La noche
y los viajeros de la noche
My dear Sarah,
It was spring when I went to see my brother off.
When we arrived at the airport his girlfriends who
were dressed in beautiful colors waited for him.
Oh, I was sorry, in these days he had many lady loves.
The sky was fair…
Cuando descubrí el borrador de aquella vieja carta en el fondo del cajón, me sentí tan sobrecogida por la nostalgia que la mano que limpiaba se detuvo por un instante. Y leí repetidas veces aquel viejo texto en inglés, en voz alta, como si se tratase de una narración.
Aquella carta iba dirigida a Sarah, una estudiante extranjera que había estado saliendo con mi hermano mayor, Yoshihiro —que murió el año pasado—, cuando él todavía iba al instituto. Muy poco después de que Sarah regresara a Boston, él había anunciado de repente: «Me gustaría vivir un tiempo en el extranjero», había seguido a Sarah sin pensárselo dos veces y, una vez allí, había hecho diversos trabajillos, se había divertido, y no había vuelto a casa hasta casi un año después…
Conforme leía la carta, fui recordando, una tras otra, diversas circunstancias de aquella época. Aquella carta era la respuesta a la que Sarah, preocupada por el hecho de que Yoshihiro se hubiera marchado tan súbitamente de Japón y de que apenas nos enviara noticias, me había escrito explicándome qué era de la vida de mi hermano. Yo estudiaba entonces bachillerato y jamás había imaginado que algún día me encontraría en esa situación, así que, con el corazón palpitante y diccionario en mano, me dispuse a escribir a aquella dulce y bonita american girl. Porque, en efecto, Sarah era una chica muy guapa con unos inteligentes ojos azules. Le encantaba todo lo japonés y siempre andaba detrás de mi hermano. La voz con que pronunciaba su nombre: «¡Yoshihiro! ¡Yoshihiro!», rebosaba de amor sincero.
Sarah.
—Lo que no entiendas del inglés, puedes preguntárselo a ella.
Mi hermano había abierto de golpe la puerta de mi habitación y me la había presentado de este modo tan informal. Volvían de un festival tradicional de verano en un santuario del vecindario y Sarah se había pasado un momento por casa. En aquel instante, yo estaba sentada frente al escritorio con un montón de deberes por hacer y decidí pedirle que me escribiera una redacción en inglés. Y es que Sarah parecía tan ansiosa por ayudar que me supo mal defraudarla. No miento. El inglés era la asignatura que mejor se me había dado siempre.
—Bueno, pues te la dejo una hora. Y luego la acompañaré a su casa —dijo mi hermano, y se fue a ver la televisión a la sala de estar.
—Perdona que te haya estropeado la cita, ¿eh? —me disculpé en mi torpe inglés.
Pero ella repuso:
—Ok! Ok! Pero si yo acabo en cinco minutos. Así, entretanto, tú puedes dedicarte a otras asignaturas, ¿no, Shibami?
Esto me dijo, o algo por el estilo, en un inglés fluido, con una preciosa voz, la rubia cabellera cayéndole sobre los hombros. Y sonrió.
—Bueno, pues el tema es «Mi vida cotidiana» y puedes escribir lo que quieras. Pero si usas frases demasiado complicadas, se darán cuenta de que no la he hecho yo; es mejor que sean de un nivel parecido al de estos ejemplos de aquí —le expliqué como pude.
—¿Ah, sí? Pues vamos a ver… ¿A qué hora te levantas? ¿Y qué tomas para desayunar? ¿Comida japonesa? ¿Comida occidental? —Y también—: ¿Qué haces por las tardes?
Entre una pregunta y otra, antes de que me diera cuenta, ella ya había terminado la redacción.
—¡Qué letra tan bonita! No puedo presentarla así. ¡Tendré que copiarla con esa letra tan horrible que tengo yo! —dije al mirar el cuaderno, y Sarah se rio a carcajadas.
Así, poco a poco, fuimos rompiendo el hielo y empezamos a charlar. Se oían los chirridos de los grillos; la noche era algo fresca. Sarah escribía acodada en una mesita baja que yo había colocado en el centro de mi habitación. Toda la estancia parecía haberse iluminado de repente, convirtiéndose en un mundo de prodigioso colorido. Azul y oro. La piel blanca, transparente. El agudo contorno de su barbilla cuando asentía con la cabeza, mirándome de frente.
«¡Los barcos negros!»[5], pensé. Era la primera vez que tenía un contacto tan estrecho con un extranjero, y ella había irrumpido en mi habitación de una manera tan inesperada… Transportada por el viento, se oía la música tradicional japonesa del festival. La noche era negra; una luna redonda flotaba, enorme, en el cielo lejano. Por la ventana abierta de par en par penetraba, a ráfagas, la brisa.
—¿Te gusta Japón?
—Sí, mucho. Y he hecho muchos amigos en la escuela. Y también están los amigos de Yoshihiro, claro. Creo que jamás podré olvidar este año.
—¿Qué es lo que te gusta de mi hermano?
—Yoshihiro es pura energía, me es imposible apartar los ojos de él. Y no me refiero a la simple energía física, lo que yo percibo es algo que emana de su interior, algo inagotable, muy intelectual. Sólo con estar a su lado, tengo la sensación de que voy a ir cambiando deprisa. Tengo la sensación de que puedo llegar muy lejos, de una manera muy natural.
—¿Qué estudias? ¿Volverás pronto a la Universidad de Boston?
—He venido a ampliar mis estudios de cultura japonesa. Y volveré a Boston dentro de un año. Seguro que echaré mucho de menos a Yoshihiro, pero a mis padres les encanta Japón y vienen muy a menudo, y Yoshihiro dice que le gustaría ir a América algún día, así que es muy posible que volvamos a vernos. Ahora dedico todo mi tiempo al japonés. Pero mis estudios, al fin y al cabo, no son más que un pasatiempo. Posiblemente no los deje en toda mi vida, pero lo que yo quiero es convertirme en una buena madre de familia, como la mía. En este sentido, me interesan mucho las mujeres japonesas. La verdad es que, en bastantes aspectos, simpatizo más con las japanese girls que con las chicas americanas. Es que hay muchas facetas en las que no soy nada americana, ¿sabes? Yo, más adelante, me casaré con un hombre de negocios, sí, con un hombre de negocios cosmopolita, como mi padre. Y formaré una familia estable y feliz.
—Mi hermano, cosmopolita sí podría llegar a serlo, pero me parece que lo de hombre de negocios no va con él.
—¡Ja, ja, ja! La verdad es que no. Lo despedirían enseguida. Él siempre va a la suya.
—Claro que aún está en bachillerato. Todavía está a tiempo de cambiar, ¿no? Ojalá algún día se interese por este tipo de trabajo. Y tú podrías encaminarlo un poco, ¿no?
Una idea pueril, más distante que un sueño. Sin embargo, Sarah, a su vez, era lo bastante infantil para poder soñarlo. Adoptaba una postura franca, sin temor al futuro. Se rio y habló como en sueños. Con la mirada que se tiene cuando el amor acaba de empezar, cuando no se repara más que en el ser amado, cuando no se le teme a nada. Con la mirada de quien cree que los sueños pueden cumplirse, que la realidad, si se le da un empujón, avanza.
—¡Oh, sí! Sería magnífico que fuera Yoshihiro. Así tendríamos un hogar en Japón y otro en Boston, e iríamos de un sitio a otro. ¡Sería tan, tan divertido! A mí me encanta Japón y, si a Yoshihiro le gustara Boston, pues sería como si tuviéramos dos patrias, ¿verdad? Y nuestros hijos crecerían escuchando los dos idiomas… Y viajaríamos toda la familia junta… ¡Oh! ¡Sería maravilloso!
Y, en el curso de un día cualquiera, cuando el recuerdo de Sarah ya pertenecía al pasado, cuando yo la había olvidado ya por completo y ni siquiera sabía qué había sido de ella, aquel día, de improviso, apareció su carta. Apretujada en un rincón del fondo del escritorio, en la sombra, detrás de un cajón que se me ocurrió sacar. Y cuando la extraje de allí y la desplegué con la punta de los dedos, preguntándome qué sería aquello, posiblemente empezó todo, como un viejo hechizo que se disipara, despacio, en el aire.
Querida Sarah:
Era primavera cuando fuimos a despedir a mi hermano.
Al llegar al aeropuerto, Yoshihiro y sus novias (¡oh!, lo siento, mi hermano tenía entonces muchas novias), vestidas todas ellas como flores, nos estaban esperando. El cielo era azul y nosotros armábamos jaleo, contagiados del humor exultante de Yoshihiro, muy excitado ante la perspectiva del viaje. ¡Estábamos tan contentos! Todos bendecíamos vuestro amor. Es curioso, pero Yoshihiro tiene la facultad de convencer a la gente sin que esta se dé cuenta. En fin, ¡qué voy a decirte a ti! Era precisamente la época en que florecen los cerezos, y recuerdo que los pétalos de flor de cerezo iban cayendo, aquí y allá, entre destellos.
Mi hermano apenas escribe, pero, por lo visto, está bien, ¿verdad? Espero que te diviertas. Ven a Japón alguna vez.
Espero con ilusión el día en que podré volver a verte.
Shibami.
Una vez, cuando aún era jovencita, mi hermano Yoshihiro, mi prima Marie y yo anduvimos por un camino al atardecer. La familia se había reunido con motivo de la celebración de una ceremonia budista, o algo por el estilo, y nosotros, aburridos, abandonamos a hurtadillas nuestros asientos y empezamos a vagar sin rumbo.
Estábamos en el malecón del río, cerca de la casa natal de mi padre, y era la hora en que la lejana orilla opuesta empezaba a sumirse en las tinieblas del crepúsculo. Poco después se reflejarían las luces de la ciudad en el río, y un aire transparente impregnado de índigo iría alzándose despacio, casi a ojos vista. El cielo conservaba aún una tenue claridad, las formas se confundían las unas con las otras, todo era hermoso.
No recuerdo de qué habíamos hablado hasta entonces, pero en ese momento mi hermano decía:
—Lo que pasa es que a ti te deja indiferente la parte sucia de la vida.
