaba destrozado.
Delia pretendía convencerse de que Lucille se olvidaría de todo aquello, pero tenía la sensación de que los sentimientos de su hermana eran mucho más profundos de lo que ella suponía.
Como Delia era la mayor de las dos, después de la muerte de su madre se había hecho cargo de la casa. También había tenido que cuidar a su padre y siempre había considerado como una niña a Lucille.
Por lo tanto, no estaba preparada para aceptar que la jovencita se había enamorado de un hombre.
Él tiene la culpa, pensó con disgusto.
Pero tuvo que reconocer que no se podía culpar a ningún hombre por enamorarse de Lucille.
Era muy bella.
Además, ¿qué podía ser más favorable para el amor que el verse en secreto en medio de un paisaje idílico?
Era un idilio que podía haber sido descrito perfectamente en una novela.
«¡Debía haberme dado cuenta de lo que estaba sucediendo para impedirlo!», se reprendió a sí misma.
Era lógico que una vez que Lucille conociera al marqués, deseara volver a verle.
Delia le había visto desde lejos durante el funeral de su padre y recordaba lo atractivo que era.
Después, nadie había vuelto a saber de él hasta que comenzaron a llegar rumores acerca de su escandaloso comportamiento en Londres.
Y aquéllos habían culminado en las fiestas que se celebraban en la casa de la finca y que habían escandalizado a la aldea.
«Supongo», pensó Delia con amargura, «que el hecho de ser tan libertino le hace aparecer aún más atractivo».
Pero eso no era del todo cierto.
Al conocer a lord Kenyon, se había dado cuenta de que los Shaw eran una familia extremadamente bien parecida.
En realidad nadie de la comarca podía rivalizar con ellos.
Ahora ella sentía temor por Lucille. Temor de que, tal como había dicho, jamás pudiera volver a amar a alguien con la misma intensidad.
Y aunque deseaba que ella fuera feliz, estaba segura de que eso le sería imposible al lado del marqués, aún cuando éste, a pesar de la oposición de su tío, insistiera en casarse con ella.
Claro que era cierto que Delia jamás había esperado que el marqués le propusiera en matrimonio.
Como lord Kenyon había sido tan descortés, ella había sentido la necesidad de enfrentarse a él, convencida de que el comportamiento de su hermana era irreprochable.
Lo que no sabía era que Lucille estaba enamorada.
Si el marqués le destrozaba el corazón, nada se podría hacer al respecto.
«¡Debo llevármela lejos!», se dijo.
De pronto se imaginó que si lord Kenyon se salía con la suya, el marqués volvería a Londres y se comprometería con alguna rica heredera.
Era el tipo de situación al que Delia jamás hubiera imaginado que tendría que enfrentarse.
Se sentía angustiada e insegura de sí misma.
Se dio cuenta de que ya era hora de cambiarse para la cena. Subió por la escalera lentamente, con el corazón oprimido, pensando en cómo podría confortar a Lucille.
Pero a la vez debía tener cuidado de no crear en ella falsas esperanzas de que el marqués la amara lo suficiente como para desafiar a su tío.
Mientras se desnudaba, comenzó a pensar en lord Kenyon.
Era extraño que ella nunca hubiera sabido antes que él era un héroe.
Siendo vecinos, había crecido conociendo todo tipo de detalles acerca de la familia. Y hubiera sido imposible no hacerlo ya que en la aldea no se hablaba de otra cosa.
Estaba al tanto de todo cuanto les ocurría desde el nacimiento de un nuevo bebé, hasta la muerte de un pariente lejano.
A menudo, Delia había pensado que había sido una pena que su padre se hubiera disgustado con el último marqués.
Sin embargo, no podía reprochárselo.
Después de una larga carrera en el servicio diplomático, el cuarto marqués había vuelto a su casa para morir.
Aunque era todavía un hombre joven, había contraído en el oriente una fiebre desconocida e incurable que le afectaba el hígado.
Ésta le provocaba fuertes dolores que le obligaban a guardar cama.
Por lo tanto, se volvió extremadamente desagradable y encontraba faltas en todo y en todos.
El coronel Winterton era un hombre encantador y de trato accesible, pero tenía su orgullo. No estaba dispuesto a consentir que, después de muchos años de servir a su país, le trataran como si fuera un soldado raso.
