Capítulo 7

El marqués entró en el Club White de muy malhumor.

Había pasado una mañana difícil y frustrante, tratando de extraer información de los porteros de la Casa Lydford.

Le daban la impresión de ser retrasados mentales y no había logrado obtener una sola respuesta coherente a sus preguntas.

No podían recordar cuándo habían visto por última vez a la señorita Christine; no sabían a qué colegio asistía; les parecía que el secretario de Lord Lydford estaba de vacaciones, y no recordaban los nombres de los sirvientes que se habían ido al campo.

Después de casi una hora de interrogatorio, el marqués extrajo de la mujer, que parecía un poco más inteligente que su marido, que una jovencita a la que nunca había visto llegó una mañana a la casa, como tres semanas antes, y se marchó casi inmediatamente en otro carruaje.

No pudo saber más. Aunque estaba seguro de que debía haber sido Mina, la mujer no pudo darle una descripción correcta de ella.

El marqués, como su abuelita, primero se había sentido asombrado, y desconcertado después, por el contenido de las cartas que Mina había dejado para ellos.

Cuando se levantó a las siete, como de costumbre, y se dirigió a la caballeriza, esperaba encontrarla, ya que casi siempre llegaba antes que él.

Mientras caminaba por el patio empedrado, pensó que escucharía su voz suave, hablando con Firefly, y se sintió tan ansioso de verla como se siente un chiquillo respecto a su primer amor.

Sabía que volvería la cabeza al oírlo acercarse, con una luz en los ojos y una leve sonrisa en los labios.

Al pensar en que los había besado la noche anterior, el marqués sintió que el corazón le latía con más rapidez y que surgía en él un anhelo diferente de todo lo que había conocido en el pasado.

No era sólo una sensación física, sino algo mucho más sutil. Sentía, en su deseo de proteger a Mina, hasta de él mismo, que se había dedicado a su servicio como un caballero que participara en una justa llevando como estandarte una prenda de ella.

«¡La amo!», pensó. «Nuestra vida juntos será una historia de devoción y felicidad, que sorprenderá a quienes tanto me critican».

Llegó a la puerta de la caballeriza y con una profunda desilusión, descubrió que Mina no estaba esperándolo.

—¿En dónde está la señorita Lydford? —preguntó a Abbey, que estaba ensillando el potro que él le había dicho que montaría esa mañana.

—Parece que se ha retrasado, milord —contestó Abbey—. Es extraño que no haya llegado antes que su señoría.

—Sí que lo es —reconoció el marqués.

Cinco minutos más tarde envió a uno de los palafreneros a la casa para preguntar por qué la señorita Lydford no se reunía con él.

Por primera vez se preguntó si Mina no se sentiría un poco turbada por lo que había sucedido la noche anterior.

En el momento del beso comprendió, con absoluta certeza, que ella se había dejado arrastrar, como él mismo, hasta las estrellas, por un éxtasis que ninguno de los dos podía negar.

El marqués tenía demasiada experiencia para no darse cuenta de que ella había respondido a su beso y que había sido él y no ella, quien había puesto fin a la maravilla de la delicada caricia.

Contemplando las cosas en retrospectiva no podía imaginar que Mina lamentara lo que había sucedido o que estuviera demasiado asustada para encontrarse con él otra vez. Al mismo tiempo, no estaba seguro de nada, excepto de que Mina aún no llegaba y los caballos estaban esperando.

Abbey y otro palafrenero sacaron a los animales al patio y el marqués permaneció de pie junto a ellos, sin hablar, limitándose a golpear su bien pulida bota con el fuete.

El palafrenero que había enviado a la casa volvió corriendo: no había señales de Mina y el marqués esperó, con el ceño fruncido su explicación.

El palafrenero llegó jadeante a su lado.

—Dicen, milord, que la señorita Lydford no está en la casa.

—¿Cómo que no está… qué quieres decir con eso? —preguntó el marqués con brusquedad.

—Salió muy temprano esta mañana, milord.

El marqués miró al palafrenero con incredulidad.

Entonces, al comprender que el muchacho no podría contestar a sus preguntas, se dirigió hacia la casa, dejando a Abbey con los caballos. El viejo palafrenero lo siguió con la mirada, con expresión preocupada.

Los lacayos que estaban de servicio en el vestíbulo fueron enviados con urgencia en todas direcciones a buscar el mayordomo, que aún no se encontraba trabajando a esa hora tan temprana, y al ama de llaves, que en esos momentos estaba desayunando y que se mostró muy perturbada por las preguntas que el marqués le hizo con brusquedad.

—¿A qué hora se marchó la señorita Lydford? ¿Por qué no fui informado con oportunidad?

—Yo misma acabo de enterarme, milord —contestó el ama de llaves—. Parece que la señorita Lydford pidió ser llevada a la estación esta mañana a las cinco.

—¿Dio alguna explicación?

—Anoche recibió un telegrama que Rose piensa que contenía malas noticias.

—¿Un telegrama? ¿Qué telegrama? —preguntó el marqués.

Le llevó algún tiempo averiguar que el telegrama había sido entregado muy tarde, porque el caballo del mensajero se había lastimado una pata, y que Rose lo había subido al dormitorio de Mina. Ello significaba, comprendió el marqués, que Mina lo había recibido después de que se habían dado las buenas noches.

Rose fue enviada a buscar y relató con visible nerviosismo cómo Mina le había pedido que le subiera su baúl sin decir nada a nadie porque no quería alterar a la señora marquesa.

—La señorita Mina dejó una nota para la señora marquesa en la que dijo que le explicaba todo —concluyó Rose.

