Capítulo 2

La primera advertencia de que el asalto había comenzado fue el estruendoso repique de las campanas de las iglesias de la ciudadela tocando a rebato de forma frenética. Aún no había amanecido y, al principio, Hook se sintió aturdido. Dormía encima de un montón de heno en la parte trasera del taller de Wilkinson, y se despabiló del todo al contemplar el resplandor de las intensas llamaradas que salían del brasero a medida que el viejo arrojaba más leña para alumbrar el lugar.

—No te quedes ahí tumbado como una cerda preñada, muchacho —le espetó Wilkinson—. Ya están aquí.

—¡Santa María, madre de Dios! —exclamó Hook, presa del pánico que, como el agua helada, le puso los pelos de punta y la carne de gallina.

—Mucho me temo que no te va a servir de gran ayuda —replicó Wilkinson, mientras se embutía una cota de malla, esforzándose para pasar la cabeza entre los macizos eslabones—. Junto a la puerta, verás una aljaba repleta de flechas, de las buenas —añadió jadeante, mientras se peleaba con la protección metálica—. Yo mismo te la preparé. Adelante, muchacho, y acaba con unos cuantos hijos de puta.

—¿Qué va a hacer usted? —le preguntó Hook, mientras se calzaba unas botas nuevas, recién salidas de las manos de uno de los excelentes zapateros de Soissons.

—Ya te alcanzaré. Encuerda el arco, chaval, ¡y a lo tuyo!

Hook se ajustó el tahalí, encordó el arco, se hizo con su aljaba, recogió la que estaba junto a la puerta y echó a correr hasta la taberna. Sin saber de dónde procedían, escuchó gritos y alaridos. Otros arqueros acudían al lugar y, por puro instinto, fue tras ellos hacia las nuevas defensas erigidas a espaldas de la brecha. El discordante tañido de las campanas atronaba el cielo nocturno. Los perros ladraban y aullaban.

Hook no vestía armadura, sólo un antiguo casco que le había proporcionado Wilkinson y que, sobre su cabeza, parecía más bien un cuenco. La única protección que llevaba era un jubón acolchado, capaz de amortiguar una endeble estocada. Otros arqueros llevaban cotas de malla cortas y cascos bien ajustados. Todos lucían, sin embargo, la sobrevesta corta con la divisa de Borgoña, la cruz roja dentada. Hook observó cómo los hombres que llevaban esa librea formaban un cordón en torno al muro defensivo recién levantado con serones de mimbre llenos de tierra. Ninguno de los arqueros había tensado el arco todavía. Tenían los ojos fijos en la brecha, que se iluminó de improviso cuando unos jinetes borgoñones arrojaron teas embreadas por el boquete que la artillería enemiga había abierto en la muralla.

Tras la nueva defensa, habría unos cincuenta hombres armados, pero en la brecha ni rastro de tropas enemigas. Con todo, las campanas seguían tocando a rebato para anunciar el ataque de los franceses. Hook echó un vistazo alrededor y advirtió un resplandor en el cielo, por encima de las techumbres de la parte sur de la ciudadela, un destello que parecía aún más vivo en la torre de la catedral, señal de que había casas ardiendo en el sector de la puerta de París. Sir Roger Pallaire era el hombre que estaba al mando de aquella puerta, defendida por jinetes ingleses. Una vez más, a Hook no se le alcanzaba la razón de que sir Roger no hubiera ordenado a los arqueros ingleses que acudieran a reforzar la guarnición que custodiaba aquella puerta.

Al contrario, los arqueros seguían esperando junto a la brecha del flanco oeste; pero, del enemigo, ni el menor indicio. El centenar Smithson estaba nervioso. No dejaba de toquetear la cadena de plata, distintivo de su rango, sin dejar de mirar, ora a los incendios del sur de la ciudadela, ora a la brecha.

—¡Por todos los diablos, menuda cagada! —exclamó, sin dirigirse a nadie en particular.

—¿Qué está pasando? —preguntó uno de los arqueros.

—¿Cómo demonios quieres que yo lo sepa? —rezongó Smithson.

—Creo que han entrado en la ciudadela —dijo John Wilkinson, sin alterarse. Había llevado unos cuantos haces de flechas de repuesto, y los depositaba detrás de los arqueros.

Los gritos, desde luego, procedían de dentro de los muros. Un destacamento de ballesteros borgoñones pasó a todo correr por delante de Hook: abandonaban la brecha y se dirigían a la puerta de París. Unos cuantos jinetes fueron tras ellos.

—Si han conseguido entrar —dijo Smithson, dubitativo—, deberíamos ir a la iglesia.

—¿No vamos a ir a la fortaleza? —preguntó uno de los hombres.

—Creo que debemos ir a la iglesia —repuso Smithson—, como nos dijo sir Roger. No es mala gente. Seguro que sabe lo que se trae entre manos.

—Ya, y el papa pone huevos —comentó Wilkinson.

—¿Qué hacemos? ¿Nos vamos? —preguntó otro; pero Smithson se limitó a juguetear con la cadena de plata, mirando a todos lados, sin decir nada.

Hook no apartaba los ojos de la brecha. Con el corazón desbocado, respiraba de forma entrecortada; le temblaba la pierna derecha.

—Ayúdame, Dios mío —rezaba—; protégeme, dulce Jesús —pero no encontraba consuelo en sus plegarias.

Sólo pensaba que el enemigo ya estaba en Soissons, o atacando la ciudadela, y que no sabía qué estaba pasando. Se sintió indefenso, vulnerable. Las campanas restallaban en su cabeza: estaba confundido. Aparte del tenue destello de las llamas mortecinas de las antorchas, todo seguía oscuro en el enorme boquete. Poco a poco, sin embargo, Hook observó otras luces que se movían, unas sombras plateadas que se agitaban como el humo a la luz de la luna, como esos fantasmas que visitaban la tierra la víspera de Todos los Santos. Transparentes y etéreas en la oscuridad, a Hook le parecieron unas luces maravillosas. Se las quedó mirando, preguntándose qué serían aquellas sombras luminosas, cuando los espectros plateados se tornaron rojos y, no sin llevarse un sobresalto, cayó en la cuenta de que aquellas formas fugaces eran hombres, que lo que estaba viendo no eran sino los destellos que las antorchas arrancaban de las armaduras.

—¡Sargento! —gritó.

—¿Qué pasa? —contestó Smithson, de mal talante.

—¡Ya están aquí esos hijos de puta! —replicó Hook, y así era.

Los cabrones se internaban en la brecha, protegidos por unas armaduras que refulgían a la luz de las teas; en cabeza, un pendón azul, flordelisado sobre dorado. Con las viseras caladas, en sus largas espadas se reflejaban las llamas. Ya no eran seres etéreos, sino hombres revestidos de resplandeciente metal, monstruos salidos de infernales pesadillas, la muerte que, en plena oscuridad, se adentraba en Soissons. Eran tantos que Hook perdió la cuenta.

—¡Me cago en Dios! —gritó Smithson, presa del pánico—. ¡Hay que detenerlos!

Hook hizo lo que le habían ordenado. Se refugió detrás de la barricada, sacó una flecha de la aljaba de tela y la colocó sobre la duela del arco. Ya no estaba aterrorizado; el hecho de saber cuál era su cometido bastó para disipar el miedo que había sentido. Lo único que tenía que hacer era tensar la cuerda y disparar.

