Capítulo 3

A medida que los caballos la acercaban más hacia Vent Royal, Mina se sentía cada vez más nerviosa. Se dijo que nunca debió haber aceptado esa proposición tan descabellada; pero sabía que la alternativa era quedarse en la escuela y verse sometida a toda clase de vejaciones por parte de la señora Fontwell, lo cual sería aún más temible.

Al principio le pareció muy emocionante irse con Christine, que se encontraba en un estado de ánimo exaltado ante la idea de encontrarse con Harry.

Para Mina, también era un consuelo saber que entre los otros baúles depositados en el techo de su carruaje, había uno que contenía los hermosos vestidos que Christine le había dado, además de sombreros y otros accesorios para complementarlos.

Nunca imaginó que sería poseedora ni siquiera de un solo vestido tan costoso o atractivo como ésos. Aunque tanto lo había dudado, le quedaban a la perfección.

Eran de telas muy finas, pero tenían una engañosa simplicidad. Mina no podía evitar el deseo de que su padre hubiera podido verla vestida con esa ropa.

La moda había eliminado los voluminosos polisones de antaño, sustituyéndolos por un gran lazo en la parte posterior de la falda, que descendía en una cascada de encaje o de pliegues de satén.

La estrecha cintura, el talle ajustado y las mangas pequeñas eran elementos muy favorecedores, y aunque a Christine esos vestidos ya le quedaban justos, para ella eran del tamaño exacto.

Mina se mostró tan efusiva en su agradecimiento que Christine se sintió un tanto turbada.

—Estoy tan avergonzada, mi queridísima Mina —dijo—, de no haber pensado en dártelos antes. Cuando vengas a Italia, te prometo que te regalaré un precioso guardarropa completo. Te servirá de trousseau cuando te cases.

—Por favor, no digas… eso —suplicó Mina—. ¡Pensar en el matrimonio me asusta!

—Como a mí me asusta pensar que, si no me hubieras ayudado, tal vez me hubiesen obligado a casarme con el marqués.

Aunque no lo dijo, Mina pensaba que Christine tenía razón al pensar que un hombre como el marqués, a juzgar por su reputación, haría infeliz a la mujer que se casara con él.

Con frecuencia se había preguntado cómo serían esos hombres libertinos sobre los cuales había leído en sus libros de historia. Ahora, pensó, no sólo conocería a uno, sino que viviría en su casa.

«Debo considerarlo como una experiencia», se dijo, tratando de ser valerosa. «Y no debo demostrarle que me siento… escandalizada por su… conducta».

De cualquier modo, sentía que si había hecho la mitad de las cosas que Christine le atribuía, se sentiría verdaderamente escandalizada, y sería difícil impedir que él se diera cuenta de ello.

Mientras se dirigían hacia Londres, Christine no había dejado de hablar de Harry. Mina comprendió que, debido a la promesa que le hiciera, había tenido sus sentimientos guardados por tanto tiempo, que ahora explotaban y salían, volando como un corcho de una botella de champaña.

—¿Lo amo? ¡Lo adoro! —exclamó Christine—. Vamos a ser increíblemente felices juntos. Por fortuna, soy lo bastante rica como para no tener que vivir en una cabaña, contando los peniques.

Por la mente de Mina pasó que tal vez Harry estaba tan ansioso de casarse con Christine porque era una heredera; pero cuando lo conoció, comprendió que no era así y que él amaba a su amiga por ella misma.

Su padre le había enseñado a usar sus instintos al tratar con las personas, al igual que con los animales y los pájaros. Mina sintió desde el primer momento que Harry era honesto y sincero, que sus sentimientos hacia Christine eran reales.

Las estaba esperando en la Casa Hawkston y, cuando Christine saltó del carruaje en cuanto el lacayo abrió la puerta y subió corriendo la escalinata para saludarlo, Mina lo oyó decir:

—¡Has venido! Casi no podía creer que algo no te impidiera escapar, en el último momento.

—Nada me detuvo. Aquí estoy —contestó Christine, con su voz vibrando de alegría.

Entonces recordó que Mina estaba con ella. Después de presentarla a Harry, entraron en el salón.

El té los estaba esperando y mientras Christine lo servía de una exquisita tetera de plata, Harry anunció:

—Partiremos mañana muy temprano, porque quiero tomar el expreso a Roma en París, mañana en la noche.

Su voz se hizo muy suave al añadir:

—Es un viaje muy largo, y no quiero que te canses, mi amor.

—Contigo a mi lado, jamás me sentiré cansada —contestó Christine.

Se miraron y todo lo demás quedó olvidado por el momento, hasta la tetera que Christine mantenía en la mano.

