Capítulo 5

Durante los primeros días del asedio, Hook pensó que nunca haría otra cosa que cavar zanjas.

—Una vez mi madre, borracha, se cayó en un pozo negro —les contaba Tom Scarlet—. Se le cayeron unas cuantas monedas y trató de recuperarlas con un rastrillo.

—Es que eran unas piezas magníficas, de plata antigua, ¿o no? —intervino Matthew Scarlet.

—Unas monedas que mi padre había encontrado en un ánfora enterrada —continuó su gemelo—. Las agujereó y las ensartó en un trozo de cuerda de arco.

—Que se rompió —añadió Matt.

—Por eso mi madre trató de recuperarlas con un rastrillo —siguió refiriendo Tom—, y se cayó de cabeza en el pozo negro.

—Pero recuperó las piezas —aseguró Matt.

—Y la cordura al instante —remachó Tom Scarlet—, pero no podía parar de reírse. Nuestro padre la llevó al estanque de los patos y la metió dentro. La obligó a quitarse la ropa que llevaba y los patos echaron a volar al ver a una mujer desnuda que chapoteaba sin dejar de reír. ¿Te acuerdas? ¡Los de la aldea se lo pasaron en grande!

La primera orden que dio el rey fue que quemasen todas las casas adosadas al lienzo exterior de la muralla para que no se interpusiese ningún obstáculo entre las defensas y los proyectiles de la artillería, tarea que fue llevada a cabo de noche, de forma que las llamas se alzaron en la oscuridad, iluminando los estandartes desafiantes que colgaban de las blanquecinas murallas de Harfleur. Durante todo el día siguiente, en la vaguada rodeada de agua que se extendía entre las colinas que albergaban el puerto, estuvo flotando el humo que salía de las casas calcinadas, y Hook no pudo evitar acordarse de la humareda que había cubierto los alrededores de Soissons.

—Al cura no le pareció bien —continuó Matthew, siguiendo el hilo de la anécdota que estaba contando su hermano—, pero es que el cura de nuestra parroquia era un cabrón redomado. No se le ocurrió nada mejor que denunciar a mi madre en el tribunal del señorío, alegando que había perturbado el orden. No obstante, su señoría le dio tres chelines para que se comprase ropa nueva y un beso por sentirse tan feliz, añadiendo que podía nadar en la mierda siempre que le viniese en gana.

—¿Y lo hizo? —preguntó Peter Scoyle, que era un caso único. Era un arquero, nacido y criado en Londres; fue aprendiz de un fabricante de peines, y lo condenaron por provocar una reyerta que acabó en asesinato, pero obtuvo el perdón a cambio de enrolarse en el ejército del rey.

—Nunca jamás —aseguró Tom Scarlet—. Siempre decía que, con bañarse en mierda una vez en la vida, había tenido suficiente.

—¡Basta con bañarse una vez en la vida! —aseveró el padre Christopher, que había escuchado el relato de los gemelos—. ¡Hay que ser precavidos con eso de la higiene, muchachos! El bienaventurado san Jerónimo nos advierte que un cuerpo demasiado limpio es señal de que esconde un alma sucia en su interior, y nuestra venerada santa Inés afirmaba con orgullo que no se había lavado en su vida.

—No creo que Melisenda estuviera de acuerdo —dijo Hook—. Le gusta sentirse limpia.

—¡Hazla entrar en razón, Hook! —añadió el cura, con gravedad—. Todos los médicos se muestran de acuerdo al afirmar que la limpieza estropea la piel, y nos hace propensos a contraer enfermedades.

Cuando acabaron con los muladares, Hook y cien arqueros más se dirigieron al norte de la cuenca por donde discurría el río Lézarde y se pusieron a cavar de nuevo: en esta ocasión para levantar un gran dique a lo ancho del valle. Echaron abajo una docena de casas medio en ruinas de una aldea, y utilizaron las vigas para reforzar el enorme cercado terrero que detendría el curso de la corriente fluvial. El Lézarde era un río pequeño y el verano había sido seco; con todo, les llevó cuatro días levantar una barrera lo bastante alta como para desviar casi todo el agua que llevaba hacia el oeste. Para cuando Hook y sus compañeros regresaron a Harfleur, ya había bajado el caudal del agua, aunque los terrenos que rodeaban la ciudadela seguían inundados, y el propio río se desbordaba originando un enorme lago en la parte norte del enclave.

Después, excavaron zanjas para las piezas de artillería. Dos bombardas, una de ellas bautizada como Londinense, porque la habían costeado los ciudadanos de Londres, ya estaban instaladas, y lanzaban bolaños contra el baluarte fortificado que los sitiados habían construido ante la puerta del Eure. Tras rodear la ciudadela, un tercio del contingente inglés, las tropas del duque de Clarence, hermano del rey, atacaban por el flanco oriental de Harfleur. Disponían también de piezas de artillería que, por casualidad, habían requisado, tras caer en sus manos un convoy de pertrechos que se dirigía a abastecer la ciudad. Los artilleros holandeses que habían sido contratados por los franceses para defender Harfleur de los invasores aceptaron de buen grado el dinero que les ofrecieron los ingleses y no dudaron en dirigir sus armas contra los sitiados. La ciudadela estaba rodeada. No podía recibir refuerzos a menos que lograran abrirse paso entre las filas del ejército inglés o consiguiesen eludir los barcos de guerra de la flota real que custodiaban la bocana del puerto.

El día que acabaron de cavar las zanjas para la artillería, Hook y otros cuarenta arqueros subieron a la cima de la colina que se alzaba al oeste del campamento por el mismo camino que había seguido el ejército inglés para llegar a las inmediaciones de Harfleur. Habían recibido la orden de talar los enormes robles que la coronaban y cortar las ramas más rectas, serrarlas según las dimensiones de un arco largo y cargarlas en unas carretas. Era un día sofocante. Media docena de arqueros se quedaron en al sendero junto a las enormes sierras de doble asa; el resto se dispersó por el altozano. Peter Goddington señaló los árboles que tenían que talar, y destinó dos arqueros por roble. A Hook y a Will of the Dale les tocó en el extremo sur y, cerca de ellos, sólo estaban los gemelos Scarlet, por el lado del mar. Melisenda había ido con Hook. Tenía las manos agrietadas de tanto lavar, y aún le quedaban montones de ropa que hervir y restregar a fondo en el campamento, pero el administrador de sir John había consentido en que acompañase a Hook. Llevaba la pequeña ballesta a la espalda: nunca se separaba de los hombres de sir John sin tenerla a mano.

—Si ese cura se atreve a tocarme, dispararé contra él y contra sus amigos —le había dicho.

El joven asintió, pero no dijo nada. Por supuesto que podría disparar contra uno de ellos, pero volver a ponerla a punto llevaba tanto tiempo que no creía que tuviese posibilidad de defenderse de más de un hombre.

Los árboles amortiguaban el rugido de las descargas de la bombarda y mitigaban el estruendo de las bolas de piedra que se estrellaban contra los muros de Harfleur. Las hachas que utilizaban eran muy pesadas.

—¿Por qué os habéis alejado tanto del campamento? —le preguntó la joven.

—Porque ya habíamos talado todos los árboles grandes que teníamos cerca —contestó Hook, doblado por la cintura, descargando hachazos con todas sus fuerzas en el tronco de un roble, del que saltaban astillas.

