Capítulo 2

Esa noche, durante la cena, el duque informó a Loretta que iba a ausentarse por una semana.

—Estaré en Newmarket los primeros cuatro días —dijo—. Después pienso pasar un par de noches más con tu primo Marcus, que tiene una casa en Suffolk.

—Creo que él tiene algunos caballos excelentes, papá —contestó Loretta.

—Por eso es que voy a hospedarme con él.

Hablaron de varios otros temas. Loretta tuvo buen cuidado de no volver a mencionar al Duque de Sauerdun. Después de haber permanecido sentados en la sala por breve tiempo, el duque y ella se retiraron.

Durante toda esa velada, mientras hablaba con su padre, Loretta había estado fraguando en su mente una aventura tan escandalosa así, que casi tenía miedo de pensar en ella.

No obstante, sabía que era indispensable llevarla a cabo; de otra manera, por muchas objeciones que pusiera, tendría que casarse con el marqués irremisiblemente.

Lo primero que Loretta hizo a la mañana siguiente, en lugar de irse a cabalgar por el bosque como era su costumbre, fue dirigirse al pueblo.

En una de las casitas propiedad de su padre habitaba una vieja doncella que entró a su servicio cuando su madre vivía, y había sido retirada a raíz de su muerte, porque no se llevaba bien con el resto de la servidumbre.

Aunque Loretta tenía gran cariño a Marie, sabía que era una mujer difícil debido a que, como era francesa, se sentía como un pez fuera del agua.

Había llegado a Inglaterra originalmente como doncella personal de la esposa del Embajador de Francia, pero cuando la familia de éste volvió a su país de origen, Marie se quedó.

Loretta había pensado siempre que lo hizo porque se sentía muy abandonada por los suyos y porque, además, no tenía parientes consanguíneos, algo que los franceses consideraban esencial.

Por lo tanto, había llegado al castillo como «doncella de costura», ya que era muy hábil con la aguja y el hilo. Pero, debido a que tenía mal carácter y los demás sirvientes no simpatizaban con ella, aceptó que le dieran una casita en el pueblo.

Loretta le llevaba trabajo con frecuencia, ya que sabía que Marie cosía mucho mejor que cualquier costurera inglesa, puesto que había aprendido a hacerlo en un convento francés.

Cuando Loretta desmontó frente a la linda casita situada al final del pueblo, y ató su caballo a un poste, se preguntó si Marie recibiría de buen grado la proposición que iba a hacerle, o si se negaría a aceptarla.

Llamó a la puerta y casi de inmediato ésta fue abierta por Marie quien parecía, pensó Loretta, mucho más joven de los cincuenta y cinco años que afirmaba tener.

A pesar de que no esperaba visitantes, estaba vestida con gran esmero y con lo que sólo podía describirse como una elegancia esencialmente francesa.

—¡Milady! —exclamó al ver a Loretta—. ¡Qué grata sorpresa!

—He venido a verte para tratar contigo un asunto muy importante —explicó Loretta, cuando entró en la pequeña casita. Como esperaba, estaba inmaculadamente limpia.

Marie, como toda buena ama de casa francesa, colgaba toda la ropa de su cama al aire libre y consideraba a los ingleses muy descuidados porque no hacían lo mismo.

—¿Le gustaría tomar un poco de café, milady? —preguntó Marie.

—Sí, encantada —repuso Loretta.

Sabía que si algo era capaz de romper el hielo, cuando hablaba con Marie, sería compartir una jarra del excelente café en el que invertía una buena parte de su pensión.

Mientras Marie se ocupaba de preparar el café y de servirlo en tacitas que estaban pulidas como si fueran de cristal, Loretta pensó qué podría decirle.

Al fin, decidió que lo mejor que podía hacer era confesar a Marie la verdad.

Por lo tanto, mientras bebían el café, contó a la mujer las intenciones que el duque tenía de casarla con el Marqués de Sauerdun, y vio que los ojos de la vieja doncella se iluminaban de emoción.

—¡El Duque de Sauerdun es un gran aristócrata! —exclamó en su inglés con pronunciado acento francés.

—Ya lo sé —dijo Loretta—. Al mismo tiempo, Marie, aunque como eres francesa tal vez no lo entiendas, me niego a que me desposen con un hombre al que jamás he visto nunca, al que puedo detestar en cuanto lo vea, o que podría detestarme a mí.

Como Marie guardara silencio, Loretta continuó:

—Por lo tanto, he decidido ir a Francia, para visitar a mi prima Ingrid, que vive en París. Estoy segura de que ella buscará la forma de que yo conozca al marqués, sin que él sepa quién soy yo.

Marie la miró con asombro. Al mismo tiempo, su cerebro ágil estaba asimilando con exactitud cuáles eran las intenciones de Loretta.

