Capítulo 5

Era infantil sentirse tan decepcionada, se decía Angelina, sin embargo, toda la mañana sintió un peso en el pecho que no logró hacer desaparecer.

Cuando más tarde volvió al jardín con Twi-Twi recordó que el príncipe le había dicho que estaría ocupado todo el día por lo cual le sería imposible reunirse con ella, pero nada le impedía seguir mirando en dirección a la entrada por si aparecía de pronto.

A la hora de la comida, bajó sola al comedor como solía hacerlo y cuando su abuela se dispuso a dormir la siesta regresó una vez más al jardín.

Le parecía extraño que hoy el sol no parecía brillar tanto y no se le antojaba jugar con Twi-Twi, sino solamente permanecer allí sentada, pensando en la noche anterior. Reprodujo la magia de los besos del príncipe y las emociones que había despertado en ella, haciéndola sentir como una diosa.

Tenía la horrible sensación de que todos aquellos recuerdos quedarían en el pasado, y como una fotografía vieja sólo provocarían nostalgia.

Pero su imaginación volaba libremente y no podía controlarla.

Deseaba al príncipe con una urgencia tal que la consumía. Se puso a calcular cuántas horas y minutos faltaban, no sólo para aquella noche cuando lo volviera a ver, sino también para cuando abandonara Inglaterra, aunque sabía que por más que él quisiera prolongar su estancia en la embajada, si no partía provocaría comentarios y ella era consciente, porque así lo habían informado los diarios, de que la mayoría de los Reyes y Reinas presentes en la coronación, partirían inmediatamente después de ésta.

«No hay nada más aburrido que un huésped que se niega a marcharse», pensó Angelina sonriendo tristemente.

El príncipe regresaría a su país y sólo quedaría la bandera en la fachada de la embajada para recordárselo.

—¡Lo amo! ¡Lo amo! —gritó ella.

Cuando salió del jardín ella se volvió a ver la fachada y los seis escalones por los cuales descendería el príncipe a su salida.

—¡Yo te amo! —susurró ella una vez más. Quizá la suave brisa que acababa de comenzar a soplar llevara sus palabras hasta donde él se encontrara.

* * *

Su abuela la estaba esperando y parecía muy descansada.

—Hoy dormí sin tomar la droga que me recetó el doctor Williams —dijo la abuela muy orgullosa.

—¡Se te ve muy bien abuela! —observó Angelina mientras tomaba el Times y buscaba las páginas de sociales.

Acababa de encontrar el nombre de los Duques de Devonshire en la lista de invitados distinguidos cuando llamaron a la puerta. Era el viejo Ruston que venía sin aliento por el esfuerzo de subir por la escalera.

Lady Hewlett, milady.

Angelina se puso de pie.

Lady Hewlett era una vieja amiga de su abuela que también había sido muy bella en su juventud, pero que ahora trataba de recobrarla tiñéndose el pelo y usando una gran cantidad de cosméticos.

Esto era inaceptable en alguien más joven o menos distinguida, pero Lord Hewlett había sido embajador en algunas de las principales capitales de Europa y Lady Hewlett era considerada toda una institución.

—¡Querida Lily! —exclamó extendiendo las manos hacia Lady Medwin, dejando un rastro de perfume francés a su paso.

—¡Daisy, qué sorpresa! —dijo Lady Medwin – Leí en los periódicos que te encontrabas en Inglaterra, pero no esperaba que tuvieras tiempo para visitarme hasta después de la coronación.

—Resulta que disponía de algunas horas libres, así que me puse a visitar a mis antiguas amistades —explicó Lady Hewlett Pero ¿por qué te encuentras en cama?

—Hace meses que no me siento bien —respondió Lady Medwin – Ha sido muy molesto estar enferma precisamente este verano cuando debí de haber presentado a Angelina, para después llevarla a todos los bailes de importancia.

—Me enteré de que Angelina todavía no ha sido presentada en el Palacio de Buckingham —observó Lady Hewlett – ¿Pero por qué no me lo dijiste, Lily? Yo lo hubiera hecho personalmente.

Lady Medwin emitió una especie de quejido.

—¿Por qué no pensé en eso? —exclamó – Aunque francamente Daisy, no esperaba que estuvieras en Inglaterra.

—Por nada me perdería la coronación —declaró Lady Hewlett – Arthur y yo tenemos un lugar especial en la abadía desde donde veremos todo muy bien.

—¿Cómo te envidio? —suspiró Lady Medwin.

Lady Hewlett se sentó en la silla más próxima a la cama y miró a Angelina, quien recogía el periódico y se preparaba a salir de la habitación.

—¡Te has puesto muy bonita, querida. Realmente bonita! Debes venir conmigo a París. Estoy segura de que los jóvenes franceses se quedarán prendados de ti.