Posiblemente aludía a que yo había afirmado con énfasis que en el futuro quería ser una mujer de negocios o que, si no, me casaría con un hombre rico. Porque mi tía Reiko, que había hecho una buena boda casándose con un empresario rico, estaba guapísima enfundada en su vestido de luto, y porque su collar de perlas auténticas era precioso, y yo estaba segura de que estaría tan elegante como ella si pudiera gastar tanto dinero…
—Escúchame bien. A ti, cuando esto ocurra, se te habrá acumulado encima tanta porquería que ni los vestidos ni las perlas te parecerán tan bonitos como ahora. Puedes estar segura. El problema es la parte sucia de la vida. Uno nunca puede permanecer quieto en un lugar, ¿comprendes? Tiene que vivir siempre, siempre, mirando a lo lejos.
—¡Pero si tú estás siempre en casa! —repliqué.
—¡Qué bruja eres, niña! Me has entendido perfectamente. No me refiero al cuerpo. Además, nosotros ahora todavía somos niños; por eso estamos en casa. Pero, en el futuro, podremos llegar hasta donde queramos —aseguró mi hermano, y se rio.
Entonces Marie, abstraída, comentó:
—Pues, a mí, la verdad, me gustaría casarme con un hombre rico.
—Vuestro problema, chicas, es que no escucháis lo que os dicen. —Mi hermano sonrió con amargura.
—No. Te he oído muy bien, Yoshihiro, pero yo prefiero casarme con un hombre rico. Además, a mí no me gusta ir de aquí para allá, y tengo muchos amigos que no quiero dejar de ver. —Marie era tres años mayor que yo y, en aquella época, parecía ya muy adulta. Era capaz de expresar lo que pensaba siempre de una manera clara y directa—. A mí lo que me gustaría realmente es tener un gran amor.
—¡¿Qué?! —exclamó mi hermano.
—Pues claro. Es difícil empezar una vida distinta a la que uno lleva, ¿no? Enamorarse apasionadamente es la única solución. Además, me encanta la idea de acabar con el corazón destrozado. Luego, basta con agachar la cabeza y casarse. Total, los grandes amores siempre acaban mal —concluyó Marie.
—Sí, te entiendo —dije.
—¡Mira que sois raras! —concluyó mi hermano.
Marie sonrió.
—Lo principal es que tú te hagas millonario, Yoshihiro. Y cuando mi apasionada historia de amor termine, iré hacia ti. Más cómodo imposible y, como te conozco bien, puedo estar tranquila.
Ya entonces mi hermano debía de poseer algo que atraía a las mujeres. Y sin sonrojarse ante la burla de su guapísima prima mayor, sin azorarse lo más mínimo, replicó:
—Pues sí, muy cómodo. No está mal.
—Además, nuestros padres estarían contentos.
—¡Me encantaría que pudiéramos vivir contigo, Marie! ¡Sería tan divertido! —exclamé.
Marie asintió con la cabeza y sonrió.
—A partir de ahora, pasarán muchas cosas —dijo mi hermano como si hablara consigo mismo.
Todavía hoy me extraña. ¿Cómo es que mi hermano, desde tan joven, conocía tan a la perfección los más diversos aspectos de la vida? ¿Por qué me daba la impresión de que estaba haciendo planes continuamente y de que conocía esa manera de vivir que consiste en seguir siempre hacia delante sin detenerse jamás?
Caminamos a lo largo del malecón. El rugido de la corriente resonaba con tanta fuerza que, por el contrario, lo que se sentía era paz. A pesar de ello, los tres hablábamos casi a gritos, por lo cual cada una de aquellas frases pueriles, curiosamente, cobraba un significado mayor.
Todavía recuerdo muy bien aquella escena del crepúsculo, con el río avanzando siempre hacia delante. Ya hace un año que ha muerto mi hermano.
Este invierno ha nevado mucho. Y esta debe de ser la razón de que apenas salga por las noches. Prefiero quedarme en casa. Estoy estudiando en la universidad, pero, como es un hecho que voy a tener que repetir curso, no he de preparar los exámenes de recuperación. O sea, que me encuentro en un estado de pura vagancia y jolgorio, a pesar de lo cual he rechazado, sin ninguna razón en particular, todas las invitaciones que me han hecho para ir a esquiar o a los baños termales. Tal vez haya empezado a gustarme la sensación de estar sepultada en la nieve. Las calles de siempre, maquilladas de blanco, parecen salidas de un relato de ciencia ficción, y me atraen mucho. Todo se ha detenido; las horas se han ido acumulando, una tras otra, barridas por el viento.
Esta noche también nieva. Fuera, copo a copo, va amontonándose la nieve. Mis padres ya están dormidos, también el gato se ha dormido, no se oye ruido alguno en la casa. En un silencio tan absoluto, apenas se insinúan el zumbido lejano de la nevera de la cocina y el ronroneo de los coches que pasan por la avenida a medianoche.
Estaba concentrada en la lectura de un libro. Por eso al principio no me di cuenta, pero, de pronto, alcé la cabeza sorprendida al oír un repiqueteo en la ventana y vi una mano blanca que golpeaba rítmicamente el cristal. Era una escena capaz de hacer temblar de pánico el aire de la estancia, parecía sacada de un relato de fantasmas. Me quedé mirando la ventana, muda de asombro.
—¡Shibami!
La voz familiar de Marie, acompañada de una risita, me llegó desde el exterior, a través del cristal. Me levanté y me acerqué a la ventana. La abrí y, al mirar hacia abajo, vi a Marie cubierta de nieve, mirando hacia arriba, sonriendo.
—¡Uf! ¡Vaya susto me has dado!
Pese a mis palabras, seguía sin creer que Marie hubiera aparecido de una forma tan inesperada; me parecía estar soñando. Hasta hacía tres meses, ella había estado viviendo en casa.
—Pues yo quería asustarte aún más —dijo y se señaló los pies.
Fijé la vista en el espacio que la luz de la habitación robaba a las tinieblas y me di cuenta de que iba descalza. Solté un grito. Entre una cosa y otra, la ventisca había penetrado en la casa.
—¡Vamos, entra! Ve hacia la puerta principal.
Al oírlo, Marie hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y se dirigió hacia el jardín.
—Pero ¿qué diablos estás haciendo? —le pregunté mientras le tendía una toalla.
Y fui a poner más fuerte la calefacción. Cuando cruzó la puerta del recibidor, vi que Marie estaba empapada de pies a cabeza y que tenía las manos frías como el hielo.
Pero ella no especificó si tenía frío o calor, sólo dijo, con las mejillas como la grana:
—Nada en especial.
Luego se quitó los calcetines mojados, se sentó y acercó los pies descalzos a la estufa. El gato, que estaba muy encariñado con Marie, se deslizó por la puerta entreabierta y empezó a restregarse contra ella. Marie era una especie de pájaro enjaulado, no podía dar un paso más allá del recibidor sin avisar a sus padres. Quizás aquella noche, mientras miraba caer la nieve junto a la ventana, le habían entrado ganas de salir y, para hacerlo sin tener que pedirles permiso a sus padres, había salido por la ventana. Por fortuna, su habitación estaba en la planta baja… Lo comprendí mientras miraba cómo Marie acariciaba el gato. Luego se puso de pie.
—¿Quieres un café? —me preguntó.
Al dirigirle yo un gesto afirmativo, abrió la puerta y se encaminó a la cocina con pasos ligeros.
El gato permaneció hecho un ovillo en el lugar donde se había sentado Marie, por lo que cada vez me parecía más dudoso que ella hubiera estado allí unos instantes atrás. Sí, aunque vivieras con ella, siempre sucedía lo mismo con Marie. Andaba por la casa a paso rápido, casi con la misma naturalidad que un gato y, si la dejabas en paz, podía pasarse horas callada, abstraída, durmiendo. Sin trazas de que estuviera allí. Una presencia imperceptible.
En el pasado no era así.
El lunes, conversación inglesa; el martes, natación; el miércoles, ceremonia del té; el jueves, arreglo floral…, así era antes Marie. Una de esas personas que siempre están haciendo algo y que todo lo hacen bien. En aquella época, su mera presencia irradiaba brillo y esplendor. Jamás había sido una belleza excepcional, pero tenía una hermosa silueta, las piernas largas. Sus rasgos faciales, todos y cada uno de ellos, eran pequeños y bien formados, por lo que su rostro ofrecía siempre una sensación límpida. Y el hecho de que ahora su rostro parezca simplemente plácido no creo que se deba a que haya extraviado el rímele y el lápiz de labios, ni tampoco a que haya cumplido los veinticinco años.
Lo cierto es que Marie ha interrumpido cualquier contacto con el mundo exterior, está descansando. Porque, para ella, la vida no es más que sufrimiento.
—Toma, con leche.
Estaba sumida en estas reflexiones cuando Marie me alargó la taza sonriendo.
—Gracias.
Marie, tal como solía hacer antes, se tomó una taza de café negro, muy cargado, y volvió a sonreír.
—¿Vas a pasar la noche aquí? —le pregunté.
La habitación de Marie se había convertido en el cuarto de los huéspedes, pero muy pocos cambios se habían producido en la estancia. Marie, cuando la ocupaba, apenas leía, casi nunca salía, apenas escuchaba música: era como si viviéramos bajo el mismo techo con un huésped que ni siquiera estuviese a pensión completa.
—No, me vuelvo a casa. —Marie sacudió la cabeza—. Se armaría un revuelo, me iré antes de que se den cuenta. Sólo que me apetecía hablar con alguien y he pensado que, aunque fuera tan tarde, tú estarías aún levantada.
—Entonces te dejaré unos zapatos —dije—. ¿Y de qué querías hablar?
—De nada en particular. Ya me he quedado satisfecha.
Era medianoche y las dos habíamos bajado la voz sin darnos cuenta. Daba la sensación de que hasta podía oírse cómo la nieve iba cayendo despacio. Al otro lado de la ventana empañada, los copos de nieve danzaban blancos en la noche negra. Todo parecía brillar con una luz tenue.
—¡Vaya nevada! —comenté.
—Sí, esta noche se acumulará mucha nieve —dijo Marie como si le resultara indiferente.