—Además tampoco estamos tan lejos —añadió Will of the Dale, que permanecía apartado, dejando el trabajo en manos de Hook, algo que a éste no le importaba, acostumbrado a manejar el hacha, como guardabosques que era.

Con gran esfuerzo, Melisenda tensó la ballesta, sin permitir que Hook o Will la ayudaran a dar vueltas a la gafa. Cuando por el chasquido de la nuez comprendió que la cuerda estaba tensada al máximo, sudaba a mares. Colocó una ballesta en la verga y apuntó a un árbol que no estaría a más de diez pasos. Frunció el ceño, se mordió el labio inferior, disparó el dardo y observó cómo salía lanzado a cosa de un metro para ir a parar a unos matorrales.

—No os riáis —les advirtió a los dos, antes de que lo hicieran.

—No me estoy riendo —dijo Hook, sonriendo a Will.

—Ni se me ocurriría —comentó Will.

—Ya aprenderé —aseguró Melisenda.

—Aprenderías más deprisa, si mantuvieses los ojos abiertos —aventuró Hook.

—Es difícil —contestó la joven.

—Mira por debajo del dardo —le aconsejó Will—, mantén recta la ballesta y acciona el dispositivo con soltura y suavemente, ¡y que Dios te asista! —expresión que taimadamente improvisó al escuchar la voz del padre Christopher.

La muchacha le dio la razón, y tensó la ballesta de nuevo. Pasó un rato largo antes de que se oyese el chasquido; entonces, en lugar de dispararla, dejó el arma en el verdín, se quedó mirando a Hook y pensó en cómo se las compondría aquel muchacho para que hasta la tala de un enorme roble pareciera cosa fácil, tan sencilla como disparar un arco.

—Voy a ver si puedo echar una mano a los gemelos, porque tú vas sobrado, Hook —dijo Will.

—Tienes razón —convino Hook—; vete y ayúdalos. Ya sabes que son hijos de un batanero, así que no saben lo que es trabajar de verdad.

Will recogió el hacha, la aljaba, el arco enfundado y desapareció hacia el sur. Melisenda esperó a que se fuera, y se puso a mirar la ballesta tensada como si nunca antes la hubiera visto.

—El padre Christopher ha venido a verme —dijo, en voz baja.

—¿Ah, sí? —comentó Hook, distraídamente, mientras miraba la copa del árbol y el tajo que había horadado—. Esta enormidad está a punto de caer —le advirtió; se dirigió al otro lado del tronco, clavó el hacha en la madera y la sacó como si tal cosa—. ¿A qué fue el cura?

—Quería saber si pensábamos casarnos.

—¿Nosotros? ¿Casarnos? —descargó el hacha de nuevo y un trozo de madera saltó por los aires cuando Hook sacó la hoja: sentía la tensión en el interior del roble, el desgarro silente de la madera que precedía a la muerte del árbol. Retrocedió hasta donde estaba Melisenda, bastante alejada del árbol. Se fijó en la ballesta preparada y, a punto estuvo de decirle que el arma perdería fuerza si mantenía la cuerda tirante durante mucho tiempo, cuando pensó que tampoco era mala idea: una empulguera más dúctil sería más fácil de tensar—. ¿Casarnos? —repitió.

—Eso dijo.

—¿Y qué le respondiste?

—Que no lo sabía —repuso, bajando los ojos—, que quizá.

—Muy bien —acertó a decir Hook, en el instante en que la madera emitió un crujido, se desgarró y el enorme roble se precipitó al suelo, lentamente al principio, más rápido después hasta caer en un tumulto de hojas y ramas estremecidas. Las aves gritaron, el bosque pareció sobresaltarse, pero fue sólo cosa de un momento: al cabo, lo único que se oía era el golpeteo de otras hachas en el altozano—. Lo mismo pienso yo —dijo Hook, pausadamente—; no es mala idea.

—¿De verdad?

—Pues, sí; me parece bien —afirmó.

Le miró y se quedó callada un momento; luego, recogió la ballesta.

—Así que he de mirar por debajo de la saeta y sujetar el arma con firmeza —comentó.

—Y disparar con suavidad —añadió él—; contén la respiración cuando lo hagas, y no mires al dardo; fíjate sólo en el sitio al que quieres acertar.

Aunque se había acercado un par de pasos, hizo un gesto de conformidad con la cabeza, colocó una ballesta en la verga y apuntó al mismo árbol en el que antes había fallado. Hook la observaba, vio cómo se concentraba y sintió cómo vacilaba antes de disparar. Contuvo la respiración, cerró los ojos, soltó la nuez y la saeta pasó rozando el árbol para ir a caer ladera abajo. Desesperada, Melisenda miraba a todas partes, preguntándose a dónde habría ido a parar.

—No dispones de tantos dardos —observó Hook—, porque éstos están especialmente diseñados para esta ballesta.

—En ese caso, tendré que ir a buscarlos.

—Vete, mientras yo corto un par de ramas —le dijo, con una sonrisa.

—Sólo me quedan nueve.

—Mejor sería que tuvieses once.

Depositó la ballesta en el suelo, y echó a andar ladera abajo hasta desaparecer entre unos verdes matorrales bañados por la luz del sol. Hook tensó la ballesta hasta la nuez sin esfuerzo, convencido de que un más frecuente uso del arma suavizaría la arbalesta y, de paso, ayudaría a Melisenda. Se dispuso a cortar las ramas, sin dejar de preguntarse qué razones tendría el rey para ordenarles que se hiciesen con tantas ramas rectas del tamaño de un arco largo como pudieran. Pensó que no era de su incumbencia, y cortó una segunda y una tercera ramas. Acabarían por serrar aquel enorme tronco pero, por el momento, lo dejó donde había caído. Cortó unas cuantas ramas más pequeñas, y escuchó el desplome de otro árbol abatido en las proximidades. Unas cuantas palomas salieron revoloteando de las ramas. Estaba pensando que ya era hora de ir en busca de Melisenda, que ya debía de andar lejos, y ayudarla a recuperar las saetas, cuando vio que la muchacha regresaba a todo correr, con cara de susto y los ojos en blanco, señalando la ladera que descendía hacia el oeste.

—¡Hombres! —dijo.

—Pues claro que hay hombres —respondió Hook, mientras cortaba una rama del tamaño de un brazo de un solo y certero hachazo—. Estamos por todas partes.

—Jinetes —susurró Melisenda—, ¡chevaliers!

—Serán de los nuestros —replicó Hook; los jinetes ingleses inspeccionaban a diario los alrededores, vigilantes para que no llegasen víveres a Harfleur, y ojo avizor por si aparecía el ejército francés que, al decir de todo el mundo, no dudaría en acudir en ayuda de la ciudadela sitiada.

—¡Son franceses! —musitó la joven.

Hook no las tenía todas consigo; a pesar de todo, empuñó el hacha y enterró la hoja en el árbol caído, dio un salto y la tomó del brazo.

—Vamos a echar un vistazo.

Desde luego, eran soldados, hombres a caballo por una hondonada de helechos que discurría entre los árboles. Hook vio a una docena de jinetes que marchaban de uno en uno por el sendero, y tuvo el presentimiento de que, detrás, venían más. Y tuvo que darle la razón a Melisenda: ninguno de ellos llevaba la cruz de san Jorge. Lucían sobrevestas, con libreas que no había visto nunca, y todos llevaban armadura y yelmo. Como llevaban las viseras levantadas, a la sombra del acero, Hook llegó a percibir el brillo de los ojos del caballero que iba al frente. El hombre alzó una mano, y la columna se detuvo; miró atentamente a la ladera, tratando de descubrir el lugar exacto de donde salían los hachazos y, en éstas estaba, cuando más hombres a caballo salieron de la espesura.

