Capítulo 5

Cuando Loretta despertó por la mañana casi le fue imposible admitir que lo sucedido la noche anterior no había sido un sueño.

Le parecía extraordinario que, a pesar de las advertencias de Ingrid, hubiera decidido que el marqués era diferente, en todos sentidos, a lo que ella anticipara y a lo que le habían hecho creer de él.

¿Cómo pudo hablarle de la forma exquisita en que lo hizo? ¿Cómo era posible que la hubiera llevado a la cascada y después la hubiese regresado sin tocarla? Aunque Loretta era muy inocente, comprendía instintivamente que ningún hombre se hubiera comportado de esa manera en similares circunstancias.

«No lo comprendo», se dijo. «No entiendo por qué es como es».

Ansiaba pedir consejo a Ingrid, pero sabía que sería imposible hacer que su prima, o cualquier otra persona, comprendieran las sensaciones que el marqués provocaba en ella.

Además, era demasiado tímida para repetir algo de lo que él le había dicho.

El desayuno le fue llevado a la cama y después, se vistió con lentitud y no bajó hasta bien avanzada la mañana.

No había señales de Ingrid. Entró en la salita adonde su prima la había llevado la primera noche, y se sentó a leer los periódicos, con muchas noticias sobre las cosas excitantes que sucedían en París.

Apenas acababa de leer los encabezados cuando se abrió la puerta y un sirviente anunció:

—¡El señor Conde de Marais, señora!

Loretta levantó los ojos, desolada.

Tal vez el marqués fuera a visitarla, para llevarla a pasear al bosque.

No esperaba al conde y le pareció que era un hombre impertinente en su insistencia, ya que había estado a verla el día anterior.

Avanzó hacia ella con una expresión en los ojos que a ella le disgustó. Se llevó la mano hacia los labios, pero en lugar de rozarla simbólicamente nada más, como era la costumbre, la besó en realidad.

—Buenos días, señor —saludó Loretta en lo que esperaba fuera una voz muy fría—. Mi anfitriona no me comentó que lo estaba esperando esta mañana.

—Vine a visitarla ayer por la tarde y usted me evitó —contestó el conde—. Así que hoy no quise correr riesgos y vengo a buscarla, mi hermosa dama, para llevarla a pasear conmigo al bosque. Después iremos a almorzar en el «Pre Catelan».

—Es muy bondadoso de parte suya, pero desafortunadamente tengo un compromiso previo.

—¡No lo creo! —repuso enfadado—. ¡Y si es con Fabián de Sauerdun, me niego a permitirle que vaya con él!

Loretta se puso rígida.

—¡No creo, señor, que esté usted en ninguna posición de autoridad con respecto a mí!

—En eso está equivocada. Reclamo la autoridad de haberla encontrado exquisita, adorable y muy seductora. ¡No tengo la menor intención de cederla a ese rompecorazones y cuyos tormentosos romances son un escándalo y una vergüenza!

Habló con tanto veneno que Loretta sintió deseos de defender al marqués; mas comprendió que eso sería indiscreto.

En cambio afirmó:

—Creo, milord, que este diálogo es del todo innecesario. Sólo puedo darle las gracias por su invitación, pero lamento no poder aceptarla.

—Ya le he dicho que intento que almuerce usted conmigo, y también que cene esta noche —contestó el conde—. Y le aseguro, hermosa mía, que siempre consigo lo que quiero cuando se refiere a una mujer tan bella como usted.

Dio un paso para acercarse a Loretta y agregó:

—Cuando la veo sé, sin que usted necesite decírmelo, que nunca la han despertado a los fuegos del amor, a la pasión que la hará aún más hermosa de lo que ya es.

Loretta tuvo repulsión y disgusto por el simple hecho de que él se había acercado más a ella.

Sintió repulsa, también, no sólo por lo que decía, sino por el tono en que lo expresaba. Se hubiera alejado de allí, si él no se aferra a su muñeca.

—¡Me está volviendo loco! —exclamó—. Intento enseñarle placeres que por el momento no sabe siquiera que existen.

El la hubiera acercado más si Loretta no hubiera lanzado un leve grito de protesta y tratado violentamente de liberar su brazo de la mano de él.

—¿Cómo se atreve usted a… tocarme? —gritó furiosa.

Cuando el conde se rió de una manera estrepitosa, Loretta comprendió que su resistencia lo excitaba. Había una expresión en los ojos del conde que la asustó.

—¡Suélte… me!

Mas como la atrajera con impulso salvaje hacia él, ella gritó. En ese momento se abrió la puerta.

Fue con un sentimiento de profundo alivio que Loretta vio que Fabián de Sauerdun y el Marqués de Galston, entraban en la habitación.

Al observar lo que estaba ocurriendo, ambos se quedaron inmóviles por un momento y cuando el conde le soltó la muñeca, Loretta dijo en tono titubeante, debido a que estaba tan asustada aún:

—Estaba yo… diciendo al conde… que iba yo a almorzar con usted, señor marqués.