Y le dijo al marqués lo que pensaba acerca de su comportamiento. Eso puso fin a las relaciones que habían existido hasta entonces entre la casa grande y ellos.
—Él es un hombre enfermo, querido —le había dicho la señora Winterton a su esposo cuando éste le contó lo ocurrido.
—¡Pues enfermo o no, la manera en que se comporta es intolerable! —había respondido el coronel Winterton—. El médico y el vicario me han comentado que ellos evitan ir a la casa grande siempre que les es posible, pues les resulta sumamente desagradable.
—Sí, lo sé. Todos en la aldea opinan lo mismo —suspiró la señora Winterton—, y es una lástima.
Cuando finalmente el marqués murió hubiera sido una mentira decir que alguien lo había sentido.
Aunque se les había visto muy poco durante la enfermedad del marqués, los miembros de la familia siguieron siendo muy importantes para los aldeanos.
A Delia le parecía extraño que nadie hubiera comentado un tipo de actividad muy diferente a las habituales de su regimiento.
Su padre le había hablado acerca de El Gran Juego, que era el nombre que los ingleses daban a la enorme red de espionaje que se extendía por toda la India.
La función principal de ésta era evitar que los rusos sembraran las semillas de la discordia entre las diferentes castas.
Como Delia mostraba mucho interés, él le había explicado que a los miembros de El Gran Juego se les identificaba sólo por números.
Todo era tan secreto que sólo el virrey y el comandante en jefe conocían la identidad de los hombres que arriesgaban sus vidas para salvar al Imperio Británico.
—Deben ser hombres muy valientes —dijo Delia.
—Sí, muy valientes —convino su padre—, pero eso es algo de lo cual no debes hablar porque una palabra inadecuada puede matar a un hombre tan certeramente como una bala.
—¿Has participado tú alguna vez en El Gran Juego, papá?
Se produjo una breve pausa antes de que el hombre respondiera:
—Sólo una vez y no me importa decirte que fue una de las experiencias más aterradoras de mi vida.
—¡Háblame de ello… por favor! —pidió Delia.
Sin embargo, él había negado con la cabeza.
—Eso es algo que no puedo hacer. Lo único que puedo decirte es que cualquier hombre que toma parte en El Gran Juego merece la condecoración de la cruz de Victoria, pues ningún hombre puede hacer más por su país.
Al recordar lo que su padre le había contado, Delia comprendió. Si era cierto que lord Kenyon había actuado como espía entre los rusos, no era de sorprender que su sobrino le admirara.
Sin pensarlo dos veces, se puso uno de sus hermosos vestidos de noche adornado con un gran lazo de satén en la espalda.
Mientras lo hacía, pensó que era una lástima no haber podido conocer a lord Kenyon en otras circunstancias.
Le hubiera gustado poder hablarle acerca de la India.
Era un país que siempre le había fascinado y todavía no había perdido la esperanza de poder visitar algún día la Joya de la Corona.
«Claro que lo más seguro es que eso no suceda nunca», pensó con un suspiro.
Bajó por la escalera pensando en cómo podía confortar a Lucille.
Era obvio que su hermana había estado llorando, pero Delia decidió que era mejor no decir nada al respecto.
Poco después de la cena, Lucille anunció que pensaba retirarse a sus habitaciones.
—Yo también me iré temprano a la cama —respondió Delia por decir algo—. Todavía queda mucho por hacer para la exposición de flores y mañana los trabajadores levantarán la marquesina.
Se dio cuenta de que Lucille no la escuchaba.
Su hermana subió por la escalera con la cabeza baja y andando de manera muy diferente a como solía hacerlo.
Delia se aseguró de que las ventanas estuvieran cerradas y la puerta también. El viejo Hanson se estaba volviendo muy olvidadizo.
Luego se dirigió a su propia habitación.
Se sentía casi tan deprimida como Lucille.
—¡Odio a lord Kenyon! —se dijo con furia.
Sin embargo, también sabía que era un héroe.
* * *
La cena en la casa grande había sido excelente.
Sólo después de terminar, lord Kenyon le dijo al marqués:
—Necesito hablar contigo.
Lord Kenyon había tenido mucho tiempo durante la tarde de explorar la casa. Con satisfacción vio que todo estaba en perfecto orden, y eso se debía, como le había dicho su hermana, a Jones.