—Franceses —le susurró Melisenda.

—Lo son —repuso Hook, en voz baja: la mayoría de los jinetes empuñaban espadas.

—¿Qué hacemos? —insistió la muchacha, casi bisbiseando—. ¿Nos ocultamos?

—No —replicó Hook, que de sobra sabía lo que tenía que hacer: con toda claridad, sin albergar ninguna duda, sin titubeos; la llevó en volandas hasta el árbol talado, se hizo con la ballesta preparada y echó a correr por los riscos—. ¡Franceses! —gritó—. ¡Están aquí! ¡A las carretas, deprisa! —vociferaba—. ¡A las carretas! —mientras echaba a correr a la derecha, alejándose de los carromatos, hasta dar con Tom Scarlet y Will of the Dale, que le observaban atónitos—. Will imita la voz de sir John —le gritó Hook a Will of the Dale, que no salía de su asombro—. Diles que los franceses están aquí, que todos regresen a las carretas. ¡Que imites la voz de sir John! —le insistió Hook sin miramientos, zarandeando al carpintero—. ¡Ya están aquí los malditos franceses! ¡Vamos, deprisa! ¿Dónde anda Matt? —le preguntó a Tom Scarlet que, sin articular palabra, apuntó hacia el sur.

Will of the Dale puso manos a la obra. Volvió a lo alto de la colina y recurrió al truco de imitar el áspero vozarrón de sir John para que los arqueros regresasen a los carruajes que aguardaban en el camino. Confundido al oír tales voces, Peter Goddington buscó al gentilhombre por todas partes, pero sólo consiguió ver a Hook, a Melisenda y a Tom Scarlet.

—¿Qué demonios os pasa? —les preguntó, furioso.

—Los franceses, sargento —le aclaró Hook, señalando a la ladera occidental.

—¡No digas tonterías, Hook! —replicó Goddington—. No hay ni un solo francés por estos parajes.

—Los he visto —insistió Hook—. Jinetes, con armadura y blandiendo espadas.

—Serían de los nuestros, estúpido —repuso el centenar—. Probablemente, una avanzadilla en busca de forraje.

Parecía estar tan seguro de lo que decía que hasta Hook comenzó a dudar de lo que había visto, perplejidad que fue a más al comprobar que, a pesar de que habrían oído las voces en el altozano, parecieron no darse por enterados. Se había imaginado que los jinetes se lanzarían colina arriba y aparecerían entre los árboles, pero no vieron a nadie. El arquero seguía en sus trece.

—Le digo que eran unos veinte, con armadura y una librea que no había visto nunca. Melisenda también los vio.

El sargento se quedó mirando a la joven y decidió no tener en cuenta su opinión.

—Voy a echar una ojeada —dijo a regañadientes—. ¿Dónde dices que los viste?

—Ahí abajo, entre los árboles que hay al pie de la ladera —dijo Hook, señalando con la mano—. No van por el sendero. Se mueven entre los árboles, como si quisieran pasar desapercibidos.

—Más te vale que no sean imaginaciones tuyas —refunfuñó el centenar, mientras se dirigía colina abajo.

—¿Dónde está Matt? —le preguntó otra vez Hook a Tom Scarlet.

—Dijo que iba a ver el mar —repuso el muchacho.

—¡Matt! —gritó Hook, usando las manos como bocina.

No hubo respuesta. Lo único que se escuchaba por el lado de la pendiente que descendía hacia el este era el susurro de las ramas agitadas por el aire cálido y los graznidos de los pinzones. De las filas inglesas se alzó el estruendo de una bombarda, que retumbó por la vaguada y entre las colinas hasta confundirse con el estrépito del impacto del bolaño. Pero no oía ni tintineo de bridas ni golpeteo de cascos, y ya dudaba si no habrían sido imaginaciones suyas. En lo alto, habían cesado las voces, señal de que los sorprendidos arqueros se habían agrupado junto a las carretas.

—Nunca antes habíamos visto el mar, no hasta que hicimos esta travesía, y Matt quería volver a verlo —dijo Tom Scarlet, muy intranquilo.

—¡Matt! —volvió a gritar Hook, pero sin respuesta.

Peter Goddington se había esfumado tras un risco. Hook dejó la ballesta en manos de Melisenda, desenfundó su arco, lo encordó y colocó una flecha en la albura. Caminó hasta el borde de la hondonada y acechó donde crecían los helechos. Sólo vio a Peter Goddington, pero ni un solo jinete. El centenar alzó la vista y dirigió a Hook una mirada cargada de reproche.

—Aquí no hay nadie, imbécil —gritó; y, en ese momento, Hook vio cómo dos jinetes abandonaban la arboleda que quedaba a la derecha.

—¡A su espalda! —le gritó; Goddington echó a correr cuesta arriba, mientras Hook alzaba el arco, tensaba la cuerda y disparaba en el momento en que el jinete más próximo al centenar viraba a la izquierda. La flecha, un afilado venablo, rebotó en la hombrera metálica que protegía al jinete. El caballero asestó una estocada con la espada que blandía y, cuando Hook ya sacaba otra flecha de la aljaba, observó una repentina mancha de sangre de un rojo brillante en la hierba verde y resplandeciente; vio cómo Peter Goddington trastabillaba con la cabeza ensangrentada y, cuando el segundo jinete, empuñando la espada a modo de lanza, le ensartó por la espalda, el centenar cayó al suelo.

Hook disparó otra flecha. Las plumas blancas surcaron como un rayo las zonas sombreadas y soleadas, y la punta de hierro que remataba el astil de roble traspasó el peto del segundo jinete, derribándole de su alta silla. En ese instante, aparecieron más hombres a caballo que, abandonando al galope la espesa arboleda, ya se dirigían al pie de la colina.

—¡Nick, Nick! —le gritó Tom Scarlet, dándole en el brazo.

Cundió el pánico: más jinetes se aproximaban por su izquierda, entre el lugar donde ellos se encontraban y el mar. Hook tiró de una manga a Melisenda y la obligó a retroceder. No había reparado en la columna que avanzaba más al sur. Cayó en la cuenta de que los franceses se habían dividido en dos partidas y que sólo había visto una. Echó a correr a la desesperada, oyendo el fuerte retumbar de los cascos cada vez más cerca, apartó rápidamente a Melisenda a un lado y saltó en sentido contrario, como liebre perseguida por sabuesos, para darse de morros con un caballero. Se echó a rodar por el verdín. Corrió hacia su izquierda como alma que lleva el diablo, buscando refugio en el tronco hueco de un enorme roble. No le valió de nada: estaba rodeado. Llegaron más jinetes; desde lo alto de su montura, uno de ellos se echó a reír al ver que Melisenda y los dos arqueros estaban atrapados.

—¡Matt! —gritó Tom, y Hook vio que habían hecho prisionero a Matthew Scarlet: un francés, que lucía una sobrevesta azul y verde, le traía amarrado por el cuello del jubón y lo arrastraba al paso de su caballo.

—Arqueros —dijo uno de los caballeros: un mismo vocablo designaba en francés y en inglés a aquellos soldados, y el hombre lo pronunció con no poca satisfacción.