Aun en las mejores condiciones, la mayoría de los hombres hechos y derechos no eran capaces de llevarse la cuerda de un arco de guerra a la altura de la oreja; y muchos jinetes, curtidos en la guerra y el ejercicio con la espada, a la hora de estirar la cuerda de cáñamo, se quedaban a medio camino. En el caso de Hook, sin embargo, era cuestión de coser y cantar. Echaba el brazo hacia atrás como si nada, buscaba con los ojos el blanco al que iba destinada la punta brillante de la flecha y no pensaba en nada mientras disparaba. Ya estaba en trance de hacerse con una segunda flecha, cuando la primera, una saeta de astil reforzado, atravesaba la loriga delantera de una armadura de acero bruñido, desplazando al caballero por detrás del portaestandarte francés.

Sin pararse a pensarlo, Hook disparó de nuevo; sólo era consciente de que había recibido la orden de repeler el ataque. Y así siguió, fecha tras flecha. Tensaba la cuerda hasta la oreja derecha, sin percatarse siquiera de los leves movimientos que hacía con la mano izquierda para asentar el breve recorrido que, desde la cuerda hasta el blanco elegido, habían de seguir las flechas de blancas plumas. No sabía a cuántos habría matado, a cuántos habría dejado malheridos, ni siquiera cuántas flechas se habrían perdido tras rebotar en una armadura. Casi todas habían alcanzado su objetivo. A tan corta distancia, los punzones alargados de aquellos ingenios volantes atravesaban cualquier armadura. Hook era más fuerte que el común de los arqueros, mucho más fuertes, por otra parte, que sus semejantes, y disponía de un arco de gran resistencia. John Wilkinson se lo había fabricado nada más conocerlo, y ni él mismo había sido capaz de tensarlo hasta más allá de la barbilla. De ahí el respeto que sentía por Hook. En aquellos momentos, un arco curvo y alargado, de madera de tejo traída desde la lejana Saboya, llevaba la muerte, surcando las tinieblas donde, hasta entonces, sólo se había aventurado el repique de las campanas. Hook sólo prestaba atención a los enemigos que traspasaban la brecha por donde aún quedaban antorchas prendidas, sin reparar en las oscuras legiones de hombres que, a ambos lados del boquete, se afanaban en retirar los serones repletos de tierra. Una parte de la barricada se vino abajo y, ante tamaño estruendo, Hook se volvió y comprobó que era el único arquero que seguía defendiendo la posición. A pesar de los muertos que yacían por todas partes y de los gemidos de los heridos, otros aullidos se escuchaban en la brecha. Era una noche iluminada por las llamaradas rojas de los incendios, preñada de sorpresas, envuelta en humo, transida de gritos guerreros. Hook se dio cuenta en ese instante de que John Wilkinson le había gritado que se fuera de allí a todo correr pero, en el fragor de la contienda, la advertencia había caído en saco roto.

En un abrir y cerrar de ojos, tomó conciencia de la situación, recogió la aljaba y echó a correr. Oyó los gritos de los enemigos cuando cedió la barricada y un enjambre de franceses saltó por encima para adentrarse en la ciudadela.

Hook pudo hacerse entonces una idea cabal de lo que siente el ciervo cuando las jaurías acechan en la espesura, los ojeadores baten la maleza y las flechas silban entre el follaje. Muchas veces se había preguntado si acaso los animales sabían qué era la muerte; saben qué es el miedo y también plantar cara. Pero, más allá del miedo y el arrojo, se desataba ese pánico que suelta las tripas, los postreros momentos de la vida, cuando los cazadores merodean, el corazón se desboca y la cabeza da vueltas. Dominado por esa pavorosa sensación, Hook echó a correr. Al principio, se limitó a poner pies en polvorosa, mientras continuaba el estrépito de las campanas y los aullidos de los perros, los hombres lanzaban gritos de guerra y el llamado grave de los cuernos sonaba por doquier. Corriendo, llegó a la pequeña plaza donde los tratantes de cuero solían exhibir sus mercancías; desierta, tenía un aspecto extraño. Oyó chasquidos de cerrojos, y comprendió que los lugareños se guardaban en sus casas y atrancaban las puertas. Los alborotos que oyó aquí y allá le bastaron para hacerse una idea de dónde las tropas enemigas, a patadas, echaban abajo las puertas cerradas. Pensó en dirigirse a la fortaleza y corrió en esa dirección hasta que, al dar la vuelta a una esquina, vio la anchurosa explanada que se abría a los pies de la catedral atestada de hombres. Las antorchas que portaban iluminaban sobrevestas y libreas para él desconocidas. A toda prisa, como el ciervo que retrocede en presencia de la jauría, se volvió por donde había venido. Tomó entonces la decisión de acercarse a la iglesia de Saint-Antoine-le-Petit. Echó a correr por una calleja, torció por otra, pasó por delante del mayor convento de monjas de la ciudadela y se dirigió a la calle de la taberna La Oca. Al llegar, vio que también allí había hombres, vestidos con aquellas extrañas libreas, que le impedían acercarse al templo. Alguien advirtió su presencia, y se produjo un griterío que no tardó en convertirse en animosos alaridos cuando echaron a correr tras él. Desesperado, como el animal que se ve en las últimas, Hook se internó en un callejón, saltó un muro que le cerraba el paso, y cayó en un pequeño patio que apestaba a aguas sucias; trepó otro muro, seguido por aquel griterío y, temblando de miedo, se dejó caer en un oscuro rincón donde esperaría el trágico final.

Estaba tiritando. Lo mismo que un ciervo sin escapatoria posible se estremece y castañetea mientras aguarda a que lo maten, así temblaba Hook. «Antes que caer en manos de los franceses, más vale que te quites la vida», le había dicho John Wilkinson. Hook echó mano del cuchillo, pero no fue capaz de empuñarlo. No tenía valor para hacerlo, y se dispuso a esperar la muerte.

Al cabo de cierto tiempo, pensó que sus perseguidores se habían olvidado de él. Tenían tanto pillaje por delante en Soissons, tantas víctimas, que no iban a dejarlo todo de lado por perseguir a un fugitivo. Poco a poco, Hook recuperó la lucidez y comprendió que había dado con un escondrijo en donde estaría a salvo, al menos durante un rato. Se encontraba en uno de los patios traseros de La Oca, donde lavaban y recomponían los toneles de cerveza. De forma repentina, se abrió una puerta, y el resplandor de una antorcha alumbró caballetes, duelas y toneles. Un hombre echó un vistazo, malhumorado dijo que allí no había nadie y volvió a entrar en la taberna, de donde salían gritos de mujer.

Hook se quedó donde estaba, no se atrevía ni a moverse. En la ciudadela sólo se escuchaban gritos de mujeres, roncas risotadas de hombres, llantos infantiles. Un gato receloso pasó a su lado. Hacía ya un buen rato que no se oía el estruendo de las campanas. Sabía que no podría quedarse mucho tiempo en aquel sitio, pero ya se le ocurriría algo al clarear el día. «Dios mío, Dios mío: ayúdame en estos momentos y en la hora de la muerte», imploraba sin darse cuenta. Por la calle que discurría al otro lado del muro del patio de la taberna, se oyó el resonar de unos cascos y la risotada de un hombre. Una mujer lloriqueaba. Las nubes pasaban tan deprisa por delante del disco lunar que, sin venir a cuento, a Hook le dio por pensar en los tejones de Beggar's Hill. Aquella remembranza de su tierra le devolvió el sosiego.