Entonces ella volvió a la realidad, y cuando explicó a Harry que habían decidido que Mina fuera a Vent Royal en su lugar, el muchacho se mostró asombrado.

—¿Creen que eso sea posible? —preguntó él.

—Debes comprender que ello hace las cosas más seguras para nosotros —contestó Christine—. Existe la posibilidad de que mi tío no esté en Roma, o de que ponga dificultades para que nos casemos antes que yo cumpla los diecisiete años. Y, si mi madrastra se entera de que no estoy en Vent Royal, como ella lo decidió, todos se lanzarán a buscarme.

—Sí, tienes razón —asintió Harry con aire reflexivo.

Era un hombre apuesto, pensó Mina, aunque no guapo como Christine decía.

Sin embargo, su cabello rubio estaba bien peinado hacia atrás, tenía una frente alta, y parecía la imagen perfecta de un inglés saludable y bien educado.

—Es muy bondadoso de tu parte hacer esto por nosotros —le dijo a Mina.

—Me siento nerviosa ante la idea —confesó—, pero quiero ayudar a Christine. Ella siempre ha sido muy bondadosa conmigo.

—Y espero que así lo sea conmigo también —dijo Harry con una sonrisa.

—¿Cómo podría ser de otro modo? —preguntó Christine—. Mina, que es mi mejor y más querida amiga, se ha quedado sin dinero porque su padre acaba de morir. Así que yo sé, querido, que tú comprenderás que desee que, una vez que nos casemos, venga a quedarse con nosotros a Italia, o dondequiera que estemos.

Mientras Christine hablaba, Mina observó el rostro de Harry, decidida a que si la idea no le agradaba o hacía la menor pausa antes de aceptarla, ella no impondría su presencia.

Sin embargo, él sonrió y respondió en el mismo instante:

—¡Por supuesto! Es una magnífica idea. Estoy seguro de que la señorita Shaldon no querrá quedarse aquí y verse involucrada en el escándalo que causará nuestro matrimonio.

—¡Oh, por favor, yo no podría soportar tal cosa! —exclamó Mina.

—Tan prono como no exista ningún peligro, te enviaré un telegrama —prometió Christine—. Entonces debes inventar alguna excusa para marcharte de Vent Royal y reunirte con nosotros.

Al terminar de hablar, lanzó un pequeño gritó:

—¡Pero, por supuesto, debo dejarte algo de dinero para pagar tu viaje!

—No… por favor… tengo un poco de dinero —protestó Mina.

—Que debe durarte mucho tiempo —insistió Christine, que había leído la carta que Mina había recibido de su tío—. Te haré un cheque, pero quizá sea mejor que no lo cobres hasta que necesites el dinero. De otro modo, podrían robártelo o podrías perderlo.

—Te prometo que tendré mucho cuidado —repuso Mina—, y si me reúno con ustedes, ciertamente trataré de no ser inoportuna, y buscaré algún tipo de trabajo que pueda realizar.

Pensó que ni Christine ni Harry querrían tenerla con ellos en su luna de miel. Pero esas dificultades serían resueltas a su tiempo. Lo importante era que ellos pudieran casarse.

Como si adivinara lo que estaba pensando, Christine le dijo a Harry:

—Lo que debe preocuparnos ante todo es que debemos casarnos antes que papá y su esposa puedan hacer algo al respecto.

—Tú sabes que es lo que más deseo —observó Harry con voz profunda—. He estado haciendo investigaciones y descubrí que la Embajada Británica en Roma, puede arreglar cualquier cosa que necesite un súbdito inglés en el extranjero.

Christine le dirigió una sonrisa de felicidad.

—Ahora todo lo que tenernos que hacer es convencer a tío Lionel. Como él ya es considerado una desgracia por la familia, siento que no va a ponernos ningún obstáculo.

—Mantendremos los dedos cruzados —comentó Harry.

Cuando terminó de tornar el té subieron a ver los dormitorios que les habían destinado. Hannah ya había sacado del baúl dos o tres vestidos para Mina.

Ella se había visto obligada a salir de la escuela con su propia ropa, que parecía tal cual era: ropa barata confeccionada con material económico por la costurera del pueblo.

Ahora Hannah le había preparado, para que lo usara en su viaje a Vent Royal al día siguiente, un precioso traje de viaje, con un abrigo que hacía juego, que Christine había descartado ya, pero que a los ojos de Mina estaba flamante.

Lo complementaba un sombrero muy juvenil, que se usaba en la parte posterior de la cabeza. En el caso de Mina, con su rostro infantil, daba la impresión de ser una aureola.