¡Pére! —acertó a decir Melisenda—. ¿Pére?

Hook observó el halcón humillado bajo el sol en una sobrevesta recién bordada y reluciente, casi tan refulgente como la hoja de la espada que lo amenazaba en ese momento y cuya punta se detuvo, de repente, a un palmo de su cuello. El jinete, encaramado en la silla de su caballo de batalla con las piernas estiradas, miró a Hook desde arriba. Del pomo del aparejo, colgaba la pata de un corzo recién muerto, cuya sangre había salpicado los escarpines herrados del caballero, que no era otro que Ghillebert, Seigneur de Lanferelle, Seigneur d'Enfer.

Un señor feudal en toda su majestad, a lomos de un magnífico semental y revestido de una armadura metálica tan resplandeciente como el sol. De todos los jinetes, era el único que llevaba la cabeza al descubierto: sus largos cabellos negros, lisos y brillantes, le llegaban casi hasta la cintura; su rostro parecía de metal bruñido, anguloso, atezado como el bronce, de nariz de halcón y ojos penetrantes que le hacían chiribitas, mientras contemplaban a Hook, a merced de su espada, y a Melisenda, que empuñaba la ballesta ya preparada. No pareció sorprendido al descubrir a su hija en aquel tupido bosque de Normandía. Le dedicó una especie de mueca a modo de sonrisa y dijo algo en francés. Haciendo de tripas corazón, la muchacha abrió el morral que llevaba y colocó una saeta en la verga del arma. Ghillebert, señor de Lanferelle, podía habérselo impedido, pero se limitó a sonreír, mientras la joven alzaba de nuevo el arma y le apuntaba a la cara. Dijo algo más, tan deprisa que Hook no le entendió; vehemente, Melisenda le respondió con la misma celeridad.

Lejos, a espaldas de Hook, se oyó un grito desde la parte del camino que llevaba al campamento inglés. El señor de Lanferelle hizo un gesto a los suyos, dio una orden y todos se abalanzaron hacia el lugar donde se había producido el alarido. La mitad de sus hombres, dieciocho en total, lucían la librea del halcón y el sol; los demás llevaban la misma sobrevesta verde y azul que el hombre que había capturado a Matt Scarlet. Tan sólo él y un escudero que lucía las insignias de Lanferelle, permanecieron junto al Seigneur d'Enfer.

—Tres arqueros ingleses —dijo, de improviso y en inglés, Lanferelle; Hook recordó que el francés había aprendido su lengua mientras aguardaba, en cautividad, a que reuniesen el rescate exigido—, tres malditos arqueros, a pesar del oro que he ofrecido a los míos a cambio de los dedos de los puñeteros arqueros —añadió con una inopinada sonrisa, que realzó el contraste entre su blanca dentadura y el color oscuro de su tez, quemada por el sol—. Aprehendidos por mis hombres, hay por Normandía y Aquitania unos cuantos campesinos a quienes les faltan algunos dedos —lo dijo con orgullo, a juzgar por la carcajada que siguió a sus palabras—. ¿Sabes que es hija mía?

—Lo sé —repuso Hook.

—¡La más bonita de todas! Que yo sepa, tengo nueve, aunque sólo una con mi mujer. A ésta, sólo a ésta —añadió, mirando a Melisenda, que seguía apuntándole con la ballesta— quise apartar de los peligros del mundo.

—Lo sé —repitió Hook.

—Tenía que rezar por mi alma —afirmó Lanferelle— pero, si quiero salvar mi alma, por lo visto tendré que engendrar otras hijas.

Melisenda soltó un torrente de palabras, que sólo sirvieron para que Lanferelle se riese aún con más ganas.

—Te llevé al convento —continuó en inglés—, porque eras demasiado hermosa para caer en manos de un hediondo campesino, y de muy baja estofa para casarte con un noble. Pero, tengo la impresión de que has dado con tu campesino —prosiguió, dirigiendo una mirada burlona a Hook— y que el fruto ya ha sido catado, ¿no es así? Catada o no —añadió—, sigues siendo mía.

—Es mía —afirmó Hook, sin recibir contestación.

—¿Qué he de hacer, pues? ¿Obligarte a volver al convento? —se preguntó el caballero, sonriendo con deleite al ver cómo su hija alzaba un poco más la ballesta—. Sabes que no lo vas a hacer.

—Pero yo sí —dijo Hook, dándose cuenta al instante de lo baldío de su amenaza, porque no tenía una flecha a punto y sabía que no tendría tiempo de sacar una de la aljaba.

—¿Cómo se llama tu señor? —le preguntó Lanferelle.

—Sir John Cornewaille —contestó Hook, con un punto de orgullo.

Lanferelle se mostró agradablemente sorprendido.

—¡Sir John! ¡Todo un hombre! ¡Seguro que su madre lo engendró con algún francés! ¡Sir John! ¡Me cae bien sir John! —dijo, muy sonriente—. Pero, ¿qué hay de Melisenda? ¿Qué va a ser de mi pequeña novicia?

—No podía ni ver el convento —le espetó la joven en inglés.

Lanferelle se puso serio, confundido ante tanta vehemencia.

—Allí estarías a salvo —aventuró—, igual que tu alma.

—¿A salvo? —se revolvió Melisenda, fuera de sí—. ¿En Soissons? Mataron y violaron a todas las monjas.

—¿A ti también? —preguntó Lanferelle, con voz amenazante.

—Nicholas lo impidió —dijo, señalando a Hook—, porque mató a aquel hombre antes de que pasase nada.

Sus ojos se detuvieron un instante en Hook y, enseguida, volvió a dirigirse a Melisenda.

—Entonces, ¿qué quieres? —le preguntó, casi encolerizado—. ¿Un marido, alguien que vele por ti? ¿Qué te parece éste? —volviendo la cabeza hacia su escudero—. ¿Te ves casada con él? Es de buena cuna, aunque no muy alta. Su madre era hija de un talabartero.

El pobre escudero, que no entendía ni jota de lo que estaban hablando, se quedó mirando a Melisenda con ojos de lelo. En lugar de yelmo, llevaba un verdugo de malla que le protegía la cabeza y el cuello, una especie de capucha de metal que dejaba al descubierto una cara mugrienta, marcada de cicatrices de viruela, una nariz, que le habrían aplastado en alguna escaramuza, y unos labios carnosos y húmedos. Melisenda hizo un gesto de disgusto, y comenzó a hablar en francés, tan atropelladamente que Hook sólo entendió una parte de lo que decía. Irritada y con los ojos llenos de lágrimas, su padre parecía divertido con lo que escuchaba.

—Dice que quiere seguir a tu lado —le tradujo Lanferelle—, pero que depende de mí, de si permito que sigas con vida.

Pero Hook estaba pensando en cómo clavarle el arco, en cómo llegar a la garganta de Lanferelle o a la parte menos protegida de su babera, arremeter con el extremo revestido de cuerno de su arma y empuñarla con fuerza hasta traspasar el cerebro del francés.

—No —le dijo una voz en su cabeza, casi un susurro; sin duda, era la voz de san Crispiniano, que tanto tiempo había permanecido callado—. No —repitió el santo.

A punto estuvo el arquero de postrarse en señal de acción de gracias: su santo había vuelto. Lanferelle sonreía.

—No estarías pensando en cómo atacarme, ¿eh, inglés?

—Pues sí —admitió Hook.

—Antes te habría matado yo —dijo Lanferelle— y, quién sabe, a lo mejor acabo por hacerlo.