Se quedó quieto, pues. ¿Habría alguna posibilidad de llegarse hasta la iglesia? Estaba mucho más cerca que la fortaleza, desde luego, y sir Roger les había prometido que haría cuanto estuviese en su mano para que salieran con bien de aquélla. Aunque no le inspiraba excesiva confianza, Hook pensó que era lo mejor que podía hacer y con esa idea en la cabeza, trepó hasta lo alto del muro que rodeaba el patio y echó una ojeada desde arriba. La puerta de al lado era la de las cuadras de La Oca. Como no oyó ningún ruido por ese lado, se encaramó al muro y, desde allí, pasó a la techumbre del establo. Una vez arriba, en lo alto del caballete que dividía la cubierta, se arrastró hasta llegar al extremo del aguilón y se dejó caer en un oscuro callejón. Temblaba de nuevo: se sentía desprotegido. Anduvo lenta y sigilosamente hasta que pudo echar un vistazo a la iglesia desde la esquina.

Entonces, supo que no tenía escapatoria.

Tropas enemigas custodiaban la iglesia de Saint-Antoine-le-Petit. En la explanada que se abría al pie de la escalinata que conducía a la iglesia, había no menos de treinta jinetes y un buen puñado de ballesteros. Todos lucían la misma librea, ésa que Hook no había visto hasta entonces. Si Smithson y los otros arqueros se encontraban en el interior del templo estaban a salvo, porque siempre tendrían la posibilidad de cubrir la entrada. Pero Hook no dudó ni por un instante que la intención que guiaba a los soldados enemigos no era otra que evitar la huida de los arqueros, de lo que dedujo que detendrían a cualquier otro que tratase de acercarse a la iglesia. Por un momento, se le pasó por la cabeza la idea de echar a correr hasta la puerta, pero pensó que estaría cerrada a cal y canto y que, mientras él golpeaba con todas sus fuerzas contra la madera maciza, ofrecería un blanco perfecto a las ballestas enemigas.

Las tropas no estaban custodiando la iglesia, precisamente. Se habían adueñado de unos cuantos barriles de cerveza de alguna de las tabernas de la localidad, y bebían a lo loco. Habían desnudado a dos muchachas y las habían atado a unos toneles, con las piernas abiertas; los hombres aguardaban a que les llegase su turno para arremangarse la cota de malla y violarlas, sin que las pobres desgraciadas, ahítas de gemir y llorar, abriesen la boca. Por toda la ciudadela se oían gritos desgarradores de mujeres, unos alaridos que a Hook le partían el alma, como la punta de flecha que desgarra la coraza de una armadura. Se sentía como un animal carente de escapatoria o de escondrijo. Quizá no fuera otra la razón de que no se moviese de la esquina en donde estaba. Al verlas tan calladas, Hook se preguntó si las chicas no estarían muertas pero, en aquel instante, volvió la cabeza la que tenía más cerca. Entonces, se acordó de Sarah y le embargó un sentimiento de culpa. Aquella muchacha, que no tendría más de doce o trece años, clavaba una mirada perdida en la oscuridad, mientras un hombre jadeante se arrimaba contra ella.

De repente, se abrió una de las puertas que daban al callejón, y un halo de luz inundó el lugar donde estaba Hook. Se volvió y vio a un soldado que iba dando tumbos. El hombre llevaba una sobrevesta con una gavilla de trigo plateada sobre un campo de verdor. Se puso de rodillas y vomitó mientras, por la puerta, asomaba otro soldado, que lucía la misma librea. Fue éste quien advirtió la presencia de Hook y reconoció el enorme arco de guerra. Sin dudarlo, echó mano del pomo de la espada.

Presa del pánico, el arquero le clavó el arco al hombre que empuñaba la espada. Ni lo pensó siquiera: tenía la cabeza como una jaula de grillos. Pero asestó el golpe con su fuerza de arquero, y el remate de hueso de uno de los extremos del arco se hundió en la garganta del soldado, antes de que éste hubiera llegado a desenvainar. Brotó un chorro de sangre negra, pero no por eso Hook dejó de hendir el arco hasta atravesarle tráquea y músculos, piel y nervios, y clavarlo a la jamba de la puerta. El hombre arrodillado, que seguía vomitando entre grandes arcadas, atrapó a Hook, quien, todavía muerto de miedo, emitió una suerte de graznido desesperado, soltó el arco y adelantó las manos para hacer frente al agresor. Notó cómo los dedos aplastaban los globos oculares del soldado, mientras éste profería alaridos de dolor, sin reparar en que los violadores de la explanada de la iglesia iban a por él. De un salto, ganó la puerta, tropezó con el primer soldado que, tirado en el suelo, trataba de librarse del arco que le destrozaba la garganta y corrió por la estancia hasta salir por otra puerta que daba a un pasadizo que desembocaba en otra puerta y, aterrorizado por completo, desquiciado, se encontró en otro patio, encaramado a otro muro y otro más, mientras escuchaba gritos y amenazas a sus espaldas y a su alrededor. Había perdido su largo arco de tejo y se había desprendido de la aljaba, pero aún conservaba la espada que todo arquero llevaba encima. Nunca la había utilizado. Su librea era la de la cruz roja y dentada de Borgoña. Rasgó la sobrevesta, intentando arrancar aquella divisa mientras, desesperado, buscaba una salida, cualquier forma de salir de allí. Trepó por un muro de piedra y saltó a un oscuro callejón, más lóbrego por los aleros de las casas que se cernían a ambos lados. A pesar de la oscuridad, vio una puerta abierta, y hacia allí corrió.

La puerta daba a una enorme estancia desierta donde, a la luz de un velón recubierto de cera derretida, vio a un hombre muerto, tendido sobre un banco de madera acolchado. La sangre del difunto empapaba las losas del suelo. Un tapiz revestía uno de los muros; había también unos aparadores, y una mesa alargada donde se veía un ábaco y unos pergaminos clavados en un pincho espigado. Hook supuso que el muerto debía de ser un comerciante. En un rincón, una escala de mano llevaba al piso superior. Hook subió por ella y se encontró en una alcoba enlucida, con un lecho de madera y unas mantas. Otra escala llevaba a un altillo; trepó por ella, la retiró y la colocó bajo los cabrios, echando pestes por no haber hecho lo mismo con la primera. Demasiado tarde. No se atrevió a bajar de nuevo a la vivienda y, rodeado de excrementos de murciélago, se quedó en cuclillas bajo la techumbre. No paraba de temblar. Se oían voces de soldados en las casas de al lado; durante un instante, pensó que no tardarían mucho en dar con él, y bien pensó que había llegado su hora cuando se percató de que alguien subía a la alcoba: un hombre se limitó a echar un vistazo por encima y se marchó. Sus perseguidores debieron de cansarse de ir tras él o encontraron otra víctima propiciatoria; el caso es que, al cabo de un rato, el furioso griterío se extinguió. No así los gritos, que continuaban, más estridentes incluso. Hook, sin saber muy bien a qué atenerse, se imaginó que en el callejón había un grupo de mujeres que no paraban de chillar y, acobardado, dio un paso atrás. Pensó en aquella Sarah de Londres, en sir Martin, el cura, y en los hombres que acababa de ver, que parecían hastiados mientras violaban a las dos silentes muchachas.