—Por supuesto —repuso Fabián, sin la menor vacilación—. En eso habíamos quedado y mi carruaje está afuera esperando, para conducirnos al bosque antes de comer.

Loretta lanzó un leve suspiro de alivio de que el marqués hubiera comprendido con tanta rapidez.

El Marqués de Galston caminó hacia el conde para decir:

—¡Buenos días, Marais! ¡No fui informado de su llegada!

—Vine a ver a Lady Brompton —contestó el aludido—, porque yo hice arreglos anoche para llevarla a almorzar hoy.

Loretta estaba tan asustada que murmuró en voz baja:

—¡Eso no… es verdad!

—Me temo que llegó usted demasiado tarde, Marais —terció Fabián de Sauerdun—. Mi invitación fue hecha primero. Eso es algo que parece suceder con frecuencia cuando se trata de nosotros.

Se mostraba provocativo con deliberación y el conde lo miró iracundo.

—¡Un día me vengaré de usted, Sauerdun! —amenazó—. ¡Puede estar seguro de ello!

El marqués sonrió.

—Sin duda no estará usted sugiriendo otro duelo, ¿verdad? ¡El último que sostuvimos fue una farsa tal, que París se está riendo todavía!

El conde parecía tan furioso que por un momento. Loretta temió que fuera a golpear a Fabián.

Con una exclamación ahogada, Eugéne de Marais salió de la habitación y Loretta, sintiéndose debilitada por lo ocurrido, se dejó caer en el sofá.

—¡Marais se vuelve cada día más intolerable! —expresó Fabián.

—Estoy de acuerdo contigo —contestó el marqués—. Es un hombre desagradable y no debes alentarlo. Lora.

—¡Por supuesto que no… lo alenté! —protestó Loretta—. ¡Es un hombre horrible, repulsivo y me da… terror!

—Yo me aseguraré de que salga de la casa —dijo el Marqués de Galston, y salió de la habitación.

Fabián de Sauerdun se sentó en el sofá, junto a Loretta.

—No volverá a asustarte —dijo—. ¡Yo te protegeré de Marais y de cualquier otro hombre como él!

Se dio cuenta, por la desesperación que había en su rostro y la expresión de sus ojos, de que estaba en verdad muy alterada. El dijo con voz suave y tranquila, sin el tono burlón que acompañaba casi siempre a sus palabras:

—Ve arriba y ponte tu sombrero más bonito. Quiero que todos mis amigos que nos vean en el bosque piensen lo afortunado que soy de tenerte conmigo.

Debido a que comprendía que él estaba sinceramente tratando de ayudarla, Loretta le dirigió una pequeña sonrisa trémula y se levantó obediente del sofá.

Cuando llegó a la puerta se le ocurrió que tal vez el conde no se había ido aún. Como si adivinara lo que ella estaba pensando, Fabián le sugirió:

—Te acompañaré hasta el pie de la escalera.

Al decir eso, puso la mano bajo el brazo de ella, como lo había hecho la noche anterior, cuando dejaron la cascada del bosque.

Loretta sintió que él la estaba protegiendo y que era ridículo tener miedo de un hombre como el conde, que no podía hacerle ningún daño.

«Eso se debe a que soy tan ignorante respecto a los hombres y a su forma de comportarse», se dijo Loretta.

Levantó la barbilla y trató de moverse con dignidad. Al mismo tiempo se daba cuenta de que el corazón le palpitaba con fuerza dentro del pecho.

Al llegar al vestíbulo fue un alivio ver que no había nadie, sino dos lacayos en servicio.

—No tardes —pidió Fabián con voz muy suave—. Tengo mucho que mostrarte y hace un día espléndido para poder hacerlo.

Una vez más ella le dirigió una sonrisa y logró decir:

—Gracias por ser tan bondadoso —antes de subir rápidamente por la escalera.

Pensó, mientras se ponía un lindo sombrero adornado con camelias blancas y hojas verdes, que Ingrid le obsequiara, que habría sido imposible no dejarse alterar por un hombre como el conde.

Ella nunca había imaginado que alguien pudiera actuar de esa manera tan extraordinaria, mucho menos respecto a una mujer a la que acababa de conocer.

Súbitamente cruzó por su mente la idea de que tal vez él tenía una cierta disculpa, porque ella, deliberadamente, se hizo pasar por una mujer casada y al hacerlo se colocó en una situación muy vulnerable.

Eso se agravaba aún más por el hecho de estar hospedada con Ingrid, situación que ninguno de sus parientes hubiera permitido, de haberse enterado de ello.

«Debería regresar a Inglaterra», se dijo.

Sabía, no obstante, que eso no era lo que deseaba.

Quería estar con el marqués, no porque, si era sincera consigo misma, estuviera tratando aún de averiguar qué tan despreciable era, realmente y, por lo tanto, tener buenas razones para negarse a casarse con él, sino porque todo lo que a éste se refería le resultaba fascinante y fuera de lo común.