Miró hacia el lugar donde habían dejado las carretas, junto al camino. Aunque ocultas tras el tupido follaje estival, se oían fuertes gritos por aquel lado; Hook escuchó incluso el seco chasquido de las cuerdas de los arcos al disparar.

—¿Cuántos sois? —le preguntó Lanferelle.

Hook pensó en decirle una mentira, pero supuso que el francés no tardaría en averiguarlo, y admitió:

—Cuarenta arqueros.

—¿Ningún jinete?

—Ninguno —respondió Hook.

Lanferelle se encogió de hombros, como si aquella información no le importase demasiado.

—Así que pensáis apoderaros de Harfleur. ¿Y después? ¿Seguiréis hasta París? ¿A Ruán? Tú no lo sabes, pero yo sí. Seguiréis adelante. ¡Vuestro rey no se ha gastado una fortuna para conquistar un pequeño enclave portuario! Quiere algo más. Pero cuando os pongáis en camino, inglés, estaremos por todas partes, nos tendréis delante y también en la retaguardia, acabaremos con vosotros poco a poco, hasta que no quedéis más que un puñado y, en ese instante, os cercaremos y caeremos sobre vosotros como una manada de lobos sobre un rebaño. ¿He de permitir que mi hija pierda la vida porque tú estés tan débil que no puedas siquiera protegerla?

—Eso hice en Soissons, que no vos —dijo Hook.

Un gesto de ira surcó el rostro de Lanferelle. La punta de la espada se estremeció, pero sus ojos eran un fiel reflejo de las vacilaciones del francés.

—Velé por ella —dijo, en tono exculpatorio.

—Pero no lo suficiente —repuso Hook, con rabia—, y fui yo quien la encontró.

—Dios me lo envió —dijo Melisenda, hablando en inglés por primera vez.

—¿Así que fue cosa de Dios? —Lanferelle había recobrado el aplomo y parecía tomárselo a guasa—. De modo que piensas que Dios está de vuestra parte, ¿eh, inglés?

—Claro que lo está —afirmó Hook, convencido.

—¿Sabes cómo me llaman?

—El señor del infierno —contestó Hook.

—Es un apodo, inglés, un nombre como otro cualquiera para amedrentar a los ignorantes —asintió Lanferelle—. Pero, a pesar de ese apelativo, quiero que, cuando muera, mi alma vaya al cielo y, para eso, debo contar con personas que recen por mí. Necesito que se digan misas, que se canten himnos; necesito curas y monjas hincados de rodillas —para volver la cabeza hacia Melisenda—. ¿Por qué no habría de rezar por mí?

—Ya lo hago —dijo la joven.

—Pero la cuestión es: ¿escuchará Dios sus plegarias? —se preguntó Lanferelle—. Porque ha dado la espalda a Dios por ti: eso es lo que ha elegido. Veamos cuál es la voluntad de Dios, inglés. Levanta la mano —se quedó callado, pero Hook ni se movió—. ¿Quieres seguir con vida? —bramó Lanferelle—. ¡Que levantes la mano! ¡Ésa, no! —quería que Hook levantase la mano derecha, la mano que tenía las yemas de los dedos encallecidas por la fricción de la cuerda del arco.

Hook levantó la mano derecha.

—Separa los dedos —le ordenó Lanferelle, al tiempo que acercaba lentamente la espada hasta que la punta de la hoja rozó la palma de la mano del arquero—. Podría matarte ahora mismo —añadió—, pero a mi hija le gustas y le tengo cariño. Tomaste su sangre sin mi consentimiento, y las deudas de sangre con sangre se pagan —hizo un movimiento de muñeca, sólo de muñeca, con tanta destreza y tanta fuerza que la punta de la espada describió un arco en el aire con tal celeridad que Hook no tuvo tiempo de apartarse y le rebanó el dedo meñique con el filo de la espada; brotó y corrió la sangre; Melisenda dio un grito, pero no disparó la ballesta; al principio, Hook no sintió nada pero, al poco, el dolor le subía por el brazo.

—Ya está —dijo Lanferelle, en tono burlón—. Gracias a ella, aún conservas los dedos de los que te sirves para manejar el arco. Pero cuando te veas acosado por los lobos, inglés, tú y yo volveremos a vernos las caras. Si resultas vencedor, te quedarás con ella; de lo contrario, le espera el tálamo conyugal —añadió, señalando con un gesto al alelado escudero—, el lecho hediondo de un verraco tan salido que no deja de resoplar. ¿Te parece bien como trato?

—Dios nos dará la victoria —dijo Hook impidiendo que aflorase en su rostro el insoportable dolor que sentía en la mano.

—Permíteme que te diga algo más —añadió Lanferelle, inclinándose en la silla—. A Dios le importan una boñiga las pretensiones de tu rey o el mío. ¿Estás de acuerdo con el trato que te propongo y en que luchemos por Melisenda?

—Sí —contestó Hook.

—En ese caso, depositad las flechas en el suelo y arrojad lejos los arcos —les ordenó.

Hook comprendió que el francés quería evitar que le dispararan una flecha por la espalda al alejarse del lugar. Tom Scarlet y él arrojaron los arcos al amasijo de hojas y ramas del roble talado y dejaron caer las aljabas al suelo.

—Hemos hecho un trato, inglés —comentó un Lanferelle sonriente—, y el premio no es otro que Melisenda. Pero hemos de sellarlo con sangre.

—Ya lo hemos hecho —afirmó Hook, alzando la mano ensangrentada.

—Vamos a jugárnosla por una vida, no por un poco de sangre —dijo Lanferelle, dando un rodillazo al semental que, dócilmente, se volvió; en ese mismo instante, el señor del infierno descargó la espada y, con la punta de la hoja, rebanó la garganta de Matt Scarlet, y un rojo chorro de sangre salpicó la tierra verde. Tom Scarlet dio un alarido, mientras Lanferelle, entre risotadas, espoleaba la montura hacia el este, seguido por los dos hombres.

—¡Matt! —gritó Tom, cayendo de rodillas junto a su hermano gemelo; pero Matthew Scarlet se moría con la misma rapidez que la sangre salía a borbotones del tajo que tenía en la garganta.

Ya no se oía ruido de cascos. Tampoco gritos procedentes del lugar donde habían dejado las carretas. Melisenda lloraba.

Hook recogió los arcos. Los franceses se habían ido. Se hizo con un hacha y se dispuso a cavar una tumba bajo un roble, una fosa lo bastante ancha para que Matt Scarlet y Peter Goddington descansasen juntos en los riscos que miraban al mar.

En dirección a Harfleur, las bombardas reducían a escombros los muros defensivos de la ciudadela.

Era un trabajo duro, no se acababa nunca. Hook y los otros arqueros cortaban madera, la partían en trozos y la serraban para apuntalar los fosos de la artillería y las zanjas. Excavaron nuevos hoyos, más cerca de la ciudad, pero había que preservar las preciadas piezas artilleras de los ataques de los defensores de Harfleur, de modo que los arqueros levantaron unos parapetos de madera para proteger las bocas de fuego de las bombardas. Eran unas defensas de troncos de roble del grosor de la cintura de una mujer, inclinadas hacia atrás para desviar a lo alto los proyectiles que lanzaba el enemigo. Hook pensaba que, al ir montadas sobre bastidores, lo mejor de aquellas defensas era su movilidad. Cuando una de las armas estaba lista, recibían la orden de dar vueltas a un enorme torno que bajaba el extremo superior del parapeto al tiempo que subía la parte inferior, dejando libre la ennegrecida boca de fuego de la pieza de artillería. Efectuaban el disparo, el mundo desaparecía tras una nauseabunda, pegajosa y espesa nube de humo que olía a huevos podridos, el estruendo del bolaño al estrellarse contra la muralla retumbaba en la imponente y panzuda bombarda, soltaban el torno y el parapeto volvía a su sitio, recubriendo de nuevo tanto la máquina como a los artilleros holandeses que la atendían.