—¿Una nota? —preguntó el marqués, casi a gritos.

—Y otra para su señoría —agregó Rose.

—¿Entonces, por qué no me las han dado? —preguntó él.

Parecía que Rose había dado la nota dirigida a la marquesa a Agnes, para que pudiera recibirla más tarde, al ser despertada por ésta.

La nota para el marqués había sido entregada a uno de los lacayos, quien la había llevado a la cocina, donde esperaba que el mayordomo pudiera llevarla en una bandeja de plata al frente de la casa, de modo que el marqués la recibiera en cuanto volviera de montar.

Cuando el marqués logró desenredar la maraña de los canales de comunicación que existían entre su personal, el mayordomo ya había traído la nota dirigida a su nombre.

La tomó de la bandeja y entró en la biblioteca para leerla a solas.

En realidad, lo que leyó no le decía nada y sólo le provocó una gran curiosidad. Comprendió, sin embargo, que debía esperar cuando menos una hora, pues su abuelita se despertaba a las nueve.

Por largo tiempo no hizo nada más que releer las pocas palabras que Mina le había escrito. La última frase: «Nunca olvidaré», parecía saltar desde el papel hacia él. Era una frase que, además de inquietarlo, lo asustaba.

No podía imaginarse qué tenía que perdonarle; pero el hecho de que ella nunca fuera a olvidar lo que había sucedido en Vent Royal sugería que no pensaba volver, y que estaba diciéndole adiós para siempre.

Por fin, debido a que no soportaba estar inactivo, el marqués ordenó que le llevaran a Firefly a la puerta y montando sobre él se dirigió hacia el parque.

Como si Firefly percibiera su inquietud, y tal vez porque el animal se sentía desilusionado de que Mina no lo montara, se comportó con exagerada malicia.

El nerviosismo del animal, mantuvo al marqués entretenido, porque tuvo que concentrarse en evitar que lo lanzara por los aires, o que reparara ante cada hoja o cada sombra que se cruzaba por su camino.

Por fin Firefly tuvo que reconocer que el marqués era el amo y comenzó a galopar, hasta que su señoría consideró que se acercaba la hora en que podría ver a su abuelita. Dio la vuelta y volvió a la casa.

Debido a que la marquesa era muy escrupulosa respecto a su apariencia, el marqués tuvo que esperar hasta casi las nueve y media antes que ella lo recibiera en su dormitorio.

Para entonces ya había abierto la nota de Mina, que Agnes le había entregado, y cuando el marqués entró, se apresuró a preguntarle:

—¿Qué ha pasado? ¿Adónde ha ido Mina? ¿Por qué dice que nos ha engañado?

—He estado esperando, abuelita —contestó el marqués—, para saber qué te escribió. La nota que me dejó a mí solo contiene unas cuantas palabras.

El marqués llegó hasta la cama de ella y la marquesa le entregó la carta de Mina.

Al hacerlo, observó con atención el rostro de su nieto, como si a través de su expresión pudiera averiguar algo que le diera una explicación de lo sucedido.

—¿Qué quiere decir con eso de que no es lo que parecía ser y de que nos ha engañado? —preguntó el marqués con voz alta—. ¿Qué quiso decir con eso?

—Agnes me dijo que anoche recibió un telegrama.

—Sí, eso supe yo también —repuso el marqués—, pero no lo dejó aquí, así que no tenemos ni la menor idea de lo que decía.

—Entonces, si no era Christine Lydford, como esta nota parece sugerir —dijo la marquesa—, ¿quién era ella?

—No tengo ni la menor idea —contestó él—. Nadine me dijo que la iba a enviar conmigo y cuando ella llegó, no dudé ni por un momento de que fuera la hija de Lydford.

—No comprendo —observó la marquesa—. Era tan dulce que yo hubiera estado dispuesta a jurar que toda palabra que decía y todo pensamiento que había en su mente era honesto y noble.

El marqués no contestó y después de un momento su abuelita exclamó:

—Yo aprendí a quererla. Era una de las criaturas más adorables que he conocido en mi vida. Algunas veces sentí como si me perteneciera, como si fuera la nieta que siempre deseé tener.

El marqués fue hacia la ventana y se quedó mirando las palomas blancas que saltaban en el prado de abajo.

Podía ver a Mina con los brazos extendidos, como la había visto aquella mañana en el jardín de los lirios acuáticos.

Era algo que ella había hecho muchas veces desde entonces; pero él pensó que en esa primera ocasión en que la había visto mostrando su asombroso poder sobre las aves, y sobre todo sobre las palomas, le había parecido la misma Afrodita.

Comprendió en ese momento que simbolizaba el amor, que era la emoción ideal que él siempre había buscado.

Observó ahora que entre las palomas encaramadas en el palomar, o las que saltaban sobre el pasto, estaba aquélla cuya patita había entablillado Mina y que desde entonces se había reunido con las demás, completamente recuperada.

¿Podía alguien, capaz de despertar tal confianza en pájaros y animales, ser otra cosa que pura y perfecta como él creía que era? Y, sin embargo, escribió que los había engañado.

—Para mí es evidente —señaló la marquesa—, que la persona a la que Mina estaba ayudando era a Christine Lydford.

El marqués miró de nuevo la carta que tenía en la mano y leyó: «No tengo verdadera disculpa por haber mentido, excepto que lo hice para ayudar a alguien a quien quiero mucho».

—Sí, por supuesto, ésa debe ser la explicación —asintió con una nota de alivio en la voz.