—Es muy… amable de su parte decirlo —respondió Angelina. Estaba segura de que Lady Hewlett olvidaría la invitación tan pronto como abandonara Inglaterra.

—Eso me recuerda —dijo Lady Hewlett— que voy a ofrecer una fiesta a la que deseo invitarlas, pero si tú no puedes asistir entonces debes permitir que tu nieta venga sola. Yo cuidaré de ella.

Angelina contuvo la respiración.

Si la reunión de Lady Hewlett era para aquella noche, entonces no podría asistir. Pensó con desesperación cómo negarse. ¿Cómo podría decir que tenía otro compromiso? Contuvo la respiración aterrada, mientras Lady Hewlett continuó hablando:

—Se trata de una pequeña fiesta. Unas treinta personas que vendrán a cenar y otras tantas que llegarán después, y me pareció divertido que haya música para que podamos bailar.

Miró a Lady Medwin y continuó diciendo:

—Yo pensaba que mis días de bailarina ya habían terminado, pero cuando llegué a París, las franceses me convencieron de lo contrario.

—¡Suena maravilloso! —exclamó Lady Medwin – En cambio yo estoy segura de que mis médicos no aceptarían que yo asistiera a algo tan extenuante.

—Entonces tu hermosa nieta debe venir sin ti —respondió Lady Hewlett – Le enviaré el carruaje y a una doncella para que la acompañe, si es que no quieres que salga sola.

—¡Eres muy amable! —sonrió Lady Medwin – Angelina tiene algunos vestidos muy bonitos, así que no te sentirás avergonzada de su presentación.

—¡Será la más bella de la noche! —afirmó Lady Hewlett— y debo pensar en otros lugares donde llevarla mientras esté en Londres.

—¡Daisy, eres la bondad personificada! —comentó Lady Medwin con entusiasmo—. Siempre le he dicho a Angelina, que no hay nadie con un corazón tan bondadoso como mi amiga de la infancia, Daisy Hewlett.

A Angelina le costó trabajo poder hablar.

—Es usted… muy amable —dijo, mas la voz no pareció ser la de ella.

Luego, casi en un susurró logró preguntar:

—¿Cuándo es la fiesta?

—¿Cuándo supones tú que iba a ser? —respondió Lady Hewlett – Mañana, por supuesto.

Angelina sintió que una ola de alivio le recorría el cuerpo y casi no escuchó a Lady Hewlett cuando ésta comentó:

—Quizá te parezca extraño, Lily, que no estemos invitados al Palacio de Buckingham esta noche, pero supongo que ya estás enterada de que, como el Rey ha estado tan enfermo, las invitaciones para el banquete fueron reducidas considerablemente.

—No, no me había enterado —respondió Lady Medwin.

—El Rey y la Reina recibirán solamente a sus parientes, que Dios sabe que son muchos, y por supuesto a toda la realeza visitante.

—Creo que es una buena medida —señaló Lady Medwin Yo diría que después de tantas horas en la Abadía sería prudente que el Rey descansara.

—Dispondrá de una hora más o menos para recostarse, entre la ceremonia y el banquete —explicó Lady Hewlett – Pero estoy de acuerdo contigo con que sería una locura abusar de sus fuerzas después de todo por lo que acaba de pasar.

—Así es —estuvo de acuerdo Lady Medwin.

—En Francia pensaban que no sobreviviría —continuó Lady Hewlett— pero como lo dije entonces, ningún país tiene mejores cirujanos que los nuestros.

Angelina no podía escuchar más. Salió de la habitación segura de que las dos ancianas desearían chismear entre sí y se dirigió a su cuarto. Se sentó sobre la cama sintiendo que las piernas le flaqueaban.

El momento más aterrador fue cuando pensó que tendría que hacerle saber al príncipe que no podría verlo aquella noche.

Una semana antes hubiera estado loca de alegría ante la idea de asistir a una fiesta en casa de Lady Hewlett, quien siempre había sido amable con ella desde que viniera a vivir con su abuela, sólo que no la había visto, pues llevaba ya nueve meses fuera del país. Sabía que en sus fiestas había gente inteligente e importante y siendo ella tan joven, se sentía muy afortunada de ser incluida en una de ellas.

Pero si hubiera sido para aquella noche, hubiese odiado cada minuto que le evitara estar con el príncipe.

Mañana sería diferente. El estaría en palacio y ella podría ir a la fiesta sin sentirse culpable por haber perdido la oportunidad de verlo.

Pero ella lo amaba, y sabía que por muy atractiva que fuera la fiesta y los hombres que allí conociera, le sería difícil concentrar sus pensamientos en otra cosa que no fuera el príncipe.