Él se dio cuenta de que el anciano pretendía hablar con él de manera confidencial. Pero aquello era algo que él no tenía la menor intención de hacer hasta no haber visto a Marcus.
Quería descubrir cuáles eran los sentimientos de éste hacia la señorita Winterton.
Al pensar en ella, recordó que ésta era mucho más bonita de lo que él había esperado.
Es más, en otras circunstancias, se hubiera quedado perplejo al encontrar a alguien tan bella en Little Bunbury.
No pudo evitar sentirse incómodo por haber manejado tan mal la situación. Quizá debía haberse acercado a ella de una manera distinta.
Pero su hermana Charlotte le había metido en la cabeza que la mujer con la cual Marcus se quería casar era una vil oportunista.
Ahora comprendía que había actuado demasiado pronto y sin pensarlo.
La casa en que ella vivía, debía haberle indicado que su ocupante no era precisamente una campesina cualquiera en pos de un marido con título.
Salió a pasear por el jardín al atardecer.
Sin embargo, no veía la belleza de este sino la ira de dos ojos grises. Y la graciosa dignidad con la cual su propietaria había salido de la habitación.
—Esperemos —se dijo—, que Marcus actúe con sensatez y vuelva conmigo a Londres.
Ya era casi la hora de la cena, cuando el marqués apareció.
Lord Kenyon estaba en la biblioteca.
Su sobrino, a quien obviamente ya le habían anunciado su llegada, entró en la habitación exclamando con júbilo:
—¡Tío Kenyon! ¡No sabía que habías vuelto de la India!
—He llegado a Inglaterra hace dos días.
—¿Y has venido hasta aquí solo para verme? ¡Espléndido! Hace tanto tiempo que no te veía que comenzaba a pensar que eras sólo una leyenda.
—Pues aquí estoy, y vivo —respondió lord Kenyon con una sonrisa—. Y me complace ver las buenas condiciones en que se encuentra la casa.
Ya no había tiempo para hablar antes de la cena y, después de beber una copa de champán, los dos subieron para cambiarse de ropa.
Mientras saboreaban los exquisitos platos que fueron servidos, el marqués hizo muchas preguntas acerca de la India a las cuales lord Kenyon respondió de buen humor.
Cuando terminaron de cenar, se dirigieron a la biblioteca a tomar allí una copa de coñac, y seguir hablando.
Lord Kenyon pensó que aquél era el momento más oportuno para explicar la verdadera razón de su visita.
Así, dijo sin preámbulos:
—Me han dicho, Marcus, que te hallas en un aprieto.
Advirtió que el joven se ponía tenso.
Una mirada extraña brilló en sus ojos antes de preguntar:
—¿A qué te refieres?
—Tu tía Charlotte está muy preocupada por ti.
—¡No puedo explicarme por qué!
—Esperaba poder anunciar lo antes posible tu compromiso con lady Sarah —explicó lord Kenyon—, pero tú no has vuelto a Londres.
—Tenía poderosas razones para permanecer aquí —señaló el marqués—. Me he dedicado a los campesinos y a los demás habitantes de la finca.
—¿De verdad?
—¿Qué más te ha dicho la tía Charlotte?
—Para ser franco, me ha dicho que estás enamoriscado de una chica llamada Winterton, y ahora que la he conocido puedo comprender tu interés.
—¿Ahora que la has conocido? —interrogó el marqués—. No te comprendo.
—Cuando llegué tú no estabas, así que fui a visitar a la señorita Winterton.
—¡Eso es imposible!
—¿Por qué es imposible?
—Porque… —comenzó a decir el marqués, pero se detuvo.
Miró a su tío por un momento y después preguntó:
—¿Exactamente qué hablaste con la señorita Winterton?
—Le comenté que tú estabas comprometido para casarte —respondió lord Kenyon.
—¡Eso no es verdad!
—¡Vamos, Marcus! —exclamó lord Kenyon—. Según lo que me ha dicho tu tía, los duques te han aceptado como un posible yerno y su hija también está de acuerdo.
—¡Yo no he propuesto en matrimonio a lady Sarah y tampoco tengo la menor intención de hacerlo! —espetó el marqués—. Cuando conozcas a Lucille Winterton, con quien sí pretendo casarme, espero que comprendas por qué no puede haber otra mujer en mi vida.
—Acabo de decirte que ya la he conocido —reiteró lord Kenyon.