—¿Qué debo ponerme para salir a cenar esta noche, Hannah? —preguntó Christine.

—¿No van a cenar aquí? —preguntó Hannah.

Christine movió negativamente la cabeza.

—No, el señor Hawk dice que como sus padres se encuentran en el campo, el cocinero está de vacaciones. Así que todos vamos a cenar afuera.

—Si me lo preguntan, eso es correr un riesgo innecesario —señaló, Hannah con voz aguda—. ¿Y si alguien los ve?

—Nadie nos verá —dijo Christine—, y no tengo intenciones de desperdiciar una noche en Londres comiendo pan con queso. Además, será una experiencia emocionante para la señorita Shaldon.

A pesar de las protestas de Hannah, Christine insistió en ponerse uno de sus más bonitos vestidos de noche, y Mina seleccionó uno que sacó de lo que ella consideraba «el baúl mágico», y con el que estaba muy bonita.

Harry las llevó en un carruaje cerrado a un restaurante muy tranquilo, donde había reservado una mesa en un pequeño cubículo con cortinas que los ocultaban de la vista de otros comensales.

—¿Cómo conocías este lugar? —preguntó Christine cuando se sentaron, y Mina miró a su alrededor con visible deleite.

Harry sonrió.

—Ése no es el tipo de preguntas que debes hacerme.

—¿Quieres decir que has traído aquí a tus amigas?

—Ésa es otra pregunta para la que no tengo respuesta para ti.

Mina se preguntó, con cierto temor, si Christine se enfadaría por lo que Harry había sugerido con sus respuestas. Pero ella se limitó a decir:

—Tu pasado no me preocupa, querido Harry, mientras estés seguro de que sólo yo seré tu futuro.

—Puedes estar absolutamente segura de eso —afirmó él—. Y si quieres, te daré mi palabra de honor de que la única dama hermosa que traeré aquí en el futuro serás tú.

—Eso es lo que quiero que digas —contestó Christine. Entonces, una vez más, se miraron a los ojos y Mina quedó olvidada.

La cena fue deliciosa, pero en cuanto terminaron, Harry las llevó de regreso a la casa Hawkston.

—Si fuera una noche cualquiera, las hubiera llevado al teatro… —dijo Harry a Mina—. Pero no quiero que Christine se desvele, porque partiremos muy temprano. Debe irse a la cama y soñar conmigo.

—Creo que me va a ser muy difícil conciliar el sueño —comentó Christine—. No dejaré de pensar en que mañana comienza nuestra gran aventura.

—Será exactamente eso —dijo Harry—, una aventura, mi amor, que durará tanto tiempo como vivamos.

Se sonrieron uno al otro y Mina pensó en lo afortunados que eran. Se amaban y, sin reparar en las dificultades que pudieran encontrar, iban a hacerles frente juntos y nada más les importaría.

«En cambio, yo estoy sola», pensó con tristeza, «y tengo que depender de mí misma y nadie más».

Se dijo lo mismo cuando a la mañana siguiente Christine se despidió de ella con un beso y partió con Harry y Hannah hacia la estación Victoria.

—Todo lo que tienes que hacer, queridita. —Le advirtió Christine—, es subir al carruaje de alquiler que Harry tiene esperando abajo para ti e irte a la Casa Lydford. Las únicas personas que hay allí son los porteros, y los dos son muy viejos.

—Pero se darán cuenta de que yo no soy tú —observó Mina con aire desventurado.

—No hay razón para que eso les preocupe —contestó Christine—. Todos nuestros sirvientes se fueron al campo, que es lo que sucede siempre que papá y mi madrastra no están aquí.

Comprendió que Mina estaba preocupada y añadió:

—Sólo debes esperar a que llegue el carruaje del marqués. Hazlo en el vestíbulo y da instrucciones a sus sirvientes, no a los nuestros que ya están decrépitos, de que suban tu equipaje al carruaje.

Todo le parecía muy temible a Mina; pero en realidad, no había resultado tan difícil como ella suponía.

Lady Lydford, sin duda, había enviado una nota a los porteros avisándoles que llegaría su hijastra.

Debido a que detestaba tanto a Christine, no había hecho arreglos para que alguien la ayudara con el cambio de carruajes: el que la había traído del colegio la iba a llevar a Vent Royal.

Aunque no le dijo nada, Mina temía que el secretario de Lord Lydford pudiera aparecer a último momento, o alguno de los parientes de los Lydford.

Sin embargo, cuando todo pasó sin que surgieran problemas, pensó que tal vez Lady Lydford no quería que los familiares de su esposo se enteraran de los planes que había trazado para su hijastra.