Los gritos se convirtieron en sollozos, sólo interrumpidos por las carcajadas de unos hombres. Hook estaba temblando, pero no de frío, sino de miedo y cargo de conciencia. Al ver cómo de repente un farol iluminaba la estancia del piso de abajo, se agazapó en el angosto espacio bajo la techumbre inclinada. La luz se colaba por los tablones irregulares del piso del altillo, dispuestos de cualquier manera sobre unas toscas vigas. Un hombre había puesto sus pies en la alcoba, y gritaba a sus compañeros desde lo alto de la escala. Se oyó un grito de mujer y el restallido de una bofetada.

—Eres bastante guapa —dijo el hombre; Hook estaba tan asustado que no reparó siquiera en que hablaba en inglés.

Non —respondió la muchacha, sin dejar de gemir.

—Demasiado bonita para caer en manos de otros. Sólo serás mía.

Hook observaba la escena a través de una rendija entre dos tablones. Sólo acertó a ver los anchos bordes de un casco que casi ocultaba los hombros del soldado, y cayó en la cuenta de que la mujer, acurrucada en un rincón, llevaba el hábito blanco de las religiosas, y que estaba llorando.

Jésus —gritó—, Marie, mère de Dieu —palabras que se convirtieron en un alarido cuando el hombre sacó un puñal—: ¡Non! ¡Non! ¡Non!

El soldado le propinó tal bofetada que la obligó a callar y a ponerse en pie. Le arrimó el puñal al cuello, y le rasgó la parte delantera del hábito. Hundió más el cuchillo y, a pesar de la resistencia de la muchacha, consiguió despojarla del hábito blanco y arrancarle la ropa interior. Tras hacerla jirones, la tiró al piso de abajo y, desnuda como estaba, de un empellón, la arrojó sobre el jergón donde, engurruñada, no dejaba de lamentarse.

—¡Seguro que a Dios le complació en extremo lo que hicisteis aquel día! —le dijo una voz que sólo restallaba en el interior de su cabeza.

Las mismas palabras que había empleado John Wilkinson en la catedral, pero no era la voz del anciano arquero la que escuchaba. Era una voz más envolvente y profunda, más cálida. Hook vio ante sí a un hombre con una túnica blanca, cargado con un capazo rebosante de manzanas y peras: era Crispiniano, el santo al que había elevado casi todas sus plegarias desde su llegada a Soissons. Aunque le dio la sensación de que Crispiniano lo miraba con ojos tristes, Hook se imaginó que aquélla era la respuesta a sus súplicas, y llegó a la conclusión de que los cielos le daban la oportunidad de enmendar sus errores. La monja que estaba en aquel aposento había implorado auxilio a la madre de Cristo; la virgen debía de haber recurrido a los santos patronos de Soissons que, a su vez, le hablaban a él. Pero Hook estaba asustado. Otra vez oía voces. Sin darse cuenta, se había puesto de rodillas. No había truco: Dios le estaba hablando por mediación de san Crispiniano.

Aterrorizado, Nicholas Hook, proscrito y arquero, no supo qué hacer cuando Dios le habló.

El soldado que estaba en la alcoba se quitó el casco. Se despojó del tahalí, lo arrojó a un lado y, con un gruñido, algo le dijo a la joven, antes de quitarse la sobrevesta y la cota de malla por la cabeza. Hook, que observaba todo lo que estaba pasando por los tablones disjuntos del suelo, reconoció en la sobrevesta la librea de sir Roger Pallaire, tres halcones sobre un campo verde. ¿Qué pintaba allí esa divisa? Se suponía que eran los victoriosos asaltantes, y no la guarnición derrotada, quienes violaban y saqueaban la ciudadela. No había duda, sin embargo: los tres halcones eran las armas de sir Roger Pallaire.

—Ahora —escuchó la voz de san Crispiniano.

Pero Hook no se movió de donde estaba.

—¡Adelante! —exigió la voz de san Crispín, que oía en su cabeza. Como el santo no se le antojaba tan afable como su compañero Crispiniano, Hook vaciló ante mandato tan perentorio.

Ni siquiera estaba seguro de si aquel hombre, que en aquellos instantes forcejeaba para librarse de la cota de malla revestida de cuero que le cubría hasta media cabeza y le aprisionaba los brazos, era sir Roger o uno de sus caballeros.

—¡Por el amor de Dios! —le instó Crispiniano.

—¡Adelante, muchacho! —añadió san Crispín, apremiándolo.

—Haz algo por la salvación de tu alma, Nicholas —insistió Crispiniano, con dulzura.

Y eso hizo Hook.

Se dejó caer por el hueco que daba al altillo. Olvidó la espada, pero blandía el cuchillo de hoja ancha que, en ocasiones, había utilizado para eviscerar ciervos muertos. Fue a caer a espaldas del hombre, que no podía verlo porque la cota de malla le cubría la cabeza, pero que, al percatarse de la presencia de un extraño, se había vuelto, momento en el que Hook le rajó la barriga con el puñal. Nicholas Hook lo destripó allí mismo, asestó la cuchillada con toda la fuerza del brazo diestro de un arquero. La hoja se hundió hasta las entrañas y, como se escurren las resbalosas anguilas por las hendiduras de un costal, así se le salieron las tripas, mientras el hombre lanzaba un grito ahogado, amortiguado por la pesada cota que le cubría la cabeza. Gritó de nuevo cuando el cuchillo se adentró por segunda vez buscando la parte alta de su cuerpo, y la mano mortífera de Hook se hundía más y más en su maltrecha barriga, moviendo la hoja hacia la cavidad torácica, hasta llegar al corazón y clavársela.

Trastabillando, el hombre retrocedió hasta la cama, y cayó muerto antes de llegar al jergón.

Cubierto de sangre hasta el codo, Hook se quedó mirando a su víctima.

Al cabo de un momento, se dio cuenta de que el jergón le había salvado la vida: había absorbido la sangre; de lo contrario, ésta se habría colado entre las planchas de madera del suelo y habría puesto sobre aviso a los hombres que permanecían en la estancia inferior. Eran dos; ambos lucían la divisa de sir Roger. Hook, que permanecía de pie y muerto de miedo junto a su víctima, reparó en que la sobrevesta de aquel hombre era de un paño más fino, de una tela mucho mejor que los bastos capotes que llevaban los soldados. Se agachó y miró a través de las rendijas. Los dos hombres se dedicaban a saquear uno de los aparadores de la tienda, sin prestar atención a lo que había ocurrido por encima de sus cabezas.

La cota de malla del hombre muerto estaba espléndidamente tupida y bruñida, tachonada de herrajes que la unían a la armadura. Hook se agachó, retiró la cota de malla que cubría la cabeza del muerto, y comprobó que había matado a sir Roger Pallaire. No había duda de que el supuesto aliado de los borgoñones tenía carta blanca para violar y saquear, es decir, que sir Roger trabajaba para los franceses de tapadillo. Hook trataba de comprender el alcance de tamaña traición. Mientras, la chica desnuda, con la mandíbula desencajada y unos ojos abiertos como platos, no le perdía de vista. Parecía asustada. Hook temió que se pusiera a gritar. Se llevó un dedo a los labios, pero ella le dijo que no con la cabeza y, sin venir a cuento, comenzó a lanzar grititos desesperados, gemidos y jadeos entrecortados. Hook frunció el ceño, y comprendió que el silencio que lo rodeaba hubiera sido más inquietante que la fingida desesperación de la muchacha. Una buena idea, pensó. Asintió con la cabeza, y cortó la bolsa ensangrentada que pendía del cinturón de sir Roger. Desprendió la fina sobrevesta de la cota de malla del caballero y, junto con la bolsa, la lanzó al altillo. A continuación, se puso en pie y se agarró a una de las vigas. Se encaramó al desván, y tendió el brazo derecho a la joven.