No se había atrevido a reconocerlo, pero cuando leyó las palabras «alguien a quien quiero mucho», tuvo el repentino temor, y unos celos incontenibles, ante la idea de que pudiera tratarse de un hombre.

Volvió al lado de su abuelita.

—Lo que tú piensas, abuelita —dijo—, es que Mina tomó el lugar de Christine para ayudarla. Pero ¿por qué? ¿Y cómo? Y si eso es verdad, entonces, ¿en dónde está Christine?

—Sólo puedo imaginarme —respondió la marquesa—, que no estuvo de acuerdo con el plan de su madrastra de enviarla aquí.

Eso era algo que al marqués no se le había ocurrido y cuando miró a su abuela, sorprendido, ella continuó:

—Las muchachas de esa edad tienen opiniones propias muy firmes. Estoy segura de que a Christine no la consultaron, y que su madrastra simplemente le informó que había hecho arreglos para que ella viniera a Vent Royal a terminar su educación y dejara el colegio donde, aunque no lo sabernos con certeza, tal vez se sentía muy feliz.

Cuando la marquesa comenzó a hablar, al marqués se le ocurrió por primera vez, que tal vez Nadine Lydford había sido indiscreta, o quizá había dicho a su hijastra, a sangre fría, lo que planeaba para ella.

Si era así, Christine debió tener objeciones que hacer a la idea de casarse con alguien a quien nunca había visto, sobre todo tratándose de un hombre elegido por su madrastra.

Al pensar en ello, comprendió que había sido un tonto. Aceptó los arreglos que Nadine Lydford había hecho con tanta precipitación, porque le pareció que era demasiado tarde para que él pudiera hacer algo.

Por lo tanto, envió su carruaje a Londres, como ella le pedía, para recoger a una muchacha qué ya había salido de su colegio antes que él hubiera recibido las instrucciones.

Ahora comprendió que toda aquella idea, que había surgido de la fértil imaginación de Nadine, seguramente significó un insulto para una joven que debía ser sensitiva y, sin duda alguna, romántica.

Así como era lo bastante perceptivo para comprender que Nadine no quería a su hijastra, sospechaba que Christine debía odiar a la mujer que había tomado el lugar de su madre.

«¿Cómo pude ser tan ciego?», se preguntó el marqués.

Se daba cuenta ahora, de qué Mina, cuando él la había visto por primera vez, lo miró primero con temor y después con un desprecio que lo sorprendió.

Recordó cómo se había puesto rígida cuando él habló de forma espontánea, sin pensar, y ella había relacionado la posición de Barbara Castlemaine como amante de Carlos II con la de Nadine Lydford respecto a él.

«Debí haber comprendido entonces que ninguna muchacha con sentimientos normales querría casarse con el amante de su madrastra», pensó el marqués.

Luego, con una repentina sensación de placer que era casi como una luz al final de un túnel oscuro, comprendió que, cuando menos, eso no implicaba a Mina.

Si ella no era hijastra de Nadine Lydford, no surgiría esa barrera entre ellos.

—Lo que creo que debes hacer —sugirió la marquesa, mientras él permanecía silencioso y reflexivo junto a su cama—, es buscar a Mina.

—Por supuesto, abuelita, eso es lo que pienso hacer.

—Tengo la impresión de que hay algo muy extraño en el hecho de que nos haya dejado con tanta precipitación y sin decir adiós. Yo sé que ella se encariño conmigo y nadie, por bien que supiera actuar, podía haber fingido la felicidad que irradiaba de ella porque amaba esta casa, los pájaros, las palomas y, desde luego, a tus caballos.

—Estoy de acuerdo contigo —convino el marqués con voz baja.

—Todas esas cosas, sin duda alguna, la hacían muy muy feliz.

La marquesa iba a agregar algo más; pero entonces decidió que sería un error decir lo que estaba pensando.

En cambio, extendió la mano, diciendo:

—Encuéntrala, Tony. Encuéntrala aunque sólo lo hagas por mí. No soporto la idea de perderla.

El marqués se llevó a los labios la mano de su abuelita.

—Yo la encontraré y te la traeré de regreso —prometió, y ella comprendió que ése era un voto que su nieto sin duda cumpliría.

Mientras el marqués viajaba en dirección a Londres, decidido a iniciar sus investigaciones en la Casa Lydford, leyó una y otra vez, la carta que Mina le había escrito a la marquesa, con la esperanza de encontrar en ella alguna pista que le indicara adónde podía haber ido y quién era.

El había pensado que la primera etapa de su búsqueda sería relativamente fácil.

Pero, al salir de la Casa Lydford, no sabía más que cuando llegó a ella y empezó a sentir miedo.

El siguiente paso era evidente: descubrir a qué colegio asistía Christine Lydford, y ello significaba un viaje a Lydford House, en Buckinghamshire.

Podía imaginarse la conmoción que su repentina aparición causaría entre la servidumbre y los chismes que se suscitarían, no sólo entre el personal de Lord Lydford, sino en todos los alrededores.

No era tan tonto como para no saber que los sirvientes de Nadine, sobre todo los que habían estado en Londres hasta que ella partiera hacia la India, debían haberse dado cuenta de la forma en que su ama actuaba respecto a él en ausencia de su marido.

Ahora, si comenzaba a hacer preguntas sobre la desaparición de la hijastra de ella, les iba a parecer bastante «peculiar», en el mejor de los casos.

Sin duda, causaría un grado considerable de especulación que se trasmitiría a otras casas de los alrededores y, muy probablemente, tarde o temprano llegaría a Londres, como sucedía con todos los chismes.