—¡Es imposible, milady! —declaró con firmeza—. La Condesa de Wick ya no es aceptada por el padre de usted.

—Lo sé, Marie, pero como ella es la única persona a quien yo conozco, que vive en París, debo ir con ella y decirle cuanto quiero hacer. Por lo tanto, a menos que prefieras que vaya yo sola, lo cual me daría mucho miedo, tú y yo nos iremos a Francia mañana.

Marie la miró estupefacta. Entonces repitió:

—¿Mañana? ¡No, no! ¡Pequeña mía, eso es algo que milady no puede hacer!

—¡Es algo que tengo todas las intenciones del mundo de hacer! Me sentiré muy intranquila, Marie, si te niegas a acompañarme, pero iré sola de cualquier modo. No hay nadie en la casa, como tú sabes, en quien yo pueda confiar. Si confío a alguien lo que intento hacer, se lo dirá en el acto a papá.

—Eso es verdad —reconoció Marie—. Esos tontos sirvientes correrían a decírselo al amo, y él se pondría muy enfadado.

—¡Claro que sí! Y tú sabes, Marie, que es inútil tratar de hablar con él o de convencerlo para que analice mi punto de vista. ¡El ha decidido una cosa y no voy a hacerlo cambiar!

Marie hizo un gesto, típicamente francés, indicio de que aceptaba lo que Loretta estaba diciendo como una verdad indiscutible.

Había pasado suficiente tiempo en el castillo para saber con exactitud lo dictatorial que podía ser el duque cuando así le convenía. Sus accesos de ira eran temidos por todos, desde el mayordomo hasta el más humilde mozuelo de la cocina.

—Ahora, lo que vamos a hacer —continuó Loretta—, es partir para Francia en el momento mismo en que papá se vaya a Newmarket. Partirá temprano, porque tiene que ir a la estación a abordar un tren para Londres que le permita llegar a tiempo para almorzar en su club antes de dirigirse hacia Newmarket.

Marie asintió con la cabeza y Loretta continuó:

—Nosotras tomaremos un tren que nos conduzca a Dover para alcanzar el vapor de la tarde que va a Calais.

Marie levantó las manos.

—¡Usted lo tiene todo planeado, milady! Pero ¿no ha pensado en la alharaca que se suscitará cuando descubran que ha desaparecido?

—No hay razón para que nadie sepa adónde he ido. Les diré en casa que voy a pasar unos días con unas amigas, puesto que la prima Emily está aún delicada. Ella se alegrará mucho de librarse de mí y de no tener nada que hacer hasta que papá vuelva.

Marie la miró un poco temerosa. Loretta puso una mano sobre la de ella.

—Ayúdame —suplicó—. Bien sabes que no debo ir a Francia sin ti. Tú sabrás con exactitud cómo podemos llegar a París, y cómo podremos encontrar a mi prima Ingrid una vez que lleguemos.

Marie se incorporó mientras Loretta hablaba y se dirigió hacia un cajón. Lo abrió y trajo una pequeña pila de papeles que Loretta vio que eran recortes de periódicos.

Al mirarlos se dio cuenta de que los de encima se referían a carreras de caballos de Francia, en las cuales habían ganado los caballos de su padre.

Entre los recortes había varios sobre el Marqués de Galston y la Condesa de Wick.

—¿De dónde conseguiste esto, Marie? —preguntó.

—Tengo en Francia un viejo amigo al que no he visto en veinte años. El suele escribirme y como los caballos le interesan mucho, yo le envío reportes de los ejemplares del señor duque, padre de usted, cuando ganan las grandes carreras, y él me envía recortes, a su vez, de los periódicos franceses. También le pedí, en una ocasión, que me enviara algunos sobre la prima de usted, si alguna vez se referían a ella.

Loretta recorrió los recortes con avidez.

Cuatro o cinco de ellos se ocupaban de la belleza inglesa, la Condesa de Wick. Uno, más reciente que los otros, informaba que el Marqués de Galston había adquirido una casa en la avenida de los Campos Elíseos.

Describía la decoración de la misma, así como el contenido de la casa y concluía diciendo:

La anfitriona en las fiestas del señor marqués será la hermosa Condesa de Wick, de Inglaterra.

Al leer la nota, Loretta comprendió lo escandalizados que se mostrarían sus parientes de que un periódico se refiriera a la relación que había entre el marqués e Ingrid.

Más eso no le preocupaba a ella por el momento. Lo único importante era que ahora sabía adónde acudir, cuando llegara a París.

Los recortes cubrían varios años y después de haber visto con rapidez aquellos que se referían a los caballos de su padre, Loretta dijo:

—Gracias, Marie. Sabía que tú me ayudarías. ¿Podrás estar lista mañana temprano, a las ocho treinta, hora en que pasaré a recogerte?