Lady Hewlett permaneció con su abuela por más de una hora. Cuando se retiró, Angelina la acompañó hasta la puerta y la despidió agitando la mano. Ella se alejó en su elegantísimo carruaje tirado por dos caballos.

Entonces regresó a la habitación de su abuela. Lady Medwin se veía mucho mejor por el solo hecho de haber tenido una visita.

—Daisy está al tanto de todos los chismes —dijo contenta ella cuando Angelina entró en el cuarto—. Disfruté su visita más de lo que he disfrutado cualquier otra cosa desde hace tiempo.

—Me alegro mucho, abuela.

—Conoce a un joven que quiere presentarte mientras esté aquí en Inglaterra.

—Qué. Amable.

—Me ha hecho ver lo descuidada que he sido al no hacer planes para ti cuando enfermé —continuó Lady Medwin – Una joven debe casarse pronto, me dijo Daisy y cuanto antes encuentres un esposo, mejor.

Angelina se sobresaltó.

—¿Un… esposo, abuela?

—Daisy tiene razón —continuó Lady Medwin – Yo me casé a los dieciocho. Mi madre siempre decía que los solteros apetecibles lo son cada vez menos, cuando uno se va haciendo mayor.

Angelina esperaba que a su abuela no se le metiera entre ceja y ceja la idea de casarla.

Lady Medwin podía llegar hasta la obstinación cuando deseaba algo. Nada la hacía cambiar de idea y la oposición, por lo general, sólo la hacía perseguir su objetivo con más fuerza.

—Estoy muy contenta aquí, contigo, abuela —dijo Angelina— así que no nos preocupemos por mi matrimonio.

—¡Ésas son tonterías! —respondió Lady Medwin Y ha sido la querida Daisy quien me ha hecho ver lo equivocadamente que he actuado.

—Esperaremos a que te encuentres bien y entonces hablaremos al respecto —sugirió Angelina en tono conciliador.

—No haremos nada parecido —corrigió Lady Medwin – Cuando Daisy regrese a París me pondré en contacto con otros de mis amigos y les pediré que sean tus acompañantes durante la temporada de invierno. ¡Estoy muy molesta conmigo misma por no haberlo hecho antes!

—Por favor, abuela, no te preocupes por eso… —suplicó Angelina – Soy feliz aquí. Me gusta mucho leer para ti y llevar a Twi-Twi al jardín. Realmente no he tenido tiempo de pensar en fiestas ni bailes.

Se dio cuenta de que su abuela no le prestaba atención.

—Debo comprarte algunos vestidos nuevos —dijo ella—. Dile a Madame Marguerite que venga el lunes en la mañana y también esa otra modista cuyos diseños me gustan mucho… ¿cómo llama?

—Pero abuela, tengo muchos vestidos que aún no he estrenado —protestó Angelina.

—Haz lo que te digo, mi querida niña —dijo la abuela—. Mañana haremos una lista de las amistades que sé que me ayudarán, como lo está haciendo la querida Daisy.

«No tiene remedio», pensó Angelina.

Jamás podría convencer a su abuela de que las cosas estaban bien así.

No obstante, en su habitación, se preguntó si aquello no la ayudaría a aliviar un poco la agonía por la que iba a pasar cuando el príncipe se marchara de Inglaterra, tal vez le diera otras cosas en que pensar.

Descartó todo pensamiento que no fuera la velada que la esperaba.

Ella lo vería, Hablaría con él. Estarían juntos y… detuvo sus pensamientos, pues sabía lo mucho que deseaba que él la besara.

Quizá fuera imposible aquella noche… quizá él no lo desearía… tal vez…

Los pensamientos comenzaron a dar vuelta dentro de su cabeza como ardilla en una jaula, pero la excitación iba creciendo a cada momento hasta hacerla sentir como si fuegos de artificio fueran a explotar a su alrededor en cualquier momento.

Sentía que era porque faltaba poco tiempo para que estuviera junto al príncipe una vez más.

Tuvo problemas para decidir qué vestido usar pues, tal corno había dicho a su abuela, tenía muchos que aún no se había puesto.

Por fin se decidió por uno, totalmente diferente al que había llevado la noche anterior. Era un vestido sencillo, en azul muy claro y estaba adornado con pequeños lazos de terciopelo del mismo color intercalados entre un pasalistón tan fino, que parecía confeccionado por las hadas. También había encaje en el corpiño.

Cuando estuvo lista Angelina se veía joven y frágil como una flor de primavera que aparece después del invierno.

En el último momento pensó que quizá al príncipe le hubiera gustado que vistiera algo más formal, pero ya era demasiado tarde, pues Ruston debía estar ya esperándola en el comedor.