Tampoco le preocupaba el frío que debía de haber sentido al venir andando, descalza sobre el asfalto, en la oscuridad. El pelo largo, los labios pequeños y carnosos: su perfil hojeando sin interés una revista nueva.
Acompañé a Marie hasta el portal.
Nevaba muy intensamente; se veía danzar la nieve ante nuestros ojos. Incluso el camino de delante de casa estaba semioculto por las tinieblas y la nieve.
—Oye —dijo Marie con una sonrisa—. Si mañana por la mañana te dijeran: «Marie murió ayer a altas horas de la noche», te asustarías, ¿verdad?
—¡Cállate! Estas cosas ni las menciones. Voy a estar levantada toda la noche, y sola —dije subiendo la voz.
Sin embargo, en realidad, esta era precisamente la escena que imaginaba desde hacía rato. Mi prima golpeando mi ventana, descalza, bajo la nieve, a altas horas de la noche.
—Por cierto, ayer soñé con Yoshihiro. Hace ya mucho tiempo que no me pasaba —añadió Marie mientras se ponía un par de guantes de un vivo color rojo que se había sacado del bolsillo y arrastraba mis zapatos, demasiado grandes para ella. En aquel aire tan frío que se clavaba en la piel, su voz clara resplandeció en la noche—. Pues, sí. Hace meses que no soñaba. Con Yoshihiro, quiero decir. En el sueño, aparecía de espaldas y llevaba aquella chaqueta negra. Yo andaba por la calle, cuando, de pronto, delante de mí, entre la multitud, veía una silueta de espaldas que me resultaba familiar. «¿Quién puede ser? ¿Quién?», me preguntaba y me disponía a seguirla. Conforme me iba acercando, más emocionada, más confundida me sentía. Tanto que casi me dolía el pecho. Ese alguien me era muy querido. No sabía muy bien por qué, pero sentía un gran amor hacia esa figura de espaldas. Tanto como para arrojarme sobre ella, abrazarla y estrujarla entre mis brazos. Me disponía ya a poner una mano sobre su hombro, cuando, de repente, me acordé de su nombre. «¡Yoshihiro!». Me despertó mi propio grito. Fue un grito tan fuerte que mi madre, que estaba en la habitación del fondo de la casa, me oyó, a mí, que estaba tendida en el sofá de la sala de estar, y se acercó preguntando si la había llamado. Le dije que había tenido un sueño espantoso, y así había sido: espantoso —añadió—: ¡Hasta luego!
Agitó la mano sonriendo y desapareció bajo la nieve.
Cuando Yoshihiro llamó de repente por teléfono anunciando que volvía a casa, por el tono de su voz adiviné que las cosas entre él y Sarah se habían estropeado. No sabía el motivo. Lo intuí.
—Aquí ya no tengo nada que hacer. Me vuelvo.
—¿Voy a buscarte al aeropuerto? —le pregunté.
Pensé lo divertido que sería saltarme las clases y acercarme al aeropuerto de Narita.
—Sí, si no tienes nada que hacer, ven. Y yo te invito a comer.
—No hace ninguna falta. Estoy libre. Por cierto, ¿le digo a alguien más que vaya? A alguna de las chicas que fueron a despedirte, por ejemplo.
Entonces, a través de los parásitos del teléfono, Yoshihiro dijo:
—No… Avisa a Marie.
Marie.
Por un instante, no relacioné el nombre que mi hermano acababa de pronunciar con mi prima Marie y me quedé vacilando.
—¿Marie? ¿Y qué…?
—Me ha escrito varias cartas y estuvo aquí una vez, medio año. Fuimos a cenar los tres, con Sarah. Así que avísala, ¿quieres?
Ya entonces intuí que Yoshihiro había empezado a enamorarse de Marie. De hecho, él no parecía querer ocultarlo, me la había mencionado con toda naturalidad.
Sí, entre Marie y Yoshihiro había existido siempre, desde niños, una fuerte atracción mutua, aunque nunca la hubiesen cultivado. Algo que debía de provocar que se enamoraran antes o después. Algo que se iría fortaleciendo con el paso de los años, con las sucesivas historias de amor de cada uno.
Llamé a Marie y le pregunté si quería ir conmigo a Narita. Me respondió que sí.
—Cuando viajé a Nueva York, pasé por Boston —me contó—. Por la noche salimos a cenar. Con Sarah, los tres. Sarah había cambiado mucho. Estaba más delgada, muy madura, callada, ni siquiera sonreía. Yoshihiro estaba tan alegre como siempre. Él, esté en Japón o en Boston, siempre es el mismo. Y también respecto a Sarah. Ella era la única que estaba distinta. Parecía exhausta. No sé por qué razón. Sólo puedo decirte que me dio la impresión de que las cosas ya no iban bien entre ellos… Esto me preocupó y, cuando volví a Japón, le escribí una carta a Yoshihiro. Pero él no me dijo más que lo de costumbre. Que Sarah estaba bien, que Sarah era una buena chica, que echaba de menos Japón, que le apetecía comer tarako[6]… «¡Qué buen chico es Yoshihiro!», pensé. Lo pensé de todo corazón. Él jamás hablaría mal de su chica a la otra, a la que, envuelta por el aire transparente de la noche de Boston, no apartaba sus ojos de él, a la que se sentía atraída por él. Estaba embriagada por aquel viaje, pero reflexioné. Sentí que mi corazón quedaba algo más limpio, y le escribí una postal disculpándome. ¡Yoshihiro es un gran chico!
Finalmente, le pedí a mi novio que nos llevara en coche, recogimos a Marie y fuimos a Narita.
Era un hermoso día de otoño, un poco fresco. Una tarde de aquellas en que los rayos de sol atraviesan transparentes las cristaleras y se reflejan en el vestíbulo del aeropuerto. El avión llegó con un poco de retraso y, cuando anunciaron su llegada, al fin los pasajeros empezaron a salir poco a poco.
Marie llevaba su largo pelo recogido en una apretada cola de caballo. Estaba tan agitada e intranquila como si la cinta del pelo le estrangulara el corazón.
—¿Qué pasa, Marie? —le dije.
—Eso mismo me pregunto yo —contestó ella.
Jersey azul, falda ceñida de color beis. Su figura se reflejaba en el blanco del suelo del vestíbulo, aislada, como una actriz principal, con su hermoso y noble perfil vuelto hacia la pantalla del monitor que parecía devorar con los ojos. Marie pertenecía más a aquel espacio que cualquiera de las muchas personas que habían acudido allí a recoger a alguien. Mi hermano seguía sin aparecer; a nuestro alrededor empezaron a sucederse escenas de reencuentros. Cada vez iban saliendo menos pasajeros, casi con cuentagotas. Tomé la mano de mi novio y comenté: «¡Cuánto tarda!», y así estuve observando, no la pantalla del monitor, ni siquiera la fila, sino a Marie. Miraba aquella hermosa figura de pie que parecía mantener distancias respecto a todo. Y cuando Yoshihiro apareció de repente empujando un enorme baúl, con el rostro un poco más cansado, más maduro, que el día de la despedida, Marie se le acercó, abriéndose paso entre la multitud, a una velocidad extraña, como si caminara en sueños.
—¡Eh! ¡Hola! —saludó mi hermano al vernos a todos, alzando una mano. Y añadió—: ¡Cuánto tiempo sin vernos, Marie!
Miraba a Marie de frente. Ella esbozó una débil sonrisa y, con una voz muy madura que jamás le había oído, contestó:
—¡Bienvenido, Yoshihiro!
Su voz grave llegó a nuestros oídos mezclada con el bullicio del vestíbulo.
—¡Anda! ¿Son novios esos dos? —saltó mi novio, que no sabía nada.
Y yo pensé que, ya que al parecer iban a serlo, mejor darlo por hecho, y asentí. Vi cómo Marie le decía a mi hermano que tenía muchísimas cosas que contarle. Y Yoshihiro asentía con la cabeza diciendo que sí, que sí, y al final le rodeó los hombros con el brazo.
—¿Anoche vino Marie? —me preguntó mi madre durante el desayuno.
—¿Cómo lo sabes? —me sorprendí.
—Anoche me levanté para ir al lavabo y me la encontré preparando café en la cocina, a oscuras. Yo estaba medio dormida, así que me olvidé de que ya no vivía aquí y le dije: «¿Todavía estás levantada, hija?». Ella asintió, sonriendo, y yo me quedé tan convencida que volví a mi habitación y me dormí otra vez. O sea, que no ha sido un sueño, ¿no?
—No. Se presentó de repente.
Los rayos de sol que se vertían del cielo despejado se reflejaban cegadores, con un brillo blanco y limpio, sobre la nieve acumulada en el exterior. Mirando la nieve me sentí extraña, irritable, como si todavía tuviera sueño. La televisión daba a todo volumen las noticias de la mañana e infundía vigor a toda la habitación. Ya hacía mucho que mi madre se había despedido de mi padre y ahora estaba tomando conmigo un desayuno tardío.
—Quizá las cosas no le vayan bien en su casa de allá —aventuró.
—¿Su casa de allá? Mamá, esa es la casa de Marie. Ella tiene unos padres de verdad.
Me reí. Comprendía muy bien lo que quería decir.
—Es que, mientras vivíamos juntas, cogí mucho cariño a Marie, ¿sabes?
Mi madre ya no hablaba de mi hermano. En cambio, durante todo este año, no ha hecho más que canalizarlo todo hacia Marie, mimándola, preocupándose por ella. A veces fantaseo con lo terrible que debe de ser parir un hijo, criarlo y, luego, perderlo. No puedo ni imaginármelo.
—Ya —asentí mordisqueando mi pan.
Cuando Marie vivía con nosotros, estaba siempre con mi madre y la ayudaba en las tareas domésticas, cargaba con la compra. Debía de ser una distracción para ella, que no tenía nada que hacer. Con todo, en las comidas decía siempre con una sonrisa: «¡Qué bueno está!», y cuando coincidíamos en la puerta del baño, me mostraba la palma de la mano diciendo: «Pasa tú primero, por favor», y a mí estas muestras de buena educación me impresionaban mucho.
Pero Marie no vivía en casa. Se limitaba a convivir con nosotros en armonía, como Oba-Q o Doraemon. Era un espectro, una visión.