«¡Me lo… advirtieron! ¡Me lo… advirtieron!», se dijo mientras bajaba por la escalera.

Y, pese a ello, sabía que había un frenesí incontenible que corría por toda ella, cuando bajó a la salita, donde él estaba hablando con el Marqués de Galston.

Los dos hombres se pusieron de pie al verla entrar y Galston preguntó:

—¿A qué hora debo decir a Ingrid que volverán?

Loretta miró a Fabián y éste respondió:

—La traeré cuando terminemos de almorzar, que será alrededor de las tres de la tarde; pero volveré a recogerla a las ocho, porque vamos a cenar en el Grand Verfour.

Lo dijo con tanta seguridad que Loretta prefirió no contradecirlo. Aunque pensó que el Marqués de Galston se debía sentir sorprendido, se limitó a decir:

—La comida allí es soberbia, y yo siempre he pensado que es uno de los restaurantes más románticos que hay en todo París.

—Yo también lo creo así —contestó Fabián, que tenía la vista clavada en Loretta mientras hablaba.

Subieron a un carruaje tirado por dos corceles negro azabache, exactamente iguales. Loretta pensó que sería imposible que alguien pudiera superar ese tiro, a pesar de que había oído comentar a su padre que tanto los carruajes como los conductores y jinetes que se veían todos los días en el bosque constituían en realidad un desfile de modas.

Pensó que su padre estaba en lo cierto cuando vio la elegancia de las «amazonas», como las llamaba Fabián, y de los aristócratas que competían entre ellos por llevar los caballos más finos y los más espectaculares vehículos.

Loretta y Fabián no hablaron mucho, pero él le mostró dónde tenían lugar los duelos y añadió:

—Como supongo que ya habrás adivinado, la mayoría de las intrigas amorosas tienen lugar en el bosque, más que en cualquier otro sitio de París.

Ciertamente parecía un lugar, pensó Loretta, de embrujo, y cuando se detuvieron en Pre Catalan, decidió que era el lugar más emocionante para almorzar, que podía haberse imaginado.

Simulaba una casa de campo, rodeada de jardines y de árboles, donde los comensales podían comer entre los prados, en mesas cubiertas por sombrillas de alegres colores.

Las mesas estaban dispuestas de forma tan discreta, que nadie podía escuchar la charla del más cercano de los comensales.

Loretta miró a su alrededor, con ojos muy brillantes.

Y, como si eso fuera inevitable, hermosas mujeres se acercaron a Fabián de Sauerdun; una tras otra, para exclamar en tono de reproche:

—¡Fabián! ¡Te estás olvidando de mí! ¿Cuándo vendrás a verme?

No había la menor duda de que estaban sinceramente ansiosas de que fuera a visitarlas, y Loretta no pudo menos que admirar la destreza con la que él les contestaba, sin comprometerse a asistir en una fecha determinada.

De pronto, cuando pareció que por fin habían hablado con él todas las amistades que estaban almorzando también en el lugar, Fabián dijo:

—Ahora te das cuenta del porqué anoche insistí en llevarte a un lugar donde pudiéramos hablar sin ser interrumpidos. Y eso es lo que haré otra vez esta noche.

Loretta nada dijo y él continuó diciendo:

—Al mismo tiempo, pensé que era justo que tú vieras por qué Pre Catalan es uno de los lugares obligados de visitar en París. Es algo que no debe perderse una persona que viene por primera vez a esta hermosa ciudad.

—Usted es muy bondadoso conmigo —expresó Loretta sin pensar.

—¿Cómo puedo no serlo? —preguntó él—. ¡Y creo que la palabra «bondadoso» no es el adjetivo adecuado, ya que sería imposible no serlo contigo!

La miró por un momento antes de preguntar:

—¿Pensaste en mí anoche?

—¿Cómo hubiera… podido… evitarlo?

Entonces se dijo con severidad que estaba permitiéndose demasiada familiaridad con el marqués y no debía haber dicho eso.

Sabía, también, que si no hubiera dicho la verdad, él no la habría creído.

—Yo me mantuve despierto —continuó él en voz baja—, dando gracias a Dios por haberte encontrado al fin y que mi peregrinar, que ha sido muy largo, haya terminado.

Loretta trató de pretender que no comprendía.

Y la salvó de tener que decir algo la llegada del camarero con el menú y la champaña que Fabián había ordenado. El hombre se entretuvo algunos momentos en servirles la bebida.

La comida, como era de esperarse, fue deliciosa. Al mismo tiempo, a Loretta le resultó difícil pensar en nada que no fuera el hombre que estaba sentado frente a ella, y no darse cuenta de que sus ojos iban continuamente a su rostro.

—Supongo —dijo cuando terminaron de almorzar—, que debes tener algún defecto, como todos los seres humanos, pero todavía no logro encontrar ninguno.

Loretta sonrió dulcemente.

—Por favor, no se fije con demasiada atención. Yo soy muy consciente de mis defectos y mis limitaciones.