Corrió escaleras abajo seguida por Twi-Twi y cuando entró en el comedor, Ruston le dijo en tono de reproche:

—La sopa se le está enfriando, señorita Angelina.

—Lo siento, Ruston.

Una vez más volvió a fingir que comía, regresando todo a los platones en cuanto Ruston salía del comedor. Como de costumbre, él protestó porque ella comía muy poco.

—Usted no come suficiente ni para mantener vivo a un ratón señorita Angelina —dijo él con el afecto de un viejo preceptor.

Estoy muy emocionada por la coronación, Ruston —respondió Angelina, lo cual era cierto. Su pequeña parte de la coronación le resultaba más emocionante que cualquier otra cosa en el mundo.

Se apresuró tanto que, cuando bajó llevando una estola del mismo color del vestido y a Twi-Twi en brazos, vio que el reloj apenas enarcaba las ocho y diez.

En dos ocasiones pensó que el reloj debía de haberse detenido, pues el tiempo parecía transcurrir con mucha lentitud, pero cuando por fin sólo faltaban unos segundos para las ocho y cuarto, salió presurosa por el pasillo hacia la puerta del jardín.

Cruzó el jardín, abrió la puerta de las caballerizas y se encontró cara a cara con el príncipe.

Ella lo miró y el corazón le dio un vuelco. Permaneció inmóvil hasta que él habló.

—Tengo que decirte —explicó él, en voz muy baja— que no iremos solos a la fiesta.

—¿No vamos… solos? —repitió Angelina.

—Hubo tanto revuelo porque salí sólo anoche, que tuve que acceder a llevar a uno de mis ayudantes de campo conmigo.

Debió ver la desilusión reflejada en el rostro de Angelina porque enseguida agregó:

—Tú sabes, mi amor, que deseo estar a solas contigo. Lo deseo más de lo que me es posible expresar, pero tengo que hacer lo que el Embajador y los demás ministros desean.

—¿Preferirías que… no viniera?

—No, por supuesto que no —respondió el príncipe—. Tienes que venir. ¡Tienes que hacerlo! Deja todo de mi cuenta. Ya me las arreglaré para que podamos hablar a solas. He esperado este momento todo el día. Ha sido un infierno el saber que estabas tan cerca y que no podía verte —dijo con voz tan baja que nadie más hubiera podido escucharlo.

—Te esperé en el… jardín.

—¿Crees que no era consciente de eso? —preguntó el príncipe con voz áspera—. Pensé en ti y deseé estar contigo, pero me fue imposible.

—Lo sé.

Pero ahora él estaba ahí, cerca de ella y era como si fueran una sola persona, como lo habían sido la noche anterior.

—¡Te amo! —exclamó el príncipe—. Hubiera pensado que era imposible pero hoy estás más bella de lo que estabas anoche.

Al decir eso sonrió y de pronto todo cambió cuando le dijo con un tono de voz muy diferente:

—Ven, vamos a la fiesta y olvidemos todos nuestros problemas, al menos durante las próximas horas.

Condujo a la joven hacia el carruaje, al llegar un hombre joven bajó apresuradamente.

—Permíteme presentarte al Capitán Aristóteles Soutsos, quien no sólo es mi ayudante de campo sino también un viejo amigo, ya que fuimos juntos a la escuela.

Angelina extendió su mano y el Capitán Soutsos se inclinó sobre ésta.

Subieron al carruaje, el capitán se sentó en el asiento pequeño y Angelina colocó a Twi-Twi junto a él.

—¿Muerde? —preguntó el capitán.

—Podría hacerlo —respondió Angelina – Por lo que le aconsejo que no lo toque. No le gusta que lo acaricien los desconocidos.

—Jamás ha tratado de morderme a mí —declaró el príncipe.

—Quizá no lo considera un extraño —observó Angelina sin pensar.

Miró al príncipe a los ojos y comprendió que en realidad jamás habían sido extraños. Desde el primer momento habían sido conscientes de que sus sentimientos eran únicos.

—Aristóteles y yo hemos tenido un día agotador —explicó el príncipe—. Comenzamos justo después del desayuno con varias juntas en las cuales todo el mundo habló mucho sin que nadie prestara atención.

El Capitán Soutsos rió.

—Eso es muy cierto, señor.

—Ya verás —dijo el príncipe dirigiéndose a Angelina— que los griegos pueden hablar mucho cuando se trata de un tema por el que sienten un profundo interés.

—¿Era ése el tipo de temas que ustedes trataron hoy, señor? Preguntó Angelina.

—Yo ciertamente tenía mucho interés —respondió el príncipe— aunque quizá fuera el único.

Su forma de hablar hizo pensar a Angelina que había estado discutiendo acerca de su matrimonio.