De cualquier modo, los porteros eran demasiado viejos e indiferentes para mostrar alguna curiosidad. El lacayo del marqués, vestido con librea muy elegante, subió su baúl y su sombrerera al carruaje sin ninguna dificultad.

Cuando se calmó de la agitación que había sentido en los primeros momentos, Mina pudo darse cuenta de que el carruaje en el que viajaba, era muy cómodo. Los cuatro caballos que tiraban de él eran magníficos pura sangre; sus arneses de plata llevaban el escudo de armas del marqués y las libreas de sus sirvientes eran impresionantes.

Ella esperaba que Vent Royal sería una mansión magnífica, pero no había supuesto que sería tan hermosa también.

Cuando tomaron el sendero que conducía a la entrada y la vio por primera vez, comprendió que tenía un encanto y una belleza que la hacían parecer como surgida de un sueño.

Aunque la suya era sólo una pequeña casa solariega en Lincolnshire, tanto su padre como su madre apreciaban la belleza siempre que la encontraban. Mina había crecido acostumbrada a descubrirla en lo que veía, lo que leía y lo que oía.

Ahora, mientras los caballos se acercaban a Vent Royal, pensó que aunque esta experiencia la asustaba, se vería compensada por el hecho de conocer, cuando menos, la gran casa que se erguía ante ella.

Estaba segura de que debía tener una historia fascinante. Recordó que su madre le había dicho que la mayor parte de las casas ancestrales tenían bibliotecarios que conocían no solo, todo el contenido de ellas, sino también de la historia de cada objeto, y de la casa misma.

«Tengo que averiguar todo lo que pueda sobre Vent Royal», decidió.

A su llegada, fue conducida escalera arriba hacia el dormitorio más hermoso que había visto en su vida. Sintió como si se estuvieran abriendo las puertas para que ella pasara a un mundo diferente a cuanto había imaginado nunca.

—¿No trajo una doncella con usted, señorita? —preguntó sorprendida el ama de llaves, vestida de crujiente seda negra. Mina esperaba esta pregunta y contestó:

—Me temo que no. Hannah, mi doncella, tuvo que dejarme en el último momento, porque se presentó una emergencia de su familia.

Esto, pensó Mina, era bastante cercano a la verdad. Ya había decidido que mentiría lo menos posible.

—Nunca digas una mentira si puedes evitarlo —le había dicho su padre en una ocasión—. Tarde o temprano, siempre serás descubierta.

Mina estaba segura de que eso era cierto y aunque debía interpretar un papel, pensó que si decía la verdad en todos los sentidos, menos en lo que se refería a su identidad, tal vez no le fallaría a Christine y el engaño no sería descubierto.

—Haré que una de las doncellas de la casa la atienda, señorita —estaba diciendo el ama de llaves—. ¿Cuánto tiempo cree que tardará su propia doncella en reunirse con usted?

—En realidad no tengo idea, pero le quedaría muy agradecida si pudiera facilitarme una doncella mientras tanto.

—No hay ningún problema de eso, señorita —contestó el ama de llaves.

Cambió su traje de viaje por algo más ligero. Se puso un vestido de tarde, muy bonito, de seda blanca adornada con encaje alrededor de la falda, y una banda de seda que reproducía el azul de sus ojos.

Debido a que estaban presentes una doncella y el ama de llaves para ayudarla, Mina no pudo pasar mucho tiempo contemplando su imagen en el espejo, como le hubiera gustado hacerlo.

Aunque se daba cuenta de que el vestido diseñado para Christine la hacía parecer muy joven, también comprendió que la favorecía muchísimo. Jamás se había dado cuenta de la bella figura que tenía.

Su cintura era pequeña, y cuando le estaba abotonando el vestido a la espalda, el ama de llaves observó:

—Ha perdido usted un poco de peso, señorita, desde que compró este vestido. Haré que la costurera que tenemos en la casa se lo recoja un poco.

—Muchas gracias.

—Lo más probable es que, viviendo aquí, recupere pronto ese peso perdido —continuó el ama de llaves—. Siempre dicen que el airé de Hertfordshire da mucha hambre, y eso es cierto en Vent Royal, cuando menos.

—¡Estoy segura de que ésa es sólo una de las muchas maravillas que tienen ustedes para ofrecer aquí! —dijo Mina, y comprendió que el ama de llaves se sentía complacida por su entusiasmo.

Cuando estuvo lista bajó y el mayordomo la condujo a la biblioteca, explicándole que allí estaban los periódicos y que tal vez quisiera leerlos mientras esperaba a su señoría.