Pronto aprendieron los sitiados a estar atentos a la abertura de los parapetos, momento que aprovechaban para disparar sus bombardas y balistas. De ahí que los ingleses protegiesen tales artilugios con enormes serones de mimbre cargados de tierra, incluso con más de un parapeto de madera. En ocasiones, aunque el arma aún no estuviera dispuesta, los sitiadores alzaban una defensa para despistar a los sitiados, que derrochaban unos cuantos proyectiles que, sin causar daño alguno, iban a parar a los cestos terreros o chocaban contra los troncos de roble. Cuando de verdad la bombarda estaba lista, retiraban de inmediato el banasto situado delante del arma, subían la defensa y el estruendo podía oírse a lo largo y ancho del valle inundado por el Lézarde.

El enemigo disponía de su propia artillería, piezas más pequeñas, que lanzaban piedras del tamaño de una manzana como mucho, sin peso suficiente para traspasar los pesados parapetos de los sitiadores. Sus balistas, gigantescas ballestas que lanzaban virotes, tenían menor capacidad de destrucción. En una ocasión en que Hook llevaba un carromato cargado de madera para apuntalar las zanjas, uno de aquellos saetones le acertó de lleno en el pecho al caballo de tiro. El dardo se incrustó en el cuerpo del animal, desgarrándole los pulmones, el corazón y la barriga. El animal, despatarrado, cayó al suelo en medio de un charco de sangre. Pero hacía tanto calor que el aire rielaba, distorsionando la visión de la sangre, de la tierra inundada y hasta de las marismas, que se extendían hasta el ancho y reluciente mar.

Las zanjas protegían a los ingleses de las bombardas y balistas de los sitiados, pero poca defensa tenían contra el trabuco, que arrojaba piedras a lo alto que caían casi en vertical. Las tropas de Enrique disponían de catapultas, construidas con los árboles que habían talado en la parte alta de las laderas que encajonaban el puerto, ingenios que lanzaban lo mismo piedras que cuerpos de animales en descomposición sobre Harfleur. Desde el altozano, Hook contemplaba techumbres agujereadas, las torres arrasadas de dos iglesias y la muralla desmoronada cuyos cascotes habían ido a parar al foso. El imponente baluarte que defendía la puerta se resquebrajaba, se agrietaba y se desplomaba. Estaba hecho de adobe y madera y las lombardas inglesas castigaban y atacaban con saña sus dos torreones, alzados a los extremos de un corto lienzo de muralla de considerable grosor.

—Vamos a preparar un testudo —les dijo sir John a los arqueros—. ¡El rey se está impacientando!

—Ya hemos hecho un buen boquete en el muro del fortín, sir John —apuntó Thomas Evelgold, que había asumido el cargo de centenar tras la muerte de Peter Goddington.

—Sí, y tras esa brecha, nos daremos con otra muralla. Si pensamos en atacar por ese lado, antes habremos de salir con bien de la barbacana —dijo el caballero, refiriéndose a los dos torreones que defendían la puerta de Leure—, a no ser que prefieras que los cabrones de sus ballesteros nos asaeteen por los flancos. Hay que echar abajo esa barbacana y para eso necesitamos un testudo. ¡Habrá que talar más árboles! Hook, ven aquí.

Los otros arqueros se les quedaron mirando, mientras sir John y Hook hacían un aparte.

—No verás jinetes franceses en las colinas —le dijo sir John—. Nuestros hombres se han adueñado del lugar, y hemos enviado avanzadillas de reconocimiento que nos avisarían de la llegada de posibles refuerzos. No han observado nada anormal.

No había quien lo entendiera. El mes de agosto tocaba a su fin, y los franceses no habían enviado tropas de refuerzo a la ciudad asediada. Día sí, día no, los jinetes ingleses recorrían incansablemente los caminos, desde el norte hasta el este, pero los campos parecían desiertos. De vez en cuando, una partida de caballeros franceses se enfrentaba con las partidas que vigilaban la zona, pero ni el menor indicio de la llegada inminente de un ejército.

—Cuéntame lo que hiciste allí arriba el día que murió el pobre Peter Goddington —le espetó sir John.

—Avisé a los nuestros —repuso Hook.

—No, no lo hiciste. Les dijiste que se agrupasen donde habíais dejado las carretas, ¿no es así?

—Sí, sir John.

—¿Por qué? —le preguntó el caballero, con ganas de gresca.

Torciendo el gesto, Hook revivió la escena. Dadas las circunstancias, le pareció lo más natural, pero nunca se había parado a pensarlo.

—De poco valían los arcos en aquella arboleda —explicó lentamente—; si todos se agrupaban junto a las carretas, sí podrían recurrir a ellos: necesitaban espacio para disparar.

—Que, de hecho, fue lo que pasó —asintió sir John; agrupados los arqueros en torno a los carromatos, bastaron dos descargas para espantar a los intrusos—. Hiciste bien, Hook. Esos cabrones sólo buscaban hacer daño: matar a unos cuantos hombres y comprobar cómo avanzaba el asedio. ¡Encontraste la manera de librarte de ellos!

—Nada tuve que ver con eso, sir John —continuó Hook—; fue cosa de mis compañeros.

—Exacto, porque tú estabas con el señor de Lanferelle, ya lo sé, y vives para contarlo —comentó sir John, lanzándole una significativa mirada—. ¿Cómo es posible?

—Dijo que ya acabaría conmigo más adelante —contestó Hook, sin saber a ciencia cierta si su respuesta tenía sentido—, o quizá se contuvo por respeto a Melisenda.

—Él es un gato y tú eres un ratón, malherido por más señas —dijo sir John, mirando la mano derecha de Hook, que todavía llevaba vendada—. ¿Eres capaz de disparar una flecha?

—Tan bien como antes, sir John.

—En ese caso, te nombro ventenar, lo que significa que te doblo la soldada.

—¿A mí? —preguntó Hook, sin apartar los ojos del gentilhombre.

Sir John no le respondió de inmediato. Observaba con ojo crítico a sus jinetes, que ensayaban mandobles de espada contra los árboles. «Es indispensable practicar, practicar y practicar», les decía en todas las ocasiones. Se sentía orgulloso de las mil estocadas que, en prácticas, él mismo asestaba a diario, y exigía un esfuerzo similar por parte de sus hombres.

—Échale más ganas, Ralph —le gritó a uno de ellos; a continuación se volvió a Hook y le preguntó—: ¿Ya has pensado qué vas a hacer cuando ataquemos a los franceses?

—No.

—Por eso te nombro sargento. No necesito hombres que rumien lo que van a hacer, sino que lo hagan. Tom Evelgold es tu centenar ahora, así que únete a su pelotón. Yo le diré lo que tiene que hacer, él te dirá a ti lo que tienes que hacer y tú se lo transmitirás a tus arqueros. Si no lo hacen, los machacas; porque, si siguen en sus trece, tendrás que vértelas conmigo.