Como ella quería que él se sintiera contento mientras estaban juntos, cambió el tema y le contó al príncipe que Lady Hewlett había ido a visitar a su abuela y cómo ella cenaría al día siguiente en casa de los embajadores.

—Yo conozco a su excelencia —dijo el príncipe— es un hombre muy inteligente. Ojala los embajadores que Inglaterra manda a Grecia, tuvieran su tacto y comprensión.

—Parece como si estuviera usted descontento con nuestros actuales representantes —observó Angelina medio bromeando.

—No precisamente descontento —declaró el príncipe—. Sólo que me gustaría que conocieran un poco más acerca del país en el cual despliegan su bandera.

El Capitán Soutsos rió.

—Me hace usted pensar en los Altos Comisionados de las Islas Jónicas cuando éstas quedaron bajo la protección inglesa, después de las Guerras Napoleónicas.

El príncipe rió también y. Angelina preguntó:

—¿Por qué eran tan especiales?

—Ciertamente eran individualistas o excéntricos —respondió el príncipe—. Se sentían muy importantes y se aseguraban de que los griegos así lo entendieran.

—El Primer Comisionado —interrumpió el Capitán Soutsos— era notorio por sus malos modales, en especial con cualquiera que trajera una carta de presentación.

—Y el siguiente no resultó mejor —agregó el príncipe como si quisiera contar la historia—. Sir Frederick Adams se casó con una corfiota muy ambiciosa, cuyo bigote, de acuerdo con las caricaturas de la época, no hubiera hecho quedar mal a un cosaco.

—¡No puedo creerlo! —rió Angelina.

—Es cierto —aseguró el príncipe— y esa característica no evitó que el Comisionado gastara casi todos los ingresos de la isla en la dama bigotona.

—Seamos justos —objetó el capitán— los siguientes comisionados británicos sí construyeron caminos, hospitales, asilos y cárceles.

—Y los conquistados se sintieron muy agradecidos sobre todo por las últimas —señaló el príncipe con un cierto brillo en los ojos.

Todo el camino, el príncipe y el Capitán Soutsos se turnaron para contarle a Angelina historias interesantes, así que, a pesar de que no podría estar a solas con el príncipe, la velada iba a resultar muy agradable.

No se equivocó.

Cuando llegaron ante lo que parecía ser un restaurante de poca importancia, un grupo de cefalonios salió a recibirlos.

Entraron en un salón de techo bajo y allí Angelina vio que había más de cien personas esperándolos, que aplaudieron al verlos llegar.

El lugar estaba adornado con guirnaldas de flores y hojas, que formaban diseños muy complicados y que Angelina estaba segura había sido el trabajo de las muchachas griegas. Había varias muy bellas de grandes ojos y cabellos recogidos sobre la nuca. Vestían el traje nacional. El gran pañuelo blanco en la cabeza, con un extremo sobre el hombro izquierdo y el otro colgando hasta la cintura; corpiño escarlata con el frente amarillo, mangas blancas muy amplias, una falda larga azul oscuro y un delantal azul claro con franjas amarillas.

El restaurante se veía lleno de color y el príncipe y Angelina fueron conducidos hasta una mesa decorada con flores. El resto de los asistentes estaban sentados en largas mesas colocadas contra las paredes, dejando el centro del salón libre.

La joven sabía que era para el baile que vendría después. Miró con curiosidad los platos que fueron puestos delante de ellos.

El príncipe aceptó un aperitivo de ouzo, un licor, que según explicó, sabía a anís y seguramente a ella no le iba a gustar.

—Estás muy bonita —susurró el príncipe.

Ella le respondió con los ojos y entonces él añadió:

—Debes probar el mezé pues estoy seguro de que te gustará.

Un gran plato de mezé fue colocado frente a ellos y el príncipe ofreció a Angelina un pequeño canapé cubierto con brik, una pasta de caviar rojo y taramosaláta que es una deliciosa preparación de pescado.

Había también pepinos, yogurt, ajos y aceitunas de diferentes tipos que, según le explicó el príncipe, cualquier griego podía distinguir de qué parte del país provenían.

Ella las miró sorprendida, pues todas le parecían iguales.

—La aceituna ovalada proviene de Delfos —le explicó él— y la puntiaguda viene de Kalamata.

Angelina tomó una aceituna ovalada y ambos sonrieron; en Delfos se encuentra el templo de Apolo.

A Angelina le fue difícil recordar los platillos que había probado, pero todos resultaron deliciosos. Para cuando trajeron los postres, ya no podía comer más, pero no pudo resistir el baklavá, una mezcla dulce hecha con miel y nueces, cubierta con pasta hojaldrada y el príncipe no permitió que rechazara una taza de café turco.