Mientras vivió en casa, los únicos momentos en que yo percibí con toda su crudeza que Marie estaba «viva» era cuando lloraba. En la segunda mitad de su estancia, ocurría contadas veces, pero al principio, recién llegada a casa, cada vez que yo iba por la noche a la cocina a hacer café, me la encontraba en la habitación de los huéspedes llorando. Su quieto llanto se abría paso suavemente a través de las tinieblas y se filtraba en mi corazón, como la larga lluvia durante la estación de los monzones. Yo, en aquellos tiempos, estaba muy deprimida. Tenía una sensación de vacío constante, como si me encontrara en el fin del mundo. Además, en aquella época, cada vez que Marie se quedaba sola en casa, cuando nos marchábamos todos, ella se introducía a hurtadillas en la habitación de mi hermano, que permanecía igual que antes de su muerte. Y, al regresar a casa, cuando me daba cuenta de que Marie había desaparecido, corría preocupada al primer piso y, a través de la puerta entreabierta, la veía en la habitación, hecha un ovillo, llorando. Y en el baño también. Cuando me metía en el baño después de ella y nos cruzábamos por el pasillo, Marie, recién bañada, con la cara encendida desprendiendo vapor, pasaba por mi lado con los ojos enrojecidos por el llanto y la nariz húmeda. «¡A ver si habrá dejado el agua salada!», pensaba yo mientras me metía en el baño, y allí, inmersa en aquel vapor caliente, me embargaba una tristeza difícil de soportar.
¿Será verdad que las lágrimas curan?
Porque Marie fue dejando de llorar y volvió a su casa.
—Dile que la próxima vez venga a una hora en que podamos hablar. Díselo, ¿eh? Si la ves, claro.
—Si la veo, ya se lo diré —dije y me levanté.
Fui a la universidad y, después de entregar unos trabajos, se me ocurrió que ya iba siendo hora de limpiar mi taquilla; al entrar en la sala de las taquillas, encontré una nota dirigida a mí pegada con cinta adhesiva. La cogí y la leí. Era de mi amigo Ken’ichi.
Te devuelvo el dinero.
Llámame pasado mañana a mediodía.
Ken’ichi.
Se había largado después de pedirle dinero a todo el mundo y no había vuelto a aparecer por la universidad. Yo le había prestado un total de cincuenta mil yenes, pero no contaba con que me los devolviera. Mi hermano tenía un carácter parecido, así que podía adivinar, más o menos, por dónde me saldría. Por lo visto había logrado reunir un dineral, y todo el mundo estaba loco de furia, pero yo, aunque se había dado el caso de encontrarme ante un vestido que me gustaba y tener que decirme: «Si ahora tuviera aquellos cincuenta mil yenes…», pensaba que, en definitiva, así era como habían ido las cosas. Él era un buen chico, claro que esto no tenía nada que ver. Porque ¿cómo puede haber alguien que, además de ser un buen chico, pague sus deudas? Y ahora resultaba que iba a devolverme el dinero, ¿cómo era posible? Ladeando la cabeza, doblé la nota, me la metí en el bolsillo y crucé el patio, donde aún quedaba nieve.
—¡Eh, Shibami! —oí que me llamaban.
Al volverme, me encontré con Tanaka, de pie, justo detrás de mí. Había oído decir que él también le había prestado dinero a Ken’ichi, así que le pregunté:
—Oye, ¿te ha hablado Ken’ichi de devolverte el dinero?
—¡No! ¿Ese…? Y no es para reírse. Le dejé treinta mil yenes. Con este dinero, el tío se ha largado a Hawái con una chica. —Parecía muy enfadado.
—¿A Hawái?
—Sí, se había echado novia, una chica del instituto.
—¿Ah, sí? ¿Y ya ha vuelto?
—No lo sé.
—¿Ah, no?
«Seguro que sólo piensa devolver el dinero a los que le caen bien», me dije.
—¿Por qué? ¿Se ha puesto en contacto contigo? —quiso saber Tanaka.
—¡Oh, no, no! —negué.
No quería complicar las cosas precisamente ahora que Ken’ichi me había dicho que me devolvería el dinero.
—Por cierto, últimamente veo mucho a tu prima.
—¿Dónde? —pregunté.
Marie y Tanaka se conocían de vista.
—¿Dónde? Pues en ese local del cruce, el que está abierto hasta la madrugada, o si no, por la calle, o en Denny’s…, no sé, por aquella zona, por la noche, tarde.
—Por la noche, tarde. Ya.
Asentí con un movimiento de cabeza. Las escapadas nocturnas de Marie no se circunscribían a la de anoche. Y como carecía de la vitalidad suficiente para salir a divertirse, aquello debía de ser un vagabundeo de sonámbula.
A altas horas de la noche, bajo la nieve, cuando alzó la vista hacia mi ventana y la vio iluminada, ¿qué debió de pasarle por la cabeza? Fuera estaba tan oscuro que quizás el interior de la habitación le pareció extremadamente alegre, claro, blanco. Quizá lo encontró cálido y acogedor. Al pensarlo, me entristecí un poco. Tanaka y yo nos despedimos y partimos en distintas direcciones.
Después del trabajo, de camino a casa, me pasé por aquel local oscuro con la esperanza de ver a Marie. La iluminación del bar era escasa, pero lo más lúgubre eran los alrededores, porque el local estaba frente a un cementerio.
Marie estaba allí, con los codos hincados en una mesa.
—¡Marie! —la llamé, y me acerqué.
—¡Qué casualidad! ¡Justo ahora! —exclamó señalando una bolsa de papel que tenía en la silla de al lado.
—¿Justo ahora? ¿Por qué?
Tomé asiento frente a ella.
—Porque aquí dentro están tus zapatos.
—¿Ah, sí?
Sonreí.
—Sí.
Con una sonrisa, me tendió una bolsa de Isetan[7]. Seguro que dentro estaban mis viejos zapatos, secados con esmero, lustrados, metidos en una hermosa caja. Pensé que esta manera de actuar tan elegante era el reflejo de las costumbres de un pasado irremisiblemente perdido y la contemplé con ternura, como si mirara un alma en pena.
—Marie, ¿pensabas pasarte por casa?
—Sí, pero como no se veía luz en las ventanas, he decidido volver a la mía.
Tras pedir un gin-tonic, le transmití el recado de mi madre.
—Mamá dice que vayas durante el día. Dice que por la noche piensa que está soñando, que no vale la pena.
Marie se rio.
—Sí, estaba medio dormida. Empezó a decir cosas raras, así que le seguí la corriente.
—Eso me ha dicho.
Permanecimos un rato bebiendo en silencio. Marie estuvo mirando el flujo de coches al otro lado de la ventana con los ojos muy abiertos. Su expresión no era especialmente desdichada, pero a ella, de jovencita, no le gustaba la noche, era incapaz de aguantar en pie hasta tarde y, cuando íbamos a su casa o ella venía a la nuestra, nunca se acostaba más tarde de las diez. Al pensar en eso, me asaltó la sensación de que, pese a tratarse de mi prima, a la que conocía desde siempre, me encontraba ante una persona totalmente distinta que había adquirido maneras desconocidas.
—¿Sabías que Sarah estaba embarazada? —me dijo de repente.
—¡¿Cómo?! —Por un momento jugué en mi mente con las palabras «Sarah» y «embarazada». Cuando al fin comprendí, repuse—: No tenía ni idea.
—Sí, de repente acabo de acordarme de esto. En un lugar así, tan oscuro y con la música tan alta, te vienen a la cabeza sin más cosas que habías olvidado, ¿no? Además, desde hace rato… en aquella mesa hay sentada una chica con los ojos azules… Por eso se me ha ocurrido… ¿Qué habrá sido de Sarah?
—¿Era de mi hermano?
—Pues eso, ella decía que no lo sabía. —Marie se rio—. Sarah, durante mucho tiempo, estuvo jugando con dos barajas. Con un amigo de la infancia de Boston y con Yoshihiro. Sí, ya sabes, lo mismo que hacen estos chicos de provincias, que tienen una novia en la universidad y otra en el pueblo. Es muy frecuente, ¿no? Pues lo de Sarah era parecido, pero en un plano internacional. Por lo visto, Yoshihiro se enteró después de llegar a Boston. Y entonces…, como al fin y al cabo Yoshihiro era japonés, ¿no?, y sabía que acabaría por volver a Japón un día u otro…, intentó retirarse y dejarle al otro el campo libre. Pero Sarah lo retuvo. Al parecer, durante el último medio año, todo fue muy complicado, con los tres en juego. Yoshihiro odiaba las cosas turbias y probablemente intentó huir de todo aquello, pero estaba en el extranjero, no tenía escapatoria. Tampoco conocía a nadie más. Claro que tampoco debió de ser fácil para Sarah. Al llegar a Japón, había conocido a Yoshihiro y se había enamorado sinceramente de él. Por aquel entonces, cuando todavía no había nada entre Yoshihiro y yo, ella me hablaba a menudo de ello. De que tenía un novio formal en Boston, pero que estaba perdidamente enamorada de Yoshihiro. Que los dos eran de países distintos, que ahora ella estaba estudiando en Japón, pero que tendría que volver a casa pronto, de lo amarga que sería la separación… Del embarazo de Sarah, Yoshihiro decía que no sabía si era una superchería o si era verdad, pero que, suponiendo que fuera cierto, el niño debía de ser, casi con toda seguridad, del otro.
—No tenía ni idea —repetí. Pero, incluso mientras estaba pronunciando estas palabras, barajaba diferentes ideas.
Lo que yo no sabía, por supuesto, no era sólo lo del embarazo de Sarah. Tampoco sabía que ella tuviera un novio en Boston. Así que, aquel día, ¿Sarah no había hecho otra cosa que contarle a la hermana menor de su novio unos sueños que se circunscribían al período que permanecería en Japón? ¿Había pretendido fingirse una novia perfecta sólo conmigo, la ingenua hermana menor de su novio? Recordé el flequillo dorado, casi transparente, de Sarah mientras hacía los deberes. Sus ojos sin nubes. No, no era cierto. En aquel momento, Sarah era sincera. Su mirada decía que ella deseaba creer que todo iría bien… En todo caso, su novio de Boston debía de ser el hombre de negocios típico al que ella se había referido. ¿Se habría limitado mi hermano a torcer momentáneamente la vida de Sarah para, acto seguido, desaparecer?