—Me pregunto cuáles podrían ser —murmuró Fabián—. Yo te encuentro perfecta… como estás, como hablas, como piensas. No puedo concebir que nadie, por exigente que sea, podría criticarte algo.

—¡Entonces no conoce a mis parientes! —repuso Loretta—. Le aseguro que ellos critican todo y a todos, y que no hacen ninguna excepción conmigo.

Ella habló en tono ligero, pero al mirar a Fabián observó que su expresión era muy seria.

—Hablas de tus parientes —dijo él—, pero no de tu esposo. Cuéntame cómo es él.

La pregunta fue tan inesperada que aunque ella trató de parecer serena, enmudeció y el color subió a sus mejillas.

—Debe ser un hombre muy extraño para permitir que su esposa, tan bella como es, venga sola a París —continuó Fabián—. No entiendo cómo permitió que te hospedaras con Ingrid, que vive una posición difícil dentro de la sociedad, o que conocieras a hombres como yo, que tendrían irremediablemente que hablarte de amor. Yo no sería cuerdo si no lo hiciera.

—No puedo… hablar de eso —logró decir Loretta, por fin.

—¿Por qué? No me digas que lo amas. Yo sé, mi hermosa y pequeña Lora, que tú sabes poco o nada del amor, o de los hombres.

—No entiendo por qué supone que… soy tan… ignorante —contestó Loretta, sintiendo que debía defenderse de algún modo.

Fabián rió con suavidad.

—Eres tan joven e inocente —comentó—. Había olvidado que hay mujeres como tú en el mundo. ¡Y, sin embargo, aunque parezca increíble, estás casada!

—Sí, estoy casada —expresó Loretta con firmeza—, y como ya le dije antes, milord, no debía hablarme como lo hace.

—¿Cómo puedo evitarlo? —preguntó Fabián—. ¿Y cómo puedes evitar tú lo que sientes por mí?

Loretta hubiera querido asegurar que ella no sentía nada por él, excepto que era un desconocido interesante.

Pero, cuando lo miró, una vez más sus ojos fueron aprisionados por los de él y le fue imposible desviarlos hacia otro lado.

—¡Mi cielo, eres tan nítida!… —murmuró él en voz baja—. Conozco todo acerca de ti y sé que te intereso. Aunque no lo admitas, tu corazón está latiendo un poco más fuerte porque estamos juntos y tus labios, que no he besado aún, están ávidos de los míos.

Lo que dijo pareció hipnotizar a Loretta, inmovilizarla.

Entonces, con un esfuerzo que la hizo sentir físicamente débil, murmuró:

—Tal vez es… hora ya de que… volvamos… a casa.

—Allí es donde te llevaré —dijo Fabián—, y esta noche continuaremos nuestra conversación en el punto en el que la interrumpimos.

Loretta hubiera querido decir que ella no lo escucharía, pero sabía que eso no era verdad.

Deseaba que él siguiera hablando con esa extraña voz que hacía que pequeños rayos de sol le penetraran en el cuerpo. Se dio cuenta, aunque pretendió no creerlo, de que la emocionaban tanto las palabras de Fabián, como la sinceridad con la cual parecía decirlas.

«Es un flautista mágico, como el del cuento», pensó. «Ingrid me lo advirtió; pero como todas las demás mujeres crédulas, estoy corriendo tras él, aun a sabiendas de que eso me conduce a la destrucción».

Caminó por delante de él hacia donde su carruaje esperaba, bajo los árboles.

Cuando él la ayudó a subir se dijo una vez más, al sentir que su simple contacto la hacía estremecer, que debía irse de París.

«Estoy haciendo el papel de tonta», se riñó a ella misma.

El se sentó junto a ella y sujetó las riendas. Loretta pensó, al mirarlo, que se veía como Apolo conduciendo sus caballos a través del cielo.

Ningún hombre hubiera podido verse tan increíblemente atractivo, ni tan interesante, y ser al mismo tiempo tan despreciable como todos le había advertido que lo era.

Fabián dio una vuelta más larga, a través del bosque, de la que era necesaria, para que Loretta pudiera admirar la belleza de los árboles, de las flores y de un grupo de chiquillos que jugaban a la pelota en un claro.

Unos minutos más tarde estaban de regreso en la avenida bordeada de árboles donde había gente que caminaba sin prisa por la acera, o se sentaba en el exterior de los cafés, con la inevitable taza del humeante líquido.

La condujo de regreso a la casa del Marqués de Galston y cuando un palafrenero corrió hacia la cabeza de los caballos, él bajó para ayudarla, diciendo:

—Hasta la vista, mi pequeña y hermosa diosa… hasta esta noche.

Loretta se detuvo al pie de la escalinata.

—Si… voy —musitó haciendo un esfuerzo—, debe prometerme que… no me hablará… de ese modo.

—¿Por qué no?

—Porque es inoportuno… —empezó a decir ella.