Pero en cuanto se quedó sola, Mina corrió a la ventana para contemplar los jardines, que descendían con suavidad hacia un lago. Del otro lado del agua, dorada por la luz del sol, podía ver enormes robles en el parque y debajo de ellos, numerosos ciervos moteados.

Pensó en lo mucho en que se habría emocionado su padre al ver una manada tan grande.

El adoraba a los ciervos y con frecuencia le describía los venados machos de altas encornaduras que había visto en Escocia.

—¿Nunca los cazaste, papá? —había preguntado Mina. El movió la cabeza, negando.

—Es algo que jamás habría podido hacer —había respondido su padre—. Un venado es un animal muy sensitivo y yo prefiero contemplarlo, nada más. La próxima vez que vaya al norte, podré fotografiarlos.

Su padre se había aficionado mucho al arte, recién inventado, de la fotografía, que practicaba con gran entusiasmo. Aunque sus primeras fotos de animales y pájaros no habían sido muy buenas, había perseverado, hasta que las últimas que había tomado antes de partir hacia Egipto eran sensacionales, al menos para los ojos de Mina.

—Cuando vuelvas, podrías efectuar una exposición de tus fotos, papá —sugirió ella.

—Espero poder tomar fotos de animales que sean lo bastante raros para que realmente resulten interesantes —contestó él. Mina recordó con un leve sollozo ahogado, que nunca vería las fotos que él había tomado. Su tío, que muy probablemente no estaba interesado en esas cosas, no se molestaría siquiera en traerlas con él cuando volviera a Inglaterra.

«Tal vez algún día pueda darme el lujo de comprarme yo misma una cámara», pensó, contemplando los ciervos.

Luego recordó que no era probable que pudiera gastar el dinero en nada que no fuera estrictamente necesario.

Desde la ventana no sólo veía los ciervos, sino también a los pájaros que volaban a través del jardín y a las mariposas que revoloteaban sobre las flores.

Todo era tan hermoso que por un momento se sintió perdida en sus ensueños. Entonces oyó que se abría la puerta y se volvió rápidamente.

Sintió que el corazón comenzaba a latirle más aprisa a causa del miedo que la invadía.

Supuso que el hombre que acababa de entrar en la habitación debía ser el marqués. Sin embargo, su imagen pareció moverse imprecisa ante sus ojos. Y, cuando él llegó hasta ella, su vista se aclaró.

Por un momento se hizo el silencio. Entonces, como Mina encontrara difícil respirar, e imposible hablar, el marqués dijo:

—¡Debo disculparme por no haber estado aquí para darle la bienvenida, pero es un honor para Vent Royal tenerla como huésped!

Extendió la mano al decir eso y, aunque un poco tarde, Mina le hizo una reverencia.

Al hacerlo también extendió una mano hacia él. Sus dedos tocaron los del marqués y sintió como si una extraña vibración se desprendiera de ellos. Le estrechó la mano de manera más firme y fuerte de lo que ella esperaba.

Entonces comprendió que el marqués no era como ella había esperado.

Debido a que Christine había dicho cosas tan terribles sobre él y a que ella lo consideraba un libertino, esperaba que tuviera un aspecto oscuro, siniestro, de hombre calavera.

En cambio, el hombre que tenía enfrente era extraordinariamente apuesto. Su piel era clara, aunque un poco bronceada por el sol. Tenía el cabello oscuro, sin ser negro, y ojos gris acero.

Lo que más destacaba en su rostro eran la mandíbula cuadrada y su boca firme, que revelaban absoluta determinación. Poseía una personalidad que resultó abrumadora para Mina.

—¿Tuvo usted un buen viaje? —preguntó el marqués al notar que ella no decía nada.

—Sí… gracias.

Mina se avergonzó de que su voz se oyera tan baja y tan tímida.

—Debí haber enviado a alguien a Londres a buscarla —dijo el marqués—. Pero como recibí la carta de su madrastra apenas ayer, tuve poco tiempo para disponerlo todo.

Había un cierto tono de reproche en su voz.

—Lo… siento… mucho —murmuró Mina.

—¿Cómo se llama usted?

Debido a que se lo preguntó por sorpresa, de forma un tanto brusca, Mina contestó sin pensar:

—Mina.

En el momento mismo en que dijo su nombre recordó, con horror, que se suponía que era Christine.

—Bueno… me llaman Mina… en la escuela, porque soy muy pequeña de estatura… pero mi verdadero nombre es… Christine.

—Sí, por supuesto —repuso el marqués—, ahora lo recuerdo. Así fue como la llamó su madrastra en la carta que me envió. Pero creo que le sienta mejor Mina, así que ése es el nombre que usaremos para usted aquí, en Vent Royal.

Mina pensó que eso haría las cosas más fáciles para ella.