Por más que pensara en ello, no hallaría una respuesta. Lo único que tenía claro era que Sarah, aquellos días, era una persona adulta. Más adulta que yo, más adulta que mi hermano y que Marie, tan adulta que era digna de compasión.
A mis ojos, ahora que estaba borracha, la oscuridad del local producía una sensación de soledad tan grande que me llenaba de estupor. Con todo, a mis ojos, la silueta de Marie se perfilaba con una nitidez mayor que, por ejemplo, la de aquella chica del bar de rostro sombrío que estaba charlando con unos clientes, o la de aquella otra chica tan hermosa de pelo largo que mantenía el rostro pegado al de su novio, o la de aquella mujer de facciones aniñadas que leía una revista junto a la ventana mientras fumaba un cigarrillo. «¿Por qué será?», pensaba yo, vagamente.
—Oye, ¿Sarah está ahora en Japón? —preguntó Marie.
—¿Sarah, aquí, otra vez? ¿Por qué? Ella sólo vino a estudiar, ¿no? Hace muchos años. Ni siquiera vino cuando murió Yoshihiro —contesté sorprendida.
Marie debió de entender que yo no le ocultaba, por preocupación, la llegada de Sarah. Relajó la expresión y dijo:
—Es que anoche recibí una llamada misteriosa.
—¿Qué tipo de llamada?
—Cuando descolgué y dije: «¿Sí?», oí un silencio. Como si se hubiesen quedado escuchando, ¿sabes? Y, de fondo, se oía a un hombre hablando en inglés. Claro que también podía tratarse de una broma y que lo que se oyera, por ejemplo, fueran las clases de conversación inglesa de la NHK[8]. Pero era un silencio tan denso…, no sé, como si fuera a hablar de un momento a otro y estuviese dudando. Por eso se me pasó por la cabeza que podía ser ella.
—Ya.
En ese momento, a decir verdad, me importaba muy poco Sarah. Más que nada, lo que yo sentía entonces era miedo al ver cómo Marie hablaba de las cosas que se referían a mi hermano, que había muerto hacía ya mucho tiempo, como si formaran parte de la vida cotidiana.
—Si me entero de algo, ya te lo diré.
—Sí, hazlo —me pidió Marie y sonrió.
Cuando nos separamos, Marie se despidió con un estentóreo «¡Hasta luego!», como si estuviéramos en pleno día, y se marchó a grandes zancadas. Me quedé un instante escuchando cómo sus pasos resonaban sobre el asfalto, y después también yo emprendí el camino de la noche.
Hace mucho tiempo, cuando yo aún iba al instituto, se armó un gran revuelo en mi familia a causa de una amante de mi padre, y mis padres abandonaron, los dos, la casa. Era pleno invierno.
No había sido más que una cana al aire, algo que sucede con frecuencia, pero mi madre, histérica, volvió a casa de sus padres, dejándonos solos a mi hermano y a mí, y mi padre partió en su busca. Al parecer, el asunto se embrolló, pero, en contra de lo que cabía esperar, nosotros no nos sentimos perdidos, o asustados, al vernos abandonados. Primero nos fuimos a casa de Marie. Y luego los tres decidimos aprovechar la ocasión: sacamos grandes sumas de dinero con la tarjeta de crédito y nos compramos todo lo que quisimos. Por la noche, estuvimos bebiendo hasta tarde. Marie, en aquella época, tenía dieciocho años y a mí me parecía ya una hermosa mujer adulta.
¡Sí! Aquella noche dormimos los tres juntos.
Había nevado, claro está, y hacía tanto, tantísimo frío que se te quitaban las ganas de ir al lavabo. Justo al otro lado de los cristales de la ventana, acechaba un aire tan gélido que parecía que fuera a helarse de un momento a otro con un crujido.
Pero aquella noche, en el interior de la habitación la temperatura era acogedora, y nosotros, borrachos y encima con el estómago lleno, dormimos vestidos bajo el kotatsu. Yoshihiro fue el primero en empezar a respirar profundamente. Marie también yacía adormilada. Yo, como tenía un sueño espantoso, estaba tendida en silencio y, entonces, mis ojos se encontraron con los de Marie. «¡Bueno! Podemos dormir aquí mismo», propuso Marie, y se incorporó de cintura para arriba y depositó un beso de buenas noches en la mejilla de mi hermano. Al ver que la miraba sorprendida, Marie me sonrió y me dio otro beso a mí de duración equitativa.
«¡Muchas gracias!», le dije. Marie me respondió con una sonrisa, luego se tendió con toda naturalidad y cerró los ojos. Aquella noche que se iba llenando de una nieve que caía sin ruido, yo me dormí mirando cómo la sombra de las largas pestañas de Marie se proyectaba sobre su piel blanca.
Nuestros padres acabaron volviendo a los cuatro días y, al descubrir la casa sumida en el caos y a nuestro pequeño grupo vestido con ropas nuevas y llamativas y sufriendo los efectos de la resaca, se encolerizaron con mi hermano mayor, el inductor de la catástrofe.
Pero Yoshihiro no se arredró. «Estábamos tan asustados pensando que os ibais a separar que no pudimos hacer otra cosa», dijo, haciéndolos llorar a ambos. ¡Fue divertidísimo!
Entonces la noche brillaba. Parecía muy larga, casi infinita. Al otro lado de los ojos de Yoshihiro, en los que siempre relucía un destello de travesura, se vislumbraba algo, un paisaje lejano.
Como un panorama.
Quizá fuera «el futuro» lo que veían mis ojos de niña. Algo que tenía mi hermano en aquella época y que no debía de morir jamás, algo que viajaba a través de la noche.
Sí, en la segunda mitad de su vida, mi hermano apenas estuvo en casa, y para mí se convirtió, a diferencia de cuando era niño, en una existencia ajena, equivalente a la de un desconocido.
Pero cuando hablo de esta forma con Marie, cuando en verano hace un calor sofocante y mi familia se queja, y subimos la intensidad del aire acondicionado, cuando de noche pasa un tifón, la existencia de mi hermano emerge con una punzada de nostalgia. Estuviera cerca o estuviera lejos, cuando aún vivía, ocurría lo mismo. En el momento más impensado, emergía su figura provocándote una sacudida en el pecho. Haciendo que te doliera el corazón.
A primera hora de la mañana sonó el teléfono.
El aparato está muy cerca de la puerta de mi habitación, así que me acerqué medio dormida y descolgué.
—¿Sí, diga? Casa de los Yamaoka.
Al pronunciar estas palabras, oí cómo una mujer lanzaba una pequeña exclamación de sorpresa al otro lado del hilo. Me pregunté si sería Sarah, tal como me había dicho Marie, e intenté relacionar aquella voz con el lejano recuerdo que yo tenía de Sarah, pero no logré llegar a ninguna conclusión. Tan pronto me parecía que podría ser su voz como lo contrario.
—¿Sarah? —pregunté.
Se produjo un silencio, indicio de que la comunicación se iba a cortar de un momento a otro. Un silencio que no afirmaba ni negaba nada.
Acababan de arrancarme del sueño y todavía no era capaz de pensar con claridad. Mis piernas vacilaban, ideas vagas se arremolinaban en mi mente.
Suponiendo que Sarah estuviese ahora en Japón y que, por una razón u otra, no pudiera hablar abiertamente, que sintiera que era ya demasiado tarde para dar su nombre… Suponiendo que lo único que quisiera fuese comprobar si nosotros, sus viejos amigos, todavía estábamos ahí…
Pero eso no eran más que conjeturas. El silencio no dice nada.
—¡Espera, Sarah! —exclamé en aquel mar de sueño, en inglés, con dificultad. La llamada no se cortó. Proseguí—: Soy Shibami. La hermana pequeña de Yoshihiro. Nos vimos varias veces, incluso intercambiamos algunas cartas.
»Tengo veintidós años.
»Tú también habrás cambiado mucho.
»Posiblemente ya no exista ningún lazo entre tú y yo, pero tú siempre estás presente en algún rincón de mi corazón.
»El otro día encontré el borrador de una carta dirigida a ti y aún recuerdo con nostalgia aquel día, cuando me hiciste los deberes. —Enmudecí.
Al otro lado del hilo se oyó un débil murmullo. Una especie de rumor de voces, como si fuera desfilando gente por detrás. Y se hizo de nuevo el silencio. Y, luego, un sollozo fue ganando intensidad, poco a poco, hasta llegar a mis oídos. Me quedé helada.
—¿Sarah?
Ella lloraba.
—Sorry… —dijo débilmente; sí, ya con toda seguridad, era la voz de Sarah.
—Sarah, ¿estás en Japón? —le pregunté, pensando: «¡Por fin podemos hablar!».
—Sí, pero no puedo verte.
—¿Has venido con algún hombre? ¿No puedes llamar desde la habitación? Ahora estás en un hotel, ¿verdad?
Sarah no respondió. Sólo lloraba. Dijo:
—Sólo quería saber si estabas bien. Al oír tu voz he sentido añoranza, he recordado cuando estaba en tu casa…, las cosas divertidas que me pasaron en Japón.
—Sarah, ¿eres feliz? —le pregunté.
—Sí, estoy casada. —Al otro lado del hilo, Sarah se rio por primera vez—. Estoy bien. No soy infeliz. Tranquila.
—Estupendo, pues.
Entonces Sarah me preguntó de improviso:
—Oye, Shibami. Yoshihiro, cuando murió, ¿estaba solo? Quiero decir, ¿tenía una novia de verdad? Sólo quería saber esto.
Comprendí que Sarah lo había adivinado todo. Cuando Marie fue a Boston, ya entonces, por los ojos de Marie, por la mirada de mi hermano. Yoshihiro miraba siempre a Marie con ojos maravillados. Como si así sosegara su espíritu en silencio, como si lo confirmara. Que ella estaba viva, y se movía, que estaba sonriendo ante sus ojos.
Seguro que Sarah se había dado cuenta de eso.