Por primera vez en su larga carrera como hombre libertino, el marqués se sintió turbado y avergonzado de su propia conducta.

Sabía que, debido a que amaba a Mina, no estaba dispuesto a encogerse de hombros y no prestar atención a lo que la gente pudiera decir de ella.

No soportaba pensar que pudiera ser lastimada por lo que se decía, o peor que pudiera sentirse avergonzada.

Porque la amaba, el marqués quería que todo alrededor de ella fuera hermoso y perfecto. No quería que fuera tocada por la fealdad de una pasión que no tuviera nada de espiritual o de sagrado y, sobre todo, quería que ella lo admirara como hombre.

Si no podía averiguar en la Casa Lydford lo que había sucedido, ¿qué podría hacer?

Era una pregunta que se hacía una y otra vez mientras se dirigía al Club White y que al entrar en él seguía atormentándolo.

Era la hora del almuerzo y como el bar, que no era muy grande, estaba repleto, el marqués decidió ir directamente al comedor.

Cruzó el salón, cuyas ventanas daban a la calle de St. James, saludando con movimiento de cabeza, sin detenerse, a varios amigos que le hacían señales de bienvenida al verlo pasar, antes de sentarse en una mesa puesta para dos personas que había en el fondo.

Un camarero acudió presuroso a atenderlo. El ordenó, con indiferencia, el primer clarete que vio en la lista de vinos que le habían presentado.

Salió de su ensimismamiento, que lo había mantenido ajeno al ambiente que reinaba en el salón, porque se dio cuenta de que alguien estaba de pie junto a su mesa.

Levantó la vista y vio que se trataba de Lord Hawkston. Como era bastante mayor que él no era su amigo, pero se veían con frecuencia.

Ambos eran miembros del Jockey Club y del Club White. Además, Lord Hawkston, cuyos caballos eran vencidos con frecuencia por los de él en las carreras, tenía el buen espíritu deportivo para felicitarlo siempre sin reservas.

Cuando el marqués lo miró, pensó sorprendido que Lord Hawkston parecía un poco turbado.

—Supongo que debo presentarle mis disculpas, Ventnor —dijo, antes que el marqués pudiera hablar—. Pero, al mismo tiempo, debe usted reconocer que no sucede con frecuencia que tenga la oportunidad de llegar primero que usted a la meta, por decirlo de algún modo.

El marqués enarcó las cejas.

Se preguntó a qué se refería Lord Hawkston, puesto que sus caballos no habían participado en ninguna carrera en las dos últimas semanas.

—Recibí la carta de mi hijo apenas esta mañana —continuó Lord Hawkston—. En ella me explica con toda franqueza la situación, del principio al fin; aunque me resultó difícil creer en la participación que usted había tenido en ella.

Lo que estaba diciendo no tenía ningún sentido para el marqués, así que después de un momento, dijo:

—Acabo de llegar del campo y me siento un poco en desventaja frente a usted, porque, con toda franqueza, no sé de qué me está usted hablando.

Lord Hawkston pareció aún más turbado.

—¿Quiere usted decir que no sabe a lo que me refiero? —preguntó—. Pensé, por lo que Harry me escribió, que a esta altura ya se habría dado cuenta de que no fue Christine Lydford quien estuvo con usted en Vent Royal.

El marqués se estremeció y su actitud cambió por completo.

—Ahora entiendo a lo que se refiere —observó con voz aguda—. Y es algo que me interesa sobremanera. Le agradecería mucho, milord, que se sentara y me contara con exactitud qué sabe usted de este asunto.

El marqués habló con un tono tan autoritario, que casi tomó por sorpresa a Lord Hawkston.

Entonces, como si sintiera que se había metido en un lío del que no iba a salir muy bien parado; miró con inquietud hacia el otro extremo del comedor, como si buscara la forma de escapar.

El marqués pareció adivinar su propósito y se apresuró a decir:

—Le suplico que me explique lo que ha sucedido, puesto que estoy muy desconcertado, al igual que mi abuelita.

Un tanto indeciso Lord Hawkston se sentó frente al marqués.

—Yo estaba seguro de que usted estaba enterado del asunto —dijo turbado.

—Creo que debemos intercambiar la información que ambos tenemos —sugirió el marqués—. Me gustaría mucho que usted me dijera primero qué es lo que ha sabido de su hijo.

—No sé si conoce usted a Harry, mi segundo hijo —contestó Lord Hawkston—, pero acabo de recibir una carta de él, procedente de Roma, diciéndome que se ha casado con Christine Lydford, quien como usted bien sabe, es la hijastra de Lady Lydford.

Al decir esto miró al marqués de una forma que demostraba con claridad que sabía el papel que Nadine había jugado en su vida antes que se marchara para la India.

Luego, prosiguió diciendo:

—La muchacha cumplirá diecisiete años dentro de un mes, así que es un matrimonio un poco fuera de lo común. Pero, en ausencia de su padre, el tío de ella dio su consentimiento y Harry me informa que ya hace mucho tiempo que se aman.

—¿Qué más le dijo? —preguntó el marqués.

Había hecho una seña al camarero, mientras Lord Hawkston hablaba, para que sirviera a su visitante una copa de clarete de la botella que había frente a él. Como si Lord Hawkston pensara que lo necesitaba, bebió de la copa a toda prisa, antes de decir, sin mirar al marqués:

—Harry me explicó que había sido idea de Lady Lydford enviar a Christine con usted por un año para que concluyera su educación a su lado, con miras a que se casara usted con ella una vez transcurrido ese tiempo. De ahí que Harry se apresurara a llevarse a Christine para casarse.