—Eso es imposible dado que Lucille ha estado conmigo toda la tarde —respondió el marqués.
Lord Kenyon le miró sorprendido.
—¡Pero yo he ido a su casa y he hablado con ella!
—Has hablado con Delia Winterton, la hermana mayor de Lucille, quien está totalmente convencida de que yo no soy el esposo adecuado para su hermana, duda de mi mala reputación. ¡Ella le ha prohibido a Lucille que hable conmigo!
Lord Kenyon dejó la copa de coñac que tenía en la mano sobre la mesa.
—Debo ser muy tonto —dijo él—, pues me resulta muy difícil entender todo esto.
—Pues no es nada difícil —repuso el marqués—. Delia Winterton tiene una opinión muy mala de mí debido a los comentarios que ha oído acerca de mi comportamiento en Londres y de las fiestas que he celebrado aquí, las cuales sin duda también te impresionarían a ti.
—Puedo imaginármelas —comentó lord Kenyon.
—Pero cuando conocí a Lucille —continuó el marqués—, me enamoré y comprendí que es la mujer que estaba buscando y con la cual deseo casarme.
—Y ella te ha aceptado —adivinó lord Kenyon con una ligera sonrisa en los labios.
—¡Te equivocas! —respondió el marqués—. Ella se niega porque intuye que mi familia, que hasta ahora no se había ocupado de mí, seguramente no estará de acuerdo con ese matrimonio. Y su hermana, la cual supongo que es su tutora, no quiere ni siquiera oír hablar de mí.
Lord Kenyon no pudo evitar echarse a reír, pues aquello era lo último que esperaba oír.
—La verdad es que estoy consternado —dijo él—, casi no puedo creer que haya hablado con la persona equivocada.
—Supongo que no habrás sido muy amable con ella —adivinó el marqués—, lo cual no ayuda en lo más mínimo.
—Escúchame, Marcus —pidió lord Kenyon—. Es muy importante, no sólo para ti sino también para la familia, que te cases con la persona adecuada.
—Eso es exactamente lo que intento hacer —interrumpió el marqués—, y digas lo que digas, yo estoy convencido de que no es asunto tuyo ni de nadie elegir una esposa para mí.
—Tenía entendido que conociste a lady Sarah y te pareció agradable.
—Así es —asintió el marqués—, pero yo no estoy enamorado de ella. En cambio sí lo estoy de Lucille y voy a casarme con ella. Te aseguro que nadie podrá evitarlo.
Habló de una manera tan firme que su tío le miró sorprendido.
Por primera vez se dio cuenta de que no estaba hablando con un niño sino con un hombre que sabía muy bien lo que quería.
Por lo tanto, decidió cambiar de táctica.
Con tono conciliador, dijo:
—Si eso es lo que piensas, Marcus, yo debo respetar tus deseos y, por supuesto, ofrecer mil excusas a la señorita Delia Winterton por haberla confundido con su hermana. Espero que mañana nos presentes.
—Eso quizá no sea fácil —dijo el marqués.
—¿Por qué no?
—Por una parte, porque Delia Winterton ignoraba que yo me he estado viendo con su hermana, así que si tú se lo has dicho, ella se habrá sentido traicionada y eso hará todo mucho más difícil.
—Lo siento mucho —murmuró lord Kenyon.
—¿Cómo iba yo a adivinar que te ibas a entrometer cuando yo llevo bastante tiempo tratando de convencer a Lucille de que me permita conocer a su hermana con la esperanza de poder mejorar la opinión que tiene de mí?
—Sólo puedo rogarte que me disculpes —expresó lord Kenyon—, y quizá sería una buena idea que volvieras a Londres y lo discutieras con tu tía.
—Sé muy bien lo que pretendes —apuntó el marqués—, y es alejarme de Lucille, con la esperanza de que el tiempo lo borre todo.
Se levantó de la mesa y exclamó:
—¡Mi respuesta es un no rotundo! Me niego a dejar a Lucille para que se la lleve otro hombre. Pienso casarme con ella tan pronto como me acepte.
Cuando terminó de hablar, salió de la habitación.
Su tío se le quedó mirando, sorprendido.
Una vez fuera, el marqués corrió por el corredor y, al llegar a la escalera, subió hacia su habitación.
Los aposentos privados del marqués, por tradición, habían estado siempre al final del pasillo del primer piso.