—Sí, estaba solo —dije. Usé toda mi maestría para mentir—. Salía con chicas, pero no tenía ninguna novia de verdad.
—¿No? Perdóname por preguntarte estas estupideces. Creo que al volver a Japón se ha desvanecido la tensión que sufría. Me ha encantado poder hablar contigo. Gracias a ti —dijo Sarah. Ya no la Sarah que no podía evitar llamar por teléfono y permanecer en silencio tras el auricular, ya no la Sarah que lloraba al sentirse herida, sino la Sarah sensata que yo había conocido—. Cuídate mucho. Tengo que volver a mi habitación.
—Sí, adiós —me despedí.
Estaba completamente despierta. El cielo, al otro lado de la ventana, presentaba una curiosa gradación de azules y nubes, y toda la estancia estaba llena de una claridad impregnada de soledad. Y pensando: «¡Qué tiempo tan raro!», añadí:
—Sarah, espero que seas feliz, muy feliz.
—Gracias, Shibami.
La llamada se cortó.
Me sentía de un humor extraño, como si hubiese desempeñado una tarea hasta el final, pero, a la vez, estaba terriblemente triste. Y me admiró una vez más lo asombrosa que era Marie, que había adivinado que Sarah estaba en Japón sólo por un silencio al otro lado del auricular. Marie lo había afirmado sin rastro de vacilación en sus ojos. Ella lo había comprendido. Sí, seguro que para la Marie de ahora, que vagaba entre los sueños y la realidad, algo tan simple como quién estaba al otro lado del hilo era tan evidente como si lo sostuviera en la palma de su mano.
Por la tarde llamé a Ken’ichi. Era el día en que había prometido devolverme el dinero.
—Hola.
—¡Ah, hola! Eres Shibami, ¿verdad?
—¿De verdad vas a devolverme lo que me debes?
—Sí, he ganado algo de dinero trabajando, así que voy a pagártelo todo sin dejarte a deber ni un solo yen.
—Dicen que con mi dinero te has ido a Hawái.
—¿A Hawái, dices? ¡Vaya tontería! Me fui a Atami, ¡a Atami!
—Pues todo el mundo dice que te has ido a Hawái.
—Seguro que han sumado lo que me dejaron entre todos y han calculado hasta dónde podría llegar con ese dinero. ¡Vaya hatajo de idiotas! A Tanaka no pienso devolvérselo.
—¿A Atami? ¿Y por qué allí?
—Luego te lo cuento. ¿Dónde nos vemos? Dime el lugar que prefieras.
—Pues en el vestíbulo del hotel K, a la una —propuse.
Tenía entendido que los padres de Sarah, cuando venían a Japón, se alojaban en el hotel K. «¡Por si acaso!», pensé. Poco antes había llamado a recepción preguntando por Sarah y me habían dicho que no se encontraba allí. Sin embargo, yo aún no había perdido las esperanzas.
—¡OK! —dijo Ken’ichi y colgó.
Los vestíbulos de los hoteles gigantescos, por más llenos que estén de gente, siempre parecen desiertos. Cuando entré, al parecer Ken’ichi aún no había llegado. Me hundí en un sofá y eché un vistazo a mi alrededor.
Sarah no estaba allí, pero el vestíbulo estaba abarrotado de extranjeros, en su mayoría trajeados hombres de negocios cuyo fluido inglés ascendía hasta el techo como si fuera música. Yo me sentía cada vez más aturdida.
Poco después vi a Ken’ichi al otro lado de la puerta transparente.
—Toma, el dinero.
De pie, ante mi asiento, me tendió un sobre. Lo tomé en silencio. Ni siquiera tenía por qué darle las gracias.
—¿Tienes un minuto?
—Sí, no tengo nada que hacer.
—Pues te invito a tomar un té.
Ken’ichi se sentó frente a mí.
Mientras tomábamos el té, me dijo sonriente:
—Es horroroso lo que puede llegar a inventarse la gente. A Hawái, ni más ni menos. Ya me gustaría ir, ya.
—Entonces, ¿en qué has empleado los casi doscientos mil yenes? Claro que, si no quieres, no me lo cuentes.
—No importa. He ido a pasar unos días a Atami. Eso sí, por todo lo alto, ¿eh? Me he alojado en uno de los mejores ryokan y, ya sabes, buenas comidas todos los días, paseos en coche… He estado dos semanas allí. ¡Mira qué piel tan fina!
—¿Con tu novia?
—Sí.
—Dicen que aún va al instituto —comenté riendo.
Entonces, Ken’ichi soltó una carcajada.
—¡¿Qué?! Pero si estudia una diplomatura. ¡Qué chismorreos, por favor! Me parece que no voy a aparecer por allí durante una buena temporada, a ver qué dicen entonces.
—Las habladurías son así. Como no devuelves el dinero, se van hinchando e hinchando. Pero ¿dos semanas en Atami? Aunque vayas con tu pareja, pocas cosas se podrán hacer allí, ¿no?
—¡Pero si es fantástico estar sin hacer nada! En cuanto te sales de la vida cotidiana, te diviertes, hagas lo que hagas… Los padres de mi novia acaban de separarse y ella, la pobre, está pasándolo fatal, así que decidí llevarla a alguna parte. Ir al extranjero es muy cansado y yo había oído decir que en los baños termales uno no se aburre jamás. Así que Atami era el sitio perfecto. Pues bien, el programa ya estaba hecho, pero yo no tenía dinero, ni un yen.
—Ya veo.
—Cuando una persona empieza a deprimirse, luego ya no hay manera de pararlo. La cosa empeora. Incluso a mí, que sólo estaba junto a ella, se me empezaba a contagiar su estado de ánimo y ya me sentía incluso un poco raro. ¡En fin! Se ve que en su casa había un ambientillo… No, si se comprende… Cuando quedamos, por ejemplo. Yo llego quince minutos tarde, como de costumbre. Y me la encuentro hecha polvo. Y, encima, llorando. Y ¿cómo te lo diría?… No es que ella y yo nos hubiésemos visto mucho, pero me entraron ganas de pasármelo bien… Vaya, no sé si ella tenía ganas, pero yo sí.
—Sí, te entiendo —dije, y me reí.
Ni Marie ni Yoshihiro habían imaginado lo mucho que disgustaría a los padres de ella su relación con él. Sin embargo, pensándolo bien, si hubiese estado en el lugar de sus padres, si tuviese una única hija a la que hubiera educado sin reparar en gastos —clases de piano, de conversación inglesa y esas cosas—, tampoco a mí me habría hecho ninguna gracia entregarla a un hombre tan mujeriego como era, a ojos vista, mi hermano. Yo presencié los dos períodos: aquel en que, sin que nadie supiese nada, el amor entre ambos fue haciéndose más profundo, y el otro, después de que se descubriera su relación y empezaran a presionarlos para que lo dejaran, cuando se veían a escondidas. La diferencia entre ambas atmósferas era tan grande como entre la luz y las tinieblas, pero dado que mi hermano era capaz de disfrutar de esa enorme diferencia y a Marie la embriagaba la emoción de hacer algo a espaldas de sus padres, ambos fueron muy felices.
El teléfono se corta a los dos timbrazos: esa es la señal de Marie para que mi hermano la llame.
Al oírlo, Yoshihiro se dirige hacia el teléfono. Sus pasos son dulces.
Mi hermano tuvo un accidente de tráfico y murió en Urgencias, y sucedió, casualmente, cuando iba a reunirse con Marie a escondidas de la familia. Mi padre es cirujano en un gran hospital, así que, si hubiese tenido conocimiento del paradero de mi hermano y lo hubiese hecho trasladar allí, quizá mi hermano se hubiera salvado.
¿Puede haber una historia que deje un regusto más amargo? Creo que Marie se deprimió después tanto porque él murió mientras ella estaba esperándolo. Marie lo aguardaba en una cafetería que hay delante de la estación. Un local lleno de luz que todo el mundo utiliza como lugar de encuentro. Se tomó un café tras otro, se comió dos pasteles, bebió una limonada, se tomó un helado… Esperó durante cinco horas. Y, luego, volvió cabizbaja a casa y se enteró de que su novio había muerto.
Ella me lo contó después:
—En la cafetería, era como si mi estómago se hubiese vuelto negrísimo. Como un agujero negro. Le echara lo que le echase, sin darme apenas cuenta, se lo tragaba todo, cualquier cantidad, cualquier cosa. Mi corazón sólo miraba hacia la puerta. Por más que intentara hojear una revista, mi mente no asimilaba una sola palabra. Mis ojos se limitaban a resbalar, inquietos, sobre la página. Sólo podía acordarme, amplificándolas, de las facetas malas que había descubierto hasta entonces en Yoshihiro. Conforme pasaba el tiempo, esta parte oscura se fue extendiendo despacio por todo mi cuerpo hasta cubrirme por entero. Así me sentía yo. Ya era de noche cuando volví a casa arrastrando este fardo negro, tan pesado que a duras penas podía sostenerme en pie. Cuando llegara a casa, me dormiría esperando su llamada, eso pensé. Alguna razón debía de tener para no acudir a la cita, y sólo la averiguaría hablando con él, eso pensé.
Me habló de su corazón, clausurado en una espera eterna.
—Bueno, yo me voy. —Ken’ichi se levantó.
—Estoy muy contenta de haber recuperado mi dinero. Parece un sueño.
—¡Qué cosas dices! —repuso Ken’ichi.
Y lo seguí, deslizándome entre los sofás, sobre la moqueta, en dirección a la salida. Mis ojos barrían el vestíbulo, tratando todavía de localizar a Sarah. Y entonces vi a una mujer rubia que se le parecía mucho; estaba de pie ante el mostrador de recepción, dándome la espalda. Por la ropa, el peinado y la altura podía ser ella.
Me dirigí a Ken’ichi:
—Perdona, pero acabo de ver a una conocida. ¡Hasta pronto!
—Si te enteras de algún chisme nuevo, cuéntamelo —dijo Ken’ichi y se marchó.