Aunque Hook la chistó para que le acompañase, la chica se apartó. Parecía saber muy bien lo que se hacía. Una vez, y otra más, escupió sobre el cadáver de sir Roger, antes de prestarle la mano a Hook, que la levantó con la misma facilidad con que tensaba la cuerda del arco. Con un gesto, le indicó la bolsa y la sobrevesta; se hizo con ellas y le siguió por el altillo. De un golpe, rompió la endeble estructura que lo separaba del siguiente desván, y ella fue tras él. Casi no había luz; Hook andaba a tientas. Llegó hasta el último sobrado, tres casas más allá de donde había matado a sir Roger; de nuevo, al llegar al hastial, le hizo señas a la joven para que se agachase y, con sigilo, haciendo el menor ruido posible, echó abajo la techumbre.

Tardó casi una hora. No sólo derribó la cubierta, sino que también arrojó trozos de cabrio del caballón, y no se dio por satisfecho hasta que, una vez que hubo concluido, estimó que cualquiera que contemplase su obra pensaría que la cubierta se había desplomado y que tanto él como la chica yacían allí abajo, sepultados entre paja y adobes.

No le quedaba más que esperar. De vez en cuando, la chica mascullaba algo pero, durante el tiempo que había estado en Soissons, Hook no había aprendido francés y no entendía lo que le decía. La tranquilizó como pudo; al cabo de un rato, se recostó contra él y se quedó dormida; de vez en cuando, en sueños, se quejaba; Hook trataba de serenarla por todos los medios. Llevaba la sobrevesta de sir Roger, todavía húmeda de sangre. Desató las tiras que cerraban la bolsa y vio que contenía monedas de oro y plata, el pago, supuso, de la traición.

La mañana se presentó neblinosa. Encontraron el cuerpo exangüe de sir Roger antes del amanecer, hallazgo que provocó un griterío considerable. Hook escuchó cómo los soldados registraban las casas que se encontraban bajo sus pies, pero su madriguera, producto de la astucia, permaneció a buen recaudo y a nadie se le ocurrió buscar en aquel amasijo de adobes y madera. En ese instante, se despertó la muchacha. Hook le selló los labios con un dedo. Ella se estremeció y se acurrucó junto a él. Con todo, el arquero no las tenía todas consigo: el miedo había dejado paso a un sentimiento de resignación. La presencia de la chica le llevó a imaginarse que aquella noche no había pasado nada. O que, quizá, los dos santos patronos de Soissons habían velado por él. Se santiguó y dio las gracias a los santos Crispín y Crispiniano. No oía sus voces en aquel momento; no obstante, había hecho lo que le habían ordenado, y no dejaba de preguntarse si no habría sido la voz de Crispiniano la misma que había escuchado en Londres. No parecía muy probable, pero ¿quién, si no, le había hablado? ¿Dios, quizás? En cualquier caso, tales dudas carecían de interés: lo importante era que había hecho algo de lo que no había sido capaz en Londres y, en su interior, renació la esperanza, la esperanza del perdón y de que saldría con bien de aquel trance: era sólo un pálpito, poco más que la llama mortecina de un pabilo que lucha contra el viento, pero real.

A eso del alba, la ciudadela pareció recuperar la calma. Cuando el sol brilló por encima de la catedral, el clamor empezó de nuevo, una confusa mezcla de gritos, sollozos y lamentos. En la techumbre que había derribado había una pequeña hendidura, desde donde Hook podía ver lo que ocurría en la explanada de delante de la iglesia de Saint-Antoine-le-Petit. Ni rastro de las dos chicas que había visto atadas a los toneles, pero los ballesteros y los jinetes aún seguían allí. Intranquilo, un perro husmeó el cadáver de una monja que yacía en medio de un charco de sangre negra, con el hábito arremangado por encima de la cintura. En la plaza, apareció un jinete: del borrén delantero de la silla de montar colgaba el abdomen de una joven, y se divertía dándole palmetazos en el trasero, como si estuviese tocando el tambor. Muertos de risa, los soldados contemplaban la escena.

Hook esperó. Tenía muchas ganas de mear, pero no se atrevió a moverse, así que se lo hizo encima, la chica lo olió y torció el morro, pero lo mismo acabó por hacer ella al cabo de un momento. Comenzó a llorar en silencio, y Hook la estrechó entre sus brazos hasta que cesaron las lágrimas. Le dijo algo en voz baja, y Hook le musitó algo también como respuesta. Ninguno entendió lo que decía el otro, pero se sintieron más tranquilos.

El estruendo de unos cascos llevó a Hook a darse media vuelta y echar un vistazo por otra hendidura. Así fue cómo vio que, a la plaza, llegaba una veintena de jinetes, quizá más, que formaron delante de la iglesia. Uno de ellos llevaba un estandarte de flores de lis doradas sobre un campo azul, ribeteado con una franja roja moteada de puntos blancos. Aunque ninguno llevaba yelmo, los jinetes vestían armadura; tras ellos un pelotón de caballeros desmontados.

Uno de los jinetes recién llegados lucía una sobrevesta con los tres halcones sobre un campo de verdor. Hook dedujo que debía de tratarse de uno de los caballeros ingleses, a las órdenes de sir Roger. El jinete espoleó su montura hasta llegar a la entrada de la iglesia, se encaramó en la silla y arrojó una lanza corta contra el portalón. A gritos, dijo algo, pero Hook se encontraba demasiado lejos como para oírlo. Debían de ser palabras tranquilizadoras, en cualquier caso, porque, al instante, se abrió el portón y el sargento Smithson asomó la nariz.

Los dos hombres conversaron un momento. Smithson regresó al interior de la iglesia. Pasó un rato largo.

Hook no perdía detalle, preguntándose qué vendría a continuación. Las puertas del templo se abrieron de par en par y, cautelosos, los arqueros ingleses salieron a plena luz. Todo parecía indicar que sir Roger había cumplido su palabra, pero Hook, desde la escombrera de su escondrijo, lo observaba todo, preguntándose si había alguna posibilidad de avisar a los hombres que se agrupaban delante del jinete inglés. Sir Roger debía de haber llegado a un acuerdo para que no les pasase nada a los arqueros. De hecho, todo apuntaba a que los franceses los recibían con los brazos abiertos. Los hombres de Smithson dejaron arcos, aljabas y espadas a la puerta de la iglesia y, uno por uno, fueron a postrarse ante el jinete que montaba un corcel enjaezado con gualdrapas de flores de lis doradas sobre un campo azul. El jinete, ataviado con diadema de oro y reluciente armadura, alzó una mano como si fuera a impartirles la bendición. Sólo John Wilkinson se resistió a ir más allá del pórtico.