Marie no titubeó. Con una sonrisa ofreció:

—Iré con usted, milady, y me hará muy feliz ver de nuevo la bella Francia.

—Por supuesto que así será —reconoció Loretta—. Con un poco de suerte volveremos antes que papá y él no tendrá la menor idea de lo que estuve haciendo durante su ausencia.

Pensó, al decir eso, que debía mantener los dedos cruzados.

Al mismo tiempo, comprendía que era una fortuna tener a Marie y poder recurrir a ella, ya que cualquiera de los servidores de la casa se sentiría demasiado asustado para acompañarla, temeroso de que si el duque lo descubría, iba a despedirlo de inmediato.

—A las ocho y media, Marie —repitió Loretta—, y gracias por el café.

Al salir de la casita comprendió que Marie no tardaría en empezar a hacer el equipaje, llena de emoción.

Como había dicho, sería muy grato para ella volver a su país, después de haber estado ausente por tanto, tiempo.

Cuando Loretta llegó a su casa envió a buscar a su doncella personal y le ordenó que empacara lo necesario para una semana.

—¿Va usted a ausentarse, milady?

—Sí, voy a visitar a unas amigas y a hospedarme con ellas. Pero no se lo he dicho aún a su señoría, así que por favor, no lo menciones a nadie. Sabes que eso lo preocupará, cuando tiene que ocuparse de todas las cosas que deja pendientes y que deben cumplirse en su ausencia. Te estoy comentando esto solo a ti, Sarah, confidencialmente, así que no comentes al resto de la servidumbre que voy a ausentarme.

Sabía que Sara le tenía mucho cariño y que guardaría el secreto.

Al mismo tiempo, se aferraba a la esperanza de que su padre no se mostrara muy curioso respecto a cómo ocuparía su tiempo durante su ausencia.

Por fortuna, el duque estaba muy ocupado con sus propios asuntos y al notar que Loretta no había vuelto a mencionar su boda con el marqués, supuso que la había aceptado y eso lo mantenía de excelente humor.

—Cuídate mucho durante mi ausencia —le sugirió—. Espero que tu prima se recupere muy pronto; de otra manera, te sentirás muy sola sin mí.

—Te voy a echar de menos, papá, como sucede siempre —contestó Loretta—. Sin embargo, me distraeré cuidando de los caballos y tan pronto como la prima Emily esté mejor, iremos de compras.

El duque estaba a punto de preguntar a su hija para qué, cuando creyó entender a lo que ella se refería y sonrió para sí.

Ninguna mujer, pensó, podría resistir la tentación de formar su ajuar de novia.

Estaba seguro de que cualquier sentimiento de rebeldía que Loretta pudiera haber sentido ante la idea de casarse tan joven, pronto se disiparía cuando empezara a comprarse nueva ropa y, sobre todo, cuando empezara a planear su traje de novia.

Partió al día siguiente muy temprano, muy agitado ante el temor de perder el tren.

Olvidó papeles en el último instante y todos los sirvientes de la casa se movían de arriba abajo por algo que él necesitaba.

Cuando por fin se marchó no eran aún las ocho y Loretta comprendió que disponía de todo el tiempo necesario.

Ordenó un carruaje tirado por los caballos más veloces y fue en busca del pasaporte de su padre.

Estaba en el cajón de una mesa donde lo guardaba siempre y consistía en una sola hoja grande de papel, firmada por el Secretario de Asuntos Exteriores.

Era un pasaporte que el duque usó por muchos años y con frecuencia se jactaba del número de veces que había cruzado el Canal.

Aparecía aún el nombre de su madre en el extremo posterior y como estaba simplemente manuscrito con tinta, no le fue difícil a Loretta agregar su propio nombre, con tanto cuidado que sólo un funcionario en extremo escrupuloso y muy desconfiado habría descubierto alguna diferencia entre los dos nombres.

De pronto, recordó que no había preguntado a Marie si tenía pasaporte.

Estaba segura, no obstante, de que aunque hacía mucho tiempo que la doncella había llegado a Inglaterra, jamás se habría despojado de algo tan importante como un documento de identidad que le permitiría volver a su propio país si alguna vez deseaba hacerlo.

Loretta infirió lo exacto, pues al llegar a la casita de Marie encontró a la francesa esperándola ya dentro de la casita, con una pequeña valija junto a ella.

En voz baja para que nadie pudiera escucharla, Loretta preguntó:

—¿Tienes tu pasaporte, Marie?

—¡Sí, milady! No podía yo perder algo tan valioso así.

Marie subió al carruaje; después de haber cerrado con llave la puerta de su hogar y de haber metido la misma en su bolso de mano.