—No, no lo es —la contradijo Fabián con suavidad—. No es inoportuno nuestro recíproco sentir. Podríamos hablar sobre ello hasta que se cayeran las estrellas del cielo, pero no cambiar el ritmo de nuestro corazón, pues negar el amor es, como tú bien sabes, una blasfemia.

De nuevo estaba hablando con absoluta seriedad y cuando tomó la mano de ella en la suya, Loretta se sintió muy consciente del magnetismo que ejercía sobre ella y que parecía hacerla prisionera. Experimentó la aterradora sensación de que nunca podría escapar de él.

No dijo nada. Se limitó a subir los escalopes y al hacerlo, él dijo:

—Hasta las ocho…

Después subió a su carruaje.

Ingrid la esperaba en el vestíbulo.

Besó a Loretta y exclamó:

—Me sorprendió, queridita, cuando Hugh me comentó que te habías ido a almorzar con Fabián. Y me sorprendió aún más cuando supe lo mal que se había portado contigo el conde.

—¡Es un hombre detestable! —exclamó Loretta.

—Estoy de acuerdo contigo. Al mismo tiempo, es un tipo de gran importancia en el mundo de las finanzas y yo quiero que Hugh esté en buenas relaciones con todos los grandes financieros, como pretendo que lo esté también con los políticos, quienes manejan los destinos del país.

—Comprendo lo que estás diciendo —contestó Loretta en voz baja—, pero me resulta difícil mostrarme… cortés con el conde, cuando él se comporta de forma tan… indebida.

—El piensa que todas las mujeres se enamoran de él, no de su dinero —le explicó Ingrid.

—¿Y por qué odia tanto al Marqués de Sauerdun?

Ingrid rió.

—¿Necesitas preguntarlo? Es porque se han encontrado varias veces persiguiendo a la misma nueva belleza, y de manera invariable, Fabián es siempre el triunfador.

—¡No quiero volver a ver al conde en mi vida! —aseguró Lorena en tono firme.

—¡Yo haré todo lo posible porque así sea —prometió Ingrid—, pero no va a ser fácil!

Loretta se quitó el sombrero y dijo:

—¿Estoy siendo una molestia para ti, Ingrid? ¿Preferirías que me fuera?

—No, por supuesto que no —repuso Ingrid—. Me encanta tenerte aquí. Y significa mucho para mí el que hayas acudido a mí con tus problemas.

Su voz se hizo más profunda al añadir:

—Sólo espero poder ayudarte. Si fracaso, no será por falta de voluntad de parte mía.

—Ya me has ayudado mucho.

Al hablar, Loretta cruzó la habitación y se quedó mirando por la ventana.

—Quisiera poder estar segura de eso —dijo Ingrid a espaldas de ella—. Tengo la impresión, aunque puedo estar equivocada, de que estás encontrando a Fabián mucho más atractivo de lo que pensabas.

Debido a que eso era verdad, Loretta se limitó a mover la cabeza en señal de asentimiento. Después de un momento Ingrid observó:

—Lo más extraño de todo, en el caso de Fabián, es que a pesar de su reputación, a pesar de su éxito con las mujeres, la mayoría de los hombres, con excepción hecha del conde, simpatiza mucho con él y confía en él. Hugh, de hecho, le tiene un gran afecto.

Loretta comprendía con exactitud lo mucho que ello significaba.

Se había dado bien cuenta de que si su padre criticaba a un hombre y mostraba desprecio por él, invariablemente tenía razón y significaba que el hombre era indeseable.

El que Ingrid hablara así de un hombre contra el que ya la había prevenido como marido, hacía que lo que estaba sintiendo y pensando resultara todavía más complejo.

Para cambiar de tema preguntó:

—¿Hay algo que tengamos que hacer esta tarde?

—Más compras, si eso te interesa —contestó Ingrid—. Desde luego, hay muchas cosas de París que no has visto, pero esa tarea la dejo a Fabián.

—Cuando me trajo de regreso, pensé que sugeriría que fuéramos a conocer algo.

—Supongo —contestó Ingrid—, que tiene que jugar polo y no quiso defraudar a su equipo faltando.

—¿Polo? —preguntó Loretta.

—Creí que sabías que la razón por la que Fabián no está tan interesado como su padre en las carreras de caballos es que es un notable jugador de polo. De hecho, está en el equipo que representa a París, o sea, en el mejor equipo de la ciudad.

—No tenía la menor idea al respecto. Observé que sus caballos eran magníficos, pero pensé que como nunca iba a las carreras que se celebran en Inglaterra, no estaba particularmente interesado en ellos, excepto como simple medio de transporte.

Ingrid rió.

—Si dijeras eso a Fabián, sufriría un ataque. Sus propios caballos, que son completamente ajenos a los de su padre, son extraordinarios. La cuadra que posee en Normandía está considerada como la mejor del país. Tiene caballos de carreras, pero no está tan obsesionado por ellos como su padre, el duque.

—Ahora comprendo por qué papá no lo conoce. Eso me desconcertaba un poco.