—Bueno, Mina —continuó el marqués, que de manera evidente esperaba que ella estuviera de acuerdo—, ahora la llevaré a conocer a mi abuelita. Como soy soltero, ella vive aquí y está muy ansiosa por conocerla.

Al decir eso se dirigió hacia la puerta y Mina lo siguió.

Junto al marqués parecía muy pequeña, pues su cabeza apenas llegaba al hombro de él.

El contraste era tan evidente que pensó que era muy poco probable que él la considerara mayor de dieciséis años, la edad de la muchacha que esperaba.

Mientras subían la escalera central y recorrían el ancho pasillo, repleto de cuadros, Mina encontró tantas cosas para ver y admirar, que se olvidó de su miedo al marqués.

Éste caminaba deprisa y en silencio, como si no encontrara nada especial que decir.

La condujo por varios corredores y llegaron a lo que Mina consideró que debía ser la parte sur de la casa.

Al llamar ante una gran puerta doble, explicó:

—Mi abuelita tiene sus propias habitaciones, donde puede recibir y hospedar a sus amistades, si así lo desea. Es algo que considero ventajoso porque así tanto ella como yo podemos tener nuestras reuniones particulares.

A medida que hablaba, el marqués trataba de hacer comprender a esa niña, desde un principio, que cuando él recibiera a sus amistades personales, ella debería permanecer en la parte de la casa destinada a su abuelita.

Desde luego, no podía incluirla en sus reuniones, que serían muy poco apropiadas para alguien tan joven como ella.

Una anciana doncella abrió la puerta e hizo una reverencia al ver al marqués.

—La señora marquesa lo está esperando, milord —dijo ella—. Se enteró de que había llegado la señorita y está ansiosa por conocerla.

—Me imaginé que iba a sentirse muy curiosa, Agnes —contestó el marqués.

Pasó frente a la doncella para entrar en una amplia habitación con tres ventanas que daban al jardín.

Estaba amueblada con gusto exquisito. Sentada junto a una de las ventanas, en un sillón, con un mantón chino bordado sobre las rodillas, se hallaba una hermosa anciana de cabellos blancos.

Cuando el marqués entró levantó la vista y no había la menor duda, pensó Mina, de que se sentía muy complacida de verlo.

—¡Llegas tarde, niño grosero! —exclamó—. ¡Espero que tengas una excusa muy plausible para disculparte por no haber estado aquí cuando llegó nuestra invitada! Fue muy poco cortés de tú parte haberla hecho esperar.

—Como te he hecho esperar a ti también, abuelita —contestó el marqués—, voy a rogarte que me perdones.

Cruzó la habitación, tomó su mano en la de él, y la beso con una gracia que a Mina le pareció poco usual en un inglés.

Lo había seguido y ahora estaba de pie, a su lado, esperando. La marquesa extendió una mano hacia ella, diciendo:

—Estoy encantada de tenerte aquí, Christine. Admiro mucho a tu padre y me alegra saber que ahora tiene un puesto muy importante en la India.

—Es muy bondadoso de su parte haber aceptado que me hospedara con ustedes, señora —contestó Mina, haciendo una reverencia.

—Debes darle las gracias a mi nieto, no a mí —observó la marquesa.

En sus ojos había una expresión traviesa cuando añadió:

—Nunca había invitado a una muchacha tan joven como tú a Vent Royal. Estoy segura de que será una nueva experiencia para él.

El marqués no pareció turbado y se limitó a decir:

—La señorita Lydford me dice que la llaman Mina por ser tan pequeña. El nombre me parece muy apropiado.

—Supongo que es el diminutivo de Whilelmina, que debe ser otro de tus nombres —comentó la marquesa.

—Sí, pero yo siempre he pensado que Whilelmina es un nombre un poco presuntuoso, además de difícil de pronunciar —contestó Mina.

Al hablar se dio cuenta de que no le tenía miedo a la marquesa, ni se sentía tímida ante ella, sino sólo ante su nieto.

Ésta era la primera frase coherente que decía y pensó que los ojos grises del marqués la miraban con aire crítico. Sintió que se ruborizaba.

—Creo que es un nombre encantador —apuntó la marquesa—, así que te llamaremos Mina. Me interesará mucho saber si te sientes a gusto aquí y si encuentras fácil adaptarte a los… planes educacionales que mi nieto ha pensado para ti.

Hubo una clara pausa antes de decir «planes educacionales», y de nuevo apareció esa expresión traviesa en los ojos de la marquesa.

—No asustes a Mina, abuelita —protestó el marqués—, o se irá volando de aquí, como una de tus palomas blancas. Wicks me dijo que faltaban dos más esta mañana.