Vestía, pensó Loretta, como debía hacerlo una doncella, con una capa negra, práctica y abrigadora y un sombrero también negro con las cintas atadas bajo la barbilla.

El único toque de color era una bufanda azul que asomaba bajo el cuello de su capa.

Su cabello gris estaba cuidadosamente arreglado y sus ojos brillaban por la emoción.

Loretta pensó una vez más en cuán afortunada era de que Marie estuviera disponible para viajar con ella y cuidarla.

Tomaron un tren que las trasladó para hacer una conexión con la línea principal que iba a Dover y tuvieron tan buena estrella que sólo aguardaron veinticinco minutos antes que llegara el tren de Londres.

Éste las llevó a la costa justo a tiempo, como Loretta anticipara, para alcanzar el vapor que cruzaba el Canal de la Mancha por las tardes.

Algo que Loretta no había olvidado era que necesitaría mucho dinero, así que había tomado una buena cantidad del efectivo que su padre guardaba en una gaveta especial de su escritorio, bajo llave.

El secretario del duque pagaba sus salarios a la servidumbre, pero debido a que su padre no confiaba en nadie, el dinero era guardado en su escritorio hasta que se necesitaba.

Había una suma considerable allí y Loretta tomó más del necesario.

Al mismo tiempo, cuidó de no dejar muy mermada la existencia de efectivo, lo cual, estaba segura, alteraría mucho al secretario, un hombre nervioso, de edad avanzada, que se veía siempre como si llevara todos los problemas del mundo sobre sus hombros.

Para asegurarse de que no habría dificultades, dijo al mayordomo antes de irse:

—¿Tendría la bondad de decir al señor Miller, cuando venga, que su señoría me dio dinero para mis gastos, del cajón especial y yo devolveré lo que me reste a mi regreso?

—Muy bien, milady —repuso el mayordomo.

»¡Sólo espero que no haya olvidado nada pensó Loretta, mientras se alejaba de la casa!

¡Cuando el vapor anclado en Dover empezó a salir de la bahía, Loretta pensó, con emoción incontenible, que había triunfado!

Había logrado partir sin problema alguno, y ahora podría ver al marqués y formarse una opinión sobre él, para volver a casa sin que nadie supiera de su estadía en Francia.

Como tenía medios para hacerlo, había alquilado un camarote en el vapor y para tener feliz a Marie, ordenó al camarero que les trajera café y galletas inmediatamente.

—Pensé que será mejor que esperemos para comer en el tren —comentó Loretta—. Temo que si el mar está picado, podría marearme.

—Yo no temo a los mareos, milady. Cuando llegué aquí procedente de Francia, hace muchos años, el barco era mucho más pequeño que éste y todos los pasajeros se marearon. Sin embargo, yo no. Soy buena marinera. Todos lo dicen.

—Espero ser tan buena marinera como tú —contestó Loretta—, más nunca me había embarcado antes.

Pensó, al decir eso, que si se casaba con el marqués sería algo que haría con mucha frecuencia, si se proponía visitar Inglaterra con la regularidad con que su padre esperaría que lo hiciera.

Le parecía extraño que el marqués hubiera optado por vivir en Francia, mientras que su padre, el duque, casi nunca se perdía una carrera de caballos importante que se celebrara en Inglaterra, como el padre de ella asistía con frecuencia a las carreras que se celebraban en Longhamps.

Llegaron a Calais en dos horas, porque el viento estaba a su favor. El tren que las conduciría a París esperaba en el muelle.

Loretta delegó en Marie la responsabilidad de obtener los mejores lugares disponibles.

Logró conseguir un carruaje privado y como el tren Calais-París era un tren-corredor, que había sido introducido sólo nueve años antes, había camareros ansiosos por atenderlas y traerles cuanto deseaban.

Después de disfrutar de una excelente comida, Loretta, que casi no había dormido la noche anterior, revisando todos sus planes y preocupada de que algo le impidiera realizar el viaje en el último instante, se quedó dormida.

Al despertar, descubrió que ya había oscurecido afuera y que estarían en París media hora más tarde.

—Aún no me ha dicho, milady —dijo Marie—, adónde iremos al llegar a París. ¿Llegaremos directamente a la casa del Marqués de Galston o primero a un hotel?

Eso era algo que Loretta no había previsto realmente, hasta ese momento, aunque, después de pensarlo un poco, dijo:

—Tal vez visitaremos primero la casa del marqués. Si todos se han acostado ya, iremos a un hotel y volveremos mañana.

Marie se echó a reír.

—¡En París nadie se va temprano a la cama!

Eso era lo que Marie pensaba, sonrió Loretta para sí, pero ella tenía muchos años de haber salido de Francia y tal vez las cosas habían cambiado desde entonces.