—Hay muchas cosas sobre Fabián que te desconcertarán. Es una lástima que sea tan poco recomendable como esposo, ya que es muy encomiable en todos los demás sentidos.

Hablaron de otros temas, pero Loretta descubrió que sus pensamientos volvían una y otra vez hacia el marqués.

No tenía objeto pretender indiferencia. Cuando subió a vestirse para la cena reconoció que ansiaba estar en su compañía y hablar con él.

Aunque cuando hablaba, como lo había hecho, de sus sentimientos mutuos, la hacía sentirse muy tímida, provocaba en ella sensaciones que no se atrevía a analizar.

«Si me siento así ahora», trató de decirse a sí misma con severidad, «¿qué sentiría si me casara con él y después me dejara por otra mujer?».

Era un pensamiento tan doloroso que ella trató de sentirse fría e indiferente, mientras se refrescaba en el agua perfumada del baño que le habían preparado. Después se puso otro de los hermosos vestidos que había comprado en Laferriére.

Era un vestido que la hacía verse como una rosa, mientras que al mismo tiempo había pequeños toques de terciopelo entre la gasa y la tela plateada, en los lugares más inesperados. Era un vestido sofisticado, que jamás habría sido elegido por una debutante.

Debido a que no tenía joyas, como las que se esperaba que poseyera una mujer casada, Ingrid le prestó un pequeño collar de diamantes, del cual pendía una perla grande y perfecta, en forma de pera.

Había pendientes y brazaletes que hacían juego al collar. Loretta se puso los brazaletes sobre los largos guantes del mismo tono de su vestido.

—¡Se te ve definitivamente preciosa! —exclamó Ingrid, cuando la vio.

Loretta había ido a su habitación para desearle buenas noches, porque Ingrid iba a cenar mucho más tarde con el marqués y, por lo tanto, estaba descansando en un diván vestida con una exótica negligé de gasa verde.

—Que te diviertas mucho, queridita —deseó Ingrid—, pero recuerda que no debes perder la cabeza ni el corazón, porque en lo que a Fabián se refiere, no los recobrarás nunca.

—Lo recordaré —contestó Loretta con cierto titubeo.

No se dio cuenta, al cerrar la puerta tras ella, de que su prima se había quedado con una expresión de inquietud en el rostro.

* * *

Con una estola de terciopelo sobre el brazo, Loretta bajó con lentitud por la escalera. En el momento en que llegaba al vestíbulo, un lacayo se acercó a ella corriendo, procedente de la puerta del frente y le dijo:

—Un caballero la está esperando, señora, y dice que se dé usted prisa, porque sus caballos están un poco inquietos.

Loretta no se detuvo a pensar que era un tanto extraño que los caballos de Fabián se estuvieran comportando de esa forma. Todos los que había visto en sus carruajes hasta esos momentos eran caballos tranquilos, muy bien entrenados.

Bajó la escalinata exterior a toda prisa, hacia donde un lacayo sostenía abierta la puerta de una carroza cerrada.

Le pareció aún más extraño que Fabián estuviera esperándola en el interior, pero cuando subió al carruaje descubrió que éste estaba vacío.

En el momento en que se percató de eso, la puerta se cerró tras ella, los caballos partieron y Loretta se vio obligada a sentarse para evitar ser arrojada al suelo.

Cuando el carruaje empezó a recorrer los Campos Elíseos a una velocidad del todo innecesaria, Loretta se dijo que sin duda todo era un error y que debía atraer la atención del cochero y del lacayo que iban en el pescante.

Pero en apariencia no había forma de hacerlo, porque las dos ventanas estaban fuertemente aseguradas y ella trató de decidir en su mente si no era una nueva forma en la que Fabián estaba tratando de intrigarla; sin embargo, le parecía una forma inusitada de hacerlo y se inclinó más bien hacia la idea de que se trataba de un error.

De pronto, la asaltó una sospecha tan aterradora que tenía miedo de expresarla con palabras.

Se inclinó hacia adelante e intentó, una vez más, abrir las ventanas; en vano hizo varios esfuerzos, porque estaban bien aseguradas. Debido a la velocidad que corrían, no se atrevía a abrir la puerta del carruaje.

«¿Qué está… sucediendo?», preguntó.

Y, mientras ella se preguntaba con desesperación qué debía hacer, si sus peores sospechas se confirmaban, se percató de que habían llegado casi al final de la avenida.

Las casas eran ahora más escasas, más separadas y pensó, aunque no estaba segura de ello, que habían llegado a la orilla del bosque.

Los caballos dieron la vuelta y entraron en una gran verja abierta, para seguir por un sendero que cruzaba un jardín lleno de flores, antes de detenerse frente a la entrada del pórtico de una gran casa.

«Aquí hay un error» se dijo Loretta en tono consolador. «El cochero debió haberse equivocado de dirección y me recogió en lugar de otra persona. Es culpa mía por no haber sido más desconfiada y no considerar extraño que el marqués no hubiera entrado en la casa».