Lord Hawkston bebió otro trago y al ver que el marqués continuaba en silencio, añadió:

—No voy a pretender ante usted, Ventnor, que este matrimonio me haya disgustado de modo alguno. Christine Lydford es una jovencita muy rica y yo no puedo darme el lujo de dar a Harry, mi segundo hijo, nada que no sea una pequeña mensualidad. Pero si son tan felices como él afirma, entonces éste es, desde mi punto de vista, un arreglo ideal.

El marqués por fin pudo hablar.

—Cuando le escriba a su hijo, milord, haga el favor de ofrecerle mis felicitaciones y dígale que, en lo que a mí se refiere, hizo lo que yo considero lo más correcto.

Como si la aprobación del marqués quitara un peso de encima a Lord Hawkston, éste se apoyó en el respaldo de su silla para decir:

—Eso es muy generoso de su parte, Ventnor, y me siento muy aliviado de que haya tomado las cosas como el buen deportista que es.

—Hay una sola cosa que deseo saber —dijo el marqués—. ¿Le dijo su hijo en la carta quién había tomado el lugar de Christine?

Lord Hawkstone sonrió.

—Harry dijo que fue idea de Christine tratar de ganar tiempo para evitar que Lydford o su esposa pudieran impedir que el matrimonio se llevara a cabo.

—¿Quién fue la muchacha enviada por Christine a Vent Royal? —preguntó el marqués.

En su voz había una nota de urgencia, al igual que de ansiedad, que sorprendió a Lord Hawkston.

—Permítame ver —contestó éste—. Creo que Harry me dijo quién era. Y aquí traigo la carta.

Comenzó a buscar en sus bolsillos y el marqués contuvo la respiración.

Por fin localizó la carta en el bolsillo interior de su chaqueta.

Hubo otra pequeña demora, mientras Lord Hawkston buscaba sus anteojos. El marqués tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Hubiera querido arrebatarle la carta, escrita en varias hojas, que Lord Hawkston había extendido sobre la mesa frente a él.

Por fin, con los anteojos sobre la nariz, leyó con lentitud hoja tras hoja la carta de su hijo, hasta que encontró lo que buscaba.

—¡Ah, aquí está! —exclamó, y leyó con voz alta:

«Como podrás imaginarte, sentíamos mucho miedo de que nos descubrieran, aunque íbamos muy bien vigilados por la doncella de Christine, que ha cuidado de ella desde que era una recién nacida. No queríamos que nadie sospechara que nos estábamos fugando y hacia dónde íbamos. Lord Lydford sería informado de lo que sucedía y un telegrama suyo hubiera impedido, a último momento, que nos convirtiéramos en marido y mujer.

Fue idea de Christine enviar a alguien en su lugar a Vent Royal, pretendiendo que era ella, y encontró a una amiga del colegio dispuesta a ayudarnos.

Le enviaremos un telegrama a ella diciéndole que se reúna con nosotros en Roma, tan pronto como calculemos que tú hayas recibido esta carta. Aunque Christine le dejó suficiente dinero para el pasaje, si algo saliera mal o ella tuviera problemas por lo que hizo, te agradecería mucho, papá, que hicieras lo posible por ayudarla.

Los padres de Mina han muerto. Christine dice que ella no tiene dinero y el hogar donde vivía, en Lincolnshire, ha sido cerrado por su tío, el Coronel Osbert Shaldon, a quien supongo que tú conoces, ya que él también perteneció a los Granaderos.

De cualquier modo, nos sentimos muy agradecidos hacia Mina Shaldon por ayudarnos, y cuando se reúna con nosotros haremos todo lo posible por demostrarle nuestra gratitud, haciendo placentera su estancia en Italia».

Lord Hawkston bajó la carta.

—Eso es todo lo que dice de la muchacha —murmuró—. En el resto de su carta nos pide miles de disculpas a mí esposa y a mí por lo que hizo. Pero nos asegura que Christine nos gustará mucho cuando la conozcamos. No existe la menor duda de que el chico está loco por ella.

El marqués había averiguado lo que quería saber.

—Gracias —dijo con tranquilidad.

Lord Hawkston vació el contenido de su copa y se levantó de la mesa.

—Un invitado me espera en el bar —dijo—. Me siento muy aliviado, Ventnor, de que haya tomado las cosas como era de esperar, con el mismo espíritu deportivo con que acepta sus fracasos en la pista de carreras.

Sonrió antes de añadir:

—¡No porque sean muchos!

El marqués sonrió a su vez y cuando Lord Hawkston se marchó, se dedicó a almorzar con un apetito, que no había tenido desde el momento en que descubriera que Mina se había marchado de Vent Royal.

* * *

Mina salió del comedor después de haber comido el huevo que la señora Biggs había cocinado para ella y de beber una taza de té, muy cargado, que era como a la señora Biggs le gustaba tomarlo.

Sin embargo, ella casi no se dio cuenta de lo que estaba comiendo. Sus pensamientos estaban muy lejos de allí, en Vent Royal, como lo habían estado desde que volviera.

Le era difícil no comparar las alfombras viejas y gastadas de la casa solariega, las cortinas descoloridas y los muebles opacos y polvorientos, con la belleza y el lujo que predominaban en aquella casa que ella seguía considerando como su paraíso particular.

Pero, cuando menos, si la casa que fuera de sus padres no correspondía en belleza a la del marqués, los pájaros que habían sido parte de su vida desde que era niña, seguían afuera.