O tal vez el marqués e Ingrid, que eran proscritos sociales, vivían un tanto aislados, pues, no podían llevar la activa vida social que habrían llevado en circunstancias comunes.

Cuando llegaron a la Puerta del Norte era casi la medianoche.

Un mozo les encontró un carruaje de alquiler y partieron en él hacia los Campos Elíseos.

—Si la casa está a oscuras y no hay luces en las ventanas —dijo Loretta, hablando más consigo misma que con Marie—, iremos al Hotel Meurice. Yo sé que es allí donde papá se hospeda cuando llega a París.

Marie no hizo comentarios, pero Loretta infería que pensaba cuán incorrecto era que una muchacha soltera, aun con su doncella, se hospedara sola en un hotel.

Cuando el carruaje llegó a la avenida de los Campos Elíseos y se detuvo frente a una casa rodeada por una alta verja de hierro, con puntas doradas, Loretta observó que había un número considerable de carruajes privados, con sirvientes de librea, esperando afuera.

Había también lacayos con antorchas encendidas, quienes se ocupaban de llamar a los sirvientes que eran requeridos por sus amos. Ella estaba segura de que el cochero las había llevado aun domicilio equivocado.

—¿Es esta casa a la que deseamos ir? —preguntó al cochero en su excelente francés parisino—. ¿Es la mansión del Marqués de Galston?

—Sí, sí, señorita, aquí es —insistió el cochero.

—Espere aquí, milady —intervino Marie—, yo lo averiguaré.

Bajó del carruaje, al decir eso, caminó hasta la puerta del frente y habló con un sirviente que llevaba una impresionante librea con galones dorados.

El hombre y Marie hicieron breves gesticulaciones entre sí, porque, según Loretta recordaba, los franceses no podían hablar sin usar las manos.

Instantes después, Marie volvió con el rostro muy sonriente.

—El cochero tiene razón, milady. Ésta es la casa del señor marqués y están de fiesta.

Loretta se sintió de pronto muy tímida.

—Entonces, tal vez… —empezó a decir.

El sirviente, quien había seguido a Marie, abrió la puerta del carruaje y Loretta se vio obligada a descender.

—Tal vez sería mejor que pidiéramos al cochero que esperara, Marie, por si no somos bien recibidas —empezó a decir. Sin embargo, ya era demasiado tarde.

Marie había dado instrucciones para que bajaran el equipaje y estaba pagando con los francos que obtuvieron a bordo del vapor, a un tipo de cambio muy bajo.

Por lo tanto, Loretta no pudo hacer otra cosa que seguir al sirviente hacia la casa. Se dio cuenta de que el vestíbulo era impresionante y estaba decorado con grandes jarrones de flores exóticas.

Varios invitados bajaban por la escalera del que debía ser el salón de recepciones en el segundo piso. Todos eran caballeros, que bajaban conversando y riendo.

Cuando Loretta llegó a lo alto de la escalera un sirviente preguntó:

—¿A quién debo anunciar, señorita?

En el momento en que él le preguntaba eso, Loretta vio por encima del hombro de él a Ingrid, quien se encontraba de pie, cerca de la puerta. Se le veía resplandeciente, hermosa y luciendo costosas joyas.

Por un momento Loretta se quedó de pie, mirándola, mientras el sirviente esperaba a que le diera su nombre.

Enseguida Ingrid se dio la vuelta, la vio y no hubo la menor duda del asombro reflejado en sus ojos cuando Loretta corrió hacia ella.

—¡Ingrid! ¿Ya no te acuerdas de mí? —preguntó un poco jadeante.

—¡Loretta! ¿Qué haces aquí?

—He venido a verte. ¡Necesitaba hacerlo!

Ingrid pareció desconcertada y Loretta explicó:

—Papá no sabe que he salido de Inglaterra, pero tenía que venir aquí porque tú eres la única persona que puede ayudarme.

Como si estuviera demasiado desconcertada para pensar con claridad, Ingrid besó a Loretta y dijo:

—Por supuesto, queridita. Haré cuanto pueda. ¿En dónde estás hospedada?

—Contigo, si me aceptas.

De nuevo Ingrid miró a Loretta en el colmo del desconcierto. Y agregó con rapidez:

—Debemos hablar de eso. Mis invitados se marchan en estos momentos, así que permíteme despedirlos primero.

—Por supuesto. Y te pido disculpas por llegar de esta forma tan intempestiva.

Mientras ella hablaba, Ingrid se colocó frente a Loretta, para estrechar la mano de un hombre que sin duda alguno, estaba esperando a que ella lo atendiera.

—¡Hasta pronto, señor! —exclamó Ingrid en francés.