—¿Dos más? —preguntó la marquesa con exasperación—. ¡Cómo me molesta esto! Supongo que deben estar anidando en el bosque. Estoy segura de que volverán al palomar cuando sientan hambre.

Eso espero.

Mina estaba escuchando con atención.

—¿Tiene usted palomas blancas, señora? —preguntó—. ¡Qué afortunada es! Yo siempre he soñado con poseer palomas.

—Mira por la ventana y las verás —dijo la marquesa.

Mina no necesitaba más. Corrió hacia la ventana del centro.

Daba a una parte del jardín diferente a la que había visto desde la biblioteca. Allí había un extenso prado, rodeado por setos recortados de formas caprichosas, en cuyo centro se veían varios elegantes palomares. Encaramadas sobre ellos, o brincando sobre el pasto, había un considerable número de palomas blancas.

Ofrecían un espectáculo tan encantador, que Mina las contempló embelesada antes de decir:

—¡Son preciosas! Por supuesto que debe ser inquietante perder alguna de ellas. ¿Desde cuándo las tiene usted?

—Desde hace diez años —contestó la marquesa—. Como puedes imaginarte, nacen muchas cada año, lo cual compensa a las que se van y a las que mueren.

—Tal vez mañana pueda verlas de cerca —dijo Mina.

—Por supuesto —sonrió la marquesa—, y tú misma pareces una paloma blanca con ese lindo vestido.

—Quisiera que eso fuera verdad. Papá siempre decía que yo era como un pequeño y curioso abadejo.

Al decir aquello comprendió que una vez más estaba hablando como si fuera ella misma, y no Christine.

Tuvo la inquietante duda de si el marqués sabía si Lord Lydford estaba o no interesado en los pájaros.

—¿Y qué tiene de particular el abadejo para que tu papá te haya comparado con él? —preguntó la marquesa.

Mina sonrió.

—Es un pajarito bastante común —contestó—, excepto que resulta sorprendente que, a pesar de ser tan pequeño, tenga una voz muy potente que le permite cantar alegremente todo el año.

—¿Y usted canta? —preguntó el marqués.

La pregunta hizo estremecer a Mina. Entonces se apresuró a decir:

—Si digo que «si», parecerá jactancioso; pero la verdad es que el abadejo casi no tiene ningún otro talento. Ah, también es sorprendente que tratándose de un ave tan pequeña, sea capaz de poner de seis a ocho huevos.

El marqués se echó a reír.

—Me parece que es usted toda una fuente de información.

—Creo que lo que Mina dice es muy interesante —aseguró la marquesa—. Veo que te gustan las aves, querida mía. Como yo estoy muy encariñada con mis palomas, creo que tendremos cuando menos una cosa en común.

—Eso espero, señora.

La marquesa miró a su nieto.

—Voy a sugerir, Tony —dijo—, que Mina se quede conmigo un rato, hasta que sea la hora de que me vaya a la cama. Como no hay nadie hospedado en la casa en estos momentos, creo que debería bajar a cenar contigo.

Se detuvo, pero él no contestó, así que continuó diciendo:

—Deben conocerse uno al otro, aunque estoy segura de que si hay una reunión Mina comprenderá que, hasta que haya hecho su debut en sociedad, tendrá que cenar arriba.

—Sí, por supuesto, lo entiendo muy bien, señora —asintió Mina a toda prisa— y en realidad lo prefiero así.

Pensó que sería un error que fuera vista por alguno de los invitados del marqués, por si alguno de ellos conocía a Lord y a Lady Lydford. Además, después de todo lo que Christine le había contado, no tenía ningún deseo de conocer a las mujeres de sociedad con las que se comportaba de manera tan escandalosa.

«Si todas sus amigas se comportan como la madrastra de Christine», pensó, «cuanto menos trato tenga con ellas, mejor».

Debido a que le tenía miedo y pensaba que sería una verdadera tortura cenar con él a solas, Mina sugirió:

—Tal vez… su señoría prefiera… que yo cene… arriba. Estaría… encantada de que me enviaran una bandeja con la cena a mi cuarto.

—Eso sería muy poco hospitalario de mi parte —dijo el marqués antes que su abuelita pudiera hablar—. Debo decirle que tengo gran interés en conocerla mejor, Mina, y en oírla hablar más de las aves.

Besó de nuevo la mano de su abuela, y añadió:

—Buenas noches, abuelita. No te desveles intercambiando chismes con Mina. Tú sabes que los médicos han dicho que debes descansar.

—¡Los doctores son viejas brujas y nada más! —replicó la marquesa con voz aguda—. Como les he dicho con mucha frecuencia, ya tendré tiempo para descansar en la tumba.