—Se llama sketo cuando es sin azúcar y méthio cuando la lleva —explicó él.

—Eso lo sé —rió Angelina – He estado tratando de aprender griego por mí misma, pero la dificultad estriba en que, aunque ya sé, cómo se escriben muchas palabras, no té cómo pronunciarlas.

—Te enseñaré las más importantes —le prometió él con voz acariciadora.

Pero mientras hablaban se dieron cuenta de que no habría tiempo para hacerlo.

—Quizá tu… embajador me podría recomendar un maestro griego —observo Angelina.

Aquélla era una posibilidad, pero no estaba preparada para la ira que se reflejó en el rostro del príncipe.

—¿Crees que deseo que alguien que no sea yo te enseñe algo? —preguntó.

Ella lo miró sorprendida y una vez más comprendió lo mucho que estaba sufriendo al ver el dolor reflejado en sus ojos.

Cuando la cena hubo terminado comenzaron las danzas. Angelina pudo ver los bailes tradicionales griegos, mencionados en casi todos los libros que había leído, pero que eran difíciles de imaginar si no se apreciaban en vivo.

La orquesta resultaba un poco extraña porque había instrumentos específicos para los diferentes bailes.

La primera danza era exclusivamente para los hombres y aunque la mayoría de ellos eran grandes y voluminosos, bailaron con una gracia inesperada.

—Esta danza simboliza a un pueblo que se mantiene junto a través de las adversidades —explicó el príncipe.

Después, las mujeres tomaron parte en una danza que tenía lugar en un círculo, mientras que un conductor masculino agitaba un pañuelo como si manejara una espada con gran habilidad.

Mientras lo hacía, una cadena de bailarines se movían a su alrededor con los brazos entrelazados, acompañados por una lira, tambores, un clarinete y un violín.

Las danzas continuaron por un buen rato y aunque el príncipe se negó a participar por no dejar sola a Angelina, el Capitán Soutsos bailaba con la misma energía que los demás.

Angelina se dio cuenta de que éste parecía sonreírle a una muchacha muy bonita quien, de alguna manera, siempre parecía estar a su lado.

Angelina observaba todo con ojos ávidos cuando de pronto el príncipe le dijo al oído:

¿Nos vamos?

—¿Podemos hacerlo? Murmuró Angelina.

Cuando la música se detuvo, el príncipe se puso de pie, hizo un breve discurso en griego y como hablaba con claridad Angelina pudo entender la mayor parte.

Dio gracias a los cefalonios por haberlo invitado y les hizo saber lo mucho que apreciaba su fidelidad y su constante amor por la patria.

Les dijo que se llevaba a casa la convicción de que los cefalonios siempre serían los mismos, sin importar dónde se encontraran y que sabía que jamás perderían su iniciativa, su valentía y su patriotismo.

El discurso del príncipe fue recibido con aplausos y gritos de «bravo» y cuando él, acompañado por Angelina, caminó por el centro del salón, les aplaudieron todo el camino hasta la puerta.

Cuando llegaron a ésta, el capitán se les unió.

—Quédate, Aristóteles. Por lo que a ti respecta, la noche es aún joven y hay muchos otros lugares en Londres donde podrás divertirte.

—¿Está usted seguro que no debo acompañarlo de regreso a casa, alteza? —preguntó el ayudante de campo.

—Yo cubriré tu ausencia —respondió el príncipe.

El Capitán Soutsos dirigió una rápida mirada a Angelina y comprendió que el príncipe no deseaba su compañía.

—Gracias, señor —dijo él—. Buenas noches, señorita Medwin.

—Buenas noches, capitán —respondió Angelina.

Subieron al carruaje y cuando Twi-Twi bajó desde el asiento del cochero para reunirse con ellos, el vehículo se puso en marcha.

El príncipe esperó hasta que se hubieron alejado del restaurante y entonces puso su brazo alrededor de los hombros de Angelina.

—¡Por fin! —exclamó él—. Pensé que jamás íbamos a poder estar solos un momento.

El corazón de ella había comenzado a latir frenéticamente y al primer contacto del brazo de él sintió que un estremecimiento le recorría el cuerpo y que una emoción indescriptible se apoderaba de su garganta.

—¡Te amo! —dijo el príncipe—. No puedo pensar en otra cosa. —Ha sido un día muy largo— susurró Angelina.

—Lo sé, lo sé —asintió él—. Para mí fue una agonía eterna tener que permanecer en la sala del concejo escuchando a Costas hablar acerca de sus problemas y al Primer Ministro insistir en el tema de mi matrimonio.

Angelina guardó silencio. El príncipe comprendió que debía contarle lo que había ocurrido.