La puerta del carruaje fue abierta por un lacayo y ella le preguntó en francés:

—¿A quién pertenece esta casa?

—El señor la está esperando adentro, señora —contestó el hombre.

—¿Y cuál es el nombre del señor? —insistió Loretta.

—El está esperando, señora, y le suplica se reúna con él.

Debido a que parecía que no podía hacer otra cosa y era imposible seguir discutiendo, Loretta bajó del carruaje y ordenó al hacerlo:

—Diga al cochero que espere. Hay un error y debo explicar a su amo que deben regresarme al lugar de donde me trajeron.

Al decir eso, entró en el vestíbulo donde otro sirviente caminó frente a ella para conducirla por una ancha escalinata hacia lo que ella esperaba que sería un salón, en el segundo piso.

Empezó a deducir, puesto que la casa estaba bien amueblada y muy lujosa, que todo se debía a un simple error y se encontraría ante un grupo de gente que no tenía la menor idea de quién era ella.

«Debo insistir en que me lleven de regreso inmediatamente», pensó Loretta. «De otra, manera, el marqués llegará y se preguntará qué me ha sucedido».

Vio un reloj en lo alto de la escalera y se dijo que había sido muy tonta al suponer que era el marqués quien había llegado por ella. La noche anterior llegó a la hora exacta; ahora apenas acababan de dar las ocho.

Debió haber estado viajando cuando menos diez minutos desde el momento en que salió de los Campos Elíseos.

Un sirviente abrió la puerta, sin decir nada, y ella entró en una amplia habitación.

Había dado sólo unos cuantos pasos, cuando se detuvo de pronto, al darse cuenta de que la esperaba de pie, no un grupo de desconocidos, como ella imaginara, sino un hombre: el Conde Eugéne de Marais.

Su aspecto era un poco extraño y le tomó a Loretta un segundo o dos comprender que no llevaba puesto un traje de etiqueta, sino una chaqueta de brocado, acolchonada, muy semejante a la que su padre usaba algunas veces para descansar, después de una jornada de cacería.

Entonces, al mirar en torno suyo con ojos agrandados por el miedo, y preguntarse qué podía decir y cómo podía expresar el horror de haber sido llevada al lado de aquel hombre de manera tan sorpresiva, advirtió que la habitación no era un salón, sino un dormitorio.

Había una gran cama semicubierta de cortinajes, simulando un diván adosado a la pared. El conde esperaba de pie frente a un largo espejo que reflejaba tanto su espalda como la cama.

Luces con pantallas discretas daban a la habitación un aire seductor.

Loretta encontró al fin la voz.

—¿Cómo se atreve… a traerme aquí… de este modo? —empezó a decir.

En el momento en que habló, pudo escuchar que la puerta se cerraba tras ella. El conde avanzó diciendo:

—¡Ha venido usted! Esto era lo que yo estaba esperando, mi hermosa dama. Ahora no cabe la menor duda de que cenará conmigo, tal como anhelé que lo hiciera.

—Como ya le dije esta mañana, tengo otro compromiso —contestó Loretta—, y me tiene escandalizada su extraordinaria conducta.

El conde casi había llegado adonde Loretta estaba. Debido al terror que la invadía, retrocedió hacia la puerta y trató de hacer girar el picaporte. Al hacerlo, se dio cuenta de que la puerta estaba cerrada con llave.

Entonces, cuando miró de nuevo hacia el conde, vio la diversión que había en sus ojos.

—¡No hay modo de escapar, preciosa mía! —exclamó—. Usted se ha puesto en mi contra de una forma que encuentro encantadora desde que nos sentaron juntos a la mesa. Y si continúa luchando así le aseguro que me resultará en extremo atractivo… y muy excitante.

—Si me obligó a venir aquí con engaños, ¿cómo puede esperar que haga yo otra cosa que no sea… luchar contra usted? —preguntó Loretta.

—¡La deseo! —expresó el conde en ese tono de voz, profundo y aterciopelado que tanto la atemorizaba.

Lo miró con fijeza.

Y, como si considerara que era un error de su parte, tal vez, el hablar con aquel hombre de la forma en que lo había hecho, dijo:

—Por favor… sea más civilizado. Usted sabe muy bien que yo no tenía deseos de venir… y sólo puedo… suplicarle, como… caballero que es… que me deje ir.

—¡Qué desilusionada se sentiría usted si yo hiciera tal cosa! —contestó el conde—. Sin embargo, como ha sugerido, seamos más civilizados. Lo primero que debemos hacer es tomar una copa de champaña. No hay ninguna prisa, puesto que tenemos toda la noche por delante.

La forma en que habló hizo sentir a Loretta deseos de gritar de horror.

De pronto, con una dignidad y un autodominio que ignoraba tener, logró decir:

—Me gustaría una copa de champaña. Pero, como puede usted imaginar, me siento profundamente mal por haber sido… secuestrada de este modo… inusitado.