—Si consiguiera llegar a la calle —pensaba Hook—, echaría a correr para unirme a los míos.

—¡Ni se te ocurra! —le susurró, o eso pensó aturdido, la voz de san Crispiniano en el interior de su cabeza; la muchacha no se apartaba de su lado.

—¿No? —preguntó Hook, en voz alta.

—¡Ni hablar! —le apremió san Crispiniano.

La joven le preguntó si pasaba algo, y él procuró tranquilizarla.

—No hablaba contigo, moza —le musitó.

El caballero revestido de azul y oro mantuvo la mano, envuelta en un guantelete, en alto durante unos instantes y, de repente, la dejó caer.

Y comenzó la matanza.

Los soldados que iban a pie enarbolaron las espadas y fueron a por los arqueros que seguían de rodillas. Desprevenidos, el primero de ellos cayó fulminado; los otros reaccionaron, blandieron las dagas y se defendieron, pero los franceses, que vestían armadura y empuñaban largos espadones, tenían rodeados a los ingleses. Los hombres de sir Roger contemplaban la escena. John Wilkinson se hizo con una de las espadas amontonadas a la puerta de la iglesia. Uno de los soldados le arrojó una lanza corta y otro francés le rebanó la garganta: su sangre salpicó el arco de la puerta de entrada, esculpido con motivos que representaban ángeles y peces. Dejaron con vida a algunos arqueros; a porrazos, los obligaron a agacharse en el suelo, donde permanecieron custodiados por los soldados, que se mofaban de ellos.

El hombre de la diadema de oro volvió grupas y se alejó, seguido por el portaestandarte, un escudero, un paje y los jinetes que lo acompañaban. Con ellos se fue el inglés que llevaba la sobrevesta de los tres halcones, volviendo la espalda a los arqueros que seguían con vida y pedían clemencia. Pero no hubo tal.

Los franceses no olvidaban las derrotas sufridas, y odiaban en particular a los hombres que empuñaban los largos arcos de guerra. En Crécy, las tropas francesas, mucho más numerosas que el ejército inglés, los tenían rodeados. En el valle, los franceses atacaron para liberar a su país de tan insolentes invasores. Tras oscurecer el cielo con bandadas de mortíferas plumas volantes, los arqueros los habían derrotado, diezmando las huestes de nobles caballeros con sus flechas largas y puntiagudas. Más tarde, en Poitiers, los arqueros habían hecho estragos en la caballería francesa, hasta el punto de que la jornada concluyó con el rey de Francia en cautividad. Muchas eran, pues, las afrentas que habían tenido que soportar, y no iban a tener compasión.

Hook y la muchacha estaban atentos a lo que pasaba. Todavía quedaban treinta o cuarenta arqueros con vida. Los franceses les amputaron dos dedos de la mano derecha de cada uno de ellos para que jamás pudieran volver a empuñar un arco. Un francés barrigón y sarcástico recogía los dedos con un formón y los iba metiendo en un costal. Algunos soportaron el suplicio en silencio; otros fueron llevados a rastras y entre forcejeos hasta el leño donde les cercenaban los dedos. Hook pensó que la venganza estaba consumada, pero no había hecho más que empezar. Los franceses buscaban algo más que dedos, pretendían infligir dolor y matar.

Un hombre alto, de cabellos largos y oscuros, que le caían muy por debajo de los hombros de la armadura, a lomos de un gigantesco caballo, contemplaba la muerte de los arqueros. Hook, que tenía vista de halcón, pudo ver el rostro apuesto y atezado de aquel individuo, con una nariz como el pomo de una espada, boca grande y angulosa mandíbula, ensombrecida por una barba crecida. Por encima de la armadura, llevaba una llamativa sobrevesta, en la que se veía un sol dorado del que salían unos serpentinos rayos, coronado por la cabeza de un águila. La joven, que ocultaba la cara en los brazos de Hook, no vio al hombre: oía los gritos, pero no se atrevía a mirar, y lloraba cada vez que escuchaba el alarido de un arquero que sufría el refinado suplicio con el que los franceses se resarcían.

Hook no perdía detalle. Supuso que el hombre alto, ataviado con el águila y el sol, podría haber detenido aquel suplicio, aquella carnicería, pero no hizo nada. Encaramado en su montura, impasible contempló cómo los franceses arrancaban a jirones la ropa de los arqueros que aún quedaban con vida, y cómo, sirviéndose de largos cuchillos, les sacaban los ojos. Burlándose de ellos, removían sus dagas afiladas en las cuencas recién vaciadas. Entre las risotadas de sus compañeros, un francés simuló que se comía un ojo. El caballero de pelo largo no se reía, se limitaba a observar, ni siquiera hizo un gesto cuando tumbaron en el suelo a los hombres que acababan de cegar para castrarlos. Sus alaridos se escucharon por encima de una ciudad que era un puro griterío. Sólo cuando hubieron capado al último de los ya cegados arqueros ingleses, el apuesto caballero, a lomos de su montura, de tan buena planta como él, abandonó la plaza, mientras los arqueros, ciegos, se desangraban hasta morir bajo el cielo estival. Tardaron mucho en morir. Aunque el día era cálido, Hook no dejaba de temblar. San Crispiniano guardaba silencio. Sollozando, una mujer desnuda, con los pechos cortados y el cuerpo cubierto de sangre, se dejó caer entre los arqueros moribundos, hasta que un francés, harto de lamentos, le propinó al desgaire un hachazo en la cabeza. Unos perros olisqueaban a los moribundos.

A lo largo del día, continuó el pillaje de la ciudadela. Saquearon la catedral, las parroquias, el convento de monjas y los prioratos. Mujeres y niñas eran violadas una y otra vez, mientras mataban a todos los hombres de cada casa. Dios se había olvidado de Soissons. El señor de Bournonville tuvo la suerte de ser ejecutado sin que antes lo torturasen. La fortaleza, que todos habían considerado el último refugio, había caído sin lucha: gracias a la traición de sir Roger, tras entrar en la ciudadela, los invasores encontraron las puertas abiertas y el rastrillo levantado. Todos los borgoñones murieron; sólo salieron con vida los hombres de sir Roger, partícipes en la traición de su jefe. Los habitantes de la ciudad fueron pasados a cuchillo; detestaban a la guarnición borgoñona y nunca habían ocultado su lealtad al rey de Francia pero, ahítos de sangre, violaciones y saqueos, los franceses recompensaban su fidelidad con una matanza.

Je suis Melisande —repetía una y otra vez la muchacha; al principio, Hook no la entendió, pero acabó por caer en la cuenta de que le estaba diciendo cómo se llamaba.

—¿Melisenda? —preguntó el arquero.

Oui —repuso la joven.

—Nicholas.

—Nicholas —repitió la chica.

—O Nick —le dijo.

—¿Onick?

—No, sólo Nick.

—Nick.

Hablaban en susurros, aguardaban, escuchaban los gritos que les llegaban de la ciudadela, respiraban el olor a sangre y cerveza.

—No sé cómo vamos a salir de aquí —le dijo Hook a Melisenda, que no le entendió. Hizo un gesto afirmativo, en cualquier caso, y se quedó dormida bajo los adobes, con la cabeza apoyada en el hombro del arquero que, con los ojos cerrados, se encomendaba a Crispiniano—. Ayúdanos a escapar de este lugar —le suplicó al santo—, ayúdame a regresar a mi tierra —aunque bien mirado, pensó, un proscrito no tiene adonde ir.