Me acerqué vacilante a aquella mujer con la intención de verle la cara. La moqueta era tan mullida que me provocaba una sensación extraña al pisarla, y yo tenía toda la atención puesta en la mujer del mostrador, así que no me di cuenta hasta que sentí un pequeño golpe en la cadera. Di un traspié, recobré el equilibrio. Al detenerme a mirar qué había sucedido, vi a un niño extranjero caído en el suelo. Le alargué las manos y lo levanté.
—Sorry! —me disculpé, y al devolverle la mirada al niño, que a su vez también me miraba, sentí en el pecho una conmoción tan fuerte que me asusté. Pelo castaño, ojos marrón oscuro. Despacio, fijé la vista, clavé los ojos en el niño.
«El hijo de Sarah. Y de mi hermano. No hay duda».
Dentro de mi corazón, me susurré estas palabras muchas veces.
En ningún otro lugar había visto unos ojos como aquellos. La luz valiente y poderosa que irradiaban, el mohín de la boca, la línea de los hombros, como si los recubriera una chaqueta demasiado grande…, esta visión me evocó un sinfín de recuerdos. «Quiero decírselo a Marie», pensé. Antes que a mi padre, incluso antes que a mi madre, ¡a Marie! Al fin logré hacer acopio de todas mis fuerzas y —ya que, sin duda, nunca volvería a verlo— dibujé para él la sonrisa más dulce que jamás le había dedicado a ningún amante.
—¿Estás bien? —le pregunté.
El asintió sonriendo, me dio la espalda y se fue andando a paso rápido. Y más allá…
Estaba Sarah.
Me di cuenta de que la mujer de la recepción, la que yo antes había confundido con Sarah, era otra persona. Porque Sarah había cambiado mucho. Pero la que estaba más allá sí era, con toda seguridad, la Sarah de aquellos días.
La Sarah que me había enseñado con paciencia a pronunciar la palabra refrigerator. La Sarah que aún conservaba trazos de la niñez. La Sarah un poco apocada, cándida.
La Sarah actual vestía un traje de color azul marino que le sentaba como un guante, y llevaba el pelo corto. Estaba de pie, erguida junto a un enorme baúl, y pegada a ella, una niña pequeña y rubia. El niño se dirigió hacia ellos y empezó a hablar animadamente con la niñita. Debían de ser hermanos. Y un robusto joven norteamericano se les acercó tras pagar la cuenta, y ahora, presumiblemente, se disculpaba por haberlos hecho esperar.
Y entonces Sarah me vio.
Sus cristalinas pupilas azules me contemplaron, primero con aire de extrañeza y, luego, llenas de angustia. Pestañeó una vez tras otra, como si quisiera cerciorarse de que era yo. Luego vi cómo las comisuras de sus labios se curvaban al esbozar una sonrisa.
Yo, por entonces, ya lo había comprendido todo. Que Sarah quería vernos a Marie y a mí, pero que no podía, ni tampoco hablarnos. Pero que, al venir a Japón, no había podido resistir la tentación de llamarnos por teléfono… El sufrimiento por el que habían tenido que pasar Sarah y aquel chico… Por eso, para mostrarle que lo comprendía todo, hice un fuerte movimiento afirmativo de cabeza y le di la espalda. Seguro que, acto seguido, ellos saldrían del hotel como una feliz familia norteamericana. Seguro que, mientras tanto, sólo Sarah se volvería hacia mí unas cuantas veces.
Poco después me volví para comprobar si habían desaparecido, y entonces sentí cómo las fuerzas me abandonaban y volví a hundirme en el sofá. La cabeza me daba vueltas. Mis dos manos aún conservaban el calor de las manitas del niño, que había tomado entre las mías. Y tuve la sensación de que algo estaba a punto de cambiar a partir de aquel momento, a partir de aquellas manos.
El vestíbulo que ellos acababan de dejar estaba desierto. Pensé que no quedaba absolutamente nada. Únicamente el tintineo interminable de las tazas que entrechocaban y el rozar de los zapatos sobre la alfombra.
Volví a casa exhausta.
Al abrir la puerta, encontré la casa silenciosa y a oscuras: mi madre debía de haber salido. Fui directa al lavabo, me lavé la cara con detenimiento y, frente al espejo, me juré no decirle jamás a nadie lo que acababa de ver. Más allá de los contornos de mi rostro —un rostro tan parecido al de Yoshihiro—, aquellos ojos castaños emergieron en la imagen que me devolvía el espejo. Lo había visto, era ya inevitable. No había sido algo casual. Yo había ido a propósito. Y eso me hacía sentir más exhausta todavía.
Me dirigí a mi cuarto con la intención de cambiarme de ropa y pasé por delante del salón.
—¿Shibami?
Me sobresalté al oír que una voz me llamaba y, al abrir la puerta, descubrí a Marie, echada, no sé por qué, en el sofá del salón, con la expresión somnolienta y los ojos entrecerrados, como cuando vivía en casa. Yo no entendía nada de lo que estaba ocurriendo.
—¿Cómo es que estás aquí? —pregunté.
—¿No me dijiste anoche que viniera a veros durante el día? Pues aquí estoy. Pero no había nadie y… —Marie bostezó.
—¿Y por qué no te has acostado en la habitación de los invitados? Dormir aquí debe de ser incomodísimo —le dije, porque estaba acostada hecha un ovillo, como los niños cuando hacen la siesta.
—Es que allí había demasiada luz.
Ahora que lo mencionaba, habíamos llevado las cortinas a la lavandería. Marie todavía tenía la voz pastosa, parecía hallarse en mitad de un sueño. Sus ojos, somnolientos, eran preciosos, como si miraran muy lejos.
—¡Vaya! Ya se ha nublado —dije, con la misma disposición de ánimo que si pronunciara palabras cariñosas, y me dirigí al otro lado del sofá donde ella estaba acostada y descorrí las cortinas.
De repente, la habitación se llenó de una claridad opaca. Alcé la mirada hacia el cielo nublado.
—Quizá llueva. O tal vez nieve —añadí.
En aquel instante, Marie se levantó de un brinco, sobresaltada. Me miró frunciendo el entrecejo. Tenía ojos de loca.
—¿Qué…? ¿Qué te pasa? —le pregunté, presa de una terrible inquietud.
Podía afirmarse incluso que en su rostro se traslucía mi ansiedad. Hacía tiempo que no mostraba un aspecto tan extraño.
—¡Espera un momento! —exclamó.
Y me palpó las manos, las mismas manos que aquel niño había tocado poco antes. Luego alzó la vista y me miró con aire ausente.
—¿Has visto a Yoshihiro? —preguntó con voz débil, tan tenue que, al principio, no entendí lo que me estaba diciendo.
Sorprendida, retiré las manos de inmediato, casi arrancándolas de entre las suyas.
—No. —A mí misma me extrañó mi respuesta.
—No, claro. Pero ¿qué estoy diciendo? ¡Ya me dirás cómo podrías verlo! Es que acabo de despertarme y aún confundo el sueño que he tenido con la realidad —explicó Marie presionándose las sienes con las puntas de los dedos.
—Mi hermano murió hace tiempo —dije.
—Ya lo sé —repuso la Marie de siempre—. Es que estaba soñando. Hace un momento. Y en mi sueño, tú te encontrabas con Yoshihiro y hablabas con él. Estabais…, no sé, en un lugar con mucha luz, un vestíbulo o algo por el estilo.
Incapaz de decir otra cosa, musité:
—¿Ah, sí?
Y, en aquel instante, noté cómo algo iba anegando mi corazón.
—¡Oh! ¡Es verdad! Ha empezado a llover —dijo Marie alzando la vista hacia la ventana.
El cielo está oscuro. Oigo cómo el repiqueteo de los grandes goterones de lluvia recubre las calles. El cielo oscuro, gris y pesado, infinitamente pesado, se extiende a lo lejos. ¿Habrá abandonado ya el avión el aeropuerto? ¿O estará aún aquella familia, esas personas a las que jamás volveré a ver, hablando animadamente en la sala de embarque? En aquel cuadro de bullicio interminable y de luces reflejándose en el pavimento. El mismo decorado que el día en que fui a despedir a mi hermano. El mismo que cuando fui a recibirlo. Lo rememoré como si quisiera confirmarlo.
—Marie, seguro que esta noche nevará. ¿Quieres quedarte? Ya le pediré yo a mi madre que se lo diga a la tuya.
—Vale, de acuerdo.
Ella miraba la lluvia, dándome la espalda. Salí en silencio de la habitación y cerré la puerta.
Ya que me habían devuelto un dinero con el que no contaba, abrí el paraguas y salí de casa. En las tardes lluviosas, los grandes almacenes están singularmente llenos de luz, cálidos, y huelen a mojado. Me dirigí a la sección de libros y me compré un montón, luego me compré varios CD. Todas las secciones estaban vacías, silenciosas, con los artículos bien ordenados. Los clientes escaseaban y todos los dependientes parecían muy elegantes.
Aun así, todavía me quedaba dinero, de modo que, después de tomarme un té, fui a comprarme una camisa. Di con una que me encantó, y cuando exultante de alegría me encaminaba al ascensor, ya de regreso a casa, pasé por delante de la sección de ropa de cama. De repente recordé: «Esta noche Marie se queda a dormir».
Y decidí comprarle el pijama que estaba expuesto delante de todo, un pijama azul marino, acolchado, que tenía aspecto de abrigar una barbaridad. Con aquel pijama y un abrigo por encima de los hombros, incluso podría salir a vagar por las noches si se le ocurría hacerlo.
—¿Es para regalar? —me preguntó el dependiente.
—Sí.
Me adornó el paquete con un lazo rojo.
Pensé: «¡Claro! Se me ha ocurrido regalarle un pijama porque siempre me la imagino durmiendo con tan poca ropa que me produce escalofríos».
Poco después de morir mi hermano, Marie se escapó de casa.
Su fuga no fue en absoluto un acto de rebeldía por el hecho de que sus padres, que se habían opuesto desde un principio a sus relaciones con Yoshihiro, la hubieran obligado a faltar una semana al trabajo con el pretexto de que tenía apendicitis, ni siquiera fue un acto de rebeldía por la caprichosa petición que sus padres le habían hecho de que olvidara lo que había habido entre ambos. «Es que estaba exhausta. Sólo eso», dijo ella. Y creo que era cierto. Porque Marie ni siquiera reparaba en sus pobres padres; no reparaba en nada. Pero yo tenía miedo, me aterraba la posibilidad de tener que cargar con algo más que con mis lágrimas y con mi familia, hundida en la desesperación, y no fui a ver a Marie. Ni cuando supe que se había escapado de casa, ni siquiera entonces, tomé conciencia del peligro… No, no estaba en condiciones de darme cuenta.
Hasta una semana después de su desaparición, cuando su madre volvió a llamar muy angustiada, no me puse en marcha. Tenía una vaga idea de dónde podía estar Marie.
Se acercaba la primavera. Era una tarde cálida y soleada; el aire olía a flores. Cogí el tren sin ponerme la chaqueta.
Marie y Yoshihiro habían alquilado un apartamento de un solo ambiente en un barrio cercano para verse allí en secreto. «Si Marie está en alguna parte, es allí —pensé—. Y si me la encuentro muerta…». En el tren, no me podía quitar esta idea de la cabeza. Al otro lado de la ventanilla desfilaba el apacible paisaje primaveral, e incluso los rostros de las personas sentadas en el vagón parecían plácidos y relajados. «Y si no llego a tiempo y lo único que encuentro es un cadáver, ¿lo sentiré? —Una tenue luz cruzaba el traqueteante vagón del tren—. No, seguro que no lo sentiré. Total…». Así lo creía de verdad.
Le dije al portero que era hermana de la inquilina, le pedí una llave y subí en ascensor. Llamé al timbre, pero nadie me abrió. Introduje la llave en la cerradura, penetré en la habitación. Estaba oscuro, hacía frío. Todas las cortinas estaban corridas y la estancia estaba gélida; el frío me penetraba por las plantas de los pies, helándome hasta el tuétano de los huesos. Jamás en mi vida había tenido tanto miedo. Daba un paso, y otro paso, convencida de que iba a toparme con un cadáver. Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y entonces descubrí a Marie aovillada bajo una manta. Dormía, respiraba acompasadamente. Su respiración era saludable, normal, no la de alguien que hubiese ingerido somníferos. La sacudí para despertarla. Marie bostezó y se restregó los ojos. Me sobresaltó ver sus brazos desnudos asomando por una camiseta de manga corta. Vi que, bajo la manta, sólo llevaba una camiseta y unas bragas, como si estuviera haciendo la siesta en plena canícula en algún lugar de veraneo.
—Marie, ¿has venido andando hasta aquí de esta manera? —pregunté.
—No —repuso, y señaló hacia el suelo.
El abrigo, el jersey, las medias…, toda su ropa estaba esparcida por el suelo.
Y Marie permanecía muda y abstraída, aparentemente en estado de shock.
—Marie, vámonos a casa —dije—. Le pediré a mi madre que llame a la tuya. Tú puedes quedarte en mi casa, a tu aire, en el cuarto de los invitados. Allí podrás estar sola, ni siquiera hace falta que abras la puerta.
Marie no respondió. La habitación estaba demasiado oscura y no pude ver la expresión de su rostro. Pero al tocar su piel helada, decidí apresurarme. La cubrí sólo con el abrigo, hice una bola con el resto de la ropa, la cogí y salimos del apartamento. Luego paré un taxi y nos dirigimos a casa. Por el camino, Marie se volvió varias veces. No sé qué esperaba ver a sus espaldas, pero clavaba unos ojos gélidos en el paisaje que íbamos dejando atrás.
La capacidad de persuasión de mi madre y la terquedad de Marie, que insistía en que, de momento, no quería volver a su casa, convencieron a sus padres. Acordaron que Marie se quedaría por un tiempo en nuestra casa, en la habitación de los huéspedes.
Yo sola me encargué de desalojar aquel apartamento cuya existencia sólo habíamos conocido mi hermano, Marie y yo. No es que contuviese gran cosa, pero saqué todos los muebles y rescindí el contrato Llevé todas esas gestiones en secreto, lo que me resultó muy fatigoso, pero decidí cobrarme las horas invertidas con la fianza que me iban a devolver. Sin embargo, como el período de alquiler había sido muy corto, yo había rescindido el contrato de repente y, encima, mi hermano había agujereado la pared para instalar unas estanterías, apenas me dieron nada.
Por otro lado, dado que mi hermano había muerto y Marie estaba instalada en casa, tampoco hubiera importado que los padres de ambos se hubiesen enterado de lo del apartamento. Pero yo odiaba la idea de que, por esta razón, Marie se viera obligada a recordar de nuevo la frialdad de aquella habitación.
Tal vez fuera un acto de expiación por pensar que, si me la hubiese encontrado muerta, no me habría apenado.
Regresé a casa justo a la hora de la cena. Marie estaba sentada a la mesa flanqueada por mi padre y mi madre, como si fuera su hija.
—¡Qué tarde llegas! ¡Anda, siéntate a cenar! —exclamó Marie con una sonrisa.
Mi padre, incapaz de esperar, ya había empezado a comer. La habitación estaba caldeada por el vapor. Mi madre llevó a la mesa una cazuela asiéndola fuertemente con los agarradores y dijo sonriente:
—¡Pollo al curry! El plato preferido de Marie.
Tras tomar asiento, le entregué a Marie el gran paquete adornado con el lazo.
—Toma, un regalo. Es que he tenido unos ingresos extra.
Mi padre, no sé por qué razón, aplaudió.
Marie sonrió entrecerrando los ojos.
—Parece que sea mi cumpleaños —dijo.
La lluvia se transformó en nieve y esta empezó a amontonarse en silencio. Marie dijo que pasaría la noche conmigo, en mi habitación, y yo propuse que nos acostásemos en el cuarto de los invitados y jugáramos con unos videojuegos, y así lo hicimos.
Marie estaba sentada en un futón, al lado del mío, muy abrigada con el pijama azul que le había regalado. El interior de la estancia estaba sumido en las tinieblas y, al otro lado de la ventana, sólo el mundo exterior, donde caía la nieve, aparecía blanco. La pantalla del televisor centelleaba sobre el futón: las noticias anunciaban que aquella noche caería una gran nevada sobre Tokio.
—Y mira que el año pasado no nevó, ¿eh? —comenté.
—¿Ah, no? Ni idea. Yo entonces no estaba mucho al caso. No lo recuerdo en absoluto. —Marie sonrió—. Fue un año extraño. Parece irreal. Espero que este no sea tan malo.
—No parece serlo, en efecto —sonreí yo.
—Pero ¿qué tipo de persona era? —preguntó. Se refería a mi hermano.
—No era un ser humano. Eso seguro.
Lo dije en todos los sentidos posibles. Mi hermano Yoshihiro no había sido más que un joven que dejaba una profunda huella, pero el hecho de que hubiera muerto tan repentinamente y de que hasta su muerte hubiese vivido con tanta intensidad dotaba su existencia de extraños significados.
—Cada vez que pienso en mi hermano, tengo una sensación extraña, una especie de deslumbramiento. Intento recordar su sonrisa, su voz, su cara mientras dormía. Y me pregunto si realmente estuvo aquí alguna vez. Y pienso que, en caso de que haya sido así, su existencia es algo irreemplazable, ¿sabes? Así es como lo siento.
—¿Tú también? —dijo Marie.
—Y también Sarah, seguro —añadí—. Todas las personas que se relacionaron con él.
Entre esas personas, ¿quién estaba en primer lugar? ¿Marie o Sarah? Por unos instantes, lo estuve considerando en serio. Me resultaba muy difícil diferenciar a la una de la otra. Las dos, de la mano de Yoshihiro, habían llegado a un punto que jamás hubieran podido imaginar.
—He pensado a menudo en eso durante este último año. En por qué estaba él aquí —contó Marie—. Desde aquel día en que me enamoré de él, en el aeropuerto, sin darme cuenta ya estaba aquí. Y luego ya nada me quedó, sólo el fondo de la noche que me instaba a seguir adelante. Poco a poco he descubierto a partir de qué punto debo volver a empezar, pero no tengo nada en las manos. ¿Qué ha sido Yoshihiro para mí? No, no tiene ningún sentido preguntármelo. Cuando llegué a esta conclusión, por fin hallé un poco de paz y pude dormir.
Evoqué vagamente la figura de Sarah, a quien acababa de ver, y la escena con su hijo, cuyo rostro me había hecho sentir tanta nostalgia que me había producido escalofríos. Y pensé en Marie, que durante aquel último año había vivido en la oscuridad y en el silencio, como una sombra, y también en mí, pues, cerca de ella, había pasado una época muy especial de mi vida.
Me escurrí bajo la cubierta del futón.
—Oye, Marie. Este último año ha sido extraño para las dos. En el curso de nuestras vidas, ha sido un espacio de tiempo aparte, con una velocidad distinta. Un espacio hermético, silencioso. Más adelante, cuando miremos hacia atrás, seguro que lo veremos teñido de unos colores propios, como un bloque compacto.
—Seguro.
Marie también se escurrió dentro del futón, se echó boca abajo, alargó los brazos mostrando las mangas del pijama y añadió:
—Es de un color azul marino como este. El color de la noche cerrada, donde se concentra todo: los ojos, los oídos, las palabras.
La nieve no cesaba de caer y, en un momento dado, mientras jugábamos con los videojuegos, el rostro vuelto hacia la pantalla, acabamos durmiéndonos.
Me desperté con un sobresalto y miré a mi lado: Marie dormía con el rostro iluminado por los rayos catódicos del televisor. Con una mano, aún mantenía agarrado el mando del videojuego, como un último acto de voluntad, y le asomaba medio cuerpo fuera del futón. Se oía su respiración acompasada, mezclada con la melodía del videojuego, que seguía sonando con el volumen bajo.
Su rostro dormido esbozaba una curiosa expresión. Aparecía triste y puro, como si acabara de llorar. Y no había cambiado lo más mínimo: así era hacía un año, así era también de niña.
La cubrí con el futón y apagué el televisor. La estancia se sumió en la oscuridad más absoluta mientras, al otro lado de la ventana, por supuesto, seguía cayendo la nieve, incesante. Por un resquicio de las cortinas penetraba el resplandor tenue y lechoso de la nieve.
Musité «Buenas noches», y me escurrí dentro del futón.