—Hoy llegó una carta de mi primo Theodoros. Me comunica que tiene algo que decirme de vital importancia; algo que se relaciona con los elementos revolucionarios en el sur de la isla.

—¿De qué crees que se trate? —preguntó Angelina.

—No tengo la menor idea —respondió el príncipe—. Pero eso quiere decir, mi amor, que tendré que regresar a Cefalonia tan pronto termine la coronación.

—¡0h… no… no!

Sabía que aquello tenía que ocurrir. El se iría y probablemente no lo volvería a ver jamás.

—¿Qué puedo hacer? —se quejó el príncipe—. No puedo decirle que ya no me interesan los asuntos de Cefalonia porque estoy enamorado.

La atrajo hacia sí y la miró a la cara:

—Tú sabes que es cierto —agregó.

—Yo también te amo —confesó Angelina— pero sé que tienes deberes para con tu patria y tenemos que ser valientes.

—¡Mi amor, mi preciosa! —susurró el príncipe—. ¿Ha existido alguna vez alguien como tú?

Sus últimas palabras se perdieron en los labios de ella cuando él tomó posesión de su boca.

La besó hasta que se elevaron al cielo y no pudieron pensar en otra cosa que no fuera la gloria que los rodeaba.

Aquello era lo que Angelina había deseado todo el día y toda la noche, pero tenía miedo de que no fuera tan maravilloso como el primer beso en St. James.

Pero ahora sintió que emociones diferentes despertaban dentro de ella; sensaciones que no sabía que existían.

Cuando volvió a la realidad, estaban envueltos en la oscuridad. Ya no transitaban por las calles sino a través de Hyde Park, el camino más largo a su casa.

—No puedo dejarte —suspiró el príncipe—. ¿Por qué no me enamoré de alguien con quien fuera posible casarme? ¿O de alguien a quien pudiera llevar conmigo de regreso a Cefalonia, para instalarla en secreto cerca del palacio y poder estar con ella cuando así lo deseara?

Angelina permaneció inmóvil durante un momento y entonces dijo con una voz casi inaudible:

—¿Me éstas pidiendo que haga… eso?

—No. Yo jamás te haré daño ni tampoco ofenderé nuestro amor pidiéndote algo así.

El emitió un sonido que fue mitad quejido y mitad un ahogado grito de desesperación.

—Sólo estoy diciendo que a tu alrededor existen barreras que yo no puedo franquear. Y aunque pudiera, jamás lo haría. Eres pura e inmaculada, mi pequeña Perséfone, que me ama con el corazón, con la mente y con el alma y así deseo dejarte.

Angelina comprendía perfectamente lo que él estaba diciendo y comprendía que no había solución.

Sin embargo, no pudo evitar pensar que sería muy agradable poder vivir junto a él, aún como amante, pero eso mancharía la pureza y el amor que había entre ellos.

—Quizá… —dijo ella después de un momento— si… si no podemos… estar juntos en esta vida… habrá otra.

—¿Y eso es suficiente para ti? —preguntó el príncipe—. ¡Yo te deseo ahora! Te deseo con tal fuerza, que después de que te lleve a tu casa esta noche, no podré volver a verte jamás.

—¿Lo dices en serio? —gritó Angelina.

—Anoche cuando te dejé ir sin besarte una vez más, comprendí que había llegado al límite de mi resistencia.

Había agonía en su voz y ella puso su mano en la de él y lo abrazó con fuerza.

—No soy inglés —dijo el príncipe con voz enronquecida por el dolor—. Soy griego y mi amor es algo mucho más fuerte que yo; más fuerte que mi orgullo y quizá que mi honor.

Su voz se hizo más grave cuando continuó:

—Te quiero, Angelina, no como a una diosa a quien adorar en un altar sino como mujer. Quiero que me pertenezcas, no sólo de pensamiento, sino totalmente.

Hablaba con tal vehemencia que Angelina pensó que si no lo amara tanto le tendría miedo.

Ella se le acercó un poco más y le apretó los dedos con fuerza.

—Aunque no hubiera recibido una carta de mi primo urgiéndome regresar, me habría marchado de todos modos —continuó diciendo el príncipe.

Angelina con los labios demasiado secos como para responder, de alguna manera logró decir:

—Comprendo.

—¿Lo crees? —preguntó el príncipe—. No, eres demasiado pura e inocente, para saber que todos los demonios del infierno me tientan para que te posea mientras tengo la oportunidad.

Hubo un silencio antes que él continuara en un tono de voz más grave:

—Desafortunadamente, entre nosotros se alza un ángel con la espada en llamas; tu ángel, mi amor, que te protege, aun cuando tú no te des cuenta, de un hombre que arde en las llamas del infierno.