—Regresarás a tu país —le aseguró san Crispiniano.

Hook se quedó sin palabras, preguntándose cómo un santo podía hablar con él. ¿Serían cosas de su imaginación? El caso es que la voz sonaba real, tanto como los alaridos de los arqueros en su agonía. Teniendo en cuenta que los franceses habrían apostado centinelas en todas las puertas, empezó a discurrir la forma de huir de aquella ratonera.

—No olvides el boquete —le musitó san Crispiniano, como quien no quiere la cosa.

—Claro; podemos escapar por la brecha —le dijo a Melisenda, que seguía dormida.

Al caer la noche, vio unos cerdos que, lejos de las pocilgas que ocupaban a espaldas de las casas de la ciudadela, se daban un festín con los cadáveres de los arqueros. Aparte de la cerveza y el vino, saciados los apetitos carnales de los vencedores, Soissons parecía un lugar mucho más tranquilo. Salió la luna, pero Dios envió unas nubes altas que la envolvieron en una neblina plateada que acabó por ocultarla. A oscuras, Hook y Melisenda fueron escaleras abajo y salieron a una hedionda calle. Era medianoche; los hombres roncaban en las casas que habían arrasado. Nadie estaba de guardia en la brecha. Envuelta en la sobrevesta ensangrentada de sir Roger, ella no se soltó de la mano de Hook mientras sorteaban como podían los cascotes de la muralla. Pasaron el lugar maloliente donde se encontraban las curtidurías y, colina arriba, dejando atrás el campamento de las tropas asaltantes, llegaron a un frondoso bosque, donde no olía a sangre ni a cadáveres en descomposición.

De Soissons no quedaba nada, pero Hook y Melisenda estaban vivos.

—Hablo con los santos —le comentó al amanecer—, al menos con Crispiniano. Su compañero es más estirado. A veces, también dice algo, pero es parco en palabras.

—Crispiniano —repitió Melisenda; Hook estaba encantado de que le hubiera entendido algo.

—Parece simpático —añadió el arquero—, y vela por mí. ¡Igual que por ti, me imagino! —continuó con una sonrisa, más confiado—. Lo primero que vamos a hacer, moza, es buscarte un atuendo adecuado. Estás muy rara con ese capote.

Cierto que el aspecto de Melisenda resultaba extraño, pero era preciosa. Hook, sin embargo, no reparó en su belleza hasta el amanecer del día siguiente cuando, entre las ramas y el follaje de la espesura, el sol envió un millón de reflejos verdes y dorados que iluminaron los pómulos de un rostro delicado, aureolado por unos cabellos tan oscuros como la noche. Sus ojos eran de un gris tan pálido como la luz de la luna; la nariz, alargada, con un marcado hoyuelo en la barbilla, fiel reflejo de su carácter, como Hook no tardaría en descubrir. Extremadamente delgada, era puro nervio y sentía desprecio por los pusilánimes. De boca grande, expresiva y parlanchina, Hook consiguió enterarse de que había sido novicia de un convento de monjas que tenían prohibido hablar. A lo largo de aquellos primeros días, todo parecía indicar que Melisenda estaba ansiosa por resarcirse de los meses de obligado silencio a que había estado sometida. Aunque no entendía ni jota, la escuchaba boquiabierto, mientras la joven parloteaba por los codos.

El primer día se quedaron en el bosque. De vez en cuando, vieron a unos cuantos jinetes por los hayedos del valle. Eran los vencedores del sitio de Soissons, pero ya no iban vestidos para la guerra: algunos practicaban la cetrería, otros cabalgaban por placer, pero ninguno de ellos molestó a los contados fugitivos que, por lo visto, habían conseguido escapar de Soissons y emprendían la ruta que llevaba al sur. Por si acaso, Hook prefirió evitar cualquier encontronazo con un francés, y permanecieron ocultos hasta que se hizo de noche. Había tomado la decisión de dirigirse hacia el oeste, es decir, a Inglaterra. Si bien, siendo un proscrito, su país se le antojaba tan azaroso como Francia, no se le ocurrió otro sitio mejor adonde ir. Melisenda y él viajaban de noche, a la luz de la luna. Comían de lo que robaban, normalmente algún cordero que Hook distraía en mitad de la oscuridad. Se andaban con ojo con los perros que guardaban los rebaños, pero san Crispín, con su cayado de pastor, debía de velar por ellos, porque jamás le atacó un perro mientras degollaba un cordero. Arrastraban el animal muerto a la espesura, disponían una hoguera y asaban la carne.

—Puedes ir a donde te plazca —le dijo a Melisenda una mañana.

—¿Ir? —le preguntó la joven, con cara de sorpresa, porque no entendía lo que le decía.

—Que te vayas si quieres, moza. ¡Eres libre! —añadió, indicando el sur con las manos; a modo de respuesta, hubo de soportar una malhumorada retahíla en francés; no entendió nada, pero dio por sentado que Melisenda quería seguir a su lado.

Y se quedó. La presencia de la muchacha era un alivio y un motivo más de preocupación. Hook no sabía cómo salir de Francia y, caso de conseguirlo, no se imaginaba qué futuro le esperaba. Rezó a san Crispiniano, con la esperanza de que, si llegaba a pisar suelo inglés, el mártir no dejase de ayudarle. Pero el santo guardaba silencio.

Si bien san Crispiniano no le aclaraba nada, les envió a un sacerdote, el curé de una parroquia no lejos del río Oise. El cura se topó con los dos fugitivos dormidos al pie de un sauce caído, en un espeso alisal, y se los llevó a su casa, donde su mujer les dio de comer. El padre Michel era un hombre amargado y malhumorado, pero sintió lástima por ellos. Hablaba algo de inglés, lengua que había aprendido ejerciendo como capellán de un señor francés que, en su mansión, mantenía en cautividad a un prisionero inglés. La experiencia de la capellanía había convertido al padre Michel en una persona que renegaba de toda autoridad constituida, ya fuera rey, obispo o noble. Tal disposición de ánimo le bastó para decidirse a echar una mano al arquero inglés.

—Tendrás que ir a Calais —le dijo.

—Soy un proscrito, padre.

—¿Proscrito? —el cura tardó en comprender lo que trataba de decirle, pero no entendía la razón de aquel miedo—. ¿Así que proscrit, eh? Inglaterra es tu patria, un vasto país, ¿no es así? Puedes regresar a tu tierra, y asentarte lejos del sitio donde delinquiste. ¿Qué pecado cometiste, si puede saberse?

—Pegué a un cura.

El padre Michel se echó a reír, y le dio una palmada en la espalda.

—¡Bien hecho! Confío en que fuese un obispo.

—No, sólo cura.

—La próxima vez, zurra a un obispo, ¿de acuerdo?

Hook echaba una mano para que su estancia en aquel cobijo no resultase gravosa. Cortaba leña para el fuego, adecentaba zanjas y ayudó al padre Michel a arreglar la techumbre de la vaquería; Melisenda cocinaba, limpiaba y zurcía con la mujer del cura.

—La gente de por aquí no os delatará —le comentó el párroco, muy convencido.

—¿Cómo está tan seguro, padre?

—Porque me tienen miedo. Saben que puedo mandarlos al infierno —aseguró el cura, muy serio.