—Muy bien, sir John.

En el estragado rostro del caballero afloró una sonrisa.

—Eres bueno, joven Hook, y te diré algo más —continuó, señalando la mano vendada del arquero—: eres un hombre de suerte. Toma —añadió, sacando una cadena de plata maciza de un zurrón y poniéndola en manos de Hook—. El distintivo de tu rango. Mañana, vas a preparar un testudo.

—¿Qué es eso, sir John?

—Una especie de pellejo, una defensa muy parecida al pellejo de un maldito cerdo —repuso el ricohombre.

Aquella noche empezó a llover. En alas de un frío viento del oeste, la lluvia venía del mar. Comenzó como un leve chaparrón que repiqueteaba en las tiendas del campamento inglés. Pero el viento fue en aumento, rasgó las banderolas que ondeaban en los improvisados mástiles, y un intenso aguacero racheado acabó por convertir en un cenagal el terreno en que estaban asentadas las tropas inglesas. Subieron las aguas retenidas que aún quedaban e inundaron aquel muladar. Los artilleros lanzaban imprecaciones, afanándose en cubrir las máquinas como mejor podían. Mientras, los arqueros preservaban sus armas de la lluvia que lo empapaba todo.

Poca necesidad tenía Hook de empuñar un arco. Su tarea consistía en construir un testudo: cuánta razón había tenido sir John al advertirle de que era un fastidio. No era difícil, ni siquiera requería gran maña, pero era un trabajo para el que había que ser fuerte, y que había que hacer a ojos vista de los sitiados, bajo la continua amenaza de sus bombardas, balistas, catapultas y ballestas.

El testudo era un escudo gigantesco, de la forma del dedo gordo del pie, tras el cual y bajo el cual los soldados podrían cumplir su cometido, sin preocuparse de los proyectiles del enemigo; por otra parte, había de ser lo bastante resistente como para aguantar una constante lluvia de bolaños. El hombre que estaba al frente de la cuadrilla era un galés de pelo cano, Dafydd ap Traharn.

—Vengo de Pontygwaith —les dijo a los arqueros—, y allí estamos más versados en montar estos cacharros que todos vosotros juntos, ingleses de mierda.

Tenía pensado llevar dos carretas cargadas de tierra y piedras hasta el lugar donde habrían de levantar el testudo, con la idea de que los carromatos protegiesen a los arqueros de los proyectiles del enemigo, pero la lluvia había reblandecido el terreno y los carros se quedaron empantanados.

—Habrá que cavar —afirmó con el tranquilo aplomo del hombre que sabe que no será él quien empuñe el pico y la pala—; sabemos más de estas cosas en Pontygwaith que todos vosotros juntos, malolientes pedos ingleses.

—Claro, de tanto cavar tumbas para enterrar a todos los galeses que liquidamos —se revolvió Will of the Dale.

—De tanto enterrar sajoncitos, querrás decir —replicó Dafydd ap Traharn, como una víbora.

Más tarde, conversando con Hook, no tuvo inconveniente en admitir que, quince años antes, se había alzado en armas contra el rey inglés.

—¡Nadie se podía comparar con Owain Glyn Dwr! —exclamó, alborozado.

—¿Qué fue de él?

—Ésa es la cosa, muchacho, que sigue vivo —le aseguró Dafydd ap Traharn.

El levantamiento encabezado por Glyn Dwr se había prolongado durante más de diez años, lo que permitió a Enrique V, entonces príncipe de Gales, familiarizarse con las artes de la guerra. Los rebeldes fueron derrotados y, enjaulados, algunos de sus cabecillas fueron exhibidos por las calles de Londres, camino del patíbulo. Pero Owain Glyn Dwr nunca fue capturado.

—En Gales, tenemos magos —le explicó a Hook, bajando la voz y acercándose a él—, que pueden hacer que un hombre sea invisible.

—Ya me gustaría verlo con mis propios ojos —repuso el arquero, pensativo.

—Pero eso es imposible. En eso consiste el amaño, en que no puedes verlos. ¡Owain Glyn Dwr podría estar aquí, a nuestro lado, y no te darías ni cuenta! Lleva una vida placentera, rodeado de mujeres y comiendo perdices. Pero, en cuanto olfatea la presencia de un inglés a menos de dos kilómetros de distancia, ¡se vuelve invisible!

—En ese caso, ¿qué pinta un rebelde galés enrolado en este ejército? —le preguntó Hook.

—Un hombre tiene que buscarse la vida —repuso Dafydd ap Traharn—, y comer el pan del enemigo es mejor que quedarse con la mirada perdida frente a un horno vacío. Hay muchos hombres de las mesnadas de Glyn Dwr en este ejército, muchacho, y lucharemos por Enrique con el mismo denuedo que por Owain —aclaró, pero añadió sonriendo—: eso sin contar con los hombres de Owain Glyn Dwr que están del lado de los franceses, y que guerrearán contra nosotros.

—¿Arqueros?

—No, por Dios. Un arquero no habría tenido posibilidades de huir a Francia. ¿Tanto han mejorado las cosas? No, a Francia sólo escaparon los nobles que se vieron privados de sus tierras, no los arqueros. ¿Alguna vez te las has tenido que ver con un arquero durante un combate?

—Gracias a Dios, no —dijo Hook.

—Jamás se me ocurriría decir que es una grata experiencia —comentó Dafydd ap Traharn, ceñudo—. Bien sabe Dios que los galeses no somos fáciles de asustar, pero cuando los arqueros de Enrique lanzaban sus flechas en Shrewsbury era como si, del cielo, se nos viniese encima una lluvia mortífera, un granizo, pero con bolas acabadas en puntas de acero, una granizada que no parecía tener fin. Entre alaridos, como gaviotas aterradas en una lóbrega costa, los hombres morían a mi alrededor. Un arquero es temible.

—Yo soy arquero.

—Ahora, tu obligación es cavar, muchacho. Así que manos a la obra —le dijo, con una sonrisa.

Desde el emplazamiento de una de las bombardas, cavaron una zanja hacia las murallas de Harfleur. Al advertirlo los defensores de la ciudad, les llovieron saetas y bolaños de continuo. Las catapultas de los asediados trataban de arrojar piedras para cegarla, pero no acertaban y los pedruscos caían al suelo levantando cortinas de barro. Cuando excavaron treinta pasos de la nueva zanja, Dafydd ap Traharn se dio por satisfecho y les ordenó que cavasen una nueva fosa amplia, cuadrada y profunda. Los arqueros picaron y sacaron tierra hasta que encontraron roca. Había filtraciones en el foso recién excavado, así que chapotearon en el lodo mientras levantaban un parapeto de troncos de árbol en tres de los lados, dejando desprotegida únicamente la parte trasera, la que miraba al lugar donde se asentaba el campamento inglés. Tumbaban los troncos en horizontal, de cuatro en fondo, y ponían más troncos encima, de modo que un hombre pudiera estar de pie en el interior de la zanja sin que los soldados que custodiaban las murallas de Harfleur se percatasen de su presencia.

—Esta noche —les dijo Dafydd ap Traharn— lo cubriremos, y habremos concluido nuestro maravilloso testudo.