—Hasta muy pronto, encantadora señora —contestó el caballero en el mismo idioma—. Creo que no necesito decirle que he disfrutado de esta velada como no lo hacía en mucho tiempo. Me he sentido tan estimulado por la conversación que tuvimos, que espero me invitará usted de nuevo muy pronto.

—Por supuesto —contestó Ingrid—. ¿Cómo podríamos tener una fiesta sin usted?

El francés besó su mano. Entonces, cuando él se alejó, otro caballero ocupó su lugar y hubo otro pequeño diálogo casi idéntico al anterior.

Fue solo cuando el último invitado salió del salón y el marqués lo acompañó hasta la escalera, que Loretta observó que no había damas en la fiesta.

Los invitados eran exclusivamente caballeros, algunos de ellos de edad avanzada, pero todos tenían un aspecto muy distinguido.

Ingrid se volvió hacia donde ella estaba y exclamó:

—Ahora, Loretta querida, cuéntame qué significa todo esto. No logro imaginar qué haces aquí y, según me dices, completamente sola.

—Traje a Marie conmigo. ¿Recuerdas a Marie, la francesa que solía costurarnos en el castillo?

—Sí, claro que recuerdo a Marie. ¿Sabe alguien más que has venido a verme?

—No, nadie —contestó Loretta con una sonrisa—. Papá se fue a las carreras de Newmarket y estará ausente una semana completa. El no tenía la menor idea de que intentaba yo venir a Francia.

Al terminar de hablar, el marqués se acercó adonde estaban con un suspiro, Ingrid le preguntó:

—Hugh querido, ¿qué voy a hacer? Ella es mi prima, Loretta Court, quien ha llegado a París para verme, porque dice que necesita mi ayuda.

—Desde luego, debes tratar de ayudarla —contestó el marqués.

Era un hombre en extremo atractivo y Loretta comprendió inmediatamente por qué Ingrid se había enamorado de él. Extendió la mano y dijo:

—¡Encantado de conocerla, Lady Loretta! ¡Y bienvenida, aunque su visita no haya sido anticipada!

Loretta levantó la mirada suplicante hacia él y murmuró:

—Por favor, permítanme quedar con ustedes unos días. ¡Tengo problemas, terribles problemas, y la única persona que los comprendería y me ayudaría a resolverlos es Ingrid!

—Siendo así, desde luego, debe usted hospedarse en mi casa —asintió el marqués.

Miró a Ingrid al hablar y ella preguntó en voz baja:

—¿Es conveniente que se hospede aquí? Después de todo…

—Nadie necesita saber que estoy aquí —intervino Loretta con rapidez—. Y sería mejor, por razones que después te explicaré, Ingrid, que lo hiciera bajo otro nombre. He advertido a Marie que no comente quién soy hasta que te haya explicado por qué he venido.

—Eso ciertamente facilitaría un poco las cosas —opinó Ingrid en voz baja—. Al mismo tiempo, estoy segura de que…

—Deja de preocuparte, mi amor —terció el marqués—. Sé con exactitud lo que estás pensando; ahora sólo importa considerar en estos momentos que ya es muy tarde y tu prima ha estado viajando todo el día; creo que debemos ofrecerle antes que nada algo de comer y beber. Después, nos preocuparemos por todo lo demás.

—Tienes razón Hugh. Tú eres siempre tan sensato —comentó Ingrid—. Haré lo que dices.

Habló en tono acariciador y la expresión de sus ojos reveló a Loretta que estaba aún muy enamorada del hombre con quien se había fugado.

Entonces Ingrid entrelazó su brazo con el de Loretta y ofreció:

—Vayamos a un lugar donde estemos más cómodas. Hugh nos traerá una copa de champaña.

—Primero voy a ordenar que suban el equipaje de tu prima a su habitación —dijo el marqués—. Después, me encargaré de que su doncella sea también atendida.

—Estoy segura de que Marie se siente ya como en su casa —observó Loretta a Ingrid cuando el marqués se alejó—. Estaba muy emocionada con la idea de venir a Francia. Yo sabía que no podía confiar en nadie más sino en ella. Cualquiera de nuestras doncellas habría corrido a decir a papá lo que intentaba hacer.

—Aún no puedo creer que estés aquí de verdad —comentó Ingrid—. Pero sabes bien, queridita, aunque te quiero muchísimo, no es correcto que te relaciones conmigo.

—¡Tonterías! —contestó Loretta—. En tanto seas feliz, estoy segura de que hiciste lo indicado. Debido a que tú te fugaste, he venido a pedir tu consejo.

—No me digas que… eres demasiado joven para estar pensando en… —empezó a decir Ingrid, un tanto incoherente, y Loretta se apresuró a interrumpirla.

—¡No, no estoy huyendo con nadie! Estoy solo huyendo del hombre con quien papá pretende casarme.