Sólo había otros tres aposentos en el mismo ala de la casa. Los demás se encontraban en el ala oeste.
Él imaginó que su tío se había instalado junto a él en lo que se conocía como la habitación del príncipe de Gales, ya que el rey Jorge IV había pernoctado allí a fines del siglo pasado.
Él entró en su habitación y llamó a su ayuda de cámara para que le ayudara a cambiarse de ropa.
Necesitaba hablar con Lucille.
Pero sabía que no iba a ser fácil.
Estaba seguro de que a Lucille no le habría gustado nada que su hermana se hubiera enterado por lord Kenyon de que ella le estaba engañando.
Aquél era el momento en que él debía apoyarla.
«Yo la amo», se dijo mientras se ponía las botas de montar. «¡Nadie, ni siquiera tío Kenyon podrá evitar que me case con ella!».
No deseaba volver a ver a su tío hasta haber hablado con Lucille.
Tan pronto como estuvo vestido, bajó por una escalera interior que le condujo a una puerta cercana a las caballerizas.
Le resultó fácil encontrar al palafrenero que estaba de guardia.
Le ordenó ensillar al garañón que habitualmente montaba y se puso en marcha.
A medida que avanzaba, la oscuridad era cada vez mayor.
Se preguntó si podría convencer a Lucille para que saliera a cabalgar con él.
«Tengo que hablar con ella», se dijo, «debo convencerla de que lo único que importa es el amor que sentimos el uno por el otro».
Sin embargo, no podía evitar sentir una gran inquietud.
Era consciente de lo mucho que sus fiestas habían escandalizado a toda la aldea y, en especial, a Delia Winterton.
—Supongo que tu hermana se habrá enterado de las fiestas que he dado aquí y de la grotesca forma en que todos mis invitados se han comportado —le había comentado en una ocasión a Lucille.
Ella se había echado a reír.
—¡Toda la aldea no hace más que hablar de ellas!
Luego, le había mirado fijamente y le había preguntado:
—¿Es verdad que tus invitadas bailaban en los tejados llevando solamente sus camisones puestos?
—Sí bailaban sobre el tejado —había admitido el marqués—, pero algunas de ellas iban más cubiertas.
Lucille había vuelto a reír.
—¡Cuando los aldeanos terminen de contar esa aventura, su fantasía desnudará a las invitadas!
—No sé cómo se me ocurrió celebrar ese tipo de fiesta aquí —dijo el marqués, arrepentido—. Si quería presenciar alguna podía haber ido a uno de los hoteles que se dedican a organizar ese tipo de cosas.
—¿De verdad hay hoteles que se dedican a eso? —preguntó Lucille con interés—. Entonces, ¿qué ocurre si hay dos fiestas de ese tipo a la vez?
—Eso es algo que tú debes ignorar —respondió el marqués—, así que no voy a contarte nada al respecto.
Lucille se rió y siguió incitándole.
Él estaba arrepentido de haberse ganado tan mala reputación no sólo en Londres, sino también en Little Bunbury.
Recordó un viejo refrán que dice que ningún pájaro debe revolver su propio nido.
Y eso era precisamente lo que él había hecho.
Como Lucille era tan bella, deseaba conservarla limpia y pura.
Quería mantenerla al margen de la parte oscura de la vida que antes encontraba tan divertida.
Meditando sobre eso, se daba cuenta de que su actitud había sido el resultado de una inevitable rebeldía.
Los años que había tenido que estar bajo la rígida tutela de su madre, le habían parecido interminables.
Recordaba cómo durante su niñez todos sus actos habían estado regidos por una larga lista de prohibiciones.
De pronto, al verse libre y rico, la vida alegre de Londres le había resultado irresistible.
Algunas mujeres habían caído en sus brazos en cuanto que él les había hecho alguna insinuación.
Mujeres ligeras que le halagaban y le hacían reír, enseñándole mil cosas con las que él ni siquiera había soñado.
Muchos hombres deseaban jugar y beber con él. Otros le invitaban a las carreras y le habían introducido a una docena de deportes nuevos en los que nunca había participado.
Aquella nueva forma de vida resultaba fascinante.
Pero ahora pensaba que todo aquello había sido como una especie de borrachera. Lucille lo había comprendido y eso era una de las cosas que él encontraba tan adorable en ella.
No era sólo hermosa, inexperta e inocente, sino también comprensiva.