—Lo cual todavía está tan lejano que no vale la pena tomarlo en cuenta —comentó el marqués.

Salió de la habitación y, cuando se marchó, Mina sintió deseos de lanzar un suspiro de alivio.

Durante el rato que él había permanecido allí se había sentido intensamente consciente de su presencia. No sólo la intimidaba, sino que también de una forma que no hubiera podido explicar, le resultaba inquietante.

No estaba segura que ésa fuera la palabra correcta, pero, sin duda alguna, la sensación existía.

Entonces comprendió que ello se debía a que se daba cuenta de que él la estaba considerando como a su futura esposa.

Hubiera querido decirle que jamás lo sería y que se sentía escandalizada ante la idea de que un hombre, sobre todo alguien como él, pensara en el matrimonio con esa sangre fría.

El matrimonio sólo debía realizarse cuando dos personas se amaban profundamente, como Christine amaba a Harry y éste a ella.

«Quisiera poder decirle a su señoría lo tonta y desagradable que me resulta la idea de que me entrene para ser su esposa», pensó Mina.

Ella desaprobaba lo que él estaba planeando, pero era de suma importancia que no sospechara que era una impostora. Si lo hacía, podría tratar de impedir que la verdadera Christine se casara con Harry.

Al recordar la cuadrada mandíbula del marqués y la firme línea de sus labios, se sintió segura de que era capaz de hacer cualquier cosa para salirse con la suya.

Mientras pensaba en él, casi olvidó que su abuelita estaba sentada frente a ella, observándola atentamente con sus ojos astutos.

—¿Qué te está alterando, niña? —preguntó.

Mina saltó al escuchar su voz.

—Lo siento, señora —dijo—, debo parecer muy… grosera… pero no era mi intención… serlo.

—Creo que estabas… soñando despierta —sonrió la marquesa—. Me pregunto si estabas soñando con mi nieto. Estoy segura de que lo consideras muy apuesto.

—Estaba pensando, señora, que es fácil suponer que se trata de alguien decidido a imponer siempre su voluntad. Y eso se debe, si duda, a que ha sido muy mimado por la vida.

Mina había hablado sin comprender que sus palabras podían parecer muy insolentes. Cuando vio la sorpresa reflejada en el rostro de la marquesa, se apresuró a disculparse:

—Por favor, perdóneme. No debí… haber dicho… eso.

—Por supuesto que debiste haberlo dicho. No hiciste más que decir lo que tú consideras la verdad. Y te aseguro que me gusta la verdad, sobre todo cuando se refiere a mi nieto.

Enarcó las cejas al añadir:

—La mayor parte de las mujeres sólo notan su apostura y su encanto personal.

Mina le dirigió una leve y tímida sonrisa. Entonces dijo:

—Espero no parecer impertinente, pero mi nana solía decir: «la belleza es una cosa superficial. Es del carácter de lo que debes preocuparte, no de la cara de las personas».

La marquesa comenzó a reír.

—Eso es algo que debes decirle a mi nieto. Aunque espero que no lo estés juzgando con mucha severidad, porque tienes poco tiempo de conocerlo.

—¡No… por supuesto que no… señora!

La marquesa volvió a reír.

—Creo que eso es lo que estás haciendo y estoy segura de que a él le hará mucho bien. Desde luego, será una experiencia diferente.

Mina pensó que había cometido un error al expresar lo que pensaba.

—Por favor… por favor… señora —prosiguió—. Yo no quería decir… nada que fuera en modo alguno… insultante para su señoría… me temo que algunas veces… las palabras salen de mis labios… sin pensarlas.

—Yo hacía lo mismo cuando era joven —respondió la marquesa—. Como consecuencia adquirí fama de ser peligrosamente ingeniosa.

Observó que Mina la escuchaba con los ojos muy abiertos y continuó:

—Eso cumplió un propósito. Como la gente nunca estaba segura de lo que yo iba a decir, siempre me prestaba atención. Y eso resulta más halagador, te lo aseguro, que el hecho de que te mire con fijeza.

—Yo estoy segura de que a usted la deben haber mirado mucho, señora, porque debe haber sido muy muy hermosa.

—Como ya ha quedado establecido de que tú siempre dices lo que sientes, aceptaré eso como un cumplido sincero.

—Con franqueza le digo que no me detuve a pensarlo —dijo Mina—, simplemente salió de mis labios.

La marquesa rió una vez más.

—Veo Mina, que como el abadejo con el que te han comparado, vas a emitir un bello canto en Vent Royal, y yo voy a disfrutar cada nota de tu canción.