Para entonces Ingrid había abierto la puerta de una salita muy atractiva y acogedora que parecía estar muy usada y Loretta imaginó que debía ser la que ella y el marqués utilizaban cuando estaban solos.

Tan pronto estuvieron dentro Ingrid, sin decir más, ayudó a Loretta a quitarse el abrigo que había usado para viajar y el pequeño sombrero con el cual cubría su rubio cabello.

—Siéntate, queridita. Tengo primero que aceptar la idea de que realmente estes aquí y después, la de que estás ya en edad de casarte.

—¡Claro que lo estoy! —contestó Loretta—. Tengo más de dieciocho años. Fue solo porque estaba yo de luto por mamá que no fui debutante el año pasado.

—Pero lo serás este año, ¿no?

—Me van a privar de todas las emociones de la temporada social, que papá me había prometido, simplemente porque quiere anunciar mi compromiso durante la semana en que se celebran las carreras de Ascot, y él ha hecho arreglos ya para que mi matrimonio se realice casi inmediatamente después.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué tanta premura?

—¡Eso es lo que estoy decidida a averiguar! Y por eso es que he recurrido a ti.

—Me siento muy halagada por ello, aunque desde tu punto de vista podría serte muy perjudicial. Sin embargo, no entiendo cómo puedo ayudarte.

Loretta hizo una pausa para luego decir:

—El esposo que papá ha escogido para mí es el hijo de un noble que frecuenta mucho en las carreras y que le ha causado una gran impresión.

Miró a su prima mientras hablaba con lentitud:

—¡El es un francés… el Duque de Sauerdun!

Hubo un profundo silencio que para Loretta resultó muy significativo. Entonces Ingrid preguntó con una nota de incredulidad en la voz:

—¿Me estás diciendo que tu padre intenta casarte con Fabián, el Marqués de Sauerdun?

—Así es —afirmó Loretta—, y está decidido a que lo haga.

—¡Pero, no! ¡Eso es imposible! —exclamó Ingrid—. ¡Completa y absolutamente imposible! ¡Que te casen con cualquiera… cualquiera… menos con Fabián!

Su voz pareció retumbar. Y, como Loretta la miraba asombrada, añadió en un tono diferente:

—Yo sé que no debía hablarte así, mas… ¡eres tan joven, tan hermosa! Como siempre te he querido mucho, Loretta, no quisiera que hicieras un matrimonio desdichado, como el mío.

—Por eso es que acudí a ti —repuso Loretta con sencillez—, porque sabía que tú entenderías. Papá simplemente se negó a escucharme cuando le dije que debía yo conocerlo antes que fuera a Inglaterra. De otro modo, en cuanto él llegue, pasando por alto mis sentimientos, me encontraré formalmente comprometida en matrimonio con él.

—¡Es intolerable —exclamó Ingrid—, del todo intolerable que el primo Arthur, un hombre a quien yo siempre había admirado, te trate de este modo!

—Tú sabes bien cómo es papá cuando decide algo. Siempre ha sentido una gran admiración por el Duque de Sauerdun, debido a que posee excelentes caballos de carreras.

—¡Los caballos de carreras son una cosa… el matrimonio es otra muy diferente!

—¡Hazle entender eso a papá! ¡A mí no me escucha!

—Por supuesto que a mí va a escucharme menos —intervino Ingrid haciendo una leve mueca.

Debido a que había una nota de amargura en su voz, Loretta recordó de pronto su situación y dijo:

—Hace tiempo que anhelo saber si eres feliz, si valió la pena que te fugaras, como lo hiciste.

—¡Fue lo más afortunado que hice en mi vida! —contestó Ingrid—. Doy gracias a Dios día a día por la felicidad que he logrado con Hugh. Al mismo tiempo, mi querida y linda primita, esta vida no es para ti, a tu edad.

Loretta pareció desconcertada e Ingrid explicó:

—Tú estarías casada con Fabián de Sauerdun, lo cual, desde luego, es muy diferente. Al mismo tiempo, él sería ¡completa y absolutamente imposible como esposo! Estoy segura de que, tarde o temprano, tendrías que hacer lo que yo: fugarte con alguien que te comprendiera, que fuera bondadoso, gentil y maravilloso, como Hugh lo es conmigo.

Loretta lanzó un leve suspiro y murmuró:

—Ése es el tipo de… amor que yo… ambiciono.

—Por supuesto. Es el amor que todos anhelamos.

—¿Y estás convencida de que no encontraría ese tipo de amor con el marqués?

—Yo diría que es imposible que una mujer sea feliz con él por mucho tiempo —declaró Ingrid con firmeza.

—¿Por qué?

—Es difícil expresarlo en palabras, pero tú lo entenderías si lo conocieras.

—¡Eso es precisamente lo que he venido a hacer aquí!