Quizá por haber sido educada en Francia sabía que los hombres eran diferentes a las mujeres.
Un hombre podía amar a una mujer de tal forma que ninguna otra existiera ya para él.
«Así es como amo a Lucille», pensó.
Salió por la puerta que estaba al final del parque y que era la más cercana a la casa de Lucille.
Avanzó un poco por el camino y luego desmontó. Amarró las riendas de su caballo a una cerca de madera y continuó a pie.
Él sabía que la habitación de Lucille daba a la fachada principal de la casa, mientras que la de Delia daba a la parte posterior.
Lucille le había hablado mucho acerca de sí misma y de la manera en que vivían.
El marqués sabía que a aquella hora los criados estarían dormidos en el otro extremo de la casa.
Por lo tanto, no había nadie que pudiera verle ni oírle cuando empezó a andar por la hierba.
Llegó hasta el sendero de arcilla y siguió hasta quedar bajo la ventana de Lucille.
Pudo ver que uno de los postigos estaba abierto y había luz detrás de las cortinas.
Silbó, pero no obtuvo respuesta y tuvo que hacerlo de nuevo. Por fin, la cortina fue retirada y la joven se asomó.
Para entonces, las estrellas centelleaban en el cielo y la luna se alzaba lentamente sobre los árboles.
Pero aunque hubiera existido una oscuridad total, Lucille habría reconocido inmediatamente a Marcus.
—¡Necesito hablarte! —dijo el marqués en voz baja.
Lucille hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Con el dedo, señaló hacia su derecha, donde había una puerta.
Él asintió y se dirigió a ella.
Lucille entró de nuevo en la habitación. Rápidamente, se puso una bata muy bonita de seda azul.
En realidad, era una bata muy recatada, pero ella se detuvo un momento, dudando si sería más correcto vestirse.
Entonces pensó que no podía hacer esperar al marqués.
Alguien podría darse cuenta de que él estaba allí.
Lucille calculó que su hermana se había retirado a la cama hacía una hora y le pareció poco probable que fuera a su habitación.
Sin embargo, no quería correr riesgos.
Apagó las velas y salió de puntillas, llevando sus zapatillas en una mano.
Bajó la escalera que estaba iluminada solamente por una luz muy tenue, que provenía de las antiguas ventanas adornadas con escudos heráldicos colocados a ambos lados.
Consideró que sería un error abrir la puerta principal, así que se dirigió a la puerta que había señalado al marqués.
Él estaba de pie, esperando. Y casi antes de que ella hubiera abierto la puerta, entró y la tomó en sus brazos.
Inmediatamente, empezó a besarla apasionada y posesivamente.
Lucille comprendió que sus temores de que Marcus no la quisiera habían sido infundados.
—¡Te amo, te amo! —quiso gritar ella pero las palabras no fueron necesarias.
Los labios de él le expresaron cuánto la quería y que su amor era más fuerte que todo lo demás.
Cuando Lucille llegó a tener la sensación de que el marqués la había transportado hasta el cielo, él levantó la cabeza.
—¡Tengo que hablar contigo, mi amor! —susurró.
Ella cerró la puerta. Y cogiéndole de la mano le condujo por un corredor oscuro hasta una habitación situada al final de éste.
Era un cuarto bastante atractivo donde su madre solía despachar su correspondencia.
Lucille encendió las velas que se encontraban sobre la chimenea y el marqués vio colgado sobre ésta un retrato del padre del padre de la joven con uniforme.
El olor de las flores impregnaba el aire de la sala.
La luz de las velas iluminó el pelo de Lucille.
Marcus la envolvió en sus brazos.
Ella era todo lo que él deseaba.
—¡Yo te amo y no podía irme a la cama sin decírtelo! —exclamó con voz ligeramente inestable.
—Yo estaba segura de que tu tío te convencería de que regresaras a Londres y me olvidaras —murmuró Lucille en voz baja.
—Eso es exactamente lo que supuse que imaginarías —dijo el marqués—, pero estabas muy equivocada. Le he dicho la verdad.
—¿Y… cuál es…?
—¡Que te amo y vamos a casarnos!
—Oh, Marcus… ¿hablas en serio?
Él no contestó.
Se limitó a abrazarla con fuerza y empezó a besarla posesivamente, como si no quisiera separarse de ella nunca más.