—Ya le dije que yo siempre consigo cuanto quiero. Ahora, venga a sentarse. Quiero mirarla y asegurarle, en caso de que dude de mi palabra, que nunca he visto a una mujer más hermosa, ni más deseable, que usted.

Hizo un gesto a Loretta, indicándole que lo siguiera, mientras él se dirigía a un sofá apoyado contra una ventana saliente, cubierta con espesos cortinajes. Frente al sofá había una mesa.

En ella vio que había una botella de champaña en una heladera dorada, sobre una bandeja de oro. Había también numerosos frascos y botellas.

Ella tomó asiento. Sabía que si no hacía uso de un gran dominio sobre sí misma, Correría hacia la puerta, golpearía ésta con los puños y gritaría como loca que la dejaran salir.

Estaba segura de que si actuaba así, los sirvientes del conde no le harían el menor caso. Era ya por demás humillante darse cuenta de que un sirviente la había encerrado bajo llave, siguiendo las instrucciones de su amo.

El conde se sentó junto a ella y Loretta vio que bajo la chaqueta de terciopelo llevaba una camisa de tela de algodón muy delgada. Sus pantalones eran formales y debían pertenecer a su traje de etiqueta.

En lugar del convencional cuello duro, llevaba una suave corbata de satén alrededor de la garganta, que ella supuso debía ser mucho más fácil de quitar.

Sintió una verdadera agonía ante la idea de lo que el hombre debía estar planeando. Trató de no mirar la cama frente a la cual se encontraban. Observó que tenía sábanas de seda bordeadas de encaje y grandes almohadones de seda también, bordados con el monograma del conde.

Sirvió champaña en dos copas, mientras ella seguía mirando a su alrededor. Ofreció a Loretta una, diciendo:

—Éste es un vino dorado, como su cabello. Le sugiero que tome uno de estos emparedados, hecho con un paté que me traen especialmente para mí de Estrasburgo. O, si lo prefiere, hay caviar.

Debido a que tenía miedo de desplomarse, Loretta sorbió un trago de la champaña mientras el conde anunciaba:

—Más tarde cenaremos en la habitación contigua, pero primero, mi bella dama, pretendo enseñarle a usted, como ningún inglés podría hacerlo, los placeres del amor, secretos de la pasión ardiente que ya eran conocidos para los antiguos egipcios y para los pobladores de la India, muchos de los cuales fueron amantes inmortales.

El tono en que habló la hizo sentir como si cada palabra que pronunciaba fuera un deleite para él y como si, de alguna forma desagradable, lo excitara.

Sintió también que él la miraba como si estuviera desvistiéndola mentalmente. Debido a que no pudo evitarlo, se encogió, alejándose de él.

El conde rió con suavidad.

—Dentro de poco tiempo —dijo—, la haré mía. Enseguida, mi adorable y adormecida inglesita, se volverá más madura, más femenina y, aunque eso parezca imposible, aún más deseable de lo que es ya en este momento.

Antes que Loretta pudiera moverse, la rodeó con su brazo. Le quitó la copa de champaña de la mano y la acercó más a él.

Loretta trató de resistirse, pero se percató de que era un hombre excesivamente fuerte.

—¡No! ¡No! —protestó ella.

El conde simplemente continuó atrayéndola implacablemente y ahora el cuerpo de Loretta estaba rozando el suyo.

«¡Ayúdame, Fabián… ayúdame!», imploró en silencio. Fue entonces, al estar enviando un grito de ayuda desde el fondo de su corazón, cuando supo cómo debía proceder. Levantó la mano, como si fuera a protestar y al hacerlo hizo caer uno de los pendientes que Ingrid le había prestado y que se adhería a la oreja con un simple clip. El pendiente cayó al suelo. Ella lanzó un grito de consternación.

—¡Mi pendiente! —gritó—. ¡No vaya a pisarlo… es muy frágil!

El conde se inclinó hacia donde estaba la joya, que había caído bajo una mesita baja.

Cuando él se inclinó, Loretta levantó una botella de agua mineral que no había sido abierta aún, y que se encontraba en la bandeja de oro, junto a otras botellas, y la dejó caer con todas sus fuerzas contra la nuca del conde.

Éste cayó hacia adelante con un gemido y ella volvió a golpearlo. Después, levantó la botella para dar todavía mayor impulso al golpe, la estrelló contra la cabeza del hombre por tercera vez.

En el momento en que el conde se desplomaba al suelo, entre la mesa y el sofá, escuchó un ruido atrás de ella.

Volvió la cabeza instintivamente. Vio que los cortinajes de la ventana se abrían y que Fabián entraba en la habitación.

Loretta lanzó un grito de alivio que pareció retumbar por las paredes.

Arrojó la botella eh el sofá y corrió hacia él. Se arrojó a sus brazos, diciendo al mismo tiempo:

—¡Lo… maté! ¡Lo… maté! ¡Oh, Fabián… lo he… matado!