Se llevó las manos de ella a los labios y las besó apasionadamente. Ella comprendió que estaba determinado a controlarse y que no la besaría en los labios.

El carruaje se detuvo junto al puente del lago. El príncipe se asomó por la ventana y Angelina pudo ver el agua que brillaba bajo la luz de la luna y las estrellas.

—Pensé que podríamos caminar bajo los árboles hasta donde nos sentamos aquella primera noche y tú trataste de ayudarme —dijo él con voz ronca.

Le besó la mano una vez más antes de continuar:

—Pero lograste que me enamorara tan locamente de ti que estoy seguro de que jamás podré amar a otra mujer.

—Yo quiero que seas feliz —susurró Angelina.

—Eso será imposible —respondió el príncipe— y dado que no podré vivir contigo y por lo mucho que te amo, no me atrevo a salir sólo contigo…

—Quiero pasear contigo… junto al agua —susurró Angelina.

—No me tientes —gritó el príncipe—. Ya te dije que soy débil y si te toco, si te tengo junto a mí, no habrá nada que me detenga y quizá haga algo de lo que después los dos nos arrepentiremos.

En los ojos del príncipe había una expresión que ella nunca había visto y a la luz de la luna que entraba por la ventana, le pareció casi siniestra.

No importaba lo que él hiciera, o dijera, ella lo amaba pero entendía aún mejor que él que el amor entre ellos no debía mancharse.

Con un esfuerzo que casi pareció romperle el corazón dijo:

—Será mejor que regresemos.

El príncipe se inclinó hacia adelante y golpeó la pared del carruaje por encima de la cabeza de Twi-Twi.

Los caballos se pusieron en marcha y cuando el carruaje pasó bajo la luz de las lámparas Angelina pudo ver que el rostro del príncipe estaba serio y consternado. Parecía mucho más viejo y le pareció que las líneas de su rostro eran mucho más profundas.

Avanzaron en silencio. Sus manos se tocaban y él la retenía junto a sí.

—¿Vas a verme partir hacia la abadía mañana por la mañana? —preguntó el príncipe—. Preferiría que no lo hicieras.

—Quiero verte —musitó Angelina – Tú me prometiste mi pedacito de la coronación.

—Para mi bien podría ser una pira fúnebre —dijo el príncipe con vehemencia.

Angelina contuvo la respiración.

—Por favor —dijo al fin—. ¿Puedes escucharme por un momento?

—Sabes que te escucharé siempre.

—Entonces no debes luchar contra lo imposible —señaló Angelina – Eso sólo te hará daño, sería como golpearte la cabeza contra la pared. Tenemos que aceptar nuestro destino y no hay nada que podamos hacer.

—Eres muy sabia, mi amor —comentó él— pero yo no puedo controlar mis sentimientos.

—Los estás controlando —afirmó Angelina en voz baja. El se volvió para mirarla por primera vez desde que habían salido del parque y ahora dijo con un tono de voz muy diferente:

—¡Yo te amo, yo te admiro, yo te adoro! Todo en ti es perfecto. No sólo haces lo correcto sino que también lo piensas. Está en la luz que te rodea, luz de la que no podré escapar hasta el día en que muera.

—¿Tú… deseas?… ¿Te arrepientes de que nos hayamos conocido?

—¿Arrepentirme? —inquirió el príncipe—. Es la cosa más maravillosa que jamás me haya ocurrido y sé que, aun cuando ya no estés, tú me inspirarás para hacer lo correcto.

El hizo un gesto con la mano como para decir que no merecía la pena repetir lo que era obvio.

—Por lo general —añadió— las leyendas griegas son trágicas y tienen un final triste. Nosotros somos parte de nuestra propia leyenda, pero por ti, Angelina, yo trataré de ser un mejor gobernante y un mejor hombre de lo que lo he sido hasta ahora.

—¿Lo dices en serio?

—Lo digo porque es cierto —respondió él— y tú tienes razón, nos volveremos a encontrar porque lo que sentimos el uno por el otro es más grande que los confines del cuerpo, más grande que la muerte.

Angelina sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y entonces, cuando el carruaje entró en la Plaza Beigrave, el príncipe le volvió la cara hacia él.

—¡Adiós mi querido, perfecto y único amor! —exclamó él—. Siempre estaré contigo y tu conmigo. Quizá algún día nos volvamos a encontrar.

La besó, pero de una manera muy diferente a como la había besado antes.

El carruaje se detuvo. No había nada más que decir, nada que pudiera cambiar el futuro.

El príncipe se bajó del carruaje y abrió la puerta del jardín. Por un momento se miraron. Entonces, sin hablar, ella entró en el jardín y oyó que la puerta se cerraba a sus espaldas.