Ingrid miró a Loretta sorprendida y ella explicó:

—Te pido que hagas arreglos para que yo conozca al marqués, sin que él sepa quién soy. Quiero verlo simplemente como a un hombre, no como a un futuro marido que ya tienen dispuesto para mí. ¡Quiero poder explicar a papá con exactitud por qué no puedo casarme con él, por más que me grite, se ponga furioso conmigo o me castigue por negarme a obedecerlo!

—Ahora entiendo por qué has venido, pero será difícil, muy difícil que lo conozcas y hagas que te preste alguna atención, como para que sepas con exactitud cómo es.

—No comprendo.

Ingrid movió los labios en una encantadora sonrisa.

—Fabián de Sauerdun es el hombre más popular y festejado en todo París. ¡Todas las mujeres andan tras él! ¡Caen en sus brazos aun antes que él tenga tiempo de preguntarles su nombre!

Loretta la miró asombrada y su prima continuó diciendo:

—Cuando él las abandona, como sucede inevitablemente, porque se aburre muy pronto, les rompe el corazón de tal manera que muchas de ellas han amenazado con suicidarse. Se ha convertido en un decir cómico aceptado en París que él es un moderno «Casanova», un donjuán incapaz de ser fiel a una mujer por más de unos cuantos meses.

Cuando Ingrid terminó de hablar lanzó lo que era casi un pequeño sollozo y exclamó:

—¡Mi pobrecita Lorena! ¿Cómo podrías tú casarte con un hombre así?

—Por supuesto que no podría —contestó Loretta—, y eso es exactamente lo que he venido a comprobar aquí. Por desgracia, la persona a la que tengo que convencer es a papá y dudo mucho que me escuche.

Pensó, al hablar, que su única alternativa era fugarse con Christopher.

Sin embargo, comprendió, aunque había visto juntos a Ingrid y al marqués sólo por unos minutos, que lo que sentían el uno por el otro era algo que no podría sentir por Christopher Willoughby ni en un millón de años.

—No sé qué voy a hacer contigo —musitó Ingrid en voz baja.

—¡Tengo que ver al marqués… eso es esencial! —exclamó Loretta a su vez—. Lo que te estoy pidiendo, es que me ayudes a arreglarme de modo distinto, me des un nuevo nombre y me permitas conocerlo como si fuera una amiga tuya, no como la hija del Duque de Madrescourt.

Ingrid miró a su prima y dijo:

—Supongo que fue a tu padre y al de Fabián a quienes se les ocurrió la idea del matrimonio, ¿no es cierto?

—Sí, por supuesto. Estoy segura de que el marqués no tiene más deseos de casarse conmigo que yo los tengo de casarme con él, pero nuestros respectivos padres han hecho arreglos entre ellos en las pistas de carreras. Lo único que no entiendo es por qué el duque tiene tanta prisa porque el matrimonio se celebre cuanto antes.

—Creo tener la respuesta a esa pregunta. Tal vez el Duque de Sauerdun está muy preocupado porque Fabián está interesado en una atractiva mujer de tipo exótico, con quien quizá esté pensando en casarse.

—No comprendo lo que quieres decirme —confesó Loretta.

—Si ella fuera una demi-mondaine, no habría posibilidad alguna de matrimonio entre ellos; pero la mujer en cuestión, aunque de ninguna manera comparable en posición social a los Sauerdun, es una dama. Estuvo también casada, durante un lapso breve, con un hombre que era indudablemente un caballero.

Ingrid rió con suavidad antes de continuar:

—Lo estoy diciendo en inglés, aunque en francés sonaría muy diferente.

—¿Qué es una demi-mondaine? —preguntó Loretta.

Por un momento Ingrid se quedó mirándola, sin saber qué decir. Y, después de una pausa, agregó:

—Es el nombre que se da a una mujer de una posición social diferente.

—Así que esa razón es por la cual el duque está decidido a que su hijo haga un buen matrimonio.

—Por supuesto. ¡Y no podía haber seleccionado a nadie mejor que tú!

Loretta se puso de pie.

—¡No me casaré con su hijo! ¡No lo haré! ¡Tengo que convencer a papá de que eso es imposible! Pero primero tengo que convencerme yo misma. ¡Por favor, Ingrid, ayúdame a conocerlo! Déjame ver con exactitud cómo es él. Entonces, tal vez sea yo lo bastante elocuente como para convencer a papá de que hay otros hombres en el mundo además del hijo del Duque de Sauerdun.

Ingrid lanzó un profundo suspiro.

—¡Va a ser difícil, Loretta, sumamente difícil! ¡Sin embargo, para evitar que hagas de tu vida el mismo tipo de embrollo que yo hice de la mía, haré cualquier cosa que me pidas, queridita!