Le gustaba hablar con Hook para mejorar su inglés. Un día, mientras el arquero podaba los perales que había detrás de la casa, escuchó la aturullada confesión de que el muchacho oía voces. El padre Michel se santiguó.

—¿No será la voz del diablo? —le interpeló.

—Por eso no estoy nada tranquilo —admitió Hook.

—Bah, no creo —repuso el cura, afablemente—. ¡Menuda poda que le has dado a ese árbol!

—El peral estaba que daba pena, padre. Tenía que haberlo podado el pasado invierno. No tema, le vendrá bien. Si quiere peras, no puede dejarlo crecer a su aire. Hágame caso. ¡Pode, pode sin miedo! Aunque le parezca que ha ido demasiado lejos, ¡pódelo otro tanto la próxima vez!

—¿Con que pode y pode, eh? Como no dé peras el año que viene, ni por un momento dudaré que has caído en manos del maligno.

—La voz que oigo es la de san Crispiniano —replicó Hook, al tiempo que cercenaba otra rama.

—Que sólo puede hacerlo con el consentimiento de Dios —aseveró el cura, santiguándose otra vez—, lo que viene a ser como si Dios hablase contigo. No sabes lo contento que estoy de que los santos no me hayan elegido a mí.

—¿Lo dice en serio?

—Soy de la opinión de que quienes dicen oír voces o son santos también, o carne de hoguera.

—Yo no soy santo —contestó el muchacho.

—Pero Dios te ha elegido, y sus decisiones son inescrutables —concluyó el padre Michel, con una carcajada.

Como el cura también hablaba con Melisenda, Hook pudo saber algo más de la joven. Según el clérigo, era hija de un noble, apodado le Seigneur d'Enfer, y de una sirvienta.

—Así que tu Melisenda es otra de esas hijas bastardas de un noble señor, venida al mundo para complicar las cosas —concluyó el cura.

El padre de la joven había apalabrado el ingreso de aquella hija como novicia en el convento de monjas de Soissons, donde había trabajado como fregona en la cocina del monasterio.

—Así es cómo los señores ocultan sus deslices —concluyó el padre Michel, con un deje de amargura—, metiendo a sus bastardos entre rejas.

—¿En la cárcel?

—Ella no quería ser monja. ¿Sabes cómo se llama?

—Melisenda.

—Como la que fue reina de Jerusalén —comentó el padre Michel, con una sonrisa—, y la tal Melisenda está enamorada de ti —Hook calló la boca—. Cuida de ella —le recomendó el cura, muy serio, el día que se fueron.

Abandonaron el lugar disfrazados. No resultaba fácil disimular la estatura de Hook, pero el padre Michel le proporcionó una túnica blanca de penitente y un badajo de leproso, un trozo de madera unido con tiras de cuero a dos tablillas. Melisenda, también vestida de penitente y con sus cabellos negros cortados de cualquier manera, encaminó sus pasos en dirección al noroeste. Parecían dos peregrinos en busca de un remedio para la enfermedad de Hook. Vivían de las limosnas que les arrojaba la gente, que preferían ni acercarse al joven, en cuanto éste, haciendo sonar estrepitosamente el badajo, anunciaba el peligro del que era portador. Se desplazaban con cautela, evitando los pueblos grandes; así, dieron un enorme rodeo para sortear la enorme nube de humo que se alzaba sobre la ciudad de Amiens. Dormían en los bosques, en cuadras para el ganado o en almiares. La lluvia los empapaba y el sol los calentaba, hasta que un día, a orillas del río Canche, se hicieron amantes. Tras haber yacido juntos, Melisenda guardó silencio, pero siguió abrazada a Hook, quien musitó una plegaria de acción de gracias a san Crispiniano que, por lo visto, el santo prefirió no escuchar.

Al día siguiente, se dirigieron hacia el norte, siguiendo una senda que discurría por un anchuroso campo entre dos bosques, en cuyo extremo occidental, medio oculto por una arboleda, atisbaron un pequeño castillo. Se tomaron un respiro en la espesura que miraba a oriente, no lejos de la cabaña en ruinas de un guardabosques, que aún conservaba la techumbre de musgo. En aquellas tierras crecía la cebada: las espigas se mecían suavemente al compás de la brisa. El aire llevaba los dulces trinos de las alondras, y Hook y Melisenda se quedaron adormecidos bajo el calor de las postrimerías de aquel verano.

—¿Qué estáis haciendo por aquí? —preguntó una voz áspera; un jinete, ricamente ataviado y con un halcón encapuchado en el antebrazo, los observaba desde el lindero del bosque.

Melisenda se arrodilló en señal de sumisión y agachó la cabeza.

—Guío a mi hermano hasta Saint-Omer, mi señor —contestó.

El caballero, que lo mismo podía ser noble que no serlo, reparó en el badajo que llevaba Hook, y obligó a recular al caballo.

—¿Qué buscáis en estos parajes? —les preguntó.

—Venimos a implorar la bendición de san Audomar, mi señor —repuso Melisenda.

El padre Michel les había contado que Saint-Omer estaba cerca de Calais, y que mucha gente acudía al sepulcro del santo, que allí se veneraba, en busca de un milagro. Les había aconsejado también que dijesen que iban a Saint-Omer, antes que admitir que se dirigían al enclave inglés que se alzaba en las proximidades de Calais.

—Que Dios os guarde durante el viaje —replicó de mala gana el caballero, al tiempo que arrojaba una moneda a la techumbre de musgo.

—¡Mi señor! —le llamó la muchacha.

—¿Qué se te ofrece? —respondió el jinete volviendo grupas.

—¿Dónde estamos, mi señor? ¿Falta mucho para Saint-Omer?

—Tenéis una larga jornada de viaje por delante —contestó el caballero, sujetando las riendas de su montura—. Qué más os da cómo se llame este lugar. Seguro que jamás lo habréis oído nombrar.

—Seguro que no, mi señor —convino Melisenda.

El hombre se la quedó mirando un instante y se encogió de hombros.

—¿Veis aquel castillo? —dijo, señalando unas almenas que apuntaban por encima de los bosques que daban al oeste—. Se llama Azincourt. Espero que tu hermano se cure —se hizo con las riendas y espoleó su montura por los campos de cebada.

Hubieron de pasar cuatro días hasta que llegaron a las marismas que rodeaban Calais. Se movían con sigilo, para evitar las patrullas francesas que merodeaban por los alrededores de la población, en manos de los ingleses. Al caer la noche, llegaron al puente Nieulay, del que arrancaba la calzada que llegaba hasta la ciudad. Unos centinelas les dieron el alto.

—¡Soy inglés! —les gritó Hook que, sin soltar a Melisenda, se acercó con cautela al círculo de luz que iluminaba la puerta que daba al puente.

—¿De dónde sales, amigo? —le preguntó un hombre de barba gris, cubierto con un casco que le venía pequeño.

—Venimos de Soissons —repuso el arquero.

—Que venís de… —el hombre se acercó para ver de cerca a Hook y a su acompañante—. ¡Santo cielo! ¡Vamos, adelante!

Así fue cómo Hook cruzó la pequeña puerta que, empotrada en el portón, permitía que Melisenda y él pusiesen un pie en Inglaterra, donde Hook era un proscrito.

San Crispiniano había cumplido la palabra dada: Hook había regresado a casa.