En esa época del año debía haber patos anidando en las orillas de los pantanos. La marea debía estar haciendo burbujitas en los agujeros de los cangrejos y el viento estaría soplando sobre el mar color lavanda y las salinas.

No tenía que ir muy lejos para ver los grandes charcos dejados por el mar, donde los gansos acudían a comer bajo la luz de la luna y donde tantas veces viera con su padre a esas grandes aves grisáceas que llegaban volando desde el Ártico.

Pero no tenía necesidad de salir del jardín para encontrar a los numerosos pajaritos que, aunque no eran los mismos, serían descendientes de los que habían crecido junto a ella.

Esos pájaros confiaban en ella como lo habían hecho sus padres y sus abuelos y tal vez, aunque no estaba segura de ello, sus bisabuelos.

Habría jóvenes mirlos y aguzanieves, pinzones y petirrojos, los abadejos con los que la había comparado su padre, paros, golondrinas y, tal vez, si tenía un poco de suerte, un trepatroncos o un pájaro carpintero.

Cuando salió al jardín, que estaba más descuidado todavía que cuando ella se marchara, pensó que ahora que había llegado el verano, los ruiseñores debían haber regresado del continente, y tal vez esa noche los escucharía cantar.

En el pasado, tal como su padre le había enseñado, se quedaba escuchándolos. Algunas veces salían a caminar juntos a la luz de la luna para escuchar sus arrullos amorosos, cuando las parejas se encaramaban en los árboles cercanos.

Al pensar en el amor, no pudo evitar que sus pensamientos volaran hacia el marqués y al instante, los pájaros quedaron olvidados y ella no pudo pensar en algo que no fuera él.

Se dirigió hacia un promontorio natural del terreno, desde lo alto del cual podía contemplarse el mar a la distancia, muy azul cuando el tiempo era despejado.

Ella y su padre lo llamaban «el mirador», pero también era un lugar al que Mina solía subir cuando se hallaba alterada o deseaba estar sola.

Ahora, al avanzar hacia él caminando por entre la alta hierba salpicada de botones de oro, margaritas y rojas amapolas, se dijo que había vuelto a casa. Mas la sensación consoladora que esperaba encontrar allí no llegaba.

Se sentó con la espalda apoyada en el tronco de un álamo de hojas plateadas, cuya sombra la protegía del sol mientras contemplaba el distante brillo del mar. Para distraerse pensó en los vikingos que en tiempos lejanos desembarcaran en esas costas, y absorbió con fruición el aroma del mar, combinado con el de los juncos de los pantanos y las flores silvestres.

Se quedó sentada muy quieta, escuchando el canto de los pájaros en los árboles de los alrededores y preguntándose si debía llamarlos hacia ella.

Entonces, en lugar de hacerlo, descubrió que no estaba enviando sus pensamientos mágicos hacia los pájaros, sino hacia el marqués.

Era imposible pensar en nada que no fuera su rostro apuesto, escuchar otra cosa que no fuera su profunda voz, en tanto el mar se convertía en el gris de sus ojos y el viento en el contacto de sus labios.

«¡Lo amo! ¡Lo amo!».

Su corazón repetía esas palabras, mientras sus labios se movían en silencio.

De pronto escuchó un ligero movimiento y, al volver la vista, vio que el marqués se hallaba, de pie a su lado.

Por un momento pensó que debía estar soñando.

El, sin hablar, se sentó sobre la hierba, frente a ella, de la misma forma en que lo había hecho en el parque, cuando la encontró tratando de domesticar al corzo.

Los ojos de Mina quedaron fijos en los suyos y le resultó imposible pensar en nada más. No pudo preguntarle cómo la había encontrado, ni por qué estaba allí.

Era como si lo hubiera llamado con sus pensamientos mágicos y éstos no lo hubieran fallado.

El marqués la observó como si nunca la hubiera visto. Clavó los ojos en el óvalo infantil de su rostro, en la línea de su pequeña nariz recta y en la suavidad de sus labios.

Contempló embelesado sus, ojos azules y advirtió que había en ellos una profundidad que no sólo era parte de su belleza, sino también de su inteligencia y de su carácter.

—La única ocasión en que has hecho una cosa cruel —dijo por fin, con una voz que no parecía la suya—, fue cuando te marchaste sin decirme adónde ibas.

Como si de pronto recordara por qué lo había hecho, Mina apartó la vista y se ruborizó al decir:

—Yo… yo tuve que irme cuando… supe que… Christine se había casado.

—Puedo entender eso; pero creí que como parecías ser tan feliz en Vent Royal, y nos habías dado tanto amor, comprenderías hasta qué punto ibas a lastimarnos y a hacernos sufrir al perderte.

Mina lanzó un pequeño grito.

—Yo no… quería hacer eso… yo pensé que… usted estaría enfadado…, porque los había… engañado.

—Estoy enfadado porque te marchaste de esa forma.

—Yo… lo siento… mucho… pero… no podía… soportar la idea de decirle a su abuelita, o a usted… lo que había… hecho.

—¿Te preocupaba lo que yo pudiera sentir o pensar?

El color se hizo más profundo en las mejillas de Mina y él comprendió que le resultaba difícil encontrar las palabras para expresarse.

—Tengo entendido, por lo que me dijo Lord Hawkston, que tu amiga Christine espera que te reúnas con ella en Italia.

Mina miró al marqués y él se dio cuenta de que comenzaba a comprender cómo se había enterado de lo que había sucedido y de quién era ella.

El no dijo nada y después de un momento, Mina murmuró:

—Pensé que… como Christine y Harry eran tan felices en su… luna de miel, no querrían tener… a nadie con ellos.

—Usando mi instinto y mi percepción, como tú me has enseñado a hacerlo —respondió el marqués con suavidad—, me sentí seguro de que habías pensado eso y que, por lo tanto, habías vuelto a tu casa.

—No había… ningún otro lugar al que… pudiera ir.

—Lo cual hizo más fácil que te encontrara.

Mina le dirigió una leve mirada interrogadora, pero no dijo nada, y después de un momento el marqués continuó diciendo:

—Fue cruel de tu parte ser tan egoísta y dejar a todos tan preocupados. Mi abuelita estaba llorando; Firefly se portaba muy mal y, cuando salí de casa, casi había tirado a patadas su cubículo. Y estoy seguro de que el corzo y los pájaros, al igual que las palomas, deben pensar que los has abandonado.

Mina unió las manos en un gesto de angustia.

—Yo… creo que… fue perverso… lo que hice… pero no podía decirle a usted que… le había mentido.

—¿Así que te importaba lo que yo pudiera pensar?

—¡Por supuesto… que me… importaba!

—Dime por qué.

Hubo un breve silencio. Entonces Mina contestó:

—Usted había… sido tan… bondadoso.

—¿Eso era todo?

—No… hay mucho… más. Usted… había hablado conmigo… me había enseñado muchas cosas… me había permitido montar sus caballos y…

Se detuvo, y después de un momento el marqués agregó con mucha suavidad:

—Y… te había besado, Mina.

Vio el intenso rubor que subía desde su cuello hasta sus ojos y añadió:

—Fue el beso más perfecto y maravilloso que haya conocido en toda mi vida.

Con mucha lentitud le pareció a él, como si no pudiera resistirse más, Mina volvió la cabeza hacia el marqués y sus ojos se encontraron.

—¡Te amo! Creo que ya debes haberte dado cuenta de ello —dijo él.

Mina contuvo la respiración, y él continuó:

—Quiero que me digas qué sientes tú por mí.

Mina ya no pudo mirarlo. Sus pestañas descendieron, largas y oscuras, sombreando sus mejillas.

—¡Dímelo! —insistió él.

Vio que ella temblaba. En un rápido movimiento se acercó para rodearla con sus brazos. Cuando lo hizo, Mina volvió el rostro para ocultarlo contra el hombro del marqués.

El la oprimió contra su pecho, como lo había hecho cuando muriera la cierva, y con los labios sobre sus cabellos dijo:

—Estoy esperando.

—¡Yo… te… amo! Te amo tanto que ha sido una agonía… alejarme de ti y… de… dejarte.

Los brazos del marqués la oprimieron con mayor fuerza. Entonces preguntó, todavía con voz muy suave:

—¿Cuántos años tienes?

—Dieciocho.

Por un momento el marqués se quedó inmóvil, como si no pudiera aceptar la maravilla de lo que acababa de escuchar. Se había aferrado a la esperanza de que ella pudiera ser mayor de lo que aparentaba, aunque temía que ello no fuera posible.

Entonces lanzó una exclamación de alegría y de triunfo que para Mina fue como el canto de todos los pájaros del mundo entonando juntos una melodía para ella. Levantó la cara hacia él.

El marqués la miró, y aunque notó que en sus ojos había una mirada tímida, una luz indescriptible los iluminaba. Su boca temblaba porque comprendió que él iba a besarla.

—¡Te amo! —exclamó él—. Te quiero tanto que me resulta imposible pensar en otra cosa que no seas tú. ¡No puedo vivir sin ti!

Entonces sus labios se posaron sobre los de ella.

Para Mina fue como si una luz procedente del cielo, descendiera sobre ella, una luz que los envolvía con una belleza que era parte de sus almas y de sus corazones.

Era algo tan hermoso que por un momento sintió que debía haber muerto y llegado al cielo, donde ella y el marqués estaban solos, exceptuando la gloria de Dios.

Y, mientras él la besaba y continuaba acariciándola y acercándola cada vez hacia sí, Mina sintió que ya no era ella misma, pues se había convertido en parte de él, y eran uno solo.

El mundo entero giró en torno a ella.

Después no existieron nada más que los brazos, los labios y la cercanía de un hombre al que ella había pertenecido siempre en el pasado y al que pertenecería por toda la eternidad.

Cuando por fin el marqués levantó la cabeza, ambos estaban transfigurados por la intensidad de sus sentimientos y por el asombro de haberse encontrado.

El marqués la miró por largo tiempo. Entonces levantó la mano para acariciar su mejilla.

—¡Te amo, te adoro! —Su voz era profunda y temblorosa—. ¿Cuándo te casarás conmigo, mi amor?

—Siento… como si ya… estuviéramos casados —murmuró Mina.

—Eso era lo que quería oírte decir. ¡Oh, preciosa mía, nunca ha existido nadie como tú! Eres mía… mi corazón, mi alma, mi mente, parte de todo mi ser… sin ti estoy incompleto, como lo estuve en el pasado.

—Yo creo que tú has estado siempre en mis sueños… en todo lo que he… imaginado y pensado… hermoso y… perfecto.

Emitió un leve sonido inarticulado antes de añadir:

—Te he estado… llamando desde que salí de… Vent Royal… Era imposible para mí hacer… otra cosa…

—Yo te escuchaba —dijo el marqués—, y también te llamaba, y sentía un miedo terrible ante la idea de no poder encontrarte.

Ella comprendió, por la forma en que él lo dijo, que había sido un temor muy real, y murmuró:

—Creo que tal vez yo habría sido… forzada a volver a ti… como los pájaros que vuelven a su lugar de origen. Sin importar cuán lejos hayan estado, en continentes extraños… en desiertos lejanos… siempre vuelven a… casa.

Los brazos del marqués la oprimieron.

—Yo no voy a correr ningún riesgo. Estarás junto a mí, desde este momento hasta la eternidad.

De pronto, como si la idea de perderla lo asustara, el marqués inclinó la cabeza y la besó con pasión.

Ella sintió el fuego en los labios de él y una extraña llama se encendió en su interior y se elevó para encontrarse con la suya.

Comprendió que éste era otro aspecto del amor, diferente del primer beso, casi sagrado, que él le había dado. Y, sin embargo, seguía siendo amor.

El amor perfecto que sólo surgía cuando un hombre y una mujer encontraban el ideal que habían estado buscando y para el cual había un pequeño santuario en el interior de ellos mismos.

* * *

Mucho tiempo después, ella seguía en sus brazos y el sol resplandecía sobre el agua inmóvil de los pantanos.

—Debes tener… hambre. ¿Volvemos… a la casa? Trataré de… encontrar algo para que comas —dijo, apartándose un poco de él.

—Ha pasado mucho tiempo desde que desayuné —contestó el marqués—. Anoche llegué hasta Stanford, pero me quedé en un hotel porque no quería asustarte, si estabas aquí, presentándome muy tarde.

—Hubiera querido… saber que estabas… cerca de mí. Me quedé despierta pensando en ti y mirando las estrellas… como las miramos antes que… me besaras.

—No tuve intención de hacerlo, porque pensaba que eras una niña. Pero comprendí, cuando mis labios tocaron los tuyos, que sin importar la edad que tuvieras, ya eras una mujer, preciosa mía, y una mujer que, además, me pertenecía.

—Eso es… lo que yo… sentí —murmuró Mina—. Y es… maravilloso… pero, supongamos que cuando… estemos casados tú te… canses de mí, como te has…

Antes que pudiera decir más, el marqués puso sus dedos sobre los labios de ella.

—Sé lo que estás pensando —dijo—, y es algo que te prohíbo que digas o pienses jamás. Tú te das tanta cuenta como yo, Mina, de que lo que sentimos el uno por el otro es muy diferente a nada que me haya sucedido en el pasado. Y si ha habido mujeres en mi vida que tú no apruebas, ¡es tu culpa por no haber llegado antes!

Mina se echó a reír.

—No puedes… culparme de… eso.

—No culpo a nadie más que a mí mismo. Pero no debes pensar en mí con desaprobación. Todo lo que importa es que nos hemos encontrado. Estamos juntos y nuestras vidas comienzan ahora. Porque me siento muy afortunado, la mía será muy muy diferente de lo que ha sido en el pasado.

Sus labios se movieron sobre la suavidad de la piel de ella mientras decía:

—Todo, en ti me excita y me emociona, y me hace pensar de forma diferente. Deseo revolucionar toda mi existencia. ¡Hay tantas cosas nuevas e importantes que podemos hacer juntos!

—Eso es lo que yo… quiero; no sólo amarte… sino también… ayudarte.

—Lo has hecho ya —le aseguró el marqués—. Has abierto nuevas puertas en mi mente y me has hecho recordar cosas en las que hacía años no pensaba. Pero, mi amor, éste es tan sólo el principio.

Ella se acercó un poco más a él y levantando el rostro, dijo:

—¡Te… amo! ¡Te… quiero! ¿Cómo es posible que puedas decir todo lo que yo quería oír, que me hagas sentir que no soy demasiado joven, ni demasiado pobre e insignificante, sino alguien… digna de tu… amor?

—Tan pronto como nos casemos yo te daré mucha seguridad sobre tu importancia —dijo el marqués—. Y no intento esperar un momento más de lo necesario para obtener una licencia especial.

Como si esas palabras le hicieran sentir la urgencia de comenzar en ese mismo momento, se puso de pie y ayudó a Mina a hacer lo mismo. La rodeó con el brazo y por un momento se quedó mirando hacia el mar.

—Ahora comprendo muchas cosas sobre ti que antes me desconcertaban —observó—. Viviendo aquí, ¿cómo podías evitar volverte una, con todas esas criaturas aladas que acuden cuando tú las llamas, como me llamaste a mí con tu magia, de la cual ya no podré escapar nunca?

Mina sonrió.

—Así como las aves tienen un extraño e infalible instinto sobre cuál es el lugar al que pertenecen —dijo ella con suavidad—, yo supe en el momento mismo en que vi Vent Royal, y después de verte a ti, que ése era el lugar al cual yo pertenecía. En el fondo de mi corazón, sabía que había llegado a casa, aunque mi cerebro se negaba a aceptarlo.

—Tú debes seguir siempre los dictados de tu corazón, preciosa mía.

—Eso no es difícil… porque ahora… mi corazón es tuyo.

Estaba tan hermosa al decir eso, que él la besó de nuevo. Sus labios se aferraron a los de ella en un gesto posesivo, y una vez más una llama se encendió en ellos y los unió, hasta que el fuego pareció ser parte del mismo sol.

Entonces el marqués tomó a Mina de la mano.

—Ven, preciosa mía —dijo—. ¡Vamos a casal A casa, el lugar que nos pertenece y que tú llenarás con tu magia!

Por un momento se miraron a los ojos.

Y después, bajo el resplandor del sol, corrieron tomados de la mano a través de la hierba cubierta de flores, envueltos por la magia irresistible del verdadero amor.

FIN