Tuvieron que hacerlo de noche, porque la hondonada quedaba tan cerca de las murallas que estaban a merced de las saetas. Pero los defensores debieron de percatarse de lo que estaban haciendo, porque, a pesar de que era una noche lluviosa, dispararon a ciegas y tres arqueros resultaron heridos por las cortas y punzantes saetas que surcaban la oscuridad. Emplearon toda la noche en cubrir de largos troncos el foso, recubrirlos con una espesa capa de piedra y rocas, y rematarla con más troncos.

—Ahora comienza el trabajo de verdad —les informó Dafydd ap Traharn—, lo que significa que habremos de recurrir a los galeses.

—¿El trabajo de verdad? —se asombró Hook.

—Vamos a hacer una mina, chaval. Vamos a cavar más hondo.

Al amanecer, dejó de llover. Un viento frío, que llegaba del oeste, se llevó la lluvia al interior de Francia y, en pugna con las nubes, salió el sol, mientras las piezas de artillería de los sitiados descargaban toda su furia contra el testudo recién levantado lanzando bolaños que de poco valían contra el espeso parapeto de troncos. Hook y sus arqueros echaron una cabezada, resguardados en las rudimentarias cabañas que habían construido con ramas de árboles, tierra y helechos. Al despertar, Hook observó cómo Melisenda restregaba su cota de malla con arena y vinagre.

Rouille —fue todo lo que dijo.

—¿Herrumbre?

—Eso acabo de decir.

—Puedes adecentar también la mía, si te parece —dijo Will of the Dale, saliendo a gatas de su refugio.

—Eso es cosa tuya, William —repuso Melisenda—. Ya he limpiado la de Tom.

—Bien hecho —dijo Hook; los arqueros andaban preocupados porque el siempre afable Scarlet parecía haber enterrado su jovial forma de ser junto con su hermano gemelo; siempre andaba cabizbajo, o se sentaba aparte, dándole vueltas a lo que había pasado—. Sólo sueña con el día en que vuelva a encontrarse con tu padre —añadió el joven, en voz baja.

—Entonces, Thomas morirá —afirmó Melisenda, con frialdad.

—Te quiere.

—¿Quién, mi padre?

—Te ha dejado con vida. Ha consentido que sigas a mi lado.

—Lo mismo que a ti —dijo la muchacha, casi con animosidad.

—Lo sé.

Calló un momento, y volvió sus ojos grises hacia Harfleur que, entre el humo de los disparos de la artillería, se asemejaba a un acantilado envuelto en bruma. Hook puso las botas mojadas a secar junto a la fogata. La leña crepitaba y chisporroteaba sin cesar: era de sauce, madera que, indómita, siempre se rebela contra el fuego.

—Creo que quería a mi madre —dijo, con un deje de nostalgia.

—¿De veras?

—Era hermosa y ella también le quería —continuó Melisenda—. Siempre decía que era hermoso, un hombre realmente hermoso.

—Guapo, querrás decir.

—Hermoso —insistió la joven.

—Cuando te encontraste con él en la arboleda, ¿le pediste que te llevara con él? —le preguntó Hook.

—No —contestó, negando vigorosamente con la cabeza—. Creo que es un ángel caído. Nunca se me va de la cabeza, como tu dichoso santo —añadió, mirándole a los ojos—, y me gustaría apartarlo de mis pensamientos.

—¿Me estás diciendo que piensas en él?

—Siempre soñé con que me quisiera —repuso con aspereza, volviendo a restregar la cota de malla.

—¿Que te quisiera como a tu madre?

—No. ¡Non! —replicó, encolerizada; guardó silencio un rato, enfurruñada, pero no tardó en ablandarse, y continuó—: De sobra sabes lo dura que es la vida, Nicholas. Trabajar y trabajar, sin respiro, siempre preocupados por tener un trozo de pan que llevarnos a la boca para seguir trabajando. Pero no es eso lo que inquieta a los señores. Les basta con mover un dedo, y adiós al trabajo y a las preocupaciones. Así de facile.

—¿Fácil?

—Yo quería llevar esa clase de vida.

—Díselo.

—Es hermoso, pero no es cariñoso, lo sé —continuó—. Además, te quiero a ti. Je t'aime —aseguró con firmeza, aunque sin dar muestras de afecto. Hook se quedó anonadado al escucharla. Observó a los arqueros que llevaban leña al campamento, mientras Melisenda hacía muecas por el esfuerzo de restregar la cota de malla con arena—. ¿Has oído hablar de sir Robert Knolles? —le preguntó, de improviso.

—Por supuesto —respondió Hook; todos los arqueros habían oído cosas de sir Robert que, tras hacerse rico, había muerto pocos años antes.

—Al principio fue arquero —apuntó la joven.

—Sí, así fue cómo empezó —convino Hook, sorprendido de que Melisenda estuviera al tanto de la vida del legendario sir Robert.

—¡Y llegó a ser un señor, capaz de dirigir ejércitos! —prosiguió la muchacha—. Sir John te ha ascendido.

—Un ventenar no es un caballero —dejó caer Hook, con una sonrisa.

—¡Pero sir Robert también desempeñó el cargo de ventenar! —le replicó Melisenda—. De ahí, llegó a centenar; jinete después y, por fin, caballero. Eso me contó Alice. Y si él lo consiguió, ¿por qué tú no habrías de ser capaz?

El comentario le dejó tan sorprendido que se quedó mirándola embobado.

—¿Caballero, yo? —acabó por preguntar.

—¿Por qué no?

—Porque no nací para eso.

—Tampoco sir Robert.

—Todo puede ser —comentó Hook, no muy convencido. Había oído hablar de otros arqueros que, al frente de sus mesnadas, se habían hecho ricos; sir Robert era el más famoso, pero había habido otros, como Thomas of Hookton, recordó, quien, a su muerte, era dueño de mil acres de terreno—. Pero no es lo normal y —continuó—, además, cuesta dinero.

—¿Y qué otra cosa es la guerra, según vosotros, sino una forma de hacer dinero? ¿Acaso no os pasáis el día hablando de hacer prisioneros y pedir rescates? —dijo Melisenda, señalándole con el cepillo y lanzándole una sonrisa picarona—. Capturas a mi padre, pedimos un rescate y nos quedamos con el dinero.

—¿De verdad te gustaría? —preguntó Hook.

—Por supuesto, claro que sí —repuso ella, resentida.

Hook trató de imaginarse cómo sería la vida si fuera rico, y todo gracias al pago de un rescate que representaba mucho más de lo que un hombre corriente podría ganar en toda su vida. No tardó en volver a la realidad al ver que John Fletcher, uno de los arqueros más veteranos, que no había ocultado cierto malestar por el ascenso de Hook, palidecía, retrocedía y echaba a correr hacia la zanja embarrada.

—Fletch está enfermo —observó Hook.

—Igual que la pobre Alice esta mañana —dijo Melisenda, arrugando la nariz con gesto de desagrado—: ¡la diarrhée!

Hook pensó que más valía no enterarse a fondo de la naturaleza de los males que aquejaban a Alice Godewyne; la aparición de sir John Cornewaille le ahorró los detalles.

—¿Estáis despiertos? —vociferaba el caballero—. ¿Despabilados y en condiciones?

—Ahora sí que lo estamos, sir John —respondió el joven, por sus hombres.

—¡Pues a las zanjas, a las zanjas! ¡A ver si concluimos este condenado asedio de una vez por todas!

Hook se calzó las botas húmedas, se embutió la cota de malla a medio limpiar, recogió el casco y la sobrevesta y se dirigió a las zanjas, dispuesto a